La bribonada entre Cirilo y el monje Víctor
Cuando los vientos volvieron a soplar en la otra direcció n y comenza-
ron las protestas en todo Oriente, Cirilo, vencedor de momento gracias al
oro y la astucia, desechó todo cuanto habí a propugnado teoló gicamente
en É feso, con tal de preservar su puesto. Los dos sí nodos -el papa Celes-
tino le habí a felicitado varias veces por su fructí fero trabajo conciliar en
marzo de 432- se habí an separado, en realidad, en actitudes totalmente
irreconciliables. Con todo, despué s de cierto tira y afloja, Cirilo capituló
dogmá ticamente. Ya en 433, renunció a buena parte de su terminologí a y
firmó un profesió n de fe a manera de fó rmula unitaria que tambié n Nes-
torio hubiese aceptado en buena medida, si es que no del todo. Ahora ad-
mitió como vá lida la diferencia entre las cualidades divinas y humanas de
Cristo, algo que hasta entonces habí a reprobado, y se pronunció a favor
de una fó rmula de compromiso tí picamente equí voca: Cristo verdadero
Dios y verdadero hombre en «unidad inmixta». Y de acuerdo con ello
tambié n la maternidad divina de Marí a. «En definitiva, tambié n Nesto-
rio hubiese podido firmar eso» (Haller). Es má s, para H. Daí lmayr, que
se confiesa cristiano, no hay «hoy mucha gente que dude de que Nestorio
hubiese suscrito de todo corazó n este credo unitario. Só lo que no estaba
en situació n de hacerlo, pues no le fue presentado». ¡ Era la reproducció n
textual de un escrito de protesta contra los «Anatematismos de Cirilo»,
sí mbolo de fe escrito probablemente por Teodoreto de Ciro y que los an-
tioquenos aliados con Nestorio habí an redactado ya, palabra por palabra,
el añ o 431 en É feso y enviado a la corte! «Alé grese el cielo, exulte la
Tierra», exclamó ahora Cirilo ante Juan. Y como contrapartida por su
signatura, los antioquenos reconocieron ahora -y en ello siguió insistien-
do Cirilo, pues eso era lo ú nico decisivo para é l- la consagració n del
nuevo patriarca de Constantinopla, Maximiano, y -lo que Seeberg repu-
ta como un «suicidio moral»- la condena de su antecesor, Nestorio.
¡ Ellos, que enseñ aban lo mismo que é l! y que hací a poco, regresando
de É feso, en Tarso y en la misma Antioquí a, arrebatados por la indigna-
ció n, habí an condenado en sendos sí nodos a Cirilo como apolinarista,
improperio que aparece una y otra vez en sus escritos, excluyendo de la
Iglesia tanto al santo como a sus partidarios! El obispo Alejandro de Hie-
rá polis seguí a empeñ ado en que aqué l se retractase de sus Anatematis-
mos. Má s aú n, un grupo opositor dirigido por los obispos Eladio de Tarso
y Euterio de Tiana urgió al nuevo papa Sixto III para que anatematizase
al alejandrino. Provincias enteras renegaron de Juan. Pero lo que menos
necesitaba el emperador era una disputa clerical. Hizo pues intervenir a
Simeó n el Estilita, el santo tan a menudo ridiculizado en la antigü edad y
en la modernidad (por parte de Gibbon, Tennyson y Haller) pero alta-
mente venerado por la Iglesia, que primero se pasó siete añ os de pie sobre
una columna pequeñ a y despué s otros treinta sobre otra mayor. Al pare-
cer, Simeó n arrancó de la «idolatrí a» a etnias enteras y causó un nú mero
tal de extraordinarios milagros que ello raya «en lo increí ble» incluso
para los cató licos (Wetzer/WeIte). Frente al clero, desde luego, Simeó n,
tan fecundo en milagros y en visiones -a quien en otro tiempo habí an in-
cluso perseguido sus propios monjes del monasterio de Teleda-, mostró
ser a todas luces impotente. E incluso cuando un comisionado especial
de Teodosio, el tribuno y notario Aristolaos, a quien aqué l envió a Antio-
quí a, exigió la condena de Nestorio juntamente con la de sus escritos, si-
guieron resistiendo los orientales reunidos en sí nodo. Só lo despué s que
el patriarca Juan apelase al «brazo secular» y tras la dura intervenció n
de los funcionarios del emperador, firmó el episcopado sirio la condena de
Nestorio a excepció n de una pequeñ a minorí a agrupada en torno al nesto-
