El origen de los cargos eclesiásticos, de las sedes metropolitanas y patriarcales y del papado
Segú n nos enseñ a la exé gesis histé rico-crí tica de la Biblia, Jesú s -el
apocalí ptico que, totalmente dentro de la tradició n de los profetas judí os,
espera el final inmediato, la irrupció n del «gobierno de Dios», y con ello
se equivoca por completo (uno de los resultados má s seguros de la inves-
tigació n)- no querí a desde luego fundar ninguna Iglesia ni instituir sacer-
dotes, obispos, patriarcas y papas. No sin ironí a, la historiadora de la
Iglesia y teó loga feminista Magdalene Bussmann escribe en 1987 al papa
Juan Pablo II: «Jesú s no encomienda a nadie, ni mujeres ni hombres, al
sacerdocio, tal como usted y sus colegas lo entienden. Todos los seres
humanos que posean un carisma donado por Dios deberá n realizarlo para
el bien de toda la comunidad. É sa es la opinió n de uso corriente de to-
das/todos las/los teó logas/teó logos, y en Roma deberí a suponerse al menos
un mí nimo de conocimientos exegé ticos bá sicos para una interpretació n
seria de la Biblia». 40
En las primeras comunidades cristianas, marcaban la pauta los apó s-
toles, los profetas y los maestros. Obispos, diá conos y presbí teros ocupa-
ban un segundo plano. Al principio eran só lo administradores té cnicos a
los que se confiaba funciones administrativas, organizativas y socioeco-
nó micas. El obispo ascendió despué s hasta la cumbre: primero respecto
de los presbí teros, con los que compartió un mismo rango durante todo el
siglo i, y finalmente respecto de los carismá ticos, los apó stoles, profetas
y maestros. Desde las postrimerí as del siglo u reunió todos los cargos en
su persona. 41
Pero lo mismo que el obispo pasó de ser un subordinado a tener idé n-
tico rango y despué s uno superior, entre ellos se establecieron tambié n
diferencias. Dependí an por regla general del lugar en el que residí an.
no con sede en la capital provincial, la metró poli, era generalmente
mbié n metropolita (muchos de los cuales recibí an asimismo el nombre,
> bre todo en Iliria, de arzobispo, archiepiskopos), y superior de los res-
ntes obispos de su á rea administrativa eclesiá stica, cuyos lí mites solí an
)incidir con los correspondientes civiles; un proceso que en Oriente se
; rró má s o menos a comienzos del siglo ni, aunque naturalmente no sin
calidades. Como muy tarde alrededor del añ o 400, cada provincia tení a
i metropolita. 42
Tambié n entre los metropolitas habí a obispos con mayor autoridad,
)mo el obispo de Milá n, residencia imperial desde Diocleciano; é sa era
razó n principal por la que el episcopus milanos disponí a de varias
•ovincias. Por ú ltimo, habí a asimismo á reas eclesiá sticas que sobrepa-
iban considerablemente un á rea metropolitana, una especie de supero-
spado. Sin embargo, en el siglo ni -siguiendo la estructura organizati-
\ eclesiá stica una pauta similar a la de las unidades administrativas del
nperio- algunos prelados consiguieron prerrogativas especiales, sobre
do el patriarca de Alejandrí a frente a los cerca de cien obispos de
gipto. O, algo má s tarde, el patriarca de Antioquí a (con un hinterland
)lí tica y culturalmente menos unitario) frente a gran parte del episco-
ido sirio. Lograron tambié n derechos especiales aná logos en el Concilio
; Nicea (325): el má s tarde menos importante patriarcado de Jerusalé n
on tres provincias palestinas, cargo ocupado en 451 por el arzobispo
ivenal, oportunista sin escrú pulos y falsario), así como los exarcados
i É feso, Cesá rea de Capadocia y Heraclea; finalmente, en el Concilio de
onstantinopla (381), la capital de Oriente. El tí tulo de patriarca, que al
incipio adornaba tambié n a los obispos corrientes, se reservó desde el
glo v só lo para cinco obispos superiores, que en el Calcedonense se
amaron «exarcas», los dirigentes eclesiá sticos de Alejandrí a, Antioquí a,
onstantinopla, Jerusalé n y Roma.
Por eso, en Roma precisamente, el cargo de un obispo rector apareció
ilativamente tarde, en la cuarta o quinta generació n cristiana, mucho
iá s tarde que en Siria o Asia Menor. Todaví a a mediados del siglo n,
lando la comunidad cristiana romana contaba con cerca de treinta mil
¿ embros y 155 clé rigos, ¡ ninguno sabí a nada de la designació n de Pe-
ro!, como tampoco de su estancia y martirio en Roma. 43
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