Yo gano dinero a manos llenas; mi mujer practica la caridad [..]. De Clemente Romano a Gregorio Niseno
Ahí tenemos, sin ir má s lejos, hacia finales del siglo i, la sedicente
carta de Clemente Romano, que aboga ya sin paliativos en pro de la desi-
gualdad social imperante: «Que el fuerte vele por el dé bil y que el dé bil se
preocupe por el fuerte; que el rico apoye al pobre, pero que el pobre dé
gracias a Dios de que é ste haya dado al rico lo necesario para remediar su
penuria». Con razó n se ha visto ya en tal expresió n la eficacia del «meca-
nismo de la explotació n». Y está en consonancia con ello el que Clemen-
te ordene tambié n a las mujeres «que amen a sus esposos de recta mane-
ra» y que «se mantengan en los lí mites de la sumisió n». Como lo está
tambié n el que incluya a las autoridades paganas en la extensa oració n
con que concluye la epí stola. 52
Hacia mediados del siglo n la sedicente segunda carta de Clemente
exhorta, ciertamente, a no ser codicioso, sino a dar limosnas que borren
los pecados. Con todo, esta homilí a, la má s antigua en absoluto de las
conservadas del cristianismo, explica a su manera el hecho irritante -ya
lo era en el Antiguo Testamento- de que los malvados sean a veces ricos
y los hijos de Dios, pobres: los buenos obtienen su recompensa en el cie-
lo. Si ya la obtuvieran aquí, la veneració n de Dios degenerarí a en nego-
cio cuyo objetivo no serí a la piedad sino el lucro. ¡ Pues y qué es todo este
asunto sino un negocio, el mayor de todos, en busca de lucro! 53
La Didaché o «Doctrina de los doce apó stoles» ordena, en verdad,
«compartir todo» con el hermano, no tener nada por propio y, lo que es
má s, amar al pró jimo má s que a la propia alma. Pero, por cierto, exige
tambié n lo siguiente: «¡ Deja que la limosna sude en tus manos hasta que j^^"
no sepas bien a quié n se la das! ». Y es acabalmente ese modo de pensar
el que nos topamos nuevamente en los Doctores de la Iglesia San Agus-
tí n y el papa Gregorio I, quienes lo citan como pasaje bí blico, muy repe-
tido hasta bien entrada la Edad Media. 54
El apologeta Arí stides de Atenas entona ciertamente una larga loa a la
virtud de los cristianos ante el emperador Antonino Pí o (138-161) y su ante-
cesor Adriano. Pero tambié n entona ya un himno al imperio, al «orden esta-
tal comú n a todos» y en la má s antigua de las apologí as que conservamos
del cristianismo asegura al regente, a la vista de las desorbitantes diferencias
entre ricos y pobres, que «de esa manera, la situació n vigente, tanto por lo
que respecta a los pobres como a los ricos, es naturalmente beneficiosa y
ú til y no hay otro modo de vivir»: «Un testimonio realmente conmovedor
del cristianismo antiguo [... ] todaví a dé bil y desmañ ado y con todo de segu-
ro instinto para el futuro» (canó nigo de la colegiata real Kaspar Julius). 55
Í 07
Todo ello trae a la mente otra apologí a que san Jusü no, hacia el añ o 150,
dirigió probablemente al mismo emperador, a quien promete la «alegre
obediencia» de los cristianos. A é stos los recomienda como los má s fir-
mes pilares del trono debido a su temor a los castigos eternos: «En todo
el orbe no podré is contar con mejores colaboradores y aliados para el
mantenimiento del orden vigente que nosotros [... ]». «Procuramos ade-
lantarnos a los demá s en el pago de tasas e impuestos a vuestros funcio-
narios [... ]. »56
Tambié n Taciano, su discí pulo, continú a en la misma lí nea: «El em-
; perador ordena pagar los impuestos: estoy dispuesto a pagarlos; el señ or
• exige servirle y obedecerle: yo conozco los deberes del subdito». Y este
cristiano sabe meridianamente lo que conviene al esclavo: «Si soy escla-
