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La caída de Roma (410) y los pretextos de Agustín




Furiosos por la masacre cató lico-romana, los soldados germá nicos, al
parecer unos treinta mil hombres, se pasaron al bando de Alarico. Huye-
ron de Italia hacia la esfera de influencia polí tica del rey godo, que habí a
esperado en Epira inú tilmente al ejé rcito de Estilicen. Tampoco los sol-
dados romanos de Occidente recibieron sus sueldos. Así, Alarico avanzó
por Panonia hacia Italia. De camino ya, exigió a Estilicó n, mediante
mensajeros, 4. 000 libras de oro para su marcha hacia Epira; una suma
muy considerable que el Senado só lo aprobó con gran renuencia despué s
de una intervenció n de Estilicó n, pero que despué s, a la vista de los cam-
bios producidos en el gobierno del Imperio romano de Occidente, no ha-
bí a pagado. Alarico, que entretanto habí a atravesado los Alpes Julianos
desprotegidos e invadí a Italia, cruzó el Po por Cremona, asolá ndolo todo
a su paso, y en 408 se presentó ante Roma, que sometió a asedio; el ham-
bre y la peste se adueñ aron de la ciudad. Al prometé rsele un gigantesco
tributo (al parecer 5. 000 libras de oro, a lo que en parte contribuyeron
imá genes de dioses fundidas, 30. 000 libras de plata, 4. 000 trajes de seda,
3. 000 pieles teñ idas de color pú rpura y 3. 000 libras de pimienta) se retiró


hacia Tuscia despué s de incrementar su ejé rcito con unos cuarenta mil
esclavos escapados de la ciudad.

Sin embargo, Olimpio intentó neutralizar las exigencias de Alarico.
Por ese motivo, el magister officiorum perdió su cargo en enero de 409, y
aunque lo recuperó despué s de un é xito contra los godos en Pisa, Hono-
rio volvió a expulsarle a comienzos todaví a de ese mismo añ o, ahora de
manera definitiva. Huyó a Dalmacia, donde alrededor de 411-412 el ma-
gister militum
Constancio hizo que le capturaran, le cortaran las orejas y
le golpearan con estacas hasta la muerte. Despué s de un nuevo fracaso en
las negociaciones, Alarico marchó por segunda vez, en el añ o 409, sobre
Roma. Esta vez é l mismo se erigió en prí ncipe complaciente. Impuso a
los romanos como contraemperador al prefecto de su ciudad, Priscus
Attalus, que contaba unos sesenta añ os de edad y que tuvo que aceptar
que el obispo godo Sigesario le bautizara en el campamento de Alarico.
El nuevo cristiano y emperador (409-410), con objeto de garantizar el su-
ministro de grano para Roma, tuvo que enviar un pequeñ o contingente de
tropas a Á frica, y é l mismo se dirigió a Rá vena para obligar a Honorio a
que abdicara. Allí, el praefectus praetorio Jovius, que dirigí a las nego-
ciaciones del soberano y era el hombre má s importante de la corte, se
pasó al bando de Attalus y propuso hacer mutilar a Honorio. Sin embar-
go, cuatro mil soldados que regresaban de Constantinopla le salvaron.
Alarico destronó a Attalus porque se negaba a dejar que los godos con-
quistaran Á frica, cuya colonizació n temí a. El rey volvió a intentar, de
nuevo en vano, llegar a un entendimiento con Honorio, tras lo cual avan-
zó sobre Roma por tercera vez. Y en esta ocasió n, el 24 de agosto de 410,
con los ciudadanos practicando el canibalismo a causa del hambre, la
ciudad cayó. Por la Porta Salaria, que, segú n se dice, se abrió desde
dentro, entraron los visigodos ebrios de victoria, mientras que una co-
mente de fugitivos se extendió a travé s del sur de Italia hasta Á frica y
Palestina. 42

Roma, todaví a una de las ciudades má s ricas del orbe, fue sometida
durante tres dí as a un riguroso pillaje, aunque no sufrió una gran devasta-
ció n, y sus matronas y muchachas apenas fueron tocadas. A la mayorí a,
segú n Gibbon, la falta de juventud, belleza y virtud las salvó de ser vio-
ladas. Naturalmente, tambié n se produjeron actos de crueldad. Así, al
parecer «amañ os devotos» o «idó latras» asaltaron los conventos para
«liberar por la fuerza a las monjas del voto de castidad» (Gregorovius).
Voces cristianas llegaron a afirmar que una parte de la ciudad fue incen-
diada. Pero, como siempre, no hay nada que perturbe a un hombre del
cuñ o de Agustí n. Puesto que, como anota, en la «catá strofe romana, todo
lo que se ha perpetrado en cuanto a desolació n, muerte, robo, incendio y
otras fechorí as, debe atribuirse a los usos de la guerra. Pero lo nuevo que
ha sucedido, el hecho inesperado de que la brutalidad bá rbara se haya


