Constantino contra judíos, «herejes» y paganos
El emperador no se mostró muy amigo de los judí os, seguramente
estaba muy influido por los permanentes ataques antisemitas de los doc-
tores de la Iglesia, que hemos visto en el capí tulo 2, y el reciente Sí nodo
de Elvira, que habí a sancionado con penitencias muy fuertes las relacio-
nes entre cristianos y judí os, en particular la asistencia a bendiciones de
campos y banquetes celebrados por é stos. 118
Los emperadores romanos fueron bastante tolerantes con el judais-
mo; ni siquiera Diocleciano trató de obligarles a cumplir con los ritos
paganos. En cuanto a Constantino, pese a reconocerlo como religio lici-
ta, les creó dificultades de todas clases y adoptó frente a esta profesió n
religiosa «actitudes predominantemente negativas» (Antó n). En su pri-
mera disposició n antijudí a, fechada en otoñ o de 315, amenaza ya con la
hoguera, y eso que el 313 habí a anunciado una amplia tolerancia median-
te un decreto firmado conjuntamente con Licinio, en el sentido de que
«los cristianos y todos los demá s ciudadanos podrá n elegir libremente
la religió n que prefieran». En la exposició n de motivos, los coautores
declaran haber decidido «despué s de madura y acertada reflexió n» que
«cada cual debe ser libre de optar por la religió n que en su fuero interno
haya juzgado ser la que má s le conviene». Pero despué s del Concilio de
Nicea, Constantino llega a la conclusió n, reflejada en una epí stola a to-
das las comunidades, de que los judí os, «mancillados por el delirio»,
«heridos por la ceguera del espí ritu», «privados del recto juicio», son
«una nació n odiosa», y les prohibe pisar la ciudad de Jerusalé n que é l y
su madre habí an llenado de iglesias, excepto un solo dí a al añ o. Ade-
mas, les prohibe tener esclavos como los cristianos; esta disposició n tuvo graves consecuencias, pues fue una de las primeras que privaron a
los judí os, en la prá ctica, de poseer explotaciones agrí colas. El cristiano
que judaizase era reo de muerte. Ademá s, Constantino renovó una ley
de Trajano, promulgada doscientos añ os antes, segú n la cual el pagano
que se convirtiese al judaismo era condenado a la hoguera; de paso, ge-
neralizó este castigo a todas las comunidades judí as que acogiesen a un
pagano converso y a todos los que tratasen de impedir la conversió n de
un judí o al cristianismo. El primogé nito de Constantino y segundo em-
perador de su nombre amplió la legislació n antijudí a con disposiciones
cada vez má s rigurosas; o mejor dicho, el antisemitismo inspiró en lí neas
generales la polí tica de toda la dinastí a en materia de religió n. 119
Ló gicamente, cabrí a esperar que se hubieran producido revueltas ju-
dí as durante ese reinado. Las noticias que confirman dicho extremo, sin
embargo, son dudosas; es probable que los primeros amagos de rebe-
lió n fuesen sofocados inmediatamente y las cró nicas dicen que se corta-
ron algunas orejas por ese motivo. 120
Má s dura todaví a fue la polí tica contra los «herejes», y esto ya desde
la é poca de la regencia, a partir del añ o 311, con motivo de que muchos
de los que habí an abjurado del cristianismo pretendí an recibir de nuevo
el bautismo; de esto resultó un cisma con repercusiones sangrientas que
se prolongaron durante varios siglos. Es en esa é poca cuando aparece
por primera vez en un documento imperial la definició n de «cató lico» en
contraposició n a la figura del «heré tico». 121
En una carta de invitació n al Sí nodo de Arles, a celebrar en agosto
de 314, dirigida a Cresto, obispo de Siracusa, el emperador lamenta que
se hayan producido en Á frica «determinadas divisiones funestas y erró -
neas» dentro de «la religió n cató lica», despué s de censurar estas «repro-
bables discordias entre hermanos», estas «interminables y enconadas lu-
chas de partidos», advierte al obispo siciliano que «precisamente los que
má s deber tienen de entenderse fraternalmente viven en un estado abo-
minable de discordia... ». 122
¿ Qué habí a sucedido?
