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Lo mismo que los obispos y los padres de la Iglesia, tampoco los concilios antiguos reconocieron la primacía de derecho de Roma




Desde mediados del siglo u la Iglesia organiza sí nodos, llamados sy-
nodus o concilium;
primero concilios particulares, sí nodos provinciales,
evidentemente tomando como ejemplo las dietas provinciales estatales;

despué s, tambié n sí nodos interprovinciales, concilios plenarios, como en


las Iglesias egipcia, antioqueñ a, africana o italiana; finalmente, encuen-
tros «de toda la Iglesia», concilios generales o ecumé nicos. Hasta la fecha
se cuentan 21 asambleas «ecumé nicas» de ese tipo (a menudo denomina-
das así con posterioridad) en el catolicismo, que no presentan caracterí sti-
cas permanentes. (Las distintas fuentes -lo mismo que nosotros- utilizan
los nombres de concilio y sí nodo como sinó nimos. )64

Pese a la importancia que revisten las asambleas eclesiá sticas ecumé -
nicas para los cató licos, ni siquiera los primeros concilios «generales»
decretaron nunca la primací a de Roma. Y naturalmente, las conclusiones
de estas reuniones no las ratificó ningú n «papa», ¡ puesto que todaví a no
habí a ninguno! Muchas veces comunicaban sus decretos al obispo roma-
no, pero tambié n a otros. Así, por ejemplo, el Concilio de Arles -reunido
en el añ o 314 «con el Espí ritu Santo y sus á ngeles» (angelis eius)- comu-
nicaba al obispo Silvestre de Roma «lo que hemos decretado por deci-
sió n comú n, para que todos sepan lo que deben observar en el futuro»,
¡ pero no para que el obispo romano lo apruebe! ¡ Ni para que decida! Na-
die pensaba en ello. «A no ser por los sí nodos, es imposible resolver los
grandes problemas», escribe el obispo Eusebio de Cesá rea. Algo similar
pensaba el obispo Epifanio: «Los concilios crean certeza (asphá leid) en
las cuestiones que surgen de vez en cuando». 65

^ Las grandes asambleas eclesiá sticas de la Antigü edad no fueron con-
vocadas por el papa (cuyos legados incluso estaban a veces ausentes en
los concilios «ecumé nicos», por ejemplo, en Constantinopla en 381 y 553),
sino por el emperador. Tení a a este respecto todos los derechos, y el papa
ninguno. El emperador fijaba la fecha, el cí rculo preciso de los partici-
pantes y los temas de deliberació n. Inauguraba, dirigí a y ratificaba estas
conferencias, dá ndoles fuerza legal. Tení a tambié n el derecho a darlas
por finalizadas, aplazarlas o retrasarlas. Podí a hacerse representar por al-
tos funcionarios, o castigar a los obispos no comparecientes. Ni concilio
ni papa alguno discutí an por entonces estos derechos. Incluso un pontí fi-
ce tan arrogante como Leó n I, pide al emperador Teodosio II que «orga-
nice» un sí nodo. Así, el historiador de la Iglesia Só crates, considerado en
general como uno de los má s honrados de la Antigü edad, puede dejar
constancia, a mediados del siglo v, y sin exageraciones, de que: «Desde
que los emperadores comenzaron a ser cristianos, las cuestiones de la
Iglesia dependen de ellos, y los principales concilios se han celebrado y
se celebran a su arbitrio». Por supuesto, los gobernantes no reconocí an a
los papas ninguna primací a. No es hasta finales del siglo iv cuando Gra-
ciano concede a la sede romana una especie de primací a jurisdiccional,
aunque ú nicamente frente a los obispos de OccidenteJY Dá maso (des-
de 378) es juez supremo só lo sobre los metropolitas7i)ero no sobre los
sufragá neos, sometidos a la autoridad de los tribunales locales. 66

Bien es verdad que ya entonces se pone de manifiesto un cambio, se


forma una nueva doctrina, una nueva concepció n, en virtud de la cual el
obispo de Roma es el jefe de toda la Iglesia y tiene autoridad sobre todos
los cristianos. Esta tendencia, con un primer momento culminante repre-
sentado por Leó n I, ya la desarrollan los papas Dá maso (bajo el cual,
sn 382, un sí nodo celebrado en Roma habla por primera vez de la «pri-
mací a de la Iglesia romana» en lugar de, como antes, la «primací a de
Pedro») y Siricio, que exhorta por doquier, señ ala, ordena, amenaza: «de-
cernimus», «iudicamus», «pronuntiamus»,
«disponemos», «juzgamos»,
«decretamos». En poco tiempo, esos té rminos se incorporan al lenguaje
de la cancillerí a papal, cuyas decretales imitan los ejemplos del derecho
civil y no se diferencian en nada de los decretos imperiales. No obstante,
ni Dá maso ni Siricio reivindican el mando frente a un concilio. Anasta-
sio I (399-401) se considera todaví a só lo como la cabeza de Occidente. Y
para la Iglesia oriental, aú n en el siglo vi el papa es solamente el patriar-
ca de Occidente. Tampoco entonces se desarrolla desde Roma ninguna
actividad misionera decisiva. «Los intentos de asignar al papado ante-
rior a Gregorio Magno un papel director en el misionado cristiano no re-
sisten las crí ticas de las fuentes» (Baus, cató lico). Por el contrario, a la
sede de Constantinopla se la llama cada vez con mayor frecuencia «apos-
tó lica». Desde el siglo vil se interpreta allí en un sentido antirromano la
leyenda de la designació n de André s, el apó stol de la ciudad, sobre todo
porque, segú n Juan, 1, 40, Jesú s le eligió antes que a Pedro. En el siglo ix,
el patriarca bizantino Focio se sirve del má s antiguo apó stol, y el «pri-
mero elegido», André s, contra las reivindicaciones de supremací a de
Roma y de su primer «papa». «Puesto que muchos añ os antes de que su
hermano fuera obispo de Roma, se hizo cargo de la sede episcopal de
É izancio. »67

