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La lucha de Ambrosio contra el paganismo




Lo mismo que muchos otros padres de la Iglesia, é l mismo estaba su­jeto a la influencia de la filosofí a pagana, sobre todo de Plotino. Sin em-


 

bargo, habla de ella de forma bastante crí tica, relacioná ndola con la «ido­latrí a», un invento especial de Satá n, y tambié n con los «herejes», sobre todo los arrí anos. Si esta filosofí a tiene algo bueno es que procede de las «Santas Escrituras», de Esra, David, Moisé s, Abraham y otros. Considera tambié n a todas las ciencias naturales como un atentado a la «Deus maies-tatis». El paganismo es para é l, en su conjunto, un «arma diaboli», y la lucha en su contra «una lucha contra el Imperio del diablo» (Wytzes). 46

El joven Graciano en un principio habí a dado un buen trato a los pa­ganos, pero aprendió de su mentor espiritual «a sentir el Imperio cristia­no como una obligació n de reprimir a la antigua religió n del Estado» (Caspar). Esto ya no era difí cil al estar el cristianismo establecido y el paganismo en franca retirada. Tras la visita a Roma de Graciano y su corregente en el añ o 376, la ciudad, que en buena parte seguí a aferrada a la antigua fe, vivió la destrucció n de un santuario de Mitras por parte del prefecto Graco, que, en espera del bautismo, demostró así sus mereci­mientos. En el verano de 382, Ambrosio estuvo en Roma, probablemente horrorizado por los numerosos gentiles, los «perros dementes», como les llamaba el papa Dá maso I, un españ ol, y mientras é l hablaba de persecu­ció n, los miembros cristianos del Senado tení an que prestar su juramento oficial ante la imagen de la diosa Victoria. A finales de ese mismo añ o, el soberano (que poco despué s serí a asesinado) dispuso, «evidentemente por consejo de Ambrosio» (Thrade), «con toda certeza no sin la influencia de su paternal consejero Ambrosio» (Niederhuber), una serie de edictos an­tipaganos perentorios para la ciudad, en virtud de los cuales se retiraba el apoyo del Estado a diversos cultos y cleros, como a las populares vesta­les, se anulaba la exenció n de impuestos y se les negaba la propiedad del terreno de los templos. 47

El monarca ordenó tambié n retirar de la sala del Senado la estatua de la diosa Victoria, una obra maestra de Tá renlo arrebatada al enemigo y ademá s sí mbolo muy venerado del dominio romano. Puesto que Victoria era una de las divinidades nacionales má s antiguas, con una estatua de culto en la sala del Senado desde la é poca de Augusto (só lo Constancio II la habí a retirado hací a poco tiempo), la mayorí a de los senadores y los ciudadanos paganos de Roma se sintieron ofendidos en lo má s sagrado. Enviaron rá pidamente legados a la corte, que no fueron recibidos a pesar de que les encabezaba Aurelio Simaco, uno de los literatos má s impor­tantes de Roma en su tiempo y emparentado con Ambrosio, que ademá s tení a buenas relaciones con Graciano. 48

Dos añ os má s tarde, en 384, Simaco peregrinó de nuevo con una delega­ció n al norte, esta vez a la corte de Valentiniano II. La situació n parecí a favorable. Simaco era entonces prefecto, el cargo imperial má s alto de la ciudad. Le acompañ aba tambié n el prefecto pretoriano Vetio Agorio Pre-textatus, un apasionado defensor de la antigua fe y de linaje muy noble,


así como otros hombres influyentes que tampoco eran cristianos: el culto literato Virio Nicomaco Flaviano, provisionalmente prefecto pretorio por Italiam, al que Simaco llamaba «hermano» en todas las cartas; los dos magistrados presé ntales, el general Rumorido, y Bauto, apoyado por Va-lentiniano II y al que Agustí n dedicó en 385, cuando todaví a era gentil, un panegí rico (los dos lucharon despué s al lado del emperador cristiano). Simaco presentó así con fundadas esperanzas su famosa petició n para la restauració n del altar, segú n el derecho clá sico: ius suum cuique. Mode­radamente pero con habilidad diplomá tica y literaria, pidió tolerancia a aquel que hasta nuestros dí as ha sido difamado como «borne, hypocrite et é goiste» (Paschoud). «Miramos las mismas estrellas, un cielo forma cú ­pula sobre nosotros, un mundo nos rodea. ¿ Qué hace que cada uno bus­que la verdad con un entendimiento diferente? »49