En el añ o 311, habiendo fallecido el obispo Mensurio, fue nombrado
sucesor, a lo que parece incorrectamente, el archidiá cono Ceciliano, de
quien desconfiaban desde hací a mucho tiempo los partidarios má s faná -
ticos del culto a los má rtires, por cuanto se afirmaba que uno de los que
oficiaron en su consagració n, el obispo Fé lix de Abthungi, habí a sido
traidor durante la persecució n y habí a revelado escritos sagrados. En
consecuencia, la consagració n carecí a de validez no só lo en Cartago,
sino tambié n en todas las comunidades africanas. Tambié n se decí a que
Ceciliano habí a saboteado el aprovisionamiento de ví veres para los
má rtires sitiados de Abitina. Setenta dignatarios eclesiá sticos tunecinos
protestaron, promulgaron la deposició n de Ceciliano y nombraron en su
lugar al lector Mayorino. Todo ello se hizo mediante ciertos sobornos,
dicho sea de paso, ya que la rica cartaginesa Lucila, de quien era domé s-
tico Mayorino, pagó de su bolsillo 400 folies, es decir, unos 40. 000 mar-
cos oro. La adinerada devota habí a sido objeto de las censuras de Ce-
ciliano porque antes de comulgar besaba ostentosamente un hueso
que, segú n ella, era una sagrada reliquia, pero no habí a sido reconocido
como tal.
Mayorino murió en el añ o 315, pero el cisma prosiguió bajo Donato
el Grande, dignatario ené rgico y bien dotado para el mando, que conta-
ba con el apoyo de la gran mayorí a de los cristianos de Á frica, pero mu-
chos de cuyos seguidores, segú n se afirmaba, habí an apostatado tambié n.
Fueron los llamados pars Donati o donatistas, que apenas veinte añ os
despué s convocaron en Cartago el primer concilio donatista del que te-
nemos noticia, y que reunió a 200 obispos. No era cuestió n de diferen-
cias doctrinales, puesto que «llevan la misma vida eclesiá stica que noso-
tros, las mismas lecturas, la misma fe, iguales sacramentos e idé nticos
—como escribió Optato de Mileve, el primero que los comba-
tió – y no solo la guadañ a de la envidia los ha separado de las raí ces de
nuestra madrela Iglesia». Sin embargo, los donatistas rechazaban la
asociació n con el Estado, la alianza constantiniana entre el trono y el al-
tar. Juzgaban que ellos eran la verdadera Ecciesia sanctorum y que la
Iglesia Romana era la civitas diaboli; apelaban a las creencias del cristia-
nitivo al exigir mayor austeridad para el clero. Pretendí an que
mantenerse moralmente cualificado, es decir, libre de peca-
. la validez de los sacramentos dependí a de la pureza del ofi-
acuerdo, en esto, con una tradició n de la Iglesia africana, pro-
itre otros por san Cipriano). Por ú ltimo, pero no menos im-
portante, los donatistas no querí an reconocer como cristianos a los que
habí an abjurado durante la persecució n y habí an entregado a los perse-
guidores las Biblias u otros escritos «sagrados», entre otras abominacio-
nes peores, como por ejemplo rendir culto a los í dolos paganos de lo que
se acusó al diá cono Ceciliano y con toda seguridad al obispo romano
Marcelino (296-304). Por todo ello, los oportunistas eran considerados
lapsi y traditores, es decir, apó statas y traidores. Los cató licos que se
convertí an al donatismo recibí an por segunda vez las aguas bautismales,
entendiendo que el ú nico sacramento vá lido era el administrado segú n
la fe donatista. Cuentan que los donatistas solí an purificar el suelo que
hubiese pisado un cató lico. 123
Todo esto contrariaba enormemente a Roma que, por ló gicas razo-
nes, mantení a la doctrina de que la Iglesia es la institució n que objetiva-
mente dispensa el perdó n y la salvació n, es decir, no deja de ser santa
por muy corruptos que (subjetivamente) puedan resultar sus miembros.
Esta doctrina es fruto excelentí simo del sacramento del Orden, con
su character indelebilis, es decir, que imprime cará cter permanente en
la persona del sacerdote; criterio no reconocido por la Catholica primi-
tiva y que ademá s se halla en franca contradicció n con la doctrina de
la misma. 124
Por supuesto, la nueva opinió n resultaba ú til para combatir a los do-
natistas. «Si el servidor de la palabra evangé lica es un justo, será partí ci-
pe del Evangelio; si no lo es, no por ello deja de ser administrador del
mismo», establece Agustí n. Los donatistas recurrieron al emperador,
pero el recurso fue rechazado, «en presencia del Espí ritu Santo y de sus
á ngeles», por Roma en 313, por Arles, convertida en capital de la Galia
por Constantino, en 314 (durante el mismo sí nodo que prescindió del
pacifismo cristiano); y apenas hubo concluido con el relativo é xito que
sabemos la campañ a de Constantino contra Licinio, se volvió contra
los donatistas a instigació n del obispo Ceciliano, en una campañ a que
duró varios añ os, presidida por la decisió n de «no tolerar ni el menor
asomo de divisió n o desunió n, dondequiera que fuere». Má s aú n, en
una carta de comienzos de 316 a Celso, vicario de Á frica, amenazaba:
«Pienso destruir los errores y reprimir todas las necedades, a fin y efecto
de ofrecer a todo el gé nero humano la ú nica religió n verdadera, lajusti-
cí a ú nica y la unanimidad en el culto al Señ or todopoderoso». A los do-
natistas les quitó sus iglesias y sus fortunas, exilió a sus jefes y mandó
tropas que hicieron matanzas de hombres y mujeres. Aú n no habí a em-
pezado la hecatombe de paganos y ya cristianos hací an má rtires a otros
cristianos en una sangrienta guerra campesina, ya que los esclavos agra-
rios del norte de Á frica, bá rbaramente explotados, habí an hecho causa
comú n con los donatistas. Fueron asaltadas varias basí licas y todo el que
ofreció resistencia a los soldados resultó muerto, incluyendo a dos obis-
pos donatistas. A partir de entonces, los herejes llevaron un calendario
propio de má rtires y estas ví ctimas contribuyeron a enconar el cisma.
