El asunto de Apiario
El obispo Urbano de Sicca, discí pulo de Agustí n, habí a excomulgado
al presbí tero Apiario por su escandalosa conducta («vilezas inauditas»),
y é ste, saltá ndose a su metropolita, recurrió a Roma. El episcopado afri-
cano ya habí a decidido en el añ o 393 vedar a los sacerdotes la apelació n
a Roma, lo mismo que en mayo de 418 un sí nodo general celebrado en
Cartago prohibí a cualquier recurso ante un «tribunal del otro lado del
mar» (ad transmarina). Sin embargo, el papa Zó simo tomó partido por el
sacerdote y ordenó a su obispo, ignorando a sus superiores, que se justifi-
cara. Al encontrarse el romano frente a oí dos sordos, envió, como si se
tratara de su representació n en un concilio imperial, una delegació n de
tres miembros encabezada por el obispo Faustino de Potenza y que, con-
forme a las instrucciones recibidas, se remitió a los cá nones de Nicea,
aunque en realidad eran los de Serdica. Ademá s, los reglamentos literal-
mente citados contradecí an el procedimiento papal, ya que, si bien auto-
rizaban a un diá cono o un presbí tero destituidos de su puesto a presentar
recurso ante los obispos cercanos, no contení an ni una sola palabra sobre
una queja ante Roma, y mucho menos sobre el derecho de Roma a inter-
venir en tales casos. 71
Los africanos reaccionaron con reservas. Dejaron en su puesto a Apia-
rio, que pedí a perdó n por todos sus «errores», aunque no en Sicca sino en
Thabraca. Y con respecto a las disposiciones de apelació n «nicenas» se
mostraron desconfiados. Se hubieran doblegado inmediatamente ante
ellas -¡ pero no ante el «papa»! -; sin embargo, no las encontraron en los
ejemplares de Nicea que ellos tení an y, por consiguiente, quisieron con-
sultar a las Iglesias de Constantinopla y Alejandrí a. El legado papal Faus-
tino intentó impedirlo varias veces, pero sin é xito. 72
Entretanto, Zó simo habí a muerto y habí a accedido al poder Bonifa-
cio I. El episcopado africano criticó el comportamiento de su antecesor y
escribió que si se hubieran atendido los estatutos de apelació n tambié n en
Italia, «de ningú n modo se nos habrí a obligado a tolerar lo que no que-
remos traer al recuerdo ni se nos habrí a exigido algo intolerable. Pero
creemos [... ] que, mientras que Vuestra Santidad gobierne la Iglesia ro-
mana, no volveremos a sufrir este arrogante trato, y que se tendrá en
cuenta en relació n con nosotros lo que se nos debe garantizar sin una dis-
cusió n explí cita». Tonos bien claros. Al mismo tiempo, el concilio de 419,
presidido por Aurelio de Cartago y en el que tambié n participó Agustí n,
reiteró la disposició n del concilio general del añ o anterior que prohibí a a
todos los clé rigos, hasta el nivel de sacerdote, recurrir a instancias extra-
africanas, y por lo tanto tambié n al papa, y aludió expresamente a la ame-
naza de excomunió n. Poco despué s llegaron las actas de Nicea proceden-
tes de Constantinopla y de Alejandrí a, donde se habí an solicitado, y que,
como era de esperar, desmentí an a Zó simo; fueron enviadas a Roma y
entonces allí, de cara al futuro, ¡ se consideró niceno el canon de apela-
ció n de Serdica! 73
En el añ o 424, bajo el papa Celestino, volvió a repetirse el caso de
Apiario. Habí a reincidido y de nuevo se le habí a expulsado; é l volvió a
apelar ante Roma, donde el nuevo papa le acogió benevolente y envió
otra vez a Faustino de Potenza, que en esta ocasió n estuvo discutiendo
durante tres dí as sin é xito, altanero e insultante, como se quejaron ante
Celestino los padres conciliarios en su epí stola Optaremus. Sin embargo,
su protegido se hundió ante el peso de las pruebas, admitió la sentencia
sinodal, y el fracaso de los legados papales fue completo. «En lo que res-
pecta a nuestro hermano Faustino -escribí an los sinodales-, tenemos la
seguridad, basada en el sentido equitativo y moderado de Vuestra San-
tidad, de que, sin menoscabo del amor fraternal, en lo sucesivo Á frica
quedará completamente libre de é l. »74
Pero Celestino tambié n recibió una ré plica de Á frica como ningú n
obispo romano habí a recibido. «Que gentes de vuestro lado deban ser en-
viadas -replicó el concilio cartaginé s- no lo vimos {in nulló ) establecido
en ningú n sí nodo de los padres; lo que hace mucho tiempo Vos envias-
teis, a travé s del mismo Faustino [... ], como si fuera parte del concilio ni-
ceno, tal cosa no pudimos encontrarla en los có dices fidedignos que son
considerados como nicenos [... ]. » Los obispos tampoco querí an volver a
ver a ningú n clé rigo del papa como ejecutor, para no abrir las puertas «a la
altanerí a de malos humos del mundo (fumosum tyfum saeculi)». 75
Con una inhabitual ausencia de compromisos, el episcopado africano
prohibí a las intervenciones papales en sus asuntos judiciales. Denegaba a
Roma el derecho a admitir má s recursos de clé rigos de su paí s, y declaró
por principio que cada sí nodo era responsable ú nico de la rectitud de sus
decisiones. «¡ No habrá nadie que crea que nuestro Dios concederá a uno
(individual) el sentido justo para dictar una sentencia, mientras que pue-
de negá rselo a los obispos reunidos en gran nú mero en un concilio! ». 76
Con ello, al obispo romano no se le consideraba todaví a, a comienzos
del siglo v, y en la mayor de las Iglesias occidentales, como la instancia
superior decisiva en las cuestiones de fe, de disciplina eclesiá stica -como
demuestra de manera tajante el asunto de Apiario-, ni en las de jurisdic-
ció n. Los concilios africanos se consideraban, por el contrario, totalmen-
te competentes para decidir en todos estos campos por sí mismos sin al-
bergar dudas. No le falta razó n al historiador papal Erich Caspar al ex-
presar la convicció n de que la poderosa Iglesia africana nunca habrí a
sido doblegada por la sede romana y la nueva teorí a papal de la primací a
y la subordinació n, si la invasió n de los vá ndalos no hubiera cortado el
nervio vital y el Islam no le hubiera dado en el siglo vn el golpe de gra-
cia. Las ^catá strofes de los demá s fueron -¡ hasta la fecha! - casi siempre^
una suerte para Roma. Y Caspar dice con razó n que el fracaso de la po-r
derosa Iglesia africana fue un «favor inaudito de la fortuna» para la histo-i
ria de los papas, ya que esta catá strofe les liberó, en los momentos decisi-
vos de su ascenso hacia la supremací a, del ú nico rival serio que tení an en
Occidente. «Lo mismo que un á rbol gigantesco alcanzado por un rayo, la
primací a cartaginesa cayó de golpe al suelo y dejó libre el camino a la ro-
mana. »77
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