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El padre de la Iglesia Ambrosio, un antisemita fanática Primera quema de sinagogas con autorización y por orden de obispos cristianos




Ambrosio acepta sin discusió n el antijudaí smo obligatorio de la Igle­sia. Durante añ os y con todo lujo de detalles insulta a los judí os. Lo mis­mo que los gentiles, pertenecen a las «gentes peccatores», para é l «mysti-ce», simbolizadas por los ladrones crucificados con Cristo. Reprocha a


los judí os, a veces con bastante sarcasmo, estupidez y arrogancia, «hipo­cresí a» (yersutia), «procacidad» (procax), «perfidia» (perfidia), no ha­biendo detrá s de estas caracterí sticas tí picas de su pueblo simplemente falta de formalidad y deslealtad, sino una enemistad sustancial contra la verdad, la Iglesia y Dios. Les imputa «provocació n» y «muerte». Por no hablar, desde luego, de que no só lo mataron al Señ or, sino que continua­ron ofendié ndole en la figura de la Iglesia. En resumen, «Su rechazo de los judí os es terminante» (K. -P. Schneider). 77

Lo lejos que llegó Ambrosio y có mo el antijudaí smo literario del clero se refleja en hechos, lo demuestra el asunto de Kallinikon (hoy Raqqa), en el Eufrates sirio.

En esta importante ciudad militar y comercial, grupos de monjes al­borotadores, por orden del obispo, asaltaron en 388 una sinagoga, la saquearon y la quemaron, lo mismo que una iglesia cercana (fanum, lu-cus) de gnó sticos valentinianos, en aquella é poca ya como algo «casi co­tidiano» (Kupisch), ¡ y eso un milenio y medio antes de la «noche de los cristales» de los nazis, y a pesar de que la ley cristiana del Imperio garan­tizaba a los judí os libertad de culto y protegí a las sinagogas como «aedi-ficia publica»\ Los motivos para los ataques en Kallinikon fueron, al pa­recer, la propaganda de odio de los padres de la Iglesia, la envidia de la riqueza de los judí os y ciertos abusos de los gnó sticos, no de los judí os. 78

Incluso el emperador Teodosio, un firme cató lico, intervino en favor de los judí os. Defendió, lo mismo que Valentiniano I y Valente, una orien­tació n projudí a. Aunque les excluyó de poder adquirir esclavos cristianos y castigaba con la pena de muerte los matrimonios entre judí os y cristia­nos, por otro lado les liberó, junto con los samaritanos, de la inclusió n forzosa en la corporació n de navieros o de buques mercantes (naú kleroi), que iba unida a unos tributos considerables, y prohibió a los tribunales inmiscuirse en sus disputas religiosas. En el añ o 393 decretó «que la sec­ta de los judí os no está prohibida por ninguna ley», se mostró «muy preo­cupado porque en algunos lugares se prohiben sus asambleas», pedí a una protecció n especial para el patriarca, la cabeza de todas las comunidades judí as, incluyendo a sus apó stoles y exactores de impuestos religiosos, y exigió el castigo riguroso de todo aquel que, por razones de la fe cristia­na, desvalijara o destruyese sinagogas. 79

Tras los sucesos de Kallinikon, el emperador se comprometió con toda solemnidad mediante un juramento a castigar severamente el incen­dio. Ordenó restituir lo robado y que la reconstrucció n corriera a cargo de los culpables. Sin embargo, de nuevo se metió Ambrosio por medio, para «obedecer el mandato de Dios»; si bien para el santo antisemita los judí os eran por principio «realmente merecedores de la muerte» (Judaei digni sunt morte), al menos habí a que expulsarlos con el «lá tigo liberador» de Cristo, «hacia un exilio ilimitado e infinito, de modo que no haya ya en el


