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El Concilio de Éfeso del año 431: El dogma obtenido mediante el soborno




El Concilio de É feso del añ o 431: El dogma obtenido mediante el soborno

Cuando en 1931 el papa Pí o XI dispuso la conmemoració n del 1. 500
aniversario del Concilio de É feso mintió en su encí clica Lux Veritatis al
afirmar que é ste se reunió por mandato del papa (lussu Romani Pontifi-
cis Caelesü ni I).
¡ En realidad la convocatoria de sí nodos imperiales, des-
de Nicea, obedeció siempre a ó rdenes del emperador y nunca a las del
obispo de Roma! Ni uno solo de los ocho concilios ecumé nicos -a los
que la Iglesia no atribuyó esa denominació n sino má s tarde, por haberle
resultado particularmente provechosos- fueron convocados, inaugurados,
dirigidos o confirmados por el «papa», sino todos (de forma má s o me-
nos directa) por el emperador. El derecho de convocatoria imperial
es algo tiempo ha demostrado y especialmente por F. X. Funk. Pero no es
só lo que los regentes se arrogasen ese derecho, sino que la iglesia se lo
concedió «sin má s» (H. G. Beck). Y otro tanto vale decir, anotamos de
pasada, de su derecho a presidir en persona o mediante un representante
los sí nodos menores, los patriarcales, las asambleas eclesiá sticas loca-
les, etc., y de firmar dá ndoles fuerza legal, sus resoluciones. Pues los
monarcas podí an influir asimismo en las materias dogmá ticas o discipli-
narias de estas reuniones eligiendo el lugar de su celebració n o mediante
una criba de sus asistentes. Es má s, ellos mismos ordenaban elaborar e
imponer fó rmulas dogmá ticas y fue nada menos que el Doctor de la Igle-
sia y papa Leó n I quien reconoció la infalibilidad del emperador. 53

Tambié n el Concilio de É feso fue convocado, el 19 de noviembre de
430, por Teodosio II para la festividad de Pentecosté s (7 de junio) del
añ o 431 con el fin de reforzar el orden y la paz eclesiá sticas, aunque
estos concilios solí an ser contraproducentes a este efecto. «El bien de
nuestro Imperio -escribí a el emperador cuya actitud era desde un prin-'
cipio hostil a Cirilo, a quien habí a reprochado soberbia y afá n disputa-
dor y rencoroso- depende de la religió n. Ambos bienes está n en mutua
y estrecha relació n. Se interpenetran y cada uno de ellos obtiene prove-
cho del crecimiento del otro [... ]. Pero antes que nada, nuestro afá n se
cifra en el respeto a los asuntos de la Iglesia en la medida exigida por
Dios [... ]. »54

El escrito de la convocatoria imperial muestra la estrecha relació n en-
tre el Imperio y la religió n. Cada uno de ellos estaba supeditado al otro y


esperaba sacar provecho de é l. Y que la Iglesia, en particular, nunca pare-
ce obtener el suficiente lo demuestra palmariamente la carta del obispo
Celestino al emperador Teodosio II, fechada el 8 de mayo de 431: «La
causa de la fe debe ser para vos aú n má s importante que la del Imperio:

su majestad debe prestar má s atenció n a la paz de la Iglesia que a la segu-
ridad de todo el orbe. Para todo hallará su majestad feliz solució n con tal
de preservar primero lo que resulta má s valioso a los ojos de Dios». 55

Apenas es posible exagerar la consideració n que merecen esas lí neas,
reflejo del pensamiento cató lico-romano que recorre todas las é pocas has-
ta hoy (como lo muestra drá sticamente la polí tica de influyentes cí rculos
clericales, incluido el papa Pí o XII, frente a las bombas ató micas). Ante
todo y por encima de todo, lo má s valioso: la Iglesia. Su causa es má s im-
portante que la del Imperio. Y lo mismo ocurre con su paz, es decir, su
ventaja: ¡ má s importante que «la seguridad de todo el orbe»! El jesuí ta
Hugo Rahner comenta en tono triunfal: «La anteposició n de lo eclesiá sti-
co frente a lo estatal [... ]». 56

Todos los metropolitanos de Oriente fueron citados para el concilio.
Tambié n lo fueron los de Occidente, incluido el obispo de Roma, Celesti-
no, que envió delegados. Lo fue tambié n Agustí n, de cuya muerte, acaeci-
da cuatro mese antes, no tení a noticia la corte.

Nestorio fue el primero en acudir con diecisé is obispos y una escolta
de soldados, «como si se tratara de una batalla» (Hefele), aunque deba-
mos constatar que los soldados eran «los má s pací ficos en aquella reunió n
de gallos de pelea» (Dallmayr). Con todo, el patriarca y otros seis o siete
supremos pastores rehusaron comparecer ante el sí nodo antes de que es-
tuviese reunido en su totalidad. Tambié n estaba allí presente el obispo lo-
cal, Memnó n, quien secundaba a Cirilo con todas sus iglesias y el epis-
copado de Así a Menor, deseoso de escapar de la supremací a de Cons-
tantinopla. Tambié n Juvenal de Jerusalé n, que acudió con quince prelados
palestinos, oportunista y ambicioso, que aspiraba a una posició n de su-
permetropolitano y a la autonomí a respecto a Antioquí a, estaba de ante-
mano de parte de Cirilo. É ste, por su parte, habí a venido en barco y ya
desde Rodas habí a notificado a los suyos: «Mediante la gracia y el amor
de Cristo, nuestro Salvador, a los hombres hemos cruzado este mar ancho
y profundo con vientos suaves y apacibles [... ]». 57

