La tendencia hostil a la riqueza en el cristianismo primitivo
Lo que el Jesú s, supuestamente histó rico, pueda haber predicado -si
es que predicó algo- y cuá ntas de las sentencias bí blicas acerca de los ri-
cos y de los pobres provienen de é l mismo, es algo que ni sabemos, ni
podemos conjeturar con cierto margen de seguridad.
Lo que sí sabemos es que los discursos anticapitalistas de los sinó pti-
cos, los del Jesú s de Lucas en especial, está n inmersos en la tradició n de
la literatura profé tica y esenia. Sabemos que ese Jesú s bí blico vive en la
má s completa pobreza; que no tiene ni donde reposar su cabeza; que se
presenta como desposeí do entre los desposeí dos, como amigo de los mar-
ginados, de los desheredados, de los pecadores. Juzga de la riqueza de
forma diametralmente opuesta a la del judaismo oficial de su é poca. No
la ensalza nunca ni en ningú n lugar. Al contrario. Son reiteradas sus in-
vectivas contra el «mammó n injusto», contra la «riqueza engañ osa». El
evangelio de Lucas pone en sus labios una lamentació n mú ltiple acerca
de los ricos. Y en el Magní ficat se profetiza una é poca en la que Dios
«derriba a los potentados de sus tronos y ensalza a los humildes. Llena de
bienes a los hambrientos y a los ricos los despide con las manos vací as»,
Jesú s exige renunciar a toda propiedad: «Vended vuestras posesiones y
dadlas a los pobres». «Ninguno de entre vosotros puede ser mi discí pulo
si no renuncia a cuanto posee. » Llama loco a quien se jacta de sus tesoros;
es má s fá cil, predica, que un camello pase por el ojo de una aguja que un
rico al reino de los cielos. 31
Todo ello es inequí voco. Pese a ello los teó logos de hoy en dí a -en
dependencia de su actitud doctrinal, de su cará cter, o falta de cará cter- lo
interpretan de modo má s o menos radical; habitualmente de la manera
má s laxa posible.
Sin embargo, y ya desde un principio, habí a cí rculos cristianos que
rechazaban el derecho a la propiedad remitié ndose para ello a la predica-
ció n de Jesú s. No es casual que en la comunidad primitiva, aquella sobre
la que su doctrina acerca del dinero y la propiedad y su forma de convivir
con sus discí pulos debí a tener las repercusiones má s directas, se practica-
se una especie de comunismo religioso, denominado tambié n «comunis-
mo del amor», una especie de comunidad de bienes. Presumiblemente no
todos lo entregaban todo; muchos, posiblemente, só lo una parte de sus
bienes. Habí a, en todo caso, una caja comú n y cada cual recibí a segú n
sus necesidades. A la vista del inminente fin de los tiempos, la preocupa-
ció n por la propiedad se habí a convertido de por sí en algo inesencial. El
libro de los Hechos de los Apó stoles idealiza, de seguro, las cosas aunque
só lo sea por no quedar atrá s respecto a las comunas, má s antiguas, de grie-
gos y judí os: «La muchedumbre de los que habí an creí do tení a un cora-
zó n y un alma sola, y ninguno tení a por propia cosa alguna, antes todo lo
tení an en comú n [... ]. No habí a entre ellos indigentes, pues cuantos eran
dueñ os de haciendas o casas las vendí an y llevaban el precio de lo vendi-
do, y lo depositaban al pie de los apó stoles y a cada uno se le repartí a se-
gú n su necesidad». 32
Por lo demá s abundan en el Nuevo Testamento otros elementos so-
cialrevolucionarios de í ndole muy diversa y se exige la má s radical re-
nuncia a las necesidades con palabras como estas: «Si tenemos el vestido
y el alimento, bá stenos con eso. Pues quienes quieren ser ricos caen en
los lazos de la tentació n, dan en placeres insensatos y nocivos, que abis-
man a los hombres en la perversidad y condenació n. El dinero es, en ver-
dad, la raí z de todos los males». O bien se lanza este clamor: «¿ Acaso no
son justamente los ricos quienes os tratan violentamente y quienes os lle-
van ante los tribunales? » La carta de Santiago les amenaza furibunda-
mente con el juicio final. «Vuestra riqueza está podrida; vuestros vesti-
dos consumidos por la polilla; vuestro oro y vuestra plata, comidos del
orí n y el orí n será testigo contra vosotros y roerá vuestras carnes como
fuego [... ]. Habé is vivido en delicias sobre la tierra y, entregados a los
placeres, habé is engordado para el dí a de la matanza» La historia entera,
opina Selí n, «apenas si conoce un arrebato má s feroz» que esta «exulta-
ció n, plena de odio, de la carta de Santiago, exultació n por la segura ruina
de los potentados en el pró ximo dí a de la matanza». 33
En todo caso ningú n otro factor contribuyó como é ste a asegurar el
é xito de la misió n cristiana: el pathos social del evangelio, que la Iglesia
traicionarí a despué s para siempre. El grueso de las comunidades, su es-
trato bá sico, viví a en la indigencia, y hasta finales del siglo ll se compo-
ní a de pobres, esclavos en su mayorí a, permanentemente atenazados por
las tribulaciones, la penuria, las levas forzosas y las revueltas militares.