Ante la inminencia de la nueva campañ a contra Licinio, en 321, el em-
perador dispensó a los sacerdotes desterrados, les devolvió sus iglesias,
reconoció su fracaso y recomendó a los cató licos que aplazaran para
mejor oportunidad la venganza de Dios. 125
Nunca tuvo reparo Constantino, y menos todaví a sus sucesores, en
poner la fuerza al servicio de las exigencias de los grandes dignatarios
eclesiá sticos, pues para ellos la unidad del imperio era preferible a cual-
quier divisió n. Por la misma razó n, sin embargo, y por má s que ello pu-
diera disgustar al clero, muchas veces hicieron de mediadores entre los
grupos rivales e incluso entre las tan pendencieras sectas cristianas. Con
frecuencia, los soberanos procuraron contener los excesos de los faná ti-
cos y arbitrar las diferencias doctrinales en busca de compromiso, en
particular cuando los partidos en discordia eran poderosos y, por tanto,
polí ticamente influyentes. Sin embargo, y como escribe Johannes Heller,
«la é poca se caracteriza por las divisiones, las discordias y los conflictos
dondequiera que uno mire». 126
Por todo ello, los esfuerzos conciliadores fracasaban una y otra vez,
no quedando sino el recurso a la fuerza, a la violencia. En los añ os 326 y
330, Constantino emití a edictos en favor del clero cató lico, mientras
desfavorecí a expresamente a «herejes» y «cismá ticos». E incluso duran-
te el perí odo final de su reinado, entre los añ os 336 y 337, tuvo lugar una
severa persecució n contra los donatistas, a cargo del prefecto Gregorio,
que habí a sido atacado por Donato en una epí stola, que fue acogida como
una «heroicidad» y distribuida en numerosas copias, llamá ndole «ver-
gü enza del Senado y oprobio de la prefectura». 127
Constantino luchó tambié n contra la iglesia de Marció n, má s antigua
y en algú n momento dado seguramente tambié n má s seguida que la ca-
tó lica. Prohibió los oficios de la misma aun cuando se celebrasen en ca-
sas particulares, hizo confiscar sus imá genes y sus propiedades, y orde-
nó la destrucció n de sus templos. Los sucesores, instigados con toda
probabilidad por los obispos, extremaron la persecució n contra esa sec-
ta del cristianismo, despué s de haberla difamado ya por todos los me-
dios, incluso recurriendo a falsificaciones, durante los siglos n y ni. 128
En el añ o 326, poco despué s del Concilio de Nicea, Constantino pro-
mulgó un severí simo edicto «contra herejes de toda laya» (supuestó (que
fuese auté ntico y no una ficció n de Eusebio, que es quien nos comunica la
noticia del mismo), muy imitado por otros posteriores, ya que les atribu-
ye toda clase de «mentiras», «necedades» y dice que son «una epidemia»,
«enemigos de la verdad y adversarios de la vida», y «propagandistas de
la destrucció n». El dictador les prohibe el culto, adjudica a los cató licos
«sus casas de oració n» y les quita todas las demá s propiedades. «Los que
quieran dedicarse a la prá ctica de la religió n pueden hacerlo en las igle-
sias cató licas. » Eusebio cuenta, entusiasmado, có mo se limpiaron «las
madrigueras de los heré ticos» y fueron acosadas «esas fieras salvajes».
«Así resplandece exclusivamente la luz de la Iglesia cató lica. »129
Las actuaciones de Constantino contra los «herejes» sentaron ejem-
plo, pero al menos les respetaba la vida en la mayorí a de las ocasiones.
A fin de cuentas, no le importaba tanto la religió n como la unidad de la
Iglesia sobre la base del concilio niceno, y de ahí la unidad del imperio.
