Pareceres acerca de la riqueza y la pobreza en la antigüedad precristiana
La actitud ante la riqueza era en general uná nime en la antigü edad
precristiana. Se consideraba una suerte y gozaba de gran estima, pues
daba independencia, permitiendo el ocio y toda clase de lujos. Ese pare*
cer constituí a la regla y así continuó sié ndolo. La pobreza, en cambio, se
reputaba como desgracia, como sigue siendo aú n el caso en la actualidad.
A juicio de Aristó teles -que ya habí a elaborado una teorí a avanzada so-
bre el dinero- el concepto de «hombre libre» implica que «no se viva baje
las restricciones impuestas por otro». '8
En la antigua Grecia, el dinero y el afá n de ganancia constituí an los
resortes principales de la economí a y la polí tica. El aristó crata homé rico,
ciertamente, consideraba aú n vil el comercio, pero entre los siglos vmy
vi se desarrolló un importante comercio ultramarino y desde el v, circula-
ban ya por casi toda Grecia las monedas, inventadas en el siglo vil en Li-
dia, una zona de Asia Menor, rica en oro y patria de Creso. Ello permitió
la ampliació n del comercio y el aumento de la riqueza. Todo se hizo ve-
nal, si se contaba con dinero y é ste se hizo imprescindible para todo. A
finales del siglo v, los negocios de los cambistas desembocaron en ban-
cos. É stos, los reyes del helenismo y los templos se convirtieron en los
principales prestamistas de modo que, desde la introducció n de la mone-
da en Grecia, el negocio crediticio experimentó un gran auge. Ocasional-
mente, los poetas griegos acentú an la importancia del dinero y Aristó fa-
nes lo califica de má ximo poder sobre la tierra; Hesiodo, de alma y sangre
para los mortales, por lo que, segú n Só focles, es lo má s codiciado entre
los hombres. 19
Con todo, los escritores romanos hablan con mucho mayor é nfasis del
dinero. É ste procura diversiones, escribe Ciceró n; da una sensació n de se-
guridad, dice Petronio; con é l se compran hasta los dioses, opina Proper-
cio. Jú piter mismo, dice Ovidio, ha mostrado el poder del oro cuando
penetró en Danae en forma de lluvia de oro. Y tambié n el conjuntó del
pueblo -como, por lo demá s, ocurre tambié n hoy- consideraba el dinero
como el mayor de los bienes. 20
Si la riqueza era tenida por suerte, la pobreza tení a, forzosamente, que
ser tenida por lo contrario. No obstante, y a diferencia de lo que pasa hoy,
todo trabajo realizado por el simple hecho de obtener un salario era ya de
por sí afrentoso. Quien trabajaba por dinero se rebajaba al nivel del es-
clavo. Ese juicio ciceroniano era tí pico para toda la aristocracia romana.
En un pasaje famoso del De Officiis Ciceró n reprueba -y está, segú n ase-.
gura, de acuerdo con la opinió n general- en gran medida el trabajo manual
y el comercio, este ú ltimo, en todo caso, «en la medida en que sea vil»; si
es rico y variado y distribuye entre muchos «sin fraude», no «debe ser
enteramente criticado». Con todo se desaprueba no só lo la profesió n de
aduaneros portuarios y de los usureros, sino tambié n la «actividad de to-
dos cuantos trabajan por un salario, de aquellos a los que se paga no por
su arte sino por su fuerza de trabajo, pues en é stos su propio salario es tí -
tulo de servidumbre». Semejantes profesiones son indignas de un hom-
bre libre. Son oficios viles y tambié n son considerados tales los «del co-
mercio de los que compran a otros para volver a vender, pues no pueden
obtener ningú n lucro sin mentir mucho... Ademá s es bajo todo oficio me-
cá nico pues un espí ritu libre no puede prosperar en un taller». Claro que
Si el comercio arroja buenos beneficios y é stos se invierten en tierras, en-
tonces es ya algo admisible. 21
Cierto que en la Antigü edad habí a tambié n otros pareceres acerca de
la riqueza y la pobreza, pero a tí tulo excepcional.