vo, soportaré mi servidumbre». Taciano domina ya el arte de apaciguar a
los pobres como si hubiera sido obispo de Roma. La riqueza no es en ab-
soluto tan ventajosa, escribe. Y cuando el rico se sacia, siempre quedan
en ú ltimo té rmino algunas migajas para el pobre. Má s aú n, mientras que
el rico siente las mayores necesidades, no siempre fá ciles de contentar, el
pobre obtiene fá cilmente lo poco que é l necesita. 57
Este diá fano argumento resurge a lo largo de dos mil añ os de «litera-
tura social» cristiana. Aparece verbigracia en san Cipriano, decapitado el
añ o 258. Por supuesto que Cipriano, como todos los de su laya, aboga
ené rgicamente por la caridad, califica de peligrosos los bienes terrenales
y tiene como ideal la comunidad de bienes de la comunidad primigenia
de Jerusalé n. Siendo é l mismo muy acaudalado vendió su patrimonio, aun-
que no en su totalidad, en beneficio de los pobres. Pero, ¡ oh Dios!, ¡ cuá n-
tas preocupaciones -expone el santo obispo y antiguo maestro de retó ri-
ca- acarrea la riqueza, cuá ntos horrores de los que el pobre no tiene ni
idea! A lo largo de toda su vida, en medio de sus francachelas y placeres
el rico lleva el miedo pegado como una lapa, le atormenta el temor de
que un salteador pueda expoliar sus bienes, de que un asesino esté a su
acecho, de que la envidia, la calumnia o cualquier otra circunstancia lo
agobien con procesos legales. 58
Como un gran progresista en esta cuestió n de la riqueza y la pobreza
se nos presenta el Padre de la Iglesia Clemente de Alejandrí a, muerto en-
tre el 211 y el 215, inspirado sin duda por la atmó sfera de aquella ciudad
comercial fundada por Alejandro Magno, el emporio má s importante del
imperio romano por su situació n entre el Este y el Oeste. De entre sus
aproximadamente 800. 000 habitantes casi una dé cima parte estaba cons-
tituida por ricos señ ores del comercio y grandes terratenientes, quienes
aparte de extensos latifundios poseí an asimismo de diez a veinte casas.
Otra dé cima parte eran pobres y el resto, pequeñ a burguesí a en su casi to-
talidad. 59
De ahí que algunas de las palabras de Jesú s, y muy especialmente, la
del joven rico aspirante a discí pulo, pusieran en aprietos a los acaudala-
dos cristianos alejandrinos. Por ello mismo, Clemente modifica el evan-
gelio al gusto de esta sociedad objeto de sus cortejos y muestra en una
homilí a redactada hacia ei 200, Quis dives salvetur («Qué rico puede sal-
varse»), que Jesú s tampoco cierra las puertas del paraí so al capitalista,
tan importante para la Iglesia. 60
«Ve y vende cuanto tienes [... ]» ordena -en vano- el Señ or a aquel jo-
ven del evangelio y Clemente pregunta: «¿ Qué significa esto? É l no le
ordena, como algunos interpretan superficialmente, que deseche los bie-
nes que posee renunciando a esa posesió n, sino que aleje de su alma los
pensamientos posesivos, el amor pasional por aquellos, el anhelo irrepri-
mible de ellos, la desazó n enfermiza por ellos, espinas de la vida terrenal
que ahogan la semilla de la vida eterna».
El teó logo e historiador de la Iglesia francé s M. Clé venot presenta a
un negociante alejandrino, comerciante de importació n y exportació n,
escuchando las frases de Clemente -un ufano sexagenario- y haciendo
este comentario: «Eso es justamente [... ] lo que yo siempre pensé. El
evangelio no condena la riqueza; lo importante es no apegarse a ella [... ].
Yo gano dinero a manos llenas, mi mujer practica la caridad y así ambos
nos ganamos el paraí so [... ]». 61
Clemente defiende la riqueza privada con energí a. La riqueza en sí
misma no es censurable; só lo la codicia. La riqueza, el bienestar son má s
bien una buena cosa, tanto má s cuanto que el rico puede ser compasivo.
