Planes ofensivos de Constantino y las Disertaciones sobre la guerra del padre Atanasio
Las preferencias, como era natural, iban en el sentido de incorporar
la cristiandad persa al imperium romanum. Durante el Concilio de Ni-
cea, el historiador Eusebio —que habí a visto ya que «imperio» y «oiku-
mene», imperium y orbis terrarum, eran nociones sinó nimas— contem-
plaba con satisfacció n la posibilidad de tener un obispo godo y otro per-
sa, cuando se hubiera «logrado incorporar ambas naciones a la Iglesia
imperial» (Von Stauffenberg). 25
Apenas un decenio antes, probablemente en 314, el rey armenio
habí a firmado con Licinio y Constantino un solemne pacto de alianza,
que apenas serí a otra cosa sino que pacto militar contra Persia encami-
nado a consolidar la comunidad de creencia. La misió n de los obispos
armenios por los reinos caucá sicos, que tuvo lugar bajo el reinado de
Chosrau II, sucesor de Trdat y tambié n gran amigo de Roma, fue otra
jugada del expansionismo imperial romano. Y en 334, cuando los per-
sas pusieron en aprietos a los armenios, y los jinetes sasá nidas hicieron
prisionero al heredero de Trdat, fue Constantino quien envió tropas
bajo el mando de su hijo Constancio; despué s de algunos reveses inicia-
les, los expedicionarios derrotaron al ejé rcito invasor, cayendo en los
combates el caudillo de é ste, Narsch, un prí ncipe hermano del rey persa
ShapurII. 26
El alcance de los planes de Constantino lo demuestra el hecho que,
en 335, nombró a su sobrino Anibaliano, hijo de su hermano Dalmacio,
«rey de Armenia y de los pueblos que la rodean»; se trataba de asegu-
rarse la posesió n de Armenia, cuyo trono estaba en aquellos momentos
vacante, así como las provincias limí trofes con el imperio por Oriente, y
aun ampliarlas si fuese posible. 27
Es evidente que las ambiciones con respecto a Oriente eran de tipo
e-xpansionista. Y cuando Constantino, «obedeciendo só lo a su libre al-
bedrí o», como asegura el obispo Teodoreto, decidió «hacer suya la cau-
sa de los discí pulos de la verdad cristiana en Persia» al enterarse de que
«eran expulsados de sus tierras por los paganos, y el rey de é stos, escla-
vo del error, procuraba perjudicarlos por mil maneras», 28 escribió una
carta a los persas en té rminos amenazantes, o mejor dicho, no una carta
8U10 un sermó n, en una de aquellas paté ticas profesiones de fe que vi-
niendo de potentados cristianos no suelen augurar nada bueno.
En su epí stola, Constantino reconoce sin empacho que «estoy entre-
gado a este servicio de Dios. Apoyá ndome en mis campañ as sobre el
poder de este Dios, y comenzando en las orillas má s alejadas del Océ a-
no^ he exaltado todo el orbe terrestre mediante la esperanza de la salva-
ron, de tal modo que todas las naciones que padecí an bajo el poder de
tan terribles tiranos, expuestas a toda clase de desgracias, al participar en
e! mejoramiento general de las condiciones de gobierno han despertado a
una nueva vida, por decirio así, como si se hubiesen beneficiado de una
medicina prodigiosa. A ese Dios venero, y su sí mbolo es llevado a hom-
bros por mis tropas, que van siempre allá donde las llama la justa causa
del derecho, mereciendo en premio las má s estupendas victorias».