En contra de las disposiciones imperiales, Cirilo irrumpió allí acom-
pañ ado de un poderoso sé quito personal, un enjambre de unos cincuenta
obispos sufragá neos egipcios, muchos clé rigos y hordas de belicosos
monjes, en parte analfabetos, pero firmes en su fe. Esas escoltas de mato-
nes compuestas en su origen por vagabundos, porteadores de enfermos y
marineros, eran, desde la é poca de Atanasio, instrumentos dó ciles de la
polí tica de fuerza de los obispos. Sumamente faná ticos, no se detení an
ante ningú n exceso y aterrorizaban a tribunales, autoridades y a los pro-


i


pí os adversarios eclesiá sticos. Precisamente el monacato, mimado y tu-
telado por el alto clero, trabajaba así por doquier «con los medios má s
brutales para soliviantar a las masas» (Stein). Tambié n el obispo local,
Memnó n, habí a excitado al pueblo de É feso contra Nestorio, para quien
estaban cerradas las puertas de todas las iglesias. Pues el mismo Cirilo no
só lo habí a escrito, ya en 430, cinco libros Adversus Nestorii blasphemias
y redactado a vuelapluma, aquel mismo añ o, otros tres tratados polé mi-
cos De recta fide, enviando uno al emperador Teodosio, dos Ad reginas,
a sus tres hermanas Arcadia, Marina y Pulquerí a, y otro a su esposa Eu-
doquia, sino que ya habí a condenado en doce «Anatematismos» tanto al
«enemigo de la Santa Virgen» como sus supuestas tesis convirtiendo con
ello su papel de acusado en el de acusador. Trataba a Nestorio como he-
reje convicto, iniciativa contraria a derecho, pues, segú n norma canó nica
del Reich, entonces vigente, una controversia dogmá tica só lo podí a ser
zanjada por un sí nodo convocado por el emperador. Aparte de ello Nes-
torio habí a declarado en varios escritos que, con ciertos reparos, tambié n
reconocí a a Marí a el tí tulo de Deí para, el theotokos, escribiendo, por
ejemplo, al obispo de Roma: «Por lo que a mí respecta, no estoy en con-
tra de quienes quieren usar el té rmino theotokos, mientras no se le inter-
prete, imitando la necedad de Apolinar y de Arrio, de modo que implique
una confusió n de las naturalezas». 58

El concilio no pudo iniciarse en la fecha fijada, el 7 de junio, porque
el patriarca Juan de Antioquí a -que llevaba semanas de penoso viaje
por tierra durante el que enfermaron algunos obispos y murieron algunas
acé milas- así como algunos obispos de Siria y Palestina se retrasaron.
Pero aunque (o precisamente porque) un mensaje de Juan del 21 de junio
prometí a su pronta llegada, Cirilo resolvió dar ya comienzo a las sesio-
nes. Hací a calor. Tambié n aquí cayeron enfermos bastantes obispos; al-
gunos murieron, incluso. Pero ya antes de que llegase el grueso de los
fieles de Nestorio, Cirilo inauguró el 22 dejunio del 431 el Sí nodo en la
iglesia mayor de É feso, convertida ya hací a algú n tiempo en iglesia ma-
riana. Lo hizo por propia iniciativa y pese a la expresa prohibició n det
gobierno, a despecho de la ené rgica protesta de 68 obispos de diferen-
tes provincias (protesta fraudulentamente sustraí da a las actas griegas
del concilio) ya «que las acciones atropelladas -decí an- que algunos han
osado se volverá n, por Cristo nuestro Señ or y por los divinos cá nones,
contra su osadí a e insolencia», tambié n pese a la protesta reiteradamente
elevada por el representante del emperador, el comisionado Candidiano,
que se temí a un «concilio privado», hasta que, finalmente, se le echó a la
calle «imperioso et violenter». Cirilo se aseguró así, del modo má s simple,
una mayorí a. Y a posterior! el rango de «Tercer Concilio Ecumé nico de
É feso».

El santo, que se alzó con todas las bazas sin el menor escrú pulo, afir-


marí a má s tarde que unos cuantos obispos sirios se habí an adelantado a sus
colegas anticipando su estancia en la ciudad y le habí an rogado en nombre
del patriarca Juan -¡ que luego protestarí a y votó precisamente contra é l! -
iniciar de inmediato el sí nodo. Los datos aducidos por Cirilo causan al
mismo Camelot «cierta dificultad [... ]. Pero antes de cuestionar la sinceri-
dad de Cirilo, habrí a que pensar má s bien que no se acordaba ya exacta-
mente de los hechos o confundí a unos con otros [... ]». ¡ ¿ Acaso no vemos
con harta frecuencia hoy en dí a que los polí ticos pierden su memoria y
que, cabalmente, la Iglesia ya no recuerda, sin má s, las cosas má s impor-
tantes y confunde, incluso, calificá ndola de resistencia su colaboració n
con Hitler, Mussolini y Pavelic?! No hay nada nuevo bajo el sol.