Algunos escritores griegos hicieron constar ocasionalmente que a ve-
ces los ricos eran mala gente y los buenos, pobres; que una gran riqueza
difí cilmente podí a haber sido adquirida por medios justos y que el oro,
como decí a Só focles, destruye las ciudades y la conciencia. Safo consi-
deraba que só lo en manos de personas de cará cter noble y racional podí a
ser buena la riqueza. Y esas personas, segú n Pí ndaro y Teó crito, la usan
para el bien, en ayuda de los amigos y los poetas. 22
La doctrina atribuida a Pitá goras, que vivió en el siglo vi a. de C., de
que los amigos han de tener todo en comú n, la interpretaron posterior-
mente sus bió grafos como renuncia a la propiedad privada en una comu-
nidad que lo comparte todo. Anaxá goras renunció a su patrimonio para
profundizar en el estudio de la naturaleza. Demó crito no tení a estima por
el dinero, pero lo gastaba en viajes de investigació n. Só crates, que viví a
con la mayor sencillez para aproximarse a la condició n divina, mostró con
el ejemplo de toda su vida que todos los bienes extemos, riqueza, belle-
za, fuerza y fama le eran indiferentes: todos los socrá ticos coincidí an con
é l al respecto. Tambié n Plató n consideraba nocivos el comercio, el dinero
y la especulació n dineraria. Su sociedad ideal no debe conocer ni la rique-
za ni la pobreza y só lo una cantidad mí nima de monedas de oro y plata:
los mayores peligros para la moral ciudadana. De ahí que para el Estado
diseñ ado en Las Leyes prevea un paí s de cará cter agrario, a unos 80 esta-
dios de la costa, pues el mar só lo inspira en los hombres el afá n de co-
merciar y obtener ganancias. 23
Entre los cí nicos el dinero no valí a nada. Veí an en é l el destructor del
orden natural y social. Su juicio acerca del mismo era totalmente negati-
vo y, en clara contraposició n a la opinió n dominante, declaraban que la
pobreza propiciaba má s la rectitud que la riqueza.
Antí stenes, el fundador de la escuela cí nica, cuya doctrina se califica
a menudo de filosofí a del proletariado ateniense, propaga el ideal de la
autarquí a. Recomienda la total expropiació n de bienes fú ndanos y de todo
patrimonio y aconseja darse por contento con lo absolutamente necesario
para satisfacer las necesidades má s urgentes. Crates de Tebas (h. 360-
h. 280 a. de C. ), el discí pulo má s importante del cí nico Dió genes, donó
toda su hacienda, arrojó al mar su dinero en metá lico y vivió, al parecer,
querido por todos, sin echar absolutamente nada en falta. Rechazaba las
normas convencionales y cualquier sujeció n al Estado (es muy probable
que la palabra cosmopolita tenga su origen en é l). A su hijo lo educó en
ese mismo espí ritu. Hijo que tuvo, por cierto, de la rica doncella Hipar-
quí a, quien se casó con é l tras confesar, é l, que no poseí a otra cosa que lo
que llevaba puesto. 24
Zenó n de Citio, el fundador de la escuela estoica, quien al principio
habí a seguido a Crates, proclamaba como meta auté ntica la de «una vida
segú n la naturaleza»; exigí a sin má s la abolició n del dinero para su esta-
do de una sociedad universal y creí a poder prescindir de templos, tribu-
nales y gimnasios. Con todo, la Stoa tení a una visió n má s serena de la ri-
queza y del dinero que la escuela cí nica y no extrajo consecuencia prá ctica
alguna de sus teorí as acerca de la renuncia a la propiedad y la comunidad
de bienes. El estoico Crisipo hizo ya un intento de justificar la propiedad
y declaró que, en sí, é sta no era ni buena ni mala. Y Epicteto, que preve-
ní a ciertamente contra la codicia, califica como auté ntico don de Dios la
posesió n de mucho dinero y aconseja el adquirirla sin má s, si ello no
conlleva la pé rdida de la autoestima, la generosidad y la fidelidad. 25
En la Sagrada Escritura de los judí os, los profetas, los primeros socia-
listas de la historia, como suele decirse, protestaron reiteradamente con-
tra el estrujamiento de los pobres. En los libros má s recientes del Anti-
guo Testamento abundan má s aú n las expresiones de hostilidad contra el
dinero. Probablemente porque la expansió n de la economí a dineraria
contribuyó a intensificar la sed de posesiones. Esa tendencia se acentú a
todaví a má s en los escritos apó crifos del judaismo, pues el dinero, madre
de todas las maldades, conduce, segú n ellos, a la idolatrí a, al infierno. A
los injustamente enriquecidos se les amenaza con la aniquilació n y la
condenació n. 26
Tambié n la orden judí a de los esenios descalificó por cuestió n de prin-
