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Sobre la humildad de un príncipe eclesiástico




Sobre la humildad de un prí ncipe eclesiá stico

Isaac y sus partidarios habí an tildado al patriarca de arrogante y orgu-
lloso, y con ello apenas si cometí an injusticia con é l. El santo, sacerdote
del Altí simo era, como tantos otros de sus homó logos, todo menos mo-
desto. No só lo predicaba así: «Por eso nos puso Dios en el mundo [... ]
para que peregriná semos por é l como á ngeles entre los hombres [... I».
No só lo enseñ aba así: «¡ Nada, oh hombre, hay tan poderoso como la Igle-
sia. La Iglesia es má s poderosa que el cielo [... ], el cielo existe por mor
de la Iglesia y no la Iglesia por mor del cielo! », sino que denominaba al
emperador «consiervo» ante Dios, se ufanaba de que el obispo era igual-
mente un prí ncipe y por cierto «aú n má s digno de respeto que aquel (el
emperador). Pues las leyes divinas han puesto al mismo emperador bajo
la autoridad (espiritual) del obispo».
Se jactaba de que «el sacerdote tie-
ne rango muy superior al del rey», de que «incluso la persona del mismo
rey está sometida al poder del sacerdote [... ] y que é ste es un soberano
superior a aquel».
Capaz fue, incluso, de exclamar: «Los gobernantes
no gozan de un honor semejante al de los presbí teros. ¿ Quié n es el pri-
mero en la corte?, ¿ quié n lo es cuando se está en compañ í a de mujeres? o
¿ cuá ndo se entra en casa de los magnates? Nadie tiene un rango superior
al suyo». 18

Y, naturalmente, pretende ver la dignidad espiritual honrada en cual-
quier caso, en todo momento, «sea cual sea la í ndole de su titular», exi-
gencia y doctrina que, de permití rsela un tirano «temporal», se verí a aba-
tido por un huracá n de carcajadas. Timo engañ abobos de lo má s simple
porque aquí cohonesta toda amoralidad, toda vileza y satisface a todas
las ovejas de la grey, especialmente a las má s bobas, a la mayorí a. Y así,
por muchos y muy viles que fuesen los granujas que «dirigí an» esta
Iglesia, por tremebunda que sea la explotació n que la enriquece y por
monstruosas las iniquidades que la hacen poderosa, ella en cuanto tal se
mantiene intachable y santa, ¡ fabuloso en verdad! Y cuando un prí ncipe
eclesiá stico desea suscitar admiració n en tomo suyo y ser cortejado, no
lo hace en absoluto pensando en sí mismo, ¡ qué va!, ¡ lejos de é l esa mez-
quina egolatrí a! Queremos ser honrados, pero no por nosotros mismos,
¡ Dios nos guarde! ¡ No!, exclama «Pico de Oro» (Chrí sostomos), el pa-
tró n de los predicadores -recordemos nuevamente al respecto que, segú n
é l, hasta la mentira es legí tima en aras de la salud del alma y que legitima
esa afirmació n con ejemplos tanto del Antiguo como del Nuevo Testa-
mento-. «Pensad: no se trata de nosotros, sino de la dignidad misma, del
cargo de supremo pastor, ¡ no de esta o aquella persona, sino del obispo!
¡ Que nadie me preste a oí dos, sino a la alta dignidad! ». «Mientras ocu-
pemos esta silla, mientras desempeñ emos esta funció n de pastor supre-
mo, poseeremos tambié n tanto la dignidad como la autoridad que le son


inherentes, aunque no seamos dignos de ellas. » Lo dicho: ¡ fabuloso! Y la
argumentació n lo sigue siendo todaví a hoy, pues incluso en la actualidad
siguen embaucando con ello a las masas. Oh no, ellos no desean honores
personales. Ellos son muy sencillos, honestos, probos, «si bien só lo hom-
bres». En ellos se debe honrar ú nicamente a Dios y é ste es lo má s grande
de todo. 19

Juan tení a, pues, enemigos y su ladino adversario, Teó filo, a quien por
casualidad apodaban en Alejandrí a Anphalla (algo así como «el zorro»)
se valí a contra é l de todos los recursos posibles y le iba arrancando una a
una todas sus bazas. En vez de defenderse, pasó a la ofensiva y, siguien-
do un bien probado mé todo, llevó la lucha al á mbito dogmá tico, acusando
a Juan de la «herejí a» de Orí genes.

El Padre de la Iglesia Epifanio, el Sí nodo «ad Quercum»:

Asesinato y homicidio en el palacio del patriarca

En el invierno del añ o 402, el alejandrino le echó al patriarca constan-
ü nopolitano un empedernido «cazador de herejes» al cuello, el Padre de
la Iglesia Epifanio de Chipre (hoy Constancia). Teó filo le escribió en tono
bravucó n que la Iglesia de Cristo «habí a cortado la cabeza a las serpien-
tes de Orí genes con la espada del Evangelio cuando aqué llas salí an arras-
trá ndose de sus madrigueras, librando así de aquella maligna peste a la
santa legió n de los monjes de Nitria». Epifanio, siniestro artí fice de un
«arca de los fá rmacos para la curació n de toda herejí a» habí a lanzado en-
tonces el grito de guerra antiorigenista y se habí a ejercitado lanzando sus
dardos contra este teó logo, el má s controvertido de la Iglesia primitiva
-y que é l tení a registrado con el n. ° 64 en su «arca de fá rmacos»- tanto
má s cuanto que los origenistas de su dió cesis le creaban bastantes que-
braderos de cabeza y, por lo demá s, le resultaban insufribles la tendencia
espiritualizante de Orí genes y su exé gesis simbó lica. Entretanto, incluso
no pocos cató lico certifican la enervante estolidez del famoso obispo, de
celo, eso sí, tan ardiente como obtuso: como si el cristianismo, todo é l,
no resultase del «failure ofnerve» (Murray), de carencias en el vigor in-
telectual y en el sistema nervioso.