Cirilo presidió a 153 obispos y segú n las actas de las sesiones ocupó
delegadamente «el puesto de Celestino, el santo y venerable obispo de la
iglesia de los romanos. Pues Cirilo tampoco esperó la llegada de los dele-
gados de é ste, los obispos Arcadio y Proyecto, ni tampoco la del presbí -
tero Filipo. Primero se leyeron muchas á ureas sentencias de la patrí stica
acerca de la encamació n del logos y la unió n de la divinidad y la humani-
dad en Cristo. Despué s se las confrontó aparatosamente con 20 pasajes
escogidos de Nestorio, «blasfemias» horrendas que causaron tal impacto
en los oí dos del obispo Paladio de Amasea que, casi petrificado de cons-
ternació n, se tapaba sus ortodoxos oí dos. A continuació n se lanzaron su-
cesivos rayos y centellas, algunas bien estruendosas contra el maldito
hereje que, para Euopcio de Ptolemais «merecí a todos los castigos ante
Dios y los hombres». Y ya en el primer dí a de sesiones impuso la exco-
munió n y deposició n del «impí o» Nestorio, a quien ni siquiera oyó -se
mantuvo prudentemente alejado- y a quien se mandó informar de todo
con esta indicació n personal: «A Nestorio, el nuevo Judas». Los sinoda-
les procedieron, se dice en la resolució n formal, a «emitir este triste dic-
tamen sobre é l derramando abundantes lá grimas. El Señ or Jesucristo, por
é l ultrajado, resolvió por consiguiente, a travé s del santí simo sí nodo reu-
nido que, ya privado de la dignidad obispal, fuese excluido del conjunto
de la asamblea sacerdotal». No obstante «es hoy juicio uná nime de los
historiadores del dogma que Nestorio fue injustamente condenado como
hereje». Y tambié n lo es, de seguro, que el proceder de Cirilo «se carac-
terizó por una implacabilidad poco honrosa».

Mientras que Nestorio tuvo que ser protegido por los soldados, Cirilo
se hizo festejar frené ticamente, con antorchas e incensarios: una puesta
en escena tan llena de vileza como coronada por el é xito. 59

Jubiloso comunica al clero y al pueblo de Alejandrí a: «¡ Salve Señ or! »
-acerca de este 22 de junio- que «tras una sesió n que duró todo el dí a
castigamos por fin al desdichado Nestorio con la deposició n y privació n
de su dignidad de obispo. Fue condenado sin que osase siquiera presen-
tarse al santo sí nodo. Mas de doscientos obispos estaban allí reunidos»,

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considerable exageració n del santo. El dictamen conciliar lleva la firma
de 197 obispos, pero allí habí a ú nicamente «unos 150 obispos» (Camelot
y tambié n el Manual de la Historia de la Iglesia). 60

Cirilo sigue contando a los suyos que todo É feso estuvo esperando
desde muy temprano hasta muy tarde el juicio del «santo sí nodo» y co-
menzó despué s a felicitarlo uná nimemente y a alabar a Dios porque «ha-
bí a sido aplastado el enemigo de la paz». Despué s de abandonar la igle-
sia todos fueron acompañ ados hasta sus viviendas en medio de antor-
chas. «En toda la ciudad se celebraron fiestas de jú bilo y luminarias. ¡ Las
mujeres llegaron incluso a preceder nuestros pasos agitando sus incensa-
rios! El Señ or ha mostrado su omnipotencia a quienes blasfemaron con-
tra su nombre». 61

Resulta chocante: ¡ a lo largo de la carta no se encuentra ni una sola sí -
laba referente a la proclamació n de la maternidad divina de Marí a, que es
lo que pretendidamente estaba enjuego! ¡ Los textos conciliares no con-
tienen ni una definició n expresa del theotokos\ «En É feso no hubo en ab-
soluto semejantes definiciones»,
enfatiza el cronista del concilio y asesor
del II Concilio Vaticano, Camelot, para concluir poco despué s su exposi-
ció n con estas palabras: «Esa historia divina y humana al mismo tiempo
condujo en É feso a una definició n dogmá tica expresiva de los má s subli-
mes valores religiosos y de todo el realismo [! ] de nuestra redenció n».
Esto demuestra una vez má s que no es só lo el cará cter de los teó logos ca-
tó licos lo que está endiabladamente perdido, sino tambié n su ló gica y que
personas de esa í ndole só lo tienen cabeza al objeto de trastornar la del
pró jimo. (Por lo demá s está muy bellamente expresado: ¡ esta historia di-
vina y humana al mismo tiempo! ) Por cierto que el papa Pí o XI habló re-
petidas veces, rememorando aquel espectá culo de É feso, de una defini-
ció n solemne (solemniter decretum) relativa a Marí a como Madre de Dios.
No obstante, alguien -quizá el Espí ritu Santo- tiene que haberlo iluminado
despué s: ¡ Su encí clica Lux Veritatis (¡ Qué escarnio! ) del 25 de diciem-
bre de 1931 no contiene la menor alusió n a una definició n! En lugar de
ello, Pí o explica ahora el dogma de la maternidad divina de Marí a como
pura consecuencia de la doctrina de la «unió n hipostá tica», que por
cierto tampoco fue enunciado entonces conceptualmente. 62

Por lo demá s, en su fuero interno, Cirilo no concedí a gran importan-
cia ni a lo uno ni a lo otro. De ahí que su carta se limite consecuentemente
a hablar sobre có mo é l y su sé quito fueron incensados y sobre la aniqui-
lació n del «hereje», de su temido rival a quien se hizo saber por escrito:

«El santo sí nodo reunido en la ciudad de É feso por la gracia del má s
pí o de los emperadores, santo entre los santos, a Nestorio, el nuevo Ju-
das: Has de saber que a causa de tus impí as manifestaciones y de tu
desobediencia frente a los cá nones del santo sí nodo has sido depuesto
este 22 de junio y que ya no posees rango alguno en la Iglesia». 63


El Padre de la Iglesia Teodoreto de Ciro, participante en el concilio,
escribió sobre ello: «Nuevamente se lanza furioso el egipcio contra Dios
y pelea contra Moisé s y sus siervos. La mayor parte de Israel aprueba a
su adversario, pues son muy pocos los justos y tienen que sufrir tribula-
ciones por causa de su piedad [... ]. ¿ Qué comedió grafo escribió jamá s se-
mejante fá bula? ¿ Qué autor trá gico pudo crear algo de tal aflicció n? ». 64

Nestorio declaró acerca de esta asamblea ecumé nica que Cirilo encar-
naba é l mismo cada sesió n «pues dijese lo que dijese, todos repetí an sus
palabras. Su persona representaba, sin duda alguna, el tribunal [... ]. ¿ Quié n
fue el juez? Cirilo. ¿ Quié n el acusador? Cirilo. ¿ Quié n fue obispo de Roma?
Cirilo. Cirilo lo era todo». Por su parte, el papa Celestino reivindicó, na-
turalmente, para sí «la mayor parte, gracias a la ayuda de la Santí sima
Trinidad» y se glorió de haber proporcionado el escalpelo «para cortar ese
absceso del cuerpo de la Iglesia», pues «la espantosa podredumbre lo ha-
cí a aconsejable». (En el siglo xx, el historiador cató lico Palanque atribu-
ye al «hereje» Nestorio mal cará cter y a san Cirilo «malevolencia»). 65

En la mente del papa Celestino, sin embargo, aquella asamblea de É fe-
so se transfiguraba en una «gran legió n de santos» que le «atestiguaba la
presencia del Espí ritu Santo». En realidad, Cirilo se habí a valido de é l
como pretexto, usá ndolo en su lucha contra Constantinopla, contra
el patriarca y contra el emperador. Los delegados papales no tuvieron
la menor influencia en las resoluciones y ni siquiera representaron a todo
Occidente: el episcopado de Á frica y el de Iliria tení an su propia repre-
sentació n autó noma. Por ú ltimo, los legados romanos, cuya llegada ni si-
quiera fue aguardada para comenzar las sesiones, só lo se mencionan al
final y muy de pasada en un informe tan amplio como el enviado a Ce-
lestino. De hecho, ello estaba en consonancia con su actuació n, pese a al-
gunas frases ampulosas como esta: «El santí simo y beatí simo Pedro, pri-
mero y cabeza de los apó stoles, columna de la fe y fundamento de la
Iglesia cató lica, obtuvo de Nuestro Señ or Jesucristo, redentor del gé nero
humano, las llaves del Reino y la potestad de atar y desatar. Y é l sigue vi-
vendo y juzgando en la persona de sus sucesores [... ]», etc. 66

Con todo, no era só lo el caso de que Cirilo habí a usado a Roma como
una baza, sino que Celestino, que realmente era entonces poco má s
que una carta en manos del alejandrino, habí a sido distinguido en Orien-
te como pocos papas anteriores a é l. La declaració n de su legado, el sacer-
dote Filipo, fue, al menos, incorporada a las actas conciliares ¡ y pudo
servir todaví a de pieza probatoria de la infalibilidad papal al I Concilio
Vaticano (1870)! En todo caso, «la tragedia del patriarca Nestorio en su
lucha con Cirilo, y el mismo Concilio de É feso, ofrecieron al papado oca-
sió n para mostrar ante el orbe entero desde la gran tribuna de la iglesia
estatal de Oriente las nuevas pretensiones de la é poca de las decretales.
Se puede hablar con plena razó n de una tragedia porque las distintas con-


cepciones de las escuelas antioquena y alejandrina acerca de la encar-
nació n no tendrí an, en modo alguno, que haber desembocado en herejí as
y cismas para la Iglesia. El factor motriz que arrastró a la catá strofe, fue
el odio suspicaz y la implacable voluntad aniquiladora con los que Cirilo
atizó y llevó a su paroxismo la controversia nestoriana. Su tropa de cho-
que má s fuerte la constituí an a este respecto bandas de monjes poco for-
mados, adversarios de la razó n, y por ello mismo, muy propensos al fa-
natismo [... ]». Tal es el juicio del teó logo cató lico e historiador de la Iglesia
G. Schwaiger sobre uno de los mayores santos del catolicismo. 67

Con todo, la proclamació n triunfal de Cirilo no puso colofó n al con-
cilio.