¡ No es el rico quien por ello queda excluido del reino de los cielos sino el
pecador que no se convierte! Clemente no omite reconvenir a los pobres
que se alzan contra los ricos; no omite calificar de «rico» al apó stol Ma-
teo ni enseñ ar que la humanidad ni tan siquiera podrí a existir si nadie po-
seyera nada. 62
Todo parece pues indicar que Clemente «ha entregado a los ricos una
coartada teoló gica en pro de su bienestar», una «teorí a de la limosna»
(Hausschild). Y ciertamente, lo que a la larga quedó en el terreno de los
hechos, aunque no só lo en el caso de Clemente, sino en general, era la
simple limosna. 63
Desde luego que esto lo habí a ya entre los griegos, pero é stos no lo
consideraron virtud. Y por parte romana ha llegado a nosotros esta sen-
tencia de Herodes Á tico, un amigo del emperador Adriano: «El dinero de
los ricos ha de servir a la dicha de los pobres». En el cristianismo, sin
embargo, la caridad raras veces, o nunca, estuvo motivada socialmente.
El motivo era casi siempre religioso. No se daba para eliminar los males
de la sociedad, para elevar el nivel de vida, para fomentar el arte, la cien-
cia o la cultura, sino para lograr la propia salvació n del alma. ¡ Uno se hací a
el regalo a sí mismo! El dinero, enseñ a Cirilo, que durante casi cuaren-
ta añ os -de 348 a 386- fue obispo de Jerusalé n, abre una puerta al cielo
si con é l se practica la caridad. Lo decisivo, y los Padres de la Iglesia no
se cansaban de recalcarlo, era esto: dar para obtener la dicha. No aquí,
sino en el cielo. Era el egoí smo (religioso). Dicho má s finamente, a la
manera teoló gica: era la justificació n por las obras. «Quien da a un pobre,
presta al Señ or y obtiene su lucro», sentencia de san Basilio y plenamen-
te representativa de la actitud de la patrí stica. «Todas las acciones fueron
contempladas desde este punto de vista» (Bogaert). 64
Y es eso justamente lo que hace tan repulsiva toda esa actitud preten-
ciosa de la caridad cristiana. Por lo general no se basa en nada sino en el
principio do ut des, en el dogma (en el fondo ya veterotestamentario) de
la recompensa, en la moral del premio y el castigo, totalmente banal, pri-
mitiva, pero muy efectiva entre las masas, moral que ya Marció n repudió
con toda vehemencia. Pero, con toda energí a e insistencia, el cristianismo
conjura, justamente, una y otra vez esa fuerza salutí fera de la limosna, el
¡ pro salute animad Una y otra vez, y especialmente la Iglesia paleoca-
tó lica (má s o menos de 150 a 312), propaga la buena obra, la «labor cari-
tativa», la beneficencia, como sacrificio que extingue el pecado. Los po-
seedores de bienes só lo tienen que dispensar una parte, una pequeñ a par-
te, de los mismos para ser recompensados por Dios. 65
Algunos como Gregorio de Nisa, el hermano menor del Doctor de la
Iglesia Basilio, anunciaban la divina recompensa ya para este mundo,
lo cual tendrí a un atractivo no menor, sino má s bien superior. Gregorio
sabí a ciertamente que los pobres, los Lazan, los predilectos de Dios, ya-
cí an a millares ante las puertas de los ricos, acostumbrados a un lujo si-
barí tico. De ahí que é l recomiende los donativos, la beneficencia; y
contra la codicia, el ayuno. Ahora bien, este santo nos informa tambié n
de que su abuelo perdió bajo Diocleciano su vida y todo su patrimonio,
a despecho de lo cual la «fe» hizo prosperar de tal modo la hacienda de
sus herederos que ninguno de sus antepasados habí a llegado a tal rique-
za. Hay má s: aunque esa hacienda fuese dividida en nueve lotes entre
sendos hijos, la bendició n de Dios hizo aumentar cada lote hasta el pun-
to de que todos los hijos llegaron a tener un patrimonio superior al de los
padres. 66
A lo largo del siglo ni, y má s aú n durante el iv, se impuso de forma
cada vez má s inequí voca el afá n de seguir, por una parte, conduciendo de
forma paternalista a la masa de los pobres -que a lo largo de los tiempos
ha constituido el grueso de la cristiandad- y, por la otra, de no espantar a
los ricos. Ahí radica tambié n una de las razones para explicar el radicalis-
mo é tico de Jesú s como una directriz dada para los «perfectos», los asce-
tas, los monjes, lo cual no debí a preocupar a los ricos: no, el cielo abre
sus puertas a todos, si tienen fe, si son «buenos» cristianos. 67
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