Todos se sentí an profundamente impresionados y predispuestos a con­ceder. Paganos y cristianos estaban de acuerdo en el Consejo de la Coro­na. Sin embargo, lo mismo que dos añ os antes, intervino Ambrosio, ocul­to como «pastor de almas» detrá s del soberano de trece añ os; declaró incompetentes a los paganos que estaban a favor de la propuesta y a, los cristianos que respondí an afirmativamente les llamó malos cristianos. El derecho le interesaba tan poco como la integridad é tica de Simaco, de quien é l mismo habí a escrito en una ocasió n que podrí a servir muy bien de ejemplo para un cristiano. No, lo que le interesaba era el poder del cle­ro. «¡ No hay nada má s importante que la religió n, nada má s importante que la fe! » Ambrosio recordó al mayor de los dos emperadores, que era muy antipagano (y que habí a vuelto a salir de Milá n). Amenazó al regen­te má s joven con la expulsió n en el má s allá. «No te disculpes con tu juventud, tambié n ha habido niñ os que han profesado valientemente a Cristo, y para la fe no hay infancia. » Le anunció sin rodeos la excomu­nió n. En caso de una decisió n desfavorable no habrí a sitio para é l en la Iglesia. Con ello, por primera vez amenazaba un obispo a un emperador con la exclusió n. Efectivamente, Ambrosio consideraba que la restaura­ció n del altar serí a un delito de religió n y vendrí a seguida de una perse­cució n contra los cristianos. Así tuvo el faná tico la satisfacció n de que el emperador adolescente se levantara «como un Daniel» y rechazara a los gentiles. Puesto que el santo no conocí a «ningú n otro camino para el bie­nestar del Estado que no sea el de que cada uno adore al verdadero Dios, pero é se es el Dios de los cristianos [... ]». (Con ello replicaba a la obje­ció n de Simaco de que el asesinato de Graciano, las ú ltimas malas cose­chas y las hambrunas eran consecuencias de la có lera de Dios: el é xito y el fracaso polí ticos no guardan ninguna relació n con la religió n. )50

Es sintomá tico que el prí ncipe de la Iglesia falseara tambié n sin es* crú pulo los hechos si ello le parecí a oportuno. (¡ Lo mismo que muchos obispos, en la Edad Media, siguen falseando documentos! ) Ambrosio min-


 

tió diciendo que los cristianos ya eran mayorí a en el Imperio y que tam­bié n el Senado romano estaba formado en su mayorí a por cristianos (cum maiore iam curia Christianorum numero sit referí a). Ninguna de las dos cosas se ajustaba a la realidad, como el propio Ambrosio deja entrever en ocasiones. Al igual que harí a má s tarde Agustí n, cita el predominio paga­no. Desde Gibbon, por lo tanto, salvo algunas raras excepciones, los in­vestigadores está n de acuerdo en una opinió n: Ambrosio miente aquí de manera consciente. 51

Albrecht Dihie señ ala contundente que Simaco no apela a la benevo­lencia del emperador ni pide una prueba de gracia, sino que reclama un derecho que ha argumentado con razones jurí dicas, mientras que para Ambrosio la justicia o la injusticia no desempeñ an ningú n papel impor­tante. Lo que hace má s bien es alejarse con claridad de la legislació n y la jurisprudencia heredadas, «ciertamente el aporte má s notable del Estado romano a la civilizació n». Para Ambrosio importa mucho menos el bie­nestar pú blico {salus publica) que la salvació n del alma del emperador (salus apud Deum); está por encima del derecho pero, como «miles Christi», tiene que servir a Cristo, es decir, a la Iglesia, y hacer prevale­cer sus mandamientos en el gobierno y en la legislació n. «Hay tambié n de la pluma de Ambrosio manifestaciones estremecedoras de falta de sensibilidad hacia el derecho [... I. » Por ejemplo, si los cató licos queman una iglesia de los valentinianos o si destruyen una sinagoga, ante los ojos del santo esto no constituye en lo má s mí nimo una injusticia. 52

Debido quizá s a su intervenció n en el intento de restaurar el altar de Victoria, cí rculos cristianos denunciaron a Simaco ante el emperador. El prefecto de la ciudad habí a hecho arrastrar a fieles fuera de la iglesia y les habí a torturado. Aunque Simaco se justificó plenamente, pudiendo presentar incluso una carta de descargo del obispo romano Dá maso, se resignó y presentó su dimisió n. 53

Lo mismo que a los paganos, Ambrosio combatió tambié n a los «he­rejes», en especial a los arrí anos o a los que consideraba como tales.

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