riano Alejandro de Hierá polis. É ste fue depuesto y deportado a Egipto
por disposició n del patriarca. Una vez má s vencieron la corrupció n y la
violencia. Juan, que en 431 habí a depuesto a Cirilo apoyado por todos
sus prelados, escribió ahora: «¡ Asentimos (a los obispos ortodoxos de
É feso), deponiendo a Nestorio [... ]! ». 78
Se trataba de un chanchullo casi increí ble, al que llamaron la «Unió n»,
tramado entre los patriarcas Cirilo y Juan y en el que dos papas metieron
tambié n cucharada: Celestino I, que habí a muerto entretanto, y su suce-
sor Sixto III, quien, con una autocomplaciencia rayana en el cinismo, es-
cribió a Juan: «El desenlace de este asunto te habrá hecho ver cuá nto vale
el estar de acuerdo con Nos». (En memoria del concilio hizo tambié n
adornar con mosaicos la iglesia de Santa Marí a Maggiore, cuya estructu-
ra habí a reformado. )
Varios obispos fuera de la ó rbita de poder de Cirilo le atacaron desde
luego acremente, como hizo Sucenso de Diocesarea o Valeriano de Tar-
so. Pero incluso una parte de sus propios partidarios y entre ellos uno de
los primeros, Acacio de Melitene, acé rrimo antagonista de Nestorio, se
escandalizaron de tal modo que Cirilo tuvo que tragarse algunos repro-
ches, hacer declaraciones y seguir, en una palabra, un camino sinuoso,
maligno y sin escrú pulos para no perder su apoyo. Juan, por su parte,
unido por antigua amistad con Nestorio aparecí a como su traidor. Los
antioquenos aparecí an en general y cada vez má s como los acusados,
mientras que Cirilo y Alejandrí a saboreaban su triunfo como partido má s
fuerte. Casi de inmediato, Teodosio II y Valentiniano III hicieron quemar
todos los escritos de Nestorio. «Advierte, querido hermano» -celebraba el
papa Sixto ante el patriarca antioqueno- a los «munificentí simos y cris-
tianí simos emperadores» y «cuan vigilantes se han entregado a la causa
de la religió n, có mo resolvieron sin demora, sin atender a los asuntos
temporales hasta que no satisficieron antes los celestiales [... ]. Han pues-
to su empeñ o en favorecer la causa del papa, que nunca sustrajo su apoyo
al imperio. Ellos saben que prestan su solicitud a quien sabrá resarcí rsela
con ré ditos. Lo que nos hace dignos de alabanza, es ver a los soberanos
temporales aliados al rey celestial».
¡ Trono y altar! «¡ Dame, oh emperador, la Tierra limpia de herejes y
yo te daré el cielo como recompensa. Aniquila conmigo a los heterodo-
xos y yo aniquilaré contigo a los persas! » Así exclamó Nestorio en la
pré dica con la que inauguraba su cargo. Ahora era é l mismo el hereje ani-
quilado. A excepció n del Lí ber Heraclidis (disponible en versió n siriaca)
só lo se conservan algunos fragmentos de sus escritos, aunque é l mismo
no fuese «nestoriano» y no estuviese muy lejos de la fó rmula que pronto
serí a promulgada en Calcedonia como ortodoxa. Se consideró «ortodo-
xo» hasta el ú ltimo momento y ya contemporá neos suyos hablaron de la
«tragedia de Nestorio». Y de hecho no ha podido ser convicto de herejí a
hasta el presente. Investigadores de renombre intentaron rehabilitarlo. El
historiador del dogma, R. Seeberg ha esclarecido la fe de Nestorio basá n-
dose en el Lí ber Heraclidis, en el que critica mordazmente a Cirilo y ex-
pone su propia posició n. Seeberg resume: «Esa doctrina no tiene, de he-
cho, nada de «heré tica» [... ]. Viene, en sustancia, a coincidir plenamente
con Leó n y el calcedonense. La diferencia estriba en que estos ú ltimos
han prodigado acusaciones y afirmaciones de cará cter general, mientras
que Nestorio es tan esmerado en la refutació n de sus adversarios como en
la exposició n de sus concepciones. Apenas resulta exagerado considerar
a su libro como el intento má s significativo y má s sagaz de resolver el
problema cristoló gico de entre los emprendidos en la Iglesia antigua». Y
el cató lico Franzen escribe por su parte que «sigue siendo algo no diluci-
dado hasta hoy» en qué medida era «heré tica» su enseñ anza. Lo es sobre
todo porque de este lado es muy raro que se reconozca la comisió n de un
error grave, de un delito.