El «patriarca de la ortodoxia» (Nicea II, 787) habí a acudido ya, en 390
o en 392, a Jerusalé n, cuyo obispo local simpatizaba con Orí genes. Ante
la comunidad reunida combatió el origenismo y conjuró al arzobispo
Juan a abjurar de Orí genes, «el padre de Arrio y fuente de todas las here-
jí as». Exhortó insistentemente a Juan para que condenase incondicional-
mente al «hereje». Por aquel entonces. Teó filo intentaba todaví a hacer de
mediador a travé s de su antiguo confidente y origenista convencido, Isi-
doro, a quien envió a Jerusalé n. Es má s, incluso apoyó al obispo de Jeru-


salen en su querella contra los monjes de Belé n que esperaban en vano
que aqué l condenase a Orí genes. Ahora, sin embargo, el patriarca alejan-
drino mandó ir a Constantinopla al metropolitano chipriota, a quien antes
fustigó como «alborotador» y «hereje» y a la sazó n calificaba de «santo
entre los santos». Epifanio surcó rá pido los mares procedente de Chipre,
recogió firmas contra Orí genes y soliviantó los á nimos contra Crisó sto-
mo por dar cobijo a las «herejí as» de aqué l. Hizo cuanto pudo para con-
seguir la deposició n del patriarca, pero, amenazado por aqué l, se dio a la
fuga y murió en alta mar, el 12 de mayo de 403, en su viaje de retomo.

Simultá neamente, Teó filo contactó con prelados de su adversario que
habí an sufrido sus filí picas y laboró contra é l haciendo uso, sin la menor
contemplació n, de la calumnia, del soborno y del engañ o. Envió dinero a
la camarilla de la corte y, a travé s del obispo Severiano de Gabala y de
sus có mplices, hizo falsificar sermones de Juan y, bien provistos de pu-
llas contra la emperatriz Eudoxia, los puso en circulació n para aplastar al
patriarca con su ayuda. 20

En el verano del añ o 403, despué s del eficaz trabajo de zapa de sus
amigos y colaboradores, el mismo Teó filo apareció por fin en persona en
el Cuerno Dorado, no sin declarar previamente antes de su partida: «Voy
a la corte para deponer a Juan». Acudió allí con 29 obispos egipcios, con
un sé quito de monjes, con mucho dinero y con profusió n de valiosos pre-
sentes para el entorno personal del emperador. Se alojó extra muros en
un palacio de la ya encizañ ada Eudoxia: é sta murió al añ o siguiente a
causa de un aborto. Despué s, tras varias semanas de esfuerzos, auté ntico
escá ndalo pú blico, puso de su parte a la mayorí a del clero de Constanti-
nopla, algunos obispos incluidos. Como quiera que el emperador ordena-
se en vano a Crisó stomo iniciar el proceso contra Teó filo, é ste inauguró
por su parte un concilio en septiembre, en la ciudad de Calcedonia (la ac-
tual Kadikó y), situada en la orilla asiá tica del Bosforo y enfrente de la
capital. Fue convocado en el Palacio de la Encina (ad Quercum), recié n
construido por el depuesto prefecto Rufino y propiedad imperial desde su
asesinato. El escrito acusatorio señ alaba 29 delitos del santo Doctor de la
Iglesia (entre ellos el de haber hecho sangrar a golpes a algunos clé rigos
y el haber vendido gran cantidad de piedras preciosas y otros bienes del
tesoro eclesiá stico). Un miembro del sí nodo, el abad Isaac, completó esa
lista de crí menes con otros 17 (entre otros el de que el patriarca habí a or-
denado aherrojar y azotar al monje Juan y el de haber robado depó sitos
ajenos). 21

El acusado no compareció personalmente, pero envió a tres obispos.
A los tres se les hizo sangrar a golpes y a uno de ellos le pusieron una ca-
dena alrededor del cuello, cadena que estaba, propiamente, destinada
para Juan. De haber venido é ste, le hubieran expedido de inmediato fuera
de la capital en una nave mercante. De hecho, y tras largas sesiones, fue


depuesto por los «padres», arrastrado hacia un barco en medio de la os-
curidad de la noche y, pese a todo, rehabilitado al dí a siguiente. Eudoxia
interpretó un aborto como castigo divino. Al humillado se le concedió un
retomo triunfal. Todo indica que entre constantinopolitanos y alejandri-
nos se produjeron alborotos y reyertas sangrientas y que el pueblo buscó
a Teó filo para arrojarlo al mar. É ste desapareció a la desbandada rumbo a
Egipto, con todos sus sufragá neos y acompañ ado tambié n por el abad
Isaac que, obviamente, temí a el regreso de su adversario. La restante ca-
marilla de Teó filo siguió, sin embargo, agitando en contra de Juan en la
capital y Teó filo mismo lanzó un virulento panfleto contra é l. Sin embar-
go fracasó hasta una tentativa de asesinato: el criado del clé rigo Elpidio,
sobornado, al parecer, con 50 piezas de oro, apuñ aló a cuatro personas en
el palacio del patriarca antes de que pudieran reducirlo. Sus instigadores,
no obstante, no fueron encausados. En cambio, se usó fuerza militar con-
tra Juan. El emperador se negó a recibir de sus manos la comunió n. Sa-
queos, asesinatos y homicidios siguieron su curso. El regente, aunque má s
bien afecto a Juan, estaba bajo la fuerte influencia de Eudoxia y, ganado
para la causa de los clé rigos adversarios, acabó por imponer a Juan un
destierro de por vida.

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