Despué s de explicarle al gran rey que Dios mira con agrado las obras
de los bondadosos y mansos de corazó n, y ama a los seres de corazó n
puro y de alma sin má cula (a la cabeza de los cuales, sin duda, se conta-
ba é l mismo), tampoco le oculta que a los malos suele tratarlos de otras
maneras muy diferentes, que la impiedad es castigada y los soberbios
humillados y arrojados a las tinieblas por naciones enteras o incluso por
varias generaciones. «Creo no equivocarme, hermano mí o [... ]», le es-
cribe Constantino, expresando su alegrí a (no sin insinuar una cierta
amenaza, una vez má s) de que «los bellos paisajes de Persia tambié n es-
té n poblados de tantos cristianos». Y «que sean contigo todos los para-
bienes, lo mismo que con ellos, si así tú los tratas, pues de esta manera
habrá s merecido la benevolencia del Señ or y dueñ o del mundo». 29
Para Eusebio, como historiador de la Iglesia, este llamamiento al rey
de los persas demuestra que todas las naciones del oikumene eran con-
ducidas por Constantino a manera de timonel y preceptor de pueblos
instituido por Dios. Precisamente, «una idea de imperio universal, " ca-
tó licamente" determinada» es el tema principal de la biografí a de Cons-
tantino, tal como la ve su panegirista Eusebio, «y todo conduce a ver en
la prevista guerra contra los persas [... ] la que habí a de ser su corona-
ció n definitiva» (Von Stauffenberg). 30
En sus manifiestos religioso-polí ticos, el emperador reitera su voca-
ció n de salvar a la humanidad de la peste de las tiraní as anticristianas,
unificarla bajo el signo de la «verdadera fe» y plasmar esa unidad en un
nuevo imperio cristiano universal. En el añ o 337, precisamente, cuando
la muerte de Constantino truncó la gran campañ a cuyos preparativos
vení an realizá ndose desde hací a varios añ os, Afrahat, el decano de los
padres de la Iglesia siria, monje y probablemente obispo (y seguramente
gran enemigo de los judí os, como su compatriota Efré n) escribió su trata-
do sobre las guerras, un opus «dictado totalmente por la impresió n de los
preparativos bé licos que se iniciaban en Occidente» (Blum). El padre
Afrahat, «personalidad venerable, de gran seriedad é tica» (Schü hlein),
hace en este escrito un llamamiento belicista a todos los cristianos, cele-
brando «el movimiento que se anuncia en estos tiempos», «los ejé rcitos
que se reú nen para la batalla». Ve que «las tropas se alzan y vencen»,
«los ejé rcitos se han reunido para el juicio de Dios». Considera que el
Imperio romano será como el macho cabrí o y romperá los cuernos al
carnero de Oriente, que representará al inminente reinado de Cristo y
que será invencible «porque marcha con este ejé rcito ese hombre fuerte
llamado Jesú s, cuyas armas llevan todas las legiones del imperio». 31
Jesú s en el ejé rcito, Jesú s acaudillando las tropas, Jesú s presidien-
do batallas..., en el siglo IV como en el XX, en la primera guerra mun-
dial, en la segunda, en la del Vietnam...
Shapur II (310-379), que se habí a mostrado tolerante al principio
con los cristianos, lo mismo que sus predecesores Nerses (293-303) y
Hormizd II (303-309), pasó a considerarlos como espí as de los romanos
y no eludió el conflicto. Pero antes quiso consolidar su reino en el inte-
rior, para lo cual recurrió a los mismos medios que Constantino; y así
como é ste habí a buscado la estabilidad interior en el cristianismo, Sha-
pur lo hizo proclamando el mazdeí smo como religió n de Estado. Y tal
como, a efectos de la mencionada estabilizació n, Constantino hizo con-
vocar el Concilio de Nicea, tambié n Shapur organizó una conferencia
religiosa, en la que el sumo mobed Aturpat estableció las diferencias en-
tre el culto oficial del Estado y los disidentes, decretando que «ahora
que hemos divisado la ú nica [verdadera] religió n de la Tierra, no permi-
tiremos que nadie persevere en sus creencias falsas, y pensamos poner
gran celo en esa misió n». 32
No sabemos contra quié n se dirigirí a primariamente ese concilio de
los persas; pero lo cierto es que el gran rey se enfrentaba con un partido
cristiano cada vez má s numeroso. Los peligros no eran só lo externos, ya
que los cristianos persas se envalentonaban al conocer el triunfo de su
religió n en el seno del Imperio romano.