Sin duda, tení a de la religió n un concepto exclusivamente polí tico, aun-
que los problemas religiosos siempre, y desde el primer momento, se
presentaron en relació n con los conflictos sociales y polí ticos, en interé s
del poder del Estado promovió la unidad de la Iglesia y no otra era la
causa de su odio a las discordias de todo gé nero. «Yo estaba seguro de
que, si lograba culminar mi propó sito de unificar a todos los servidores
de Dios, cosecharí a frutos abundantes en pro del interé s pú blico», escri-
be en una carta a Arrio y al obispo Alejandro. 130
Frente a los paganos, este prí ncipe tan deseoso de reforzar la unidad
estatal se comportó, en principio, con notable reserva; hay que tener en
cuenta que aú n eran gran mayorí a, sobre todo en las provincias occiden-
tales, y que tambié n predominaban en las filas del ejé rcito. Por eso el fu-
turo santo de los cristianos orientales asumió durante toda su vida la dig-
nidad de pontifex maximus que le correspondí a oficialmente como em-
perador, que simbolizaba la vieja alianza entre la religió n pagana y el
Estado, y que nunca dejó de figurar en los documentos oficiales. Y no
só lo san Constantino presidió durante toda su vida en el colegio de los
sacerdotes paganos, lo que entre otras cosas le conferí a el derecho a
efectuar nombramientos entre ellos, sino que ademá s mantuvo la cos-
tumbre de hacerse dedicar templos a su nombre, como por ejemplo el
que se erigió en la villa de Hispellum, en la actual Umbrí a, aunque evi-
tando que se practicaran en ellos «rituales paganos». 131
En el añ o 330, sin embargo, lanza una condena contra la escuela
neoplató nica e incluso ordena la ejecució n de Sopatro, que vení a pre-
sidiendo dicha escuela desde la muerte de Yá mblico. El filó sofo fue ví c-
tima de una intriga cortesana montada por Ablabio, praefectus praetorio
de Oriente y cristiano explí citamente confeso, para librarse de é l. Du-
rante algú n tiempo, Ablabio fue el má s influyente de los consejeros de
Constantino y ademá s preceptor de su hijo..., hasta 338, en que el nue-
vo emperador hizo liquidar a su mentor. Es probable, no obstante,
que en tiempos del mismo Constantino los cristianos hallasen ya má s
facilidades que otros para hacer carrera en la corte y en la administra-
ció n estatal. A medida que ellos progresaban sin lí mite y mientras de-
diñ aba la influencia de los paganos, es decir, durante los ú ltimos añ os
de la é poca constantiniana, el emperador empezó a proceder tambié n
en contra de é stos, para mayor satisfacció n del partido cristiano, como
es ló gico. 132
Cuando promulgó el Edicto de Milá n (313), todaví a opinaba que «la
tranquilidad de nuestro ré gimen» impone que «todos sean libres de ele-
gir la divinidad de sus preferencias y rendirle culto, y así lo mandamos y
disponemos, para que nadie crea que deseamos postergar ningú n culto
ni ninguna religió n». Pero despué s, Constantino se dejó influir durante
dos decenios por las jerarquí as cristianas y los paganos pasan a ser (re-
cordemos los insultos dedicados a judí os y «herejes») «insensatos»,
«gentes sin moral» y su religió n un «semillero de discordia», «error fu-
nesto», «imperio de las tinieblas», «locura perjudicial que ha arruinado
a naciones enteras». En consecuencia, estima que el Señ or le impone la
obligació n de «destruir el execrable culto a los í dolos». 133
Segú n los historiadores, «la polí tica de este emperador rara vez ul-
trapasó el lí mite de la parcialidad en el trato dispensado a cristianos y
paganos» (Von Walter) o, como escribió en 1982 el teó logo Meinhold,
fue «emblema de la tolerancia, que respetó los derechos de todas las re-
ligiones entonces existentes». 134
En realidad, tanto la coexistencia proclamada en los añ os 311 y 313
como el correlativo principio de libertad de religió n fueron ví ctimas de
una erosió n gradual, predominando finalmente la tendencia represiva.
