El impulso al exterminio provenía de la Iglesia
Só lo algunas voces clericales aisladas parecen haber desaprobado la
lucha violenta contra el paganismo. El canon 60 del Sí nodo de Elvira,
por ejemplo, negaba la condició n de má rtir a todo el que fuese abatido
mientras destrozaba las estatuas de los dioses. Tambié n el obispo Teodo-
reto censura el ataque de un cristiano faná tico contra un templo zoroá stri-
co, pero só lo porque la destrucció n era «inoportuna», ¡ porque aqué lla «dio
pie a una terrible oleada de violencia salvaje contra los discí pulos de la
verdadera fe»! En ningú n caso puede hablarse aquí o en otras partes de ver-
dadera tolerancia. Por supuesto tampoco en el caso de Teodoreto, a quien
J. C. Fredouille certifica, eso en 1981, «una nueva actitud para con los
paganos»: ¡ la amistad! Pero si es cierto que Teodoreto tacha a los judí os
de «asesinos de Dios» y que fustiga la «malignidad de los herejes», la
«impí a doctrina de los arrí anos», su «pó cima impí a», sus «armas diabó li-
cas», su «enfermedad mental», su «lepra» etc., no lo es menos que tam-
bié n arremete -sobre todo en su Historia de la Iglesia, pero asimismo en
su Curació