En la capital, Seleucia-Ctesifonte precisamente, y a finales del si-
glo III, el obispo Sabí a habí a pronunciado palabras tan encendidas sobre
la «victoria de Nuestro Señ or», la soberbia de los reyes y la vanidad de
los poderes terrenales, que luego hubo de poner pies en polvorosa; otro
obispo ambicioso. Papa BafAggai, provocó disturbios al pretender la
primací a sobre los demá s obispos y la autoridad sobre toda la comuni-
dad de los cristianos persas, es decir la creació n de una especie de pa-
triarcado persa. Ello habrí a supuesto una consolidació n, y al mismo
tiempo la acentuació n de la tendencia prooccidental de aquella Iglesia,
motivo por el cual Papa contó con el apoyo de varios prelados occiden-
tales, entre los que destacó el obispo de Edessa (la actual Urfa de Tur-
quí a), que era entonces uno de los baluartes de la acció n misionera de
los cristianos. Sin embargo. Papa, primero de la serie de los katholikoi y
luego patriarcas de Seleucia-Ctesifonte, no dejaba de tener enemigos en
las filas de su propio clero, el principal de ellos su archidiá cono Simeó n.
La corte persa fomentaba esta oposició n e incluso cosechó un notable
triunfo a largo plazo, cuando la Iglesia persa bajo Dadisho se declaró
definitivamente autocé fala (aunque esto no sucedió hasta los añ os 423 y
424), anulando el derecho de recurrir a los patriarcas occidentales e ins-
tituyendo que el «katholikos de Oriente» só lo era responsable «ante
Cristo», autonomí a que los dirigentes de la Iglesia persa mantuvieron
siempre y hasta nuestros dí as, en que el actual má ximo dignatario de la
misma reside en San Francisco, (EE. UU). 33
Pese a los apuros en que se veí a Shapur II, pese a que se acercaba a
las fronteras un Constantino cada vez má s poderoso, pese al hecho de
que la Iglesia persa era sospechosa de conspirar con el tradicional enemi-
go romano y que en el interior «judí os y maniqueos, los mayores ene-
migos del nombre de cristiano», segú n la cró nica de Arbela, denuncia-
ban ante los magos que «todos los cristianos eran espí as de los roma-
nos», a pesar de todo no hubo persecució n oficial contra aqué llos. Cier-
to que se habla de dos pogromos locales (en 318 y 327), pero no está n
documentados y podrí an ser apó crifos. En el añ o 337, sin embargo, cuan-
do Constantino murió antes de entrar en campañ a, el rey persa consideró
que era el momento oportuno para recuperar las cinco provincias meso-
potá micas perdidas en su dí a, junto con la capital Nisibis..., pero fracasó
ante las fuertes murallas de é sta, que se defendió con buena fortuna bajo el mando de su obispo. 34
Segú n la cró nica de Arbela, fue justamente esta derrota la que de-
sencadenó la persecució n de Shapur contra las iglesias. «El rey empren-
dió la retirada entre amenazas, jurando que extirparí a de sus reinos la fe de los romanos».
Dicha persecució n comenzó en el añ o 340. Mediante un decreto, el
obispo de la capital, Simó n Bar Sabba^e, «y todo el pueblo de los naza-
renos» vieron duplicadas las tasas y alcabalas, a modo de multa por ne-
garse a prestar el servicio militar. «Viven en nuestro paí s, pero está n
confabulados con el emperador nuestro enemigo. » Tambié n se les acusó
de despreciar la religió n (estatal) zoroá strica y de negarse a rendir culto
al rey persa. Otros factores importantes fueron la gran cohesió n de las
comunidades, impulsada desde el sector occidental, así como la vieja
enemistad entre cristianos y judí os; a esta ú ltima confesió n se habí a con-
vertido la madre de Shapur II, la reina Fphra Hormiz, mientras que, en
el bando opuesto, Constantino cultivaba una polí tica bastante antijudí a,
como hemos visto. De la primera persecució n de Shapur fueron ví ctimas
el katholikos Simó n Bar Sabba'e (añ o 344), cinco obispos y 97 presbí te-
ros y diá conos. Sin embargo, los motivos de esta campañ a de extermi-
nio, que duró varios decenios, «eran fundamentalmente polí ticos, aun-
que no sin un trasfondo importante de origen religioso, como es ló gico»
(Blum); ademá s, «con sus actitudes, el clero cristiano se lo habí a buscado
sobradamente» (Rubí n). 35
Las guerras contra los persas prosiguieron.