Algunos dí as despué s (a causa del mal tiempo y por «haberse despe-
ñ ado los caballos») comparecieron los obispos sirios, llamados entonces
«los orientales» -preventivamente excluidos por el santo- encabezados
por su patriarca Juan de Antioquí a, amigo de Nestorio. Apenas descabal-
gados se constituyeron, el 26 de junio, juntamente con una parte de quie-
nes el 21 de junio se opusieron a Cirilo y en presencia del comisionado
imperial y protector oficial del concilio, Candidiano, en lo que sin duda
era «concilio legí timo, no se le puede denominar de otro modo» (Seeberg).
si bien era un sí nodo sustancialmente má s reducido de unos 50 obispos.
Depuso a Cirilo y al obispo local Memnó n, gravemente comprometido,
cuyas hordas de monjes acosaron de tal modo a Nestorio que hubo que
proporcionarle protecció n militar (el documento de deposició n lleva
42 firmas en las actas griegas; en la versió n latina de Rusticus, 53). El sí -
nodo declaró excomulgados a los restantes padres conciliares hasta tanto
no condenasen las proposiciones heré ticas de Cirilo «frontalmente opues-
tas a la doctrina del Evangelio y de los apó stoles». La minorí a dirigió al
emperador una á spera protesta contra la «bá rbara asamblea» de los ad-
versarios e interceptó los escritos de Cirilo a Teodosio, a raí z de lo cual el
santo echó a la calle a sus bandas de monjes má s contundentes y aguerri-
dos. Entre ellos descollaba especialmente Shenute de Atripe, santo de los
coptos. El resultado fue una anarquí a total: el concilio minoritario, de
signo nestoriano, apenas pudo ser protegido de la soliviantada multitud,
aunque tambié n Nestorio iba flanqueado por una «pandilla de la porra»
con la que amenazaba mortalmente a los obispos de Cirilo. 68

Durante el mes de julio, despué s de llegar los legados romanos, los obis-
pos Arcadio y Proyecto y el sacerdote Filipo, auté ntico portavoz, la ma-
yorí a conciliar se reunió todaví a en una quinta sesió n. Filipo hizo notar
en su discurso de salutació n que el papa Celestino habí a zanjado ya la
cuestió n mediante su carta a Cirilo. Seguidamente se leyó un segundo es-
crito papal, primero en latí n, como exigieron firmemente los legados, y
despué s en griego. Los reunidos, obviamente preparados por Cirilo, pro-
rrumpieron en gritos: «¡ Justo juicio! ¡ Gloria a Celestino, el nuevo Pablo!


¡ Gloria a Cirilo, el nuevo Pablo! ¡ A Celestino, custodio de la fe, a Celes-
tino cuyo espí ritu está con nosotros en el sí nodo! ¡ A Celestino da las gra-
cias el sí nodo! ¡ Un Celestino, un Cirilo, una fe en el sí nodo, una fe en el
mundo! ». (¡ Un solo pueblo, un solo Reich, un solo Fü hrer! ) ¡ ¿ Qué ale-
má n de mi generació n no pensarí a, al oí r esa retó rica totalitaria, en el gri-
to -¡ bastante má s modesto pese a todo! - de la é poca nazi?!

¡ Una sola fe en todo el mundo! eso es lo que desearí an siempre, ¡ si se
trata de su fe! De su falta de fe...

Alejandrí a y Roma quedaban, por así decir, coordenadas y equipara-
das paritariamente en las aclamaciones sinodales. De ahí que el legado
papal Filipo, valié ndose de un jerga sacra nauseabunda, se apresurase a
presentar el asunto bajo la perspectiva romana: «Agradecemos al sacro
y venerable sí nodo que tras haber leí do en vuestra presencia la carta de
nuestro santo y bienaventurado padre, vosotros os habé is unido como
miembros sacros a la sacra cabeza por medio de vuestras voces y excla-
maciones sacras [... ] pues vuestra bienaventuranza sabe bien que la cabe-
za [... ] de toda la fe y de todos los apó stoles es el bienaventurado Pedro»
(¡ tanta santidad no puede ser otra cosa que una mentira! ). Tambié n al dí a
siguiente hizo Filipo manifiestas las aspiraciones de Roma a su primado,
pero el obispo Teodoro de Ancira, malogró muy há bilmente sus propó si-
tos. Tampoco Cirilo pensaba lo má s mí nimo dejarse convertir en manda-
tario del papa y destacó finalmente de nuevo la preeminencia del orden
sinodal má s antiguo, la aprobació n, por parte de los romanos, de la reso-
lució n del concilio (¡ y no, por ejemplo, viceversa! ), sin que ambas partes
tirasen no obstante a matar. Cada una de ellas usaba a la otra para sus
propios fines. 69

El 11 de julio, la delegació n papal confirmó la deposició n de Nesto-
rio. El 16 de julio, el concilio de la mayorí a declaró nula y contraria a los
cá nones la deposició n de Cirilo y de Memnó n por parte de los orientales.
El 17 de junio excomulgó al patriarca Juan de Antioquí a (despué s que
é ste rechazase una triple citació n de comparecencia) y a sus partidarios y
dispuso su suspensió n de todos los cargos espirituales hasta tanto «no se
enmendasen». Así pues, cada uno de los concilios declaró maldito al
otro, de forma bastante cristiana y cada uno de ellos enví o a la corte una
delegació n, a requerimiento de la má s alta dignidad. El emperador con-
firmó así las resoluciones de ambos. Fracasó un intento de avenencia. El
abad Dalmacio, que pasaba por santo y presumiblemente no habí a aban-
donado su celda en 48 añ os, entró en acció n de parte de Cirilo. Dalmacio
se puso ahora al frente de unas pandillas de monjes y se manifestó entre
cá nticos sagrados y acompañ ado de una gigantesca multitud ante el pala-
cio imperial hasta que fue recibido por el indeciso soberano, quien ahora
debí a, má s aú n, tení a que tomar una decisió n, pero siguió aú n vacilante.
A principios de abril apareció en É feso el tesorero imperial, Juan (comes



sacrarum largitionum), con un escrito de su señ or que deponí a a Cirilo,
Memnó n y Nestorio, hasta que é l mismo, el comes Juan, arrestó a los tres
actores principales, Cirilo, Nestorio y el obispo local Memnó n, «en pre-
venció n» de tumultos, toda vez que ambos partidos se pelearon en su
presencia al ser convocados conjuntamente. Al ú ltimo, por deferencia, se
le dejó en su propio palacio.