No obstante, los nestorianos, pú blicamente perseguidos, huyeron en
desbandada al reino persa. Allí obtuvieron una acogida favorable y debi-
litaron aú n má s a la ya dé bil Catholica. El añ o 485, los dos soberanos de
las iglesias respectivas, el nestoriano Barsuma de Nisibe, y el cató lico
Bá bilas de Seié ucida, se anatematizaron recí procamente. Bá bilas fue eje-
cutado aquel mismo añ o. Los nestorianos, en cambio, separados oficial-
mente de los cató licos desde el Concilio de Seié ucida del añ o 485, se ex-
pandieron poderosamente. Como tambié n fueron duramente combatidos
por los monofisitas, ello condujo a nuevas luchas. A despecho de todo,
su expansió n continuó, llegando en el siglo vi a Ceilá n y a las comarcas
turcas del Asia Central. En el siglo vn llegaron a China, que toleró duran-
te dos siglos a los cristianos, a travé s de la ruta de la seda. Como escribe
el Katholikos Timoteo I, que impulsó afanosamente las misiones, mu-
chos «cruzaron los mares hacia la China y la India, llevando tan só lo su
bá culo y su bolsa» En el siglo xiv, la invasió n mongola determinó, sin
embargo, su brusco y rá pido declive. En el siglo xvi, numerosos nestoria-
nos se unieron a Roma bajo la denominació n de caldeos o cristianos de
Malabar. En el siglo xvn, muchos se hicieron monofisitas (jacobitas). Pero
todaví a en el siglo xx sigue habiendo (pequeñ as) iglesias nestorianas en
Irak, Irá n, y Siria, aparte de los 100. 000 nestorianos del Kurdistá n, unos
cinco mil en la India y unos veinticinco mil en EE. UU. Nestorio pasó,
con todo, a la historia como el «hereje» reprobo de Dios, mientras que
ya el Concilio de Calcedonia, lo que en todo caso es harto significativo,
celebró a Cirilo como un segundo Atanasio adorná ndolo con el tí tulo de
«abogado de la fe ortodoxa e inmaculada». 79
Realmente, el santo era un consumado artero, como lo eran, sin duda,
muchos de los prí ncipes de la Iglesia, si bien no todos llegaron a santos y,
menos aú n, a doctores de la Iglesia. Pero por muy taimadamente que el
«abogado» hubiese luchado antes de la eliminació n de su enemigo -su-
puestamente por mor de la fe y no del poder- ahora que ya tení a el poder,
la fe no parecí a ya tan importante. Y si poco tiempo atrá s habí a amenaza-
do a Nestorio citando al Señ or: «No creá is que yo he venido al mundo a
traer la paz; no es la paz lo que yo vine a traer, sino la espada». Ahora,
tras el aplastamiento de Nestorio en la primavera del añ o 433, confesó a
Juan de Antioquí a que «tení a presentes las palabras del Señ or: " Mi paz
os doy; mi paz os dejo" ». Habí a aprendido tambié n a rezar: «Dios y Se-
ñ or nuestro, danos la paz, pues con ellos nos lo has dado todo». ¡ Muy al
caso despué s de tenerlo ya todo! 80
Lo que antes valí a, no valí a ya. Juan pensaba lo mismo y le escribió
así: «Por lo que respecta a las razones de esas discrepancias de opinió n,
no es necesario entrar en ellas en estos tiempos de paz». La respuesta de
Cirilo era muy aná loga: «De qué modo surgió la disidencia es algo que
no vale la pena exponer. Considero má s conveniente pensar y decir todo
aquello acorde con este tiempo de paz». Y de pronto podí a ahora «con-
vencerse plena y firmemente [... ] de que la escisió n de la Iglesia carecí a
totalmente de objeto y resultaba por ello inconveniente». Todo era ahora
armoní a, incluso en lo referente al credo. Complacido por el «querido
hermano y colega Juan» a travé s de una «intachable profesió n de fe», lo
ú nico que «puede constatar tras esas santas palabras» que «Nos pensa-