Despué s de su fracaso ante Nisibis, en el añ o 338, Constancio, hijo de Constantino, nombró como primera providencia rey de Armenia a Arsaces, hijo del ciego rey Tiran. Al añ o siguiente cruzó varias veces el Tigris para realizar incursiones en Persia; pero en el añ o 344, en una gran
batalla junto a Singara los romanos padecieron graves pé rdidas. Sin em-
bargo, tambié n el ejé rcito persa, constituido fundamentalmente hasta el
siglo VI por la caballerí a y por una masa de siervos campesinos, quedó muy
debilitado; el heredero del trono cayó prisionero y fue linchado por la sol-
dadesca romana. En los añ os 346 y 350, los persas realizaron sendos inten-
tos de recobrar Nisibis; en el segundo de estos asedios, el má s prolongado
ya que se mantuvo durante tres meses, el rey Shapur incluso hizo desviar
el curso del cercano rí o Migdonio para lanzar la fuerza de las aguas con-
tra las murallas de la ciudad, consiguiendo derribarlas en parte. 36
San Efré n, que fue oriundo de Nisibis, celebró en una colecció n de
cantares de gesta la resistencia de su maestro, el obispo Jacob, y de los
demá s defensores frente a los reiterados asedios de los persas. Y tam-
bié n Teodoreto, pastor principal de Ciro desde 423 contra su propia
voluntad, elogió a Jacob, «protector y caudillo», «hombre de Dios».
Cuando las aguas del rí o rompieron contra las murallas «como un ariete
gigantesco», Jacob ordenó «que fuesen reparadas durante la noche y
que subieran arriba las má quinas de guerra, para impedir nuevas apro-
ximaciones de los atacantes; y todo esto lo consiguió sin acercarse para
nada a las murallas, ya que permanecí a confinado en el templo, donde
oraba e invocaba la protecció n de Dios sobre sus conciudadanos». Vé a-
se có mo en el siglo iv los obispos habí an aprendido ya a utilizar las má -
quinas de guerra y a ser «caudillos» sin mancharse las manos. «Brillaba
a su alrededor el halo de la benignidad apostó lica. »37
Pero luego el emperador Joviano, nada menos, é l tan alabado por el
clero, entregó a los persas esa posició n clave, la inexpugnable ciudad de
Nisibis..., a lo que el padre de la Iglesia Efré n, tremendamente defrau-
dado, se retiró hacia Edessa diciendo que la ciudad habí a sido entregada
por el apó stata Juliano (! ). El regente cristiano, Joviano, incluso firmó
un tratado prometiendo que dejarí a de ayudar a su fiel cliente y aliado el
rey Arsaces II de Armenia contra los persas. 38
En el añ o 371, se enfrentaron de nuevo en Armenia un ejé rcito roma-
no a las ó rdenes del emperador Valente y otro persa bajo Shapur II, pero
hubo parlamentos y cada uno se retiró hacia su territorio. Tambié n
cuando Teodosio I, durante los añ os ochenta de aquel siglo, envió una
vez má s tropas a Armenia, se prefirió envainar las armas y dialogar,
acordá ndose la divisió n y reparto del paí s. Ni Shapur III (383-388) ni su
sucesor, Bahram IV (388-399), quisieron renunciar a sus reivindicacio-
nes frente a los vecinos occidentales. 39
Los aires cambiaron, literalmente, para los cristianos persas y los en-
tonces cuarenta obispos que los mandaban, durante el reinado de Jezde-
gerd I (399-420), enemigo declarado del mazdeí smo y del clero zoroá s-
trico, por lo que ha ingresado en la tradició n de é stos como «el pecador»
por antonomasia, mientras que la bibliografí a siriocristiana le tiene por
«el ungido, el rey cristiano» no menos paradigmá tico. Jezdegerd tuvo
por valido al obispo Maruta de Maiphkerat (Martiró polis), el reorgani-
zador de la Iglesia persa, e incluso autorizó dos sí nodos. En 420, una de-
legació n encabezada por el obispo Acacio de Amid (ciudad del curso su-
perior del Tigris) se presentó en la corte persa y declaró que todos los
cá nones de la Iglesia occidental regí an tambié n para la oriental, corro-
borando así la unidad del cristianismo por encima de todas las fronteras.