 

mundo sitio para las sinagogas». Llegó incluso a insistir en que é l mismo habí a quemado la sinagoga, que habí a dado la orden para hacerlo (certe quod ego illis mandaverim), «a fin de que no hubiera ningú n lugar donde se negara a Cristo». Siguiendo una fó rmula ya acreditada, el falsario llamó «persecució n contra los cristianos» a la actitud del emperador y «má rtir» al obispo de Kallinikon. Se declaró ardientemente solidario con ellos y aseguró que habrí a prendido fuego é l mismo a la sinagoga de Mi­lá n si no hubiera caí do ví ctima de un rayo. Llamó insultante al templo de sus adversarios «un hogar de la demencia» y afirmó que los judí os escri­birí an en un lugar «Levantado con dinero cristiano». Apeló al soberano (que le reprochó: «Los monjes cometen tantos crí menes [... ]») para que fuera abogado del catolicismo y le amenazó tambié n abiertamente con la excomunió n. Si no escuchaba «en palacio», deberí a hacerlo «en la igle­sia». Acabó en realidad chantajeando al dubitativo monarca ante la co­munidad reunida, negá ndole la misa y consiguiendo la amnistí a para los alborotadores de Kallinikon tras lo cual comunicó de inmediato por es­crito a su propia hermana el triunfo (reproduciendo literalmente su discur­so y la conversació n con el emperador). Aleccioná ndola afirma: «¿ Que esta primero, la idea del orden. oiel^jnter^JIe la religió n^ Gert HaenHTer escribe con razó n: «El primer obispo que tení a el poder para hacer preva­lecer las reivindicaciones clericales frente al Estado, no se guardaba de abusar de ese poder». 80

Casi es una pena que a san Ambrosio se le adelantara el rayo en el caso del templo judí o de Milá n..., ¿ o eran só lo palabrerí a sus afirmacio­nes? Sin embargo, dado que dominaban los cristianos, las controversias puramente teoló gicas del principio -a diferencia del filosemitismo del resto del mundo antiguo- desembocaron en un antijudaí smo muy vigoro­so, y que condujo, pasando por los interminables pogromos medievales, a las cá maras de gas de Hitler. El antisemitismo nazi «hubiera sido impo­sible», afirma incluso el cató lico Kü ng, «sin los casi dos mil añ os de his­toria previa del " cristiano" »; sin embargo, este «cristiano» entrecomillado es una pura falacia, puesto que el antisemitismo, que incluso los má xi­mos santos cristianos, como Atanasio, Efraí m, Crisó stomo, Jeró nimo, Hilario, Ambrosio, Agustí n, etcé tera, han defendido y fomentado con ar­dor, era, segú n los padres de la Iglesia, obviamente un antisemitismo cristiano, y así sigue sié ndolo. 81

Los debates con judí os, muy numerosos en la é poca preconstantinia-na, se fueron haciendo cada vez má s raros, y en los siglos iv y v ya ape­nas se los menciona. Tambié n las plegarias por ellos, antañ o muy fre­cuentes, animaban cada vez menos a los papas y obispos (huelga decir que, lo mismo que despué s de Hitler, fomentaban con tal motivo «cam­pañ as de oració n» formales). Ahora habí a la posibilidad de hacer otras campañ as totalmente distintas..., y las llevaron a cabo.


A mediados del siglo iv, en el norte de Italia, el obispo Inocencio de Dertona hizo destruir una sinagoga, con lo cual se incautaron evidente­mente todas las posesiones de los judí os, una obra todaví a a menudo ne­cesaria en la historia religiosa. Má s o menos sobre la misma é poca se sa­queó otra en el norte de Á frica y se la convirtió en iglesia. Antes del cri­men de Kalliniko, los cristianos de Roma ya habí an incendiado una sinagoga. Tras la actitud amistosa de Juliano hacia los judí os, los obispos insistieron en sus ataques antisemitas con má s virulencia, y así, desde Italia a Palestina, ardieron ya entonces las sinagogas... Como dijo Am­brosio: «¿ Qué está primero, la idea del orden o el interé s de la religió n? ». 82

Y todaví a, despué s de la matanza de judí os en las cá maras de gas a manos de Hitler, el cató lico Stratmann pondera: «En la mayorí a de los casos, estaba justificada la protesta de los santos contra la reconstrucció n de las sinagogas por parte de un obispo [... ]». 83

El modo en que Ambrosio pudo anteponer los intereses de la religió n a la idea del orden, có mo logró sobrevivir a toda una serie de emperado­res má s o menos legí timos y có mo, sencillamente, consiguió dominar to­dos los reveses de la vida y de la historia universal, se puso de manifiesto en la catá strofe de Graciano, su protegido espiritual.

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