De todos modos, tambié n en Occidente los gestos de dominio de los
jerarcas romanos, que fueron manifestá ndose desde las postrimerí as del
siglo iv, su incansable ambició n de ser los superiores de todos los obis-
pos, encontraron oposició n. «Así, el obispo de Parma -informa el sí nodo
romano reunido en 378 bajo el papa Dá maso- conserva la iglesia en sus
manos, sin ningú n pudor, a pesar de haber sido destituido por nuestro tri-
bunal; así, Florencio de Puteoli [... ] despué s de seis añ os ha vuelto a in-
troducirse furtivamente en su ciudad, mantiene ocupada la iglesia y pro-
voca disturbios. »68

Sobre todo las residencias episcopales má s importantes preferí an igno-
rar a Roma: Cartago, Vienne, Narbona o Marsella, donde, por ejemplo, el
venerado Pró culo, al que Jeró nimo consideraba santo y muy erudito, sin
preocuparse de las protestas romanas ejercí a los derechos de metropolita
que le habí a adjudicado un sí nodo de Turí n. Incluso despué s de su desti-
tució n, ampará ndose expresamente en el Concilio de Turí n continuó con-
sagrando obispos, «con una insolencia que sobrepasa lo habitual», «con


fé rreo atrevimiento y olvidando toda vergü enza», tal como se irritaba el
papa Zó simo, llamando a los «privilegios turineses» de Pró culo «subrep-
ció n desvergonzada». Sin embargo, Pró culo hizo tan poco caso de la ci-
tació n para acudir a Roma como el metropolita Simplicio de Vienne, al
que Zó simo atribuyera tambié n «desvergü enza», si bien no logró solu-
cionar la disputa con los obispos galos, ni con Lá zaro de Aix, al que
odiaba de manera especial, o los obispos Tuentius y Ursus. Aunque el ro-
mano tení a mayor autoridad frente a la Iglesia italiana, en modo alguno
dominaba en todo el Occidente. Milá n competí a con Roma. Al llegar el
siglo v, los sí nodos occidentales consultaban en las cuestiones importan-
tes a los jerarcas de Roma y de Milá n por igual, lo mismo que el Concilio
de Cartago en 397. O bien, como sucedió en el de Toledo (400), se pos-
poní a la decisió n hasta que «el actual papa [... ], el obispo de Milá n y los
restantes sacerdotes de la Iglesia» escribieran. Al parecer, los de Galia e
Iliria se dirigí an a veces má s a Milá n que a Roma. Sin embargo, la rela-
ció n entre ambos era en cualquier caso «una coordinació n colegial». La
sede «apostó lica» gozaba de la má xima consideració n, pero el obispo ro-
mano «no ocupaba ninguna posició n excepcional de derecho». Y los
«concilios se mantení an independientes y con los mismos derechos junto
al papado» (Wojtowytsch). No eran «solamente la principal fuente de de-
recho de la Iglesia, sino tambié n, junto con la Biblia, la principal fuente
de fe» (H. -G. Beck). 69

La oposició n a Roma fue a veces especialmente intensa en Á frica,
donde a comienzos del siglo v se contaban alrededor de 470 sedes epis-
copales.

Un sí nodo nacional cuestionó entonces al pontifex maximus romano
la posibilidad de decidir correctamente, y desde luego niega que su juicio
sea superior. Los dirigentes eclesiá sticos norteafricanos rechazan brusca-
mente la exigencia de mando y no conceden a Roma ninguna competen-
cia decisoria en cuestiones de fe y disciplina. Los prelados está n seguros
de poder reconocer por sí mismos la doctrina correcta. Só lo la invasió n de
los vá ndalos, el regimiento de «herejes» arrí anos en Á frica, dio lugar allí
a una estrecha cooperació n de los cató licos con el obispo romano, al que
los sí nodos de Cartago y de Milevo (416, 417) pidieron la ratificació n de
sus edictos. La invasió n de los visigodos en Hí spanla determinó tambié n
una relació n má s estrecha de la Iglesia hispana con Roma. No obstante,
el Concilio de Cartago de mayo de 418 amenazó de nuevo con la exco-
jnunió n las apelaciones «transmarino», restaurando así un antiguo prin-
cipio legal de la Iglesia. 70

Lo poco afectos a Roma que eran los africanos lo demuestra un inci-
dente cuyo tratamiento forense se extendió durante varios pontificados a
comienzos del siglo v.


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