Pero en el ú ltimo añ o del reinado de Jezdegerd, cuando los persas cris-
tianos, envalentonados por la protecció n oficial, quisieron combatir el
culto al fuego y un obispo de los má s faná ticos, san Abdas, hizo destruir
el templo mazdeí sta de Susiana, la corte les retiró sus favores. El obispo
Abdas, «adornado por muchas y muy diversas virtudes», fue interpela-
do «con serenidad» por el soberano, pero como se negó a reconstruir el
templo fue condenado a muerte y ejecutado (su martirio se conmemora
el 5 de septiembre). Dí cese que entonces se dispuso «la destrucció n de
todas las iglesias» (Teodoreto). Y en el añ o 421, cuando las provincias
orientales romanas se negaron a entregar cierto nú mero de cristianos fu-
gitivos, estalló una nueva guerra entre ambos imperios, a la que un añ o
despué s puso fin un tratado de paz que debí a regir durante cien añ os,
pero duró menos de veinte. 40
Finalmente, la Iglesia armenia se independizó totalmente de las pro-
vincias romanas orientales y de su «Iglesia madre», la de Cesá rea. Gre-
gorio el iluminador, converso y ordenado allí, ordenó a su vez personal-
mente a sus hijos; y aunque toda la sucesió n de katholikos hasta Nerses
fue bendecida en Cesá rea, a partir del patriarca Sahak (360- 438), hijo
de Nerses, cesó esa costumbre. La Iglesia armenia tuvo un desarrollo
autó nomo, tanto en su organizació n como en su doctrina, hasta conver-
tirse en una Iglesia nacional independiente tanto de los monofisitas si-
rios como de la misma Roma. Todaví a hoy se considera equiparable al
papado en categorí a. Lo mismo que la Iglesia romana, se pretende de
origen apostó lico (por los apó stoles Tadeo y Bartolomé ), e incluso re-
trotrae su fundació n al mismo Jesucristo; aquí como allá, «santas menti-
ras» en todo momento. 41
CAPÍ TULO 7
LOS HIJOS CRISTIANOS
DE CONSTANTINO
Y SUS SUCESORES
«Desde Constantino, los emperadores fueron cristianos mucho má s
devotos de lo que habí an sido nunca como paganos. »
FRANKTHIESS1
«De esta manera, el emperador cristianí simo es el patrono protector
de todos los cristianos; defiende sus intereses, esté n ellos donde esté n,
y esta convicció n y esta obligació n las asumen todos los sucesores
de Constantino como elementos constituyentes de la razó n de Estado,
y así lo cumplen. »
K. K. KLEIN2
«Durante los siglos IV y V, la alianza entre el cristianismo
y el Imperium Romanum [... ] proporcionó a los habitantes del imperio
un sentido de las cosas finales, de la finalidad y el objeto de la propia
existencia..., una imagen del mundo totalmente nueva,
en consecuencia, a la que fá cilmente se habrí a augurado una larga
duració n. El imperio pudo considerarse como institució n cristiana,
y si la meta del cristianismo era traer a todos los hombres la paz
de Dios, por otro lado el imperio tambié n persiguió metas que tendí an
hacia la paz. »
denys HAY3
Todo parecí a muy prometedor: una idea nueva del mundo, el impe-
rium como institució n cristiana orientada hacia la paz, los emperadores
convertidos en unos cristianos llenos de celo... Efectivamente, los hijos
de Constantino, Constantino II, Constancio II y Constante, junto con el
padre, fueron comparados por Eusebio con la Trinidad, de la que serí an
imagen terrenal ennoblecida por «la herencia de la fe», «la filiació n divi-
na», la «qualitas christiana». Por una parte, Constantino I habí a cuidado
mucho su educació n religiosa, haciendo de ellos «unos partidarios ver-
daderamente faná ticos de la nueva fe» (Browning); por otra parte, casi
desde que comenzaron a andar estuvieron acompañ ados de experimen-
tados prefectos, vestidos de pú rpura, en las filas del ejé rcito. Apenas te-
ní an quince, doce, once añ os, tomaron parte en campañ as que se desa-
rrollaban en remotos frentes. Buenos cristianos, soldados intré pidos:
una combinació n ideal, propugnada durante siglos por esa religió n de la
paz que jamá s ha llevado la paz a parte alguna. 4
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