A medida que Constantino acumulaba poder y ganaban má s radio de ac-
ció n sus disposiciones, empeoraban las condiciones para los paganos,
sobre todo durante el ú ltimo perí odo de su reinado. En el añ o 319, habí a
legislado ya contra los arú spices y demá s adivinadores paganos del por-
venir (los mismos de quienes ya Cató n decí a que no podí an contener la
risa cuando se encontraban dos de ellos en la calle), aunque só lo un añ o
má s tarde é l mismo consultaba sus servicios profesionales (tambié n sus
predecesores, como Augusto, Tiberio y otros habí an legislado contra la
magia). Inmediatamente despué s de su victoria sobre Licinio, Constan-
tino garantizó expresamente la libre prá ctica del culto a los practicantes
de la antigua religió n, en una epí stola dirigida a las provincias orienta-
les: «Que cada cual crea lo que su corazó n le dicte», en una primitiva
versió n de la cé lebre frase de Federico II de Prusia: «Que cada cual bus-
que la salvació n a su manera», aunque ya Josefo habí a expresado antes
la misma idea. Pero no parece que el regente lo dijera en serio; su verda-
dera intenció n era que todos los humanos «reverencien al ú nico Dios
verdadero» y que abandonasen «los templos de la mentira». 135
Mientras los paganos de las provincias occidentales disfrutaban aú n
de una relativa tranquilidad, en Oriente las persecuciones empezaron
despué s de la derrota definitiva de Licinio (324). Constantino prohibió
que se erigieran nuevas estatuas a los dioses, que se rindiese culto a las
existentes, que se consultasen los orá culos y todas las demá s formas» del
culto pagano; en 326, llegó a ordenar la destrucció n de todas las imá -
genes, al tiempo que iniciaba en Oriente la confiscació n de propiedades
de los templos y el expolio de valiosas obras de arte. En su nueva capi-
tal, Constantino, bendecida el 11 de mayo de 330 despué s de seis añ os
de obras financiadas en parte por el monarca gracias a los tesoros confis-
cados a los templos, quedaron prohibidos los cultos y las festividades del
paganismo y se les retiraron las rentas a los templos de Helios, Artemis
Selene y Afrodita. Constantino, calificado de «renegado» e «innovador
y destructor de antiguas y venerables constituciones» por el empera-
dor Juliano, pero alabado por muchos historiadores modernos en razó n
de su inteligente moderació n, no tardó en prohibir la reparació n de los
templos paganos que amenazasen ruina y ordenó numerosas clausuras y
destrucciones, «dirigidas precisamente contra los que má s habí an sido
venerados por los idó latras» (Eusebio). Dispuso el cierre del Serapion
de Alejandrí a, el del templo al dios Sol en Helió polis, el derribo del al-
tar de Mambre (con motivo de que el Señ or en persona se habí a apareci-
do allí al padre Abraham, en compañ í a de dos á ngeles), y el del templo
de Esculapio en Aegae, cumplié ndose esto ú ltimo con tanta diligencia
«que no quedaron ni siquiera los fundamentos del antiguo desvarí o»
(Eusebio). Ordenó asimismo la destrucció n del templo de Afrodita so-
bre el Gó igota, por el «gran escá ndalo» que representaba para los cre-
yentes; tambié n le llegó el turno al de Aphaka en el Lí bano, de cuyo
santuario, «peligrosa telarañ a para cazar almas» y que segú n el empera-
dor «no merece que le alumbre el sol», no quedó piedra sobre piedra; y
el muy famoso de Helió polis, incendiado y reducido a escombros por un
comando militar. Segú n el cató lico Ehrhard, sin embargo, «Constantino
se abstuvo prudentemente de cualquier provocació n contra los partida-
rios del culto antiguo»; la realidad es que el ejemplo de Elias, cuando
fueron pasados a cuchillo los sacerdotes de Baal, sirvió de inspiració n a
«toda clase de desmanes» (Schulze). Constantino hizo quemar los escri-
tos polé micos de Porfirio. A partir del añ o 330, en que fue prohibido el
neoplatonismo, los cristianos abundaron en saqueos de templos y rotura
de imá genes, como celebraron todos los cronistas cristianos y pese a ha-
ber sido prohibidas implí citamente tales actividades por el Concilio de
Elvira. El santo Teó fanes, en su cronografí a ampliamente difundida du-
rante la Edad Media, hace constar que «el piadoso Constantino» se ha-
bí a formado el propó sito de «destruir las imá genes de los í dolos y sus
templos, de tal manera que los mismos desaparecieron de muchos luga-
res, y todas sus rentas fueron asignadas a las iglesias del Señ or». 136
Los clé rigos no anduvieron remisos en colaborar. El diá cono Cirilo,
que se habí a destacado especialmente por su faná tica maní a destructora
—«lleno de santo celo», segú n Teodoreto—, sin embargo fue asesinado
y descuartizado en tiempos de Juliano, aunque el castigo de Dios no tar-
dó en alcanzar a los homicidas, que segú n se cuenta habí an devorado in-
cluso los hí gados del santo varó n. Bien es verdad que «no podí an per-
manecer ocultos al ojo que todo lo ve [... ]; los que habí an tomado parte
en aquel crimen horrible perdieron los dientes y sus lenguas se cubrie-
ron de ú lceras pustulosas, y por ú ltimo acabaron perdiendo tambié n la
vista, de manera que los castigos padecidos sirvieron de testimonio acer-
ca de la verdad de la religió n cristiana» (Teodoreto). 137
¡ La historiografí a cristiana!