mostrado tan benigna, que se hayan elegido iglesias amplias como luga-
res de reunió n y de refugio para el pueblo, donde no se mataba a nadie,
de donde no se secuestraba a nadie [... ], esto debe atribuirse al nombre de
Cristo y a la é poca cristiana [... 1. No, sus sentimientos crueles y sangui-
narios los ha refrenado uno, só lo uno», y teniendo en cuenta «al que tan-
to tiempo antes habló por boca del profeta: " Quiero castigar sus pecados
con azotes y sus crí menes con plagas. Pero no quiero apartar de ellos mi
gracia" ».

El hecho real fue que, por orden expresa de Alarico, se respetaron las
iglesias y los bienes eclesiá sticos, igual que sucediera en los asedios de
408 y 409, con San Pedro y San Pablo, situadas fuera de las murallas. A
pesar de ello, hasta bastante avanzada la é poca moderna se creí a en
Roma, donde la ignorancia no era casual, que los godos habí an destruido
la ciudad y sus monumentos. Sin embargo, el hecho cierto es que no fue-
ron los «bá rbaros» quienes la arruinaron, sino la decadencia de los cris-
tianos en la Edad Media, e incluso algunos papas. 43

Desde hací a ochocientos añ os. Roma -la ciudad en la que, segú n se
creí a, descansaban Pedro y Pablo junto con innumerables má rtires- no
habí a sido conquistada. ¡ Y cayó en la é poca cristiana! Los paganos con-
sideraron que la causa habí a sido el desafuero cometido contra los dioses.
«Mirad -decí an-, en la é poca cristiana Roma se ha hundido. » «Mientras
fuimos haciendo sacrificios a nuestros dioses. Roma se mantuvo, Roma
floreció [... ]. » A todo ello se añ adió que, poco antes de la caí da de la ciu-
dad, el 14 de noviembre de 408, se habí a forzado legalmente la exclusiva
validez del cristianismo. Entre los seguidores de la antigua fe casi se
amenazó con gritar como antes, ante la llegada de todo tipo de desgra-
cias, «christianos ad leones». 44

El mundo quedó hondamente impresionado, espantado; sobre todo el
orbe cató lico. Ambrosio, que despué s de Adrianó polis habí a percibido
el hundimiento general, ya no viví a. Sin embargo, su colega Jeró nimo,
| lejos, en Belé n, comentando al profeta Ezequiel veí a ahora la amenaza
del final, de la caí da en la noche eterna; veí a ante sí la caí da de Troya
y de Jerusalé n: el mundo se hunde, orbis terrarum ruit. 45

«Si Roma puede caer, ¿ qué hay entonces seguro? » ¿ Por qué ha per-
mitido el cielo que esto sucediera? ¿ Por qué no ha protegido Cristo a
Roma? «¿ Dó nde está Dios? » {Ubi est deus tuus? ) Agustí n ventiló en los
añ os 410 y 411, en varios sermones, esta pregunta que moví a al mundo
(la primera vez, tres dí as despué s de la retirada de los godos de Roma);

su sabidurí a alcanza desde «Quí a voluit Deus» hasta «Deo granas». Con
ello afirma que la existencia del Estado terrenal revestirí a só lo una im-
portancia secundaria (en la actualidad, la supervivencia del mundo tam-
poco preocupa a los teó logos de la bomba ató mica: ¡ la teologí a avanza! ).
Agustí n no percibí a ninguna catá strofe; ú nicamente que Dios, el Padre


amado, justo y riguroso, «castiga a todo hijo del que sospecha» (Hb, 12, 6).
Y aunque el obispo continú a hablando de «masacres, incendios, pillaje,
asesinatos y torturas», consuela a la manera tí pica de los curas: ¡ compa-
radas con los suplicios del infierno, estas tribulaciones no son tan malas!
¡ Muchos se habí an salvado, pero los muertos habí an obtenido la paz
eterna! Por consiguiente, ya podí an estar contentos y dar gracias a Dios
de que no hubiera destruido Roma por completo: «manet civitas, quae
nos carnaliter genuit. Deo gratias! »46

Los clé rigos no tienen vergü enza, no sienten perplejidad.