cipio la propiedad privada. É sta era entregada al conjunto de los miem-
bros al ingresar en su seno y se viví a en comunidad de bienes. «De ahí
que -escribe Josero- no haya entre ellos ni pobreza ruin ni riqueza en de-
masí a, sino que todos disponen como hermanos del patrimonio comú n
constituido con las posesiones de los distintos miembros de la secta. » Los
esenios despreciaban la riqueza, no conocí an el comercio, no compraban
ni vendí an nada entre ellos y no acumulaban oro ni plata. La economí a
dineraria era rechazada de plano, ya que el dinero seduce conduciendo a
la codicia y al pecado. Entre todos los hombres, constata Filó n, son casi
los ú nicos en vivir sin dinero ni posesiones. Pero tambié n los terapeutas,
hombres y mujeres judí os que se dedicaban al estudio del Antiguo Testa-
mento en el retiro del campo, entregaban a amigos o parientes su patri-
monio cuando ingresaban en la comunidad. 27
Esas opiniones e ideales, por fragmentaria y asistemá tica que haya
sido la presentació n que de ellas hemos hecho, muestran sin embargo que
ya en la é poca precristiana se daba y desarrollaba lo que volvió a repetir-
se má s tarde, en una trayectoria que va desde la bienaventuranza de los
pobres hasta el capitalismo de altos vuelos de la posterior Iglesia cristia-
na. Las ideas centrales de los Padres de la Iglesia acerca de la propiedad
personal: que el hombre no es propietario, sino mero administrador de este
mundo terrenal; que el dinero es donació n de Dios y en sí mismo ni bueno
ni malo; que es só lo el uso el que lo convierte en materia virtutis o bien
materia mali; que la codicia es causa de muchos males; que hay que dis-
tinguir entre falsa y auté ntica riqueza, todo ello se halla ya en la antigü e-
dad pagana. Son ideas defendidas, entre otros, por Eurí pides, Dió genes
de Sí nope, Lucrecio, Virgilio, Horacio, Epicteto, Plutarco y otros. 28
El ideal de la comunidad de bienes reaparece, ciertamente, en los es-
critos de algunos Padres de la Iglesia, pero nunca fue llevado a la prá ctica
en el cristianismo, ni siquiera, lo má s seguro, en la comunidad primitiva.
La idea se halla ya en Plató n y su realizació n en los esenios. De ahí que
algunos obispos exigieran donar cuando menos una parte de las propie-
dades, sea la mitad, un tercio, una quinta parte. Pero incluso esa propues-
ta se aplicó tan só lo en contadí simos casos. El pagano Luciano de S amo-
sata, figura perteneciente a la segunda sofí stica, burló n, escé ptico y escritor
de alto rango, habí a abogado por una expropiació n del diez por ciento.
Segú n Luciano, los ricos deberí an pagar las deudas de sus amigos pobres
y, en general, ayudar a los menesterosos. Así podrí an gozar en paz de su
riqueza; en caso contrario provocarí an ú nicamente la revolució n, la re-
distribució n de la riqueza.
Todas esas corrientes, tan semejantes y tan diversas entre sí, vinieron,
pues, a confluir en el cristianismo y se ensamblaron en un abigarrado
cosmos de disonancias, ambivalencias, desencuentros y ambigü edades.
Se unieron entre sí tendencias y estructuras en grotesca oposició n mu-
tua, dando así origen a aquella ideologí a paradó jica en la que, como dice
M. I. Finley, «el agresivo afá n de ganancia se compaginaba con una incli-
nació n hacia el ascetismo y la pí a pobreza, con sentimientos de inquietud
e incluso de culpa». 29
Pero en el cristianismo antiguo no só lo nos topamos con un estridente
abismo entre la teorí a y la praxis, sino tambié n con actitudes mentales dis-
paratadas, groseramente discrepantes entre sí, respecto a la riqueza y la
pobreza, actitudes presentes en las homilí as de los escritores neotestamen-
tarios y asimismo en la patrí stica y la jerarquí a pre y posconstantinianas.
Todo ese cristianismo no es sino un ú nico y tremendo equí voco que, sin
embargo, se convirtió paulatinamente, al menos por lo que respecta al as-
pecto prá ctico, en algo pavorosamente inequí voco.
Pronto sonó para la Iglesia cristiana la hora en que no hubiese ningú n
fin que no justificase el uso y el abuso del dinero: pues ya en el Nuevo
Testamento se lo emplea para todo lo posible, para fines econó micos, re-
ligiosos, sociales y criminales; como patrimonio, medio de pago, pré sta-
mo, empré stito, salario, capital empresarial y depó sito bancario. Como
dinero tributario, como pago de rescate, para ofrendar, para sobornar a
Judas, a los guardias de la tumba, etc. 30
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