Tambié n por las guerras civiles y las incursiones de los bá rbaros; por ham-
brunas, pestilencia, proscripciones y saqueos. Muchí simos de entre ellos
se vieron desheredados, desarraigados, llevados al borde de la ruina o a
la ruina misma. Se convirtieron en colonos, en vagabundos y no pocas
veces en salteadores (latrones), de quienes informan frecuentemente las
fuentes de los siglos u y ni. Tal fue el sustrato en el que germinó la semi-
lla cristiana, la buena nueva de la paz, del amor al pró jimo, del «mammó n
injusto», del rechazo de la riqueza; de los potentados a quienes debí an de-
rribar de su trono; de los pobres a quienes debí an ensalzar. Pero tambié n
las sentencias de los apologetas surtí an efecto. Pues estos cristianos no
tuvieron el menor reparo en negar, quizá con la mayor sinceridad, hasta
lo má s obvio; de hacer pasar sus sermones por una prá ctica efectiva, y de
afirmar, por ejemplo, que «[... ] si antes estimá bamos el dinero contante y
la propiedad por encima de todo, ahora lo ponemos todo al servicio de la
comunidad y hacemos partí cipes a todos los necesitados» (Justino). O de
jactarse así: «Somos tambié n hermanos por la comunidad de bienes, mien-
tras que entre vosotros estos ú ltimos son los que desgarran los lazos de la
fraternidad. Todo lo tenemos en comú n salvo las mujeres: lo ú nico que
vosotros tené is en comú n» (Tertuliano). Capaces tambié n de declarar
que si entre ellos hay un pobre «y ellos no tienen nada sobrante, entonces
ayunan dos y hasta tres dí as para que el necesitado pueda cubrir su necesi-
dad de alimento» (Arí stides). Justamente eso, ¿ verdad?, eso es lo que hoy
observamos entre los cristianos: por eso nadie sufre ni muere de hambre
sobre la Tierra. La masa de los pobres, de los oprimidos, anhelaba un mun-
do nuevo y mejor en el que el rico se tostarí a en las llamas y el pobre go-
zarí a de placeres paradisí acos, justamente lo que prometí a el cristianismo.
É ste creció en medio de un mundo de creciente depauperació n y extrajo
ventajas de ello: y de forma perpetua y generalizada ha extraí do y sigue
extrayendo ventajas de la miseria. «Allá donde el mundo se desangra por
mil heridas, allá suena la hora de la Iglesia cató lica» (cardenal Faulhaber). 34
Só lo los cí rculos heré ticos y los estigmatizados como tal, si dejamos
aparte los monjes, hicieron realmente un deber de la carencia de bienes.
Los ebionitas, «los pobres», sucesores de la comunidad original, hací an
remontar su pobreza prá ctica a los apó stoles. Los gnó sticos Carpó crates
y su hijo Epifanes, difamados por san Ireneo como mensajeros del dia-
blo, exigí an la comunidad de bienes. Tambié n los apotá cticos, los apos-
tó licos de los siglos u y m, que querí an seguir en todo las huellas de los
apó stoles y se expandieron ampliamente por Asia Menor durante el siglo iv,
reprobaban í ntegramente la propiedad. (A quienes abjuraban durante las
persecuciones, no volví an ya a readmitirlos. ) Segú n los encratitas, el di-
nero era algo superfluo y só lo conducí a al vicio y la contaminació n peca-
minosa. Quien lo tení a, debí a repartirlo entre los pobres. Maniqueos y
pelagianos juzgaban asimismo negativamente el dinero. Tambié n Tertu-
liano, posteriormente un «hereje», se presenta como mucho má s hostil al
dinero que los Padres de la Iglesia «ortodoxos» y por cierto por razones
puramente religiosas. Su rigor es mayor que el del evangelista Lucas.