Aparte de esto, Agustí n se emplea a fondo en esa pregunta, el sarcá s-
tico reproche de los paganos: «¿ Dó nde está ahora tu Dios? », la burla de
aquellos que tendrí an que preguntarse a sí mismos «¿ dó nde está n entonces
nuestros dioses? », en no menos de «22 libros sobre el Estado de Dios»,
su «opus ingens», su, como é l mismo la llama, grandí sima obra, perdien-
do de vista el motivo principal en fantasí as histé rico-teoló gicas sobre la
civitas dei y la civitas terrenas''1

¡ Con qué exuberancia retó rica defiende el santo a Dios a la vista de la
caí da de Roma! No se trata, como muy bien sabí a «el filó sofo del orbis
universas christianus»
(Bemhart), el que se convierte aquí «en el primer
historiador universal y teó logo de la historia de Occidente» (Von Cam-
penhausen), de lo que pensaban los seres humanos sobre la destrucció n,
cuá ntos cristianos fueron torturados, asesinados y secuestrados, cuá n-
tos se dieron a sí mismos muerte, cuá ntos perecieron de hambre, a cuá ntas
mujeres se violó, con cuá nta frecuencia «se cebó indebidamente la luju-
ria bá rbara». No, no. ¡ Ah, incluso la violació n tiene su lado bueno!
¿ Có mo, si no, se habrí an vanagloriado muchos de su castidad si la «pura
soberbia» no hubiera visto «la luz del dí a»? Sí, «mediante la violencia se
les arrebató su integridad de tal modo que la feliz conservació n no trasto-
ca su modestia». Sí, así habla «el filó sofo del orbis universus christia-
nus»,
el «gigante intelectual», el «genio en todos los campos [... ]», al que
todo esto no conmociona, ¡ puesto que así lo quiere Dios! ¿ Y qué preten-
dí a Dios con ello? Lleno de citas bí blicas, farragoso, Agustí n relata que
Dios no querí a aniquilar Roma, só lo «poner a prueba y acendrar me-
diante la desgracia» a los ciudadanos, «todo su servicio domé stico», cas-
tigarlos, purificarlos, despertarles el sentido de la penitencia y de este
modo suavizar su propia ira, querí a devolver a los romanos su benevo-
lencia; sin duda, fines educativos de gran altura, del má s alto nivel. La
sociedad humana necesita disciplina. «No se hundirá n si alaban a Dios,
se hundirá n si le ultrajan. » «Sublime es la providencia del Creador y
Conductor del mundo, " misteriosos son sus castigos e inescrutables sus
caminos". »

Por eso resulta má s sencillo comprender los caminos de sus servido-
res; los clé rigos no tienen vergü enza, no sienten perplejidad.


Con Alarico, el vencedor de Roma -al que Agustí n, en toda su obra,
cita ú nicamente en dos ocasiones (una de ellas sin mencionar su nom-
bre)-, aquella conquista no guardaba ninguna relació n, o a lo sumo una
muy superficial; era má s bien con los justos y misericordiosos caminos
de Dios, cuyas enseñ anzas son siempre las mejores, cuyos misterios se
aclarará n el dí a del juicio final, que incluso en la destrucció n se ha mos-
trado clemente, que ha suavizado la severidad porque no deseaba el oca-
so de los romanos, ¡ sino su conversió n y su nueva vida! «En resumidas
cuentas, lo mismo que una mano preparada para golpear, por compasió n
se retiene, porque el digno del castigo ya se ha hundido, así sucedió en
esa ciudad [... ]. Sin duda Dios tambié n permitió que fuera respetada la
ciudad de Roma porque una gran parte de la població n habí a sido expul-
sada de ella por los enemigos. Se expulsó a los refugiados, se expulsó a
los muertos [... ]. Tambié n por la mano del Dios enmendador, la ciudad
habí a sido arreglada de nuevo en lugar de aniquilada. »48

¡ Filó sofo del orbis universus christianus\

El presbí tero Orosio, que ya se habí a encargado de demostrar lo mu-
cho mejor que iban las cosas en la é poca cristiana, encuentra a su vez, lo
mismo que el maestro, que todo el asunto es en realidad bastante satis-
factorio, y no demuestra nada en contra de los cristianos. Orosio compa-
ra la invasió n de Alarico con otra mucho má s prolongada y peor de la
é poca pagana, la invasió n de los galos bajo el liderazgo de Brenno, el
prí ncipe de los senones. Entonces (387 a. de C. ), seis meses de miserias y
un sangriento saqueo de la ciudad; ahora, algo má s llevadero, casi un mi-
lagro: só lo tres dí as de ocupació n, al parecer apenas muertos, aunque las
calles estaban llenas de cadá veres, ruinas carbonizadas que quedaron du-
rante añ os al aire, casas y palacios saqueados sin compasió n, y los fugiti-
vos anunciaban su hundimiento por todo el mundo. Pero a los cristianos
que buscaron ayuda en las iglesias Alarico les garantizó, su primera or-
den, el respeto: una demostració n de la clemencia de la té mpora christia-
na,
la é poca de la gracia. 49