En contra de lo que querrí an hacernos creer los historiadores cristia-
nos, al emperador, naturalmente, no le interesaba luchar cara a cara con-
tra el paganismo que aú n detentaba la mayorí a en gran parte del imperio
y conservaba parte de su fuerza; lo que por supuesto no quita que fuesen
bien recibidas no só lo por las iglesias, sino tambié n por el mismo empe-
rador y su corte, «las pequeñ as expropiaciones materiales» (Voelkl): las
piedras, las puertas, las figuras de bronce, las vasijas de oro y plata, los
relieves, «los valiosos y artí sticos exvotos de marfil confiscados en todas
las provincias», como destaca Eusebio. «Por todas partes andaban roban-
do, saqueando y confiscando las imá genes de oro y plata [... ] y las estatuas
de bronce» (Tinnefeid). Constantino ni siquiera respetó los famosos trí -
podes de la pitonisa del santuario de Apolo en Delfos. El historiador
Kornemann constata «un latrocinio de obras de arte como jamá s se habí a
visto en toda Grecia». Incluso san Jeró nimo criticó que la ciudad de Cons-
tantinopla se hubiese construido con el botí n de casi todas las demá s ciu-
dades. «En un abrir y cerrar de ojos desaparecerí an templos enteros», se
regocija Eusebio. El Olimpo entero quedó reunido en la «nueva Roma»,
en donde el emperador, aun sin atreverse a derruir los templos, hizo qui-
tar de ellos todas las estatuas. Los dioses má s venerados quedaron insta-
lados en casas de bañ o, basí licas y plazas pú blicas; así ocurrió con la Hera
de Samos, la Atena Lindia, la Afrodita de Cnido. Como era ló gico, la
nueva capital a orillas del Bosforo (caracterizada tambié n por siete coli-
nas y asimilada en todo por su fundador a la ciudad del Tí ber, con sus
catorce regiones, su senado, etcé tera. ) no tuvo ritos paganos, ni culto
a Vesta, ni templo capitolino; lo que hizo Constantino fue conferirle
«un rostro inequí vocamente cristiano» y «el cará cter de una contra-Roma
cristiana» (Vogt), que debí a servir como pú blica demostració n de la vic-
toria sobre el paganismo. A una estatua de Rea con dos leones, por ejem-
plo, le modificaron la postura de los brazos para que pareciese una oran-
te. A una Tyché le marcaron la frente con una cruz. El Apolo deifico,
que habí a sido el monumento má s venerable del mundo helé nico, fue
reconvertido en un Constantino el Grande (como escribió Nietzsche;
«Constantino ha sido el venerado destructor del orá culo») mediante la
adició n de un orbe de oro coronado por una cruz en la mano, y una pla-
ca cuya epigrafí a confirmaba la nueva advocació n. En cambio, el centu-
rió n Balmasa, un ladronzuelo (los crí menes pequeñ os son los ú nicos que
se pagan siempre) que habí a echado mano de una figura de Atenea Pa-
llas, fue ajusticiado, mientras los metales nobles robados por el empera-
dor pasaban a engrosar las finanzas de la Iglesia y del Estado, ya que en
el añ o 333 se hizo perentoria la necesidad de poner de nuevo en funciona-
miento las cecas. «Riquezas inmensas desaparecieron amonedadas o
fueron a rellenar las arcas vací as de la Iglesia», nos recuerda Voelkl. 138
La consabida profanació n de los dioses tambié n fue iniciada por Cons-
tantino, si hemos de prestar cré dito al testimonio del obispo Eusebio.
Ante todo, el emperador hizo «exponer pú blicamente en todas las pla-
zas de la capital las imá genes durante tan largas eras veneradas por el
engañ o, de tal modo que ofreciesen un espectá culo aborrecible a todos
cuantos las viesen [... ] y que todos comprendieran que el emperador ha-
cí a de todos aquellos í dolos juguetes de la plebe y objeto de mofa». Lo
mismo que se hizo en Roma por orden del soberano, aunque no pocos
eruditos lo valoran como una medida de protecció n y embellecimiento.
En las provincias, los emisarios del emperador «sacaron a la luz incluso
las imá genes que habí an permanecido escondidas y recubiertas de pol-
vo, quitá ndoles a los dioses todos sus adornos, para que todos pudieran
ver la fealdad que ocultaban las figuras pintadas. [... ] Los dioses de los
antiguos mitos se vieron así arrastrados con sogas de cá ñ amo». 139
Si para los cristianos el ejemplo del emperador era ya casi una orden,
lo mismo les sucedió a muchos paganos deseosos de evitar conflictos.
De ahí que Eusebio nos cuente que los habitantes de la provincia fenicia
«entregaron a las llamas numerosas imá genes de í dolos acogié ndose así
a la ley salvadora. Y lo mismo en otras muchas provincias, prefiriendo el
camino de la salvació n, renunciaron a todas aquellas naderí as. [... ] Los
templos y los santuarios, antes tan orgullosos, fueron destruidos sin que
nadie lo ordenase, construyé ndose en su lugar iglesias y cayendo en el
olvido el viejo desvarí o». 140
Un desvarí o a cambio de otro.