En esta fase decisiva del concilio, en la que Cirilo presentó el dogma
de la «Madre de Dios» o de la virgen Deí para, como se prefiera, «se fue
abriendo paso un vuelco en el á nimo de la corte» (Biblioteca patrí stica).
De ahí que Cirilo escapase pronto de su encarcelamiento y estuviese, ya
a finales de octubre, de nuevo en Alejandrí a. Allí recompensó a sus guar-
dianes admitié ndolos en el clero local y se dedicó, sobre todo, a activar a
su manera, y por medio de sus agentes en la capital, la continuació n del
concilio, «al estilo Cirilo», por así decir. Pues este hombre, el que con
mayor frecuencia y patetismo habla del «aspecto carismá tico de la Igle-
sia» (K. Rahner, S. J. ), a quien el papa Celestino llama «mi santo herma-
no Cirilo», «bonusfidei catholicae defensor», «probatissimus sacerdos»,
«vir apostolicus»,
a quien Atanasio Sinaí ta ensalza como «el sello de los
Padres» y cuyo nombre ha sido perennizado en absoluto, en la historia
de la Iglesia y del dogma, como el del instrumento providencialmente
elegido, como el gran abogado, salvador, incluso, de la ortodoxia, este
hombre comenzó a dilapidar el dinero de la iglesia alejandrina derra-
má ndolo sobre la corte. É sta estaba plagada de có mplices y espí as su-
yos y el santo soborno cielo y tierra, todo cuanto era sobornable, pero
todo ello «en favor de la fe amenazada» (Grillmeier, S. J. ). «Las ú ltimas
negociaciones eclesiá sticas [... ]», así titula el dominico Camelot (con el
imprimatur eclesiá stico) este apartado: «[... ] todo lo cual es un asunto en
el que no queremos demoramos en particular, pues no atañ e directamen-
te al concilio». 70

Nosotros, en cambio, sí que queremos demoramos aú n en ello, tanto
má s cuanto que apenas habrá nadie dispuesto a creer que el alejandrino
inundó la corte imperial con sus eulogias («donativos») por razones cari-
tativas.

San Cirilo, distinguido -¡ estigmatizado! - por decreto de la Congrega-
ció n de Ritos, con fecha de 28 de julio de 1882, con el má ximo tí tulo con-
cedido por la Iglesia cató lica, el de Doctor Ecciesiae, obsequió personal-
mente o por medio de terceros, con generosidad de gran comerciante y
arriesgá ndolo todo en el justo momento, a las princesas y a la camarilla
palaciega con codiciadas plumas de avestruz, costosos tejidos, tapices y
muebles de marfil. Untó con gigantescas sumas a altos funcionarios,
usando así de sus «conocidos recursos de persuasió n», como dice Nesto-
rio con sarcasmo -que no le durarí a mucho desde luego-, de sus «dardos
dorados». Dinero, mucho dinero: dinero para la mujer del prefecto preto-


rio; dinero para camareras y eunucos influyentes, que obtuvieron singu-
larmente hasta 200 libras de oro. Tanto dinero que, aunque rebosante de
riqueza, la sede alejandrina hubo de tomar un empré stito de 1. 500 libras
de oro, sin que ello resultase a la postre suficiente, de modo que hubo de
contraer considerables deudas. (Cuando el sucesor de Cirilo, Dió scoro,
tomó posesió n de su cargo, halló las arcas vací as a causa de estos sobor-
nos. ) En una palabra, el Doctor de la Iglesia Cirilo se permitió, sin detri-
mento de su santidad sino, má s bien, al contrario, ponié ndola cabalmente
así de manifiesto, «maniobras de soborno de gran estilo» (Caspar), pero,
al menos, maniobras tales -escribe complacido el jesuí ta Grillmeier- «que
no erraron en sus objetivos». Disponemos de inventario de aquellas ma-
niobras constatables en las actas originales del concilio. Una carta de
Epifanio, archidiá cono y secretario (Syncellus) de Cirilo al nuevo patriar-
ca de Constantinopla, Maximiano, menciona los «regalos», una lista ad-
junta los desglosa exactamente, y el Padre de la Iglesia Teodoreto, obispo
de Ciro, informa al respecto como testigo ocular. 7'

El dogma costó lo suyo, no cabe duda. A fin de cuentas ha mantenido
su vigencia hasta hoy y el é xito santifica los medios. En este caso, literal-
mente, incluso al promotor del é xito. Y no es é ste ni mucho menos el
ú nico caso en que se granjearon así el favor del Espí ritu Santo y en que la
teologí a, o por mejor decir, sus resultados prá cticos se pagaron en metá li-
co. El dinero jugó ya desde muy temprano su papel en la imposició n de
la fe y de la violencia y tambié n, y a mayor abundancia, en é pocas subsi-
guientes. El jesuí ta Bacht aborda tangencialmente la cuestió n de «los
cuantiosos dineros de soborno», que «nunca (¡ ) escatimaron los patriar-
cas de Alejandrí a». ¡ Pero tampoco escatimaron los otros!, los de Roma
sin ir má s lejos, de modo que los soberanos de la Iglesia y de la «herejí a»
operaron con ellos, pagá ndolos y embolsá ndoselos, y tambié n los empe-
radores cristianos, como ya hizo el primero, Constantino, quien no só lo
colmó al clero de dinero y prebendas, sino que tambié n distribuyó dona-
tivos entre los pobres para hacerlos cristianos. 72