mos como Vos. Pues ya hay ú nicamente un Señ or, una fe, un bautizo»
(Efes. 4, 5). Sí, ahora todo parecí a ir a pedir de boca. Cirilo, el gran pala-
dí n de la fe, el abogado de la ortodoxia, no persistió ya en las expresiones
de la escuela alejandrina, sino que asumió las fó rmulas dogmá ticas de la
moderada cristologí a antioquena. Repentinamente dio muestras de «un
alto grado de espí ritu de conciliació n» (el cató lico Ehrhard). Y los «criti-
cones», los «detractores», los «insensatos», los «heterodoxos», la gente
dada a la «locura» y a las «fá bulas», todos aquellos «habituados a distor-
sionar lo correcto», a «tergiversar» al Espí ritu Santo, todos los que a la
«manera de avispas salvajes zumban acá y allá y llevan en sus labios
palabras inicuas contra mí », sí, todos «tienen que ser entregados a la irri-
sió n», a todos hay que «taponarles la boca». «Sobre sus cabezas atraen un
fuego inextinguible». 81
Aquellos manejos en torno a las creencias, ponen en evidencia cuan
poco le interesaba la verdad al Doctor de la Iglesia Cirilo. Segú n toda
evidencia, apenas mostró interé s en la controversia pelagiana que no afec-
taba a su afá n de poder, mientras que el papa Celestino -que ni siquiera
pudo imponerse a los obispos de Á frica en el asunto de Apiario- persiguió
a los pelagianos en la Galia< Britania y hasta el fin del orbe de entonces,
Irlanda, antes de que é l mismo se durmiese «felizmente en el seno del
Señ or» (Grone). 82
Y al chanchullo de la Unió n corresponde la -digá moslo así - bribona-
da menor en relació n con el monje Ví ctor.
Ví ctor, presumiblemente un abad, fue uno de los tres acusadores de
Cirilo, del «basurero alejandrino», cuyas quejas dieron motivo para el
concilio. Era uno de los má s peligrosos por gozar de especial respeto. Su
acusació n se vino abajo en É feso. Ahora, con Cirilo ya como vence-
dor, Ví ctor temió por su existencia. Por otra parte, el prestigio y la sabidurí a
del monje, que resultaban imponentes incluso para el emperador, seguí an
alimentando el temor de Cirilo. Así pues, Ví ctor se mostró ahora dispues-
to a una declaració n segú n la cual nunca habí a dirigido acusació n ningu-
na contra Cirilo. Corroboró esta increí ble mentira con un juramento, tras
de lo cual pudo regresar a su monasterio. Y Cirilo, el santo Doctor de la
Iglesia, no só lo fingió prestar cré dito al juramento, sino que hizo de la men-
tira jurada su «triunfo má s só lido» en su escrito de defensa contra el empe-
rador. Tambié n Ví ctor, afirmaba, habí a sido calumniado como é l, aunque
nunca hubiese acusado a su patriarca. Así pues, ambos quedaban con su
fama impoluta. 83
El alejandrino habí a obtenido un triunfo colosal con el Concilio de
É feso, menos en el á mbito teoló gico que en lo relativo al poder en el seno
de la Iglesia, que es lo que propiamente se estaba ventilando. «El concilio
-subraya H. Kraft- tuvo su importancia por el hecho de que finalmente
condujo a una clara condena de Nestorio. Su contribució n al esclareci-
miento del dogma cristoló gico fue, en cambio, escasa. ». Fue ante todo un
triunfo contra el patriarca de Constantinopla, la capital, pero tambié n
contra el gobierno que, al menos en un principio, prestó su apoyo a Nes-
torio. El patriarcado de Alejandrí a, en fase ascendente desde Atanasio,
alcanzó ahora la cima de su poder. Cirilo se convirtió en el dirigente de la
Iglesia oriental, es má s, elevó «su poder temporal en Egipto por encima
del de los representantes locales del emperador» (Ostrogorsky). 84
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