«Su principio es el del desprecio del dinero, la comtemtio pecuniae» (Bo-
gaert). En cambio, mientras que en Á frica y en el siglo m el mismo
san Cipriano sigue aú n llamando pecado a la riqueza, al igual que Tertu-
liano, allí mismo, pero ya en el siglo iv, obispos como Optato de Mileve
o Agustí n son ya declaradamente conservadores, archirreaccionarios, en
lo social. 35
Incluso en los albores del siglo v hallamos aú n voces cristianas que
elevan clamores apasionados lamentando la injusticia social, entre otras
el escrito De divitiis, de procedencia italiana, cuyas fogosas proclamas de
signo social-comunista está n religiosamente motivadas por los manda-
mientos y la vida de Jesú s, el ejemplo de la comunidad primitiva y las
doctrinas de los Padres de la Iglesia. Allí se ataca con vehemencia a la
clase de los propietarios y se reprueba la riqueza. La desigualdad domi-
nante por doquier se considera resultado de la injusticia humana y no de
la voluntad divina, que desearí a la igualdad incluso en la posesió n de los
bienes terrenales. 36
Ahora bien, todo ello son (en el mejor de los casos) ensueñ os deside-
rativos, teorí a, pura imaginació n literaria, en ú ltima instancia, frente al
que se yergue una realidad enteramente distinta y tambié n, y no es lo ú l-
timo a tener en cuenta, una predicació n cristiana de cará cter enteramente
opuesto. Pues mientras los unos, de buena o mala fe, con o sin segundas
intenciones, sembraban la esperanza entre las masas, atrayendo y tutelan-
do a los explotados, otras o, con harta frecuencia, las mismas personas, se
entendí an tambié n con los explotadores. De ahí que en un mismo digna-
tario eclesiá stico -y toda precaució n será poca a ese respecto- hallemos
los pareceres má s diversos, má s opuestos entre sí, de los que, segú n inte-
rese en cada caso, se puede sacar el provecho deseado. En efecto, no po-
cos «Padres» abogaban sin má s por el «omnia ó mnibus communia» (todo
es comú n para todos), pero só lo muy de vez en cuando, inconsecuente-
mente y só lo cuando la ocasió n les parecí a oportuno. Si resultaba ú til
predicar lo contrario, lo predicaban tambié n sin má s. Practicaban el en-
gañ o con las consabidas fintas, con la doble moral de que tanto gustaban:
¡ la que siempre han practicado desde entonces! A la vez que criticaban a
los cí rculos de los poderosos y abrí an en principio la perspectiva de una
reconfí guració n del orden social, glorificaban en cambio, sin considera-
ció n alguna a la vista de una miseria generalizada, la propiedad y apoya-
ban el sistema econó mico capitalista, sistema que ellos mismos adoptaron
y con el que prosperaron hasta hoy. É sta es la situació n real aunque la en-
mascaren gustosamente. Eso si no la tergiversan en su totalidad como
cuando afirman: «Tambié n la Iglesia, en cuanto corporació n, tomó con-
tacto con la riqueza. Las cargas que tení a que soportar eran cada vez má s
pesadas y tuvo que procurarse fuentes de ingresos» (Rapp).
Pero no es que la Iglesia tuviese que hacerse rica a causa de sus cre-
cientes cargas, sino que al hacerse má s rica, al aumentar su aparato admi-
nistrativo, sus pretensiones y sus ansias de poder; al actuar simultá neamen-
te como si fuese la «Iglesia de los pobres» -lo que le resultaba forzoso
para conducir y mantener bajo sí a las masas- se fingí a caritativa, evan-
gé lica, tení a que fingirlo así, y por cierto en tanta mayor medida cuanto
menos lo era en realidad: al igual que hoy exhibe su compromiso social,
evangé lico, su «caritas» aunque (¡ y precisamente porque! ) ello le reporta
gigantescas ganancias. Las auté nticas prestaciones caritativas, que real-
mente se daban acá o allá en la Iglesia antigua, fueron posibles gracias a
su prosperidad econó mica y no, desde luego, a la inversa. Toda esa pala-
brerí a acerca de las siempre crecientes cargas que justificarí an su riqueza
se desmonta ante el hecho de que en la Iglesia antigua, tal y como suena
¡ un solo obispo obtení a tanto como la totalidad de sus pobres!, ¡ un solo
obispo tení a tantos ingresos como todos los clé rigos de su dió cesis! Nota
bene: dentro de la má s completa legalidad, pues gracias a la ilegalidad la
situació n de algunos metropolitanos era todaví a mucho má s favorable. 37
Hací a ya mucho tiempo que esta Iglesia habí a traicionado el milena-
rismo, una especie de utopí a social consistente en la vehemente espera de
una felicidad puramente terrenal, una concepció n de la fe que ejerció una
enorme fuerza sugestiva, y no só lo sobre las masas, sino tambié n sobre al-
gunos obispos y Padres de la Iglesia en el cristianismo primitivo. Una uto-
pí a que favoreció la actividad misionera de un modo que apenas si cabe
exagerar. Hací a mucho tiempo que esa Iglesia, ya rica y poderosa, habí a
difamado ese milenarismo: como concepto judaico, camal, como «opi-
nió n particular», «malentendido», «extraviado y quimé rico» hasta el pun-
to de que llegó a falsificar la literatura milenarista para, finalmente, ha-
cerla desaparecer casi por completo. Hací a ya mucho tiempo que «profe-
tas», «inspirados» y sacerdotes hambrientos de poder tení an interé s en la
conversió n de los pudientes. Hací a ya mucho tiempo que muchos autores
cristianos se habí an acomodado a la nueva situació n, si no es que, al
igual que Pablo, tendí an ya a ella desde el principio. Pues en el mismo
Nuevo Testamento hay ya presente una tendencia diametralmente opues-
ta y manifestaciones favorables al dinero y a la propiedad. En é l leemos
acerca de la preferencia por los creyentes ricos respecto a los pobres en
los oficios divinos y de comunidades que se ufanan así: «Soy rico, sí, me
he hecho rico y no me falta de nada». Leemos de discordias, disputas, en-
frentamientos. «Matá is -se dice- y envidiá is sin que, no obstante, se
cumplan vuestros deseos [... ]. »38
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