Y de seguro que tambié n jugó su papel el que el dogma de la materni-
dad divina de Marí a tomase cuerpo precisamente en É feso, es decir, en
la sede central de la gran deidad madre pagana, de la Cibeles frigia, de la
diosa protectora de la ciudad, Artemisa, cuyo culto, rendido por peregri-
nos, era algo habitual desde hací a siglos para los efesios. Artemisa, vene-
rada especialmente en mayo, como «intercesora», «salvadora» y por su
virginidad perpetua, acabó por fundir su imagen con la de Marí a, si bien
los ú ltimos devotos de la diosa escondieron su imagen en el templo «ad-
juntá ndole cuidadosamente todos los fragmentos de las columnatas y es-
tatuas de cierva que pudieron hallar mientras la construcció n era arrasada
por los cristianos, llevados de su santo celo» (Miltner). 73

Cirilo, a quien, segú n Altaner, el mundo debe -entre otras cosas- «el


má s famoso de los sermones a Marí a de la Antigü edad» (Hom. 4) -en
caso de que sea auté ntico, algo contra lo cual hay serios reparos incluso
por parte cató lica-, dio plenamente en la diana con sus «dardos dora-
dos». Hasta el pí o Manual de la Historia de. la Iglesia, editado con la ben-
dició n obispal no puede por menos de hablar de una «amplia donació n de
regalos entre las personalidades má s influyentes de la capital», a conse-
cuencia de la cual el patriarca «gravó la iglesia alejandrina con una enor-
me carga de deudas». El manual parece, al mismo tiempo, irritado por el
hecho de que «Nestorio tildó, amargado, de soborno aquella acció n»,
como si no hubiese sido efectivamente uno de los má s tremendos. Los
cató licos se buscan penosamente aquí, como en todos los casos altamen-
te escabrosos, subterfugios no menos escabrosos. El teó logo Ehrhard,
por ejemplo, no subsume el uso de las ingentes cantidades de soborno por
parte del Doctor de la Iglesia «bajo el concepto con el que hoy se desig-
narí a», pues en ese caso «habrí a que condenarlo del modo má s ené rgico»
y eso, por lo visto, no debe hacerse. De ahí que acuda al eufemismo, cali-
ficá ndolo de bien conocida «costumbre de la é poca [... ] de no presentar
un ruego a una (? ) alta personalidad sin acompañ arlo de un presente».
Pero, en todo caso, hasta para el propio Ehrhard, el santo «rayarí a má s
alto en nuestra estima si no se hubiese plegado a esta costumbre y hubie-
se confiado ú nica y exclusivamente en la bondad de su causa». Pero eso
es, precisamente, lo que no podí a hacer el santo.

El patriarca de Constantinopla, sin embargo, perdí a ahora a ojos vis-
ta el terreno bajo los pies. La opinió n de la corte dio un vuelco. El em-
perador Teodosio II, cuyo parecer dependió a lo largo de su vida del de
su entorno, estaba intimidado, ademá s, por la actitud terrorí fica de los
monjes de Cirilo como tambié n, quizá s, por aquella carta del papa Ce-
lestino en la que, precisamente por entonces, el añ o 431, le inculcaba la
idea de que el auté ntico soberano de su reino (impertí rector) era Cristo,
por lo cual el regente debí a proteger la ortodoxia y defender la fe verda-
dera, a la par que acentuaba la prioridad de todo lo religioso frente á
todo lo «temporal». De ahí que Teodosio dejase a Nestorio en la estaca-
da, tanto má s fá cilmente cuanto que este cometió el error de ofrecerle su
abdicació n. Renunció a su sede obispal y suplicó al dé spota poder in-
tervenir, en cambio, para promulgar en todas las iglesias edictos repro-
bando la «charlatanerí a de Cirilo», evitando así el escá ndalo a los má s
simples. El 3 de septiembre del añ o 431 Nestorio fue a su antiguo mo-
nasterio junto a Antioquí a y el 25 de octubre fue sucedido en su cargo
por el presbí tero Maximiano, una nulidad que no causó estorbo ninguno

a Cirilo.

Ni tampoco al papa. Celestino saludó la «elevació n» de Maximiano, le
dedicó una carta escrita plenamente en tonos propios del superior y diri-
gió una larga carta pastoral a los clé rigos de Constantinopla, como si to-


dos estuviesen a sus ó rdenes. El 15 de marzo del añ o 432 se abatió nue-
vamente contra el destronado Nestorio compará ndolo con Judas, salvan-
do las distancias a favor de é ste. Fustigó su «impiedad», pero mantuvo su
prudencia guardá ndose de dar «el nombre de " herejí a" a su perfidia», pues,
«no toda impiedad es herejí a», expresió n muy equí voca. Y mientras de-
nostaba a Nestorio como «pecador» de «ofuscada mirada», se presentaba
a sí mismo bajo la luz má s favorable. «Reivindico para mí -escribí a el
papa- el mayor mé rito gracias a la ayuda de la reverenda Trinidad, en
el restablecimiento de la calma [! ] en el conjunto de la Iglesia y en las ci-
mas de la actual alegrí a; pues fui yo [... ] quien echó la semilla [... ]. »
«Como el extirpar este tumor del cuerpo de la Iglesia era algo que pare-
cí a aconsejable a la vista de la terrible podredumbre, acompañ amos el
escalpelo a las vendas curativas. »