Considerados en conjunto, los primeros siglos de la Ecciesia triumphans
bajo el primer emperador cristiano justifican la opinió n del filó sofo fran-
cé s Helvecio (1715-1771), cuando dice que «el catolicismo propugnó siempre el latrocinio, el expolio, la violencia y el homicidio», y aú n má s es
este otro juicio del mismo pensador sobre aquella é poca tan adornada
por los cronistas de la posteridad: «¡ Qué le importan a la Iglesia las ac- ciones tirá nicas de los reyes ensoberbecidos, con tal de participar en el
poder de ellos! ». Como habí a subrayado ya otro santo, Policarpo, «el an-
ciano prí ncipe de Asia» (Eusebio), a quien es costumbre invocar contra
dolores de oí dos, a los cristianos se les enseñ a que «deben acatar a los
prí ncipes y jefes que han recibido su autoridad de Dios, siempre y cuan-
do ello no nos perjudique». 141
En el añ o 337, Constantino se propuso lanzar una cruzada contra el
rey de los persas y «bá rbaro de Oriente» Sapur II; como de costumbre, segú n escribe el historiador Otto Seeck, no lo hizo por su propia voluntad, «sino obedeciendo una vez má s al designio divino que le habí a elegido como instrumento para restaurar el imperio de Alejandro y llevar elmensaje del cristianismo hasta el ú ltimo rincó n del orbe». Aunque el persa
envió embajadores en 337 para ofrecer la paz, no fueron escuchados por
el emperador (como el mismo Seeck admite en la pá gina siguiente). Así
pues, el «hé roe jamá s derrotado» querí a la guerra, la cruzada, asistida
como era de rigor por «el necesario servicio religioso», segú n cuenta
Eusebio, que relata asimismo có mo los obispos le aseguraron al empe-
rador «que tomarí an parte de muy buen grado en la expedició n, sin re-
troceder jamá s ante el enemigo y colaborando a la victoria con sus má s
fervorosas oraciones». 142
Sin embargo, en la Pascua del mismo añ o, el soberano cayó enfer-
mo. Primero buscó remedio en los bañ os calientes de Constantinopla,
y luego en las reliquias de Luciano, patrono protector del arrianismo y
discí pulo que fue del propio Arrio. Por ú ltimo recibió en su finca, Achyro-
na de Nicomedia, las aguas del bautismo, pese a su deseo de tomarlas a
orillas del Jordá n como Nuestro Señ or. En aquel entonces (y hasta el
añ o 400 aproximadamente) era costumbre habitual aplazar el bautismo
hasta las ú ltimas, sobre todo entre prí ncipes responsables de mil batallas
y condenas a muerte. Como sugiere Voltaire, «creí an haber encontrado
la fó rmula para vivir como criminales y morir como santos». Despué s del
bautismo, que fue administrado por otro correligionario de Luciano lla-
mado Eusebio Constantino fallecido el 22 de mayo del añ o 337. Así las
cosas, resulta que el primer princeps christianus se despidió de este mun-
do como «hereje», detalle que origina no pocos problemas para los his-
toriadores «ortodoxos», pero que le fue perdonado incluso por el enemi-
go má s acé rrimo del arrianismo en Occidente, san Ambrosio, «teniendo
en cuenta que habí a sido el primer emperador que abrazó la fe y la dejó en
herencia a sus sucesores, por lo que le incumbe el má s alto mé rito [mag-
num meriti]». 143
Mientras los cristianos casi prescindí an de su sentido comú n por elo-
giar a Constantino, ló gicamente son muy pocos los testimonios de sus
crí ticos que han llegado hasta nosotros, entre ellos los del emperador
Juliano o los del historiador Zó simo, lo que dista de ser un hecho casual. 144
La cruzada prevista por Constantino contra los persas fija nuestra
atenció n en un reino que no tardarí a en verse asediado por otros prí nci-
pes cristianos; en especial, consideraremos el caso de Armenia, el pri-
mer paí s del mundo que hizo del cristianismo la religió n del Estado.
CAPITULO 6
PERSIA, ARMENIA
Y EL CRISTIANISMO
«El origen y la fundació n de esa Iglesia son tí picamente armenios.
Gregorio [el apó stol de Armenia] recorre violentamente el paí s,
rodeado de tropas, destruye los templos y va cristianizando
a la població n. Era una cosa nunca vista hasta entonces
en el mundo helé nico. »
G. KUNGE1
«Los armenios pasaron a cuchillo todo el ejé rcito persa, sin permitir
que se salvase ni uno solo», «no dejaron hombre ni mujer con vida».
«Vieron el bañ o de sangre perpretado entre las tropas derrotadas.