Sin embargo, el obispo de Roma, Inocencio I (401-417), se comportó
de una manera reveladora en su tiempo. En el añ o 408, cuando surgieron
las primeras amenazas para la ciudad, autorizó el sacrificio pagano a los
dioses en viviendas privadas, si bien, segú n el historiador Zó simo, para
apaciguar la ira de los dioses. Al parecer, tambié n el prefecto de la ciu-
dad, Pompeyano, dio su consentimiento para que se consultaran los «ha-
ruspices»,
los interpretadores de visceras, cosa que Zó simo, que segura-
mente no fue el historiador má s fiable ni el má s agudo de su tiempo, pon-
dera como una demostració n de patriotismo, que «pone la salvació n de la
ciudad por encima de la propia fe». Durante la toma de la misma, el alto
señ or brilló por su ausencia; sin embargo, otros pastores ya habí an aban-
donado antes a su rebañ o. El discí pulo de Agustí n, Orosio, relata que el


Santo Padre, «alejado como un justo Lot de Sodoma, por un consejo
inescrutable de Dios, se apresuró a ir a Rá vena y no vio el hundimiento
del pueblo pecador». En realidad habí a confiado al prí ncipe apostó lico la
protecció n de su basí lica y, un añ o antes, como miembro de una comisió n
del Senado, se habí a instalado en la ciudad protegida por pantanos e in-
conquistable, ya fuera por razones profesionales o de su propia seguri-
dad. En cualquier caso, el incendio de Roma no le afectó. Pero como
afirma el jesuí ta Grisar (¿ có mo lo sabe? ), hubiera preferido acudir de in-
mediato «a reunirse con los afectados para ayudarles y consolarles». En
realidad, en sus numerosas cartas Inocencio habla de eso tan só lo una
vez, en una nota adicional y con un tono extremadamente frí o y de mane-
ra muy breve. 50

Fue la mayor y má s estremecedora de las catá strofes de aquella é po-
ca. Pero el papa ni se inmutó. Orosio intentó justificarle de manera osten-
sible, probablemente frente a los comentarios poco propicios de los que
habí an huido. Jeró nimo ensalza al predecesor Anastasio I. Afirma que Roma
só lo pudo tenerlo durante poco tiempo, y que con un obispo tal, la capital
del mundo no se hubiera hundido en el polvo. Sin embargo, sobre Ino-
cencio I mantiene un silencio muy revelador. El historiador del papado
Gaspar ve en ello «una aguda crí tica», y afirma que el violento hundi-
miento del Imperio romano habí a dejado a Inocencio «incó lume en lo má s
profundo de su ser». Enfrascá ndose en sus cartas como documento pri-
mario y casi ú nico de la historia de su pontificado, se siente uno «fuera
de aquel mundo, en el que estallan los tronos y se despedazan los impe-
rios, ensimismado en el aire patriarcal de un ideario [... ], orientado exclu-
sivamente hacia la salvaguarda de las aspiraciones papales y hacia el po-
der universal». 51

Apenas hay ningú n cronista cristiano de la é poca que defienda el in-
termezzo en Rá vena del romano. Ninguna aureola de leyenda se teje a su
alrededor, como sucediera má s tarde con Leó n I, cuando se opuso a Ati-
la. Y esto debe de tener sus razones.

Parece ser que durante el saqueo, el emperador Honorio estaba total-
mente dedicado a la crí a de gallinas. Sin embargo, los vencedores se
retiraron al cabo de tres dí as, con un inmenso botí n y multitud de prisio-
neros, entre ellos el tesoro de mayor valor polí tico, la hermana del mo-
narca, Gala Placidia, hija de Teodosio I, una muchacha de veintiú n añ os
de edad, que pronto serí a una de las mujeres de mayor influencia de aquel
tiempo y a la que volveremos a encontramos má s adelante.

Los godos atravesaron Campania, donde asediaron Ñ ola, la saquea-
ron y tomaron prisionero al obispo, «voluntariamente pobre pero tanto
má s rico en santidad» (Agustí n). Se dirigieron despué s hacia Calabria,
Sicilia, y pusieron proa a Á frica, el granero de Italia. Sin embargo, una
tempestad en el estrecho de Mesina destruyó su flota. En el camino de re-


greso, Alarico murió repentinamente en Cosenza, donde se le enterró.
Todaví a un añ o má s estuvieron peinando Italia los asaltantes cristianos
bajo el mando de su cuñ ado Ataú lfo (410-415), acabando, «como la lan-
gosta, con todo lo que quedó la primera vez» (lordanes). Despué s se diri-
gieron hacia el oeste. En Narbona, Ataú lfo contrajo matrimonio, en 414,
con Gala Placidia, la que antañ o fuera prometida del asesinado hijo de
Estilicó n, y fundó el reino godo hispanofranco, con la capital norteñ a en
Tolosa, antes de que al añ o siguiente se viera obligado a cruzar los Piri-
neos y fuera asesinado en Barcelona. 52

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