Tambié n Cirilo anunció su triunfo al orbe a toques de trompeta y no
descansó hasta que su ya condenado antagonista, el «lobo carnicero», el
«dragó n redivivo», el «hombre de pé rfida lengua inflamada por el vene-
no», que, sin embargo, se habí a estado resignadamente en calma durante
varios añ os, no cayó dentro de su esfera de poder. Deportado primero a
Petra (Wadi Musa, en la Palestina del sur), fue finalmente llevado a un
remoto rincó n, casi sin agua, del desierto egipcio (con el encantador nom-
bre de «Oasis»), lugar de residencia de funcionarios de la corte, caí dos en
desgracia, y de presidiarios. Vigilado por los espí as del santo, Nestorio
vegetó hasta consumirse en las condiciones má s primitivas, só lo y olvida-
do, pero inquebrantable en su fuero interno y firme en la convicció n de su
ortodoxia hasta el final de sus dí as, siendo secuestrado y obligado varias
veces a cambiar de residencia hasta el añ o 451. Despué s de una fallida
petició n de gracia, murió presumiblemente en los alrededores de Paná po-
lis (Alto Egipto). Legó al mundo unas memorias, el Libro de Herá clides
y su afligida autobiografí a (editada en 1910), en la que trazó ciertos para-
lelismos entre su destino y el de su predecesor Juan Crisó stomo y tam-
bié n con el de Anastasio y Flaviano. 74

Nestorio fue la ví ctima de la colusió n entre Alejandrí a y Roma, y, por
ú ltimo, tambié n de la corte. El papa Celestino I habí a jurado a Teodosio
prestarle su apoyo para cimentar tanto má s só lidamente su propia domi-
nació n. Y despué s del concilio elogió de forma casi entusiá stica al mo-
narca y con las palabras del profeta denominó a su Imperio «reino para
toda la eternidad». Ese tí tulo de gloria le pertenecerí a siempre ya que
«ninguna é poca ni longevidad lo podrá n borrar. Pues es eterno cuanto su-
cede por amor al rey eterno». Esto estaba ciertamente en consonancia
con su antigua declaració n: «Dichoso el Imperio entregado al servicio de
la causa de Dios». En realidad, dichoso en tal caso no lo es tanto, desde
luego, el Imperio como el papado. Eso es, por lo demá s, lo debido. ¡ Se
trata ú nicamente de eso! Y ello es lo que justifica cualquier dureza, cual-


quier bajeza, cualquier abyecció n. De ahí que W. Ullmann subraye con
razó n que fue el mismo papa quien rogó al emperador que Nestorio, ya
condenado por el veredicto de los obispos, fuese ademá s apartado de la
sociedad, algo que J. Haller interpreta como señ al «del miedo y del odio
que todaví a suscitaba el derrocado», a quien aú n se creí a capaz de un rei-
nicio de la controversia pelagiana. 75

El cronista conciliar Camelot nos presenta, sin embargo, un resumen
tí pico de la teologí a cató lica. Partiendo de la cuestió n de cuá l fue «el au-
té ntico Concilio de É feso», opina de inmediato que muchos historiadores
ven en este sí nodo «tan só lo un asunto bien triste», una «tragedia lamen-
table y embrollada» escenificada por el «faraó n alejandrino» (apelació n,
por lo demá s de un cató lico famoso, el historiador de la iglesia L. Du-
chesne, a quien la institució n tampoco dejó del todo indemne) y expresa
de hecho que «hasta hoy en dí a muchos estudiosos, incluso muy buenos
y en modo alguno heré ticos en su totalidad, se sintieron impulsados a
juzgar severamente e incluso a malfamar la conducta de Cirilo en todo
este asunto y, en consecuencia, al mismo concilio». Y con no poca
frecuencia da la impresió n de que el mismo Camelot propende a ello,
pues aduce razones de peso en favor del concilio de Nestorio y de Juan y
tambié n otras equivalentes en contra de Cirilo, cuya impugnabilidad y
cará cter escandaloso está n «fuera de toda duda». Claro está que a conti-
nuació n escribe así: «La presencia de los legados romanos basta, sin em-
bargo, para garantizar el cará cter ecumé nico del concilio de Cirilo, cali-
dad ausente del de los obispos orientales. Fue así como el concilio de Ci-
rilo, y no el de Juan, estuvo en comunidad con el papa».

Con ello se pone una vez má s de manifiesto, como en mil otras oca-
siones de la historia, que basta meramente hacer causa comú n con el
papa para convertir en justo lo injusto. Dice, con todo, Camelot que algu-
nos hablan del «latrocinio de É feso», no concedié ndole má s valor que al
del añ o 449. Má s aú n, en su libro Los cuatro grandes concilios, apareci-
do en la editorial cató lica Kó sel, H. Dallmayr califica de «fiasco» y de
«el concilio má s escandaloso en la historia de la Iglesia» a aquella asam-
blea en la que los legados papales hallaron que «todo respondí a a los cá -
nones y a las reglas eclesiá sticas». 76

Hoy apenas hay en É feso unos cuantos monumentos cristianos. La
antigua iglesia del concilio es una ruina e Izmir, que es con mucho la ciu-
dad má s grande de la comarca, cuenta apenas con dos mil cristianos entre
sus 450. 000 habitantes. 77


La «Unió n» o el increí ble chanchullo de la fe:

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