Toda la regió n apestaba por el hedor de los cadá veres. [... ] Así quedó
vengado san Gregorio. »
FAUSTO DE BIZANCIO2
«Consolaos en Cristo, porque quienes murieron lo hicieron en primer
lugar por la patria, por la Iglesia y por la gracia de la divina Religió n [... 1. »
WRTHANES, PATRIARCA DE ARMENIA3
Desde hací a siglos, dos grandes potencias rivalizaban en el Pró ximo
Oriente, el Imperio romano al oeste y el reino de los partos al este, aun-
que tampoco faltaron largos perí odos de paz, e incluso de relaciones
bastante amistosas, bajo Augusto y sus sucesores, bajo Adriano y du-
rante la é poca de los Antoninos. Durante el perí odo de los Severos, a
comienzos del siglo lll, ambos Estados se otorgaron reconocimiento re-
cí proco y el gran rey de los partos trataba de igual a igual con el empera-
dor romano. 4
Dicho estado de cosas terminó en el añ o 227 con la caí da de los partos
y el auge de la dinastí a persa (de los sasá nidas), enemiga muy peligrosa
para Roma. Ambos bloques, el neopersa y el romano, tení an fuertes
ambiciones imperialistas. Ambas potencias se enfrentaron en guerras
ofensivas y defensivas, guerras de unas dimensiones mucho mayores de
lo que comú nmente se piensa, y en ellas el cristianismo desempeñ ó un
papel cada vez má s importante.
Durante los siglos ni y IV, la nueva religió n se propagó por toda Per-
sia, difundida allí por romanos prisioneros de guerra que se quedaron
en el paí s, sirios occidentales deportados y otras naciones. En 224, la co-
munidad cristiana contaba ya con diecisé is obispos. Pero así como los ro-
manos persiguieron el cristianismo, en cambio ni los arsá cidas ni los
sasá nidas organizaron pogromos anticristianos, segú n las noticias que
nos han llegado. Pudieron darse persecuciones locales instigadas por al-
gú n mago, pero sin que fuesen ordenadas por el soberano. De ahí que,
durante el siglo lll, Persia fuese tierra de asilo para muchos cristianos. 5
Los sasá nidas mantuvieron su polí tica de tolerancia aun a pesar de
haberse propuesto a fines de reordenació n polí tica la restauració n del
antiguo credo iraní, es decir, la renovació n del mazdeí smo, la religió n
fundada por Zoroastro que, sin embargo, cayó luego al primer empuje
del Islam. Durante un breve paré ntesis, bajo Sapur I y su hijo, tambié n
fomentaron la religió n de Mani. Y aunque el gran rey hizo ejecutar a
una de sus mujeres, Estassa, que se habí a convertido al cristianismo, y
desterró por igual motivo a la reina Siraran, hermana de aqué lla, no
obstante dejó mandado «que cada cual sea libre de profesar sin temor el
culto que prefiera: los magos, los zá ndicos, los judí os, los cristianos y to-
das las demá s sectas [... ] en todas las provincias del reino persa». 6
No era de ese parecer el gran rey Bahram I (274-277), que influido
por el maestro mago Kartir combatió con energí a todas las confesiones
no mazdeistas e hizo encarcelar a Maní, por supuestos delitos contra la
religió n zoroá strica, en el presidio de la capital Bet-Lapat (Gundi-Sa-
pur), donde falleció en 276. (Un siglo despué s, su seguidor Sisinio serí a
crucificado por orden de otro rey. ) Tambié n Bahran II (277-293) hizo
matar a su mujer, la cristiana Quandira, y permitió que los magos persi-
guieran a cristianos y maniqueos; al poco tiempo, la hostilidad se redujo
a estos ú ltimos mientras que los cristianos disfrutaron de tranquilidad a
partir de 290, aproximadamente, cuando Papa accedió al obispado de la
nueva capital, Ctesifonte. Y la situació n continuó con pocos cambios
cuando Nerses (293-303), sucesor de Bahran II, despué s de sufrir una
tremenda derrota (en 297, que fue el principal acontecimiento de la
é poca en materia de polí tica internacional) a manos de Galerio, el
yerno de Diocleciano, en 298 tuvo que ceder mediante tratado cinco
provincias de la Mesopotamia, junto con la ciudad de Nisibis, y reco-
nocer ademá s el protectorado romano sobre Armenia, paí s de impor-
tancia estraté gica como Estado-tampó n situado entre las dos grandes
potencias. 7
El monarca armenio Trdat (Tirí dates) III, dos veces expulsado por
los persas y dos veces reinstaurado gracias a la ayuda de los romanos,
emuló en Armenia las persecuciones de Diocleciano. Por lo visto, hací a
bastante tiempo que viví an allí cristianos. Diocleciano recordó al arme-
nio sus obligaciones en una larga epí stola, a la que é ste, muy servil, con-
testó que harí a lo que le mandasen, pues no podí a olvidar que debí a su
trono a los romanos. Pero poco despué s, y diez añ os antes de la subida
de Constantino al trono imperial, el rey tomó las aguas del bautismo y se
convirtió en el «Constantino de los armenios», siendo é ste el primer paí s
del mundo que hizo del cristianismo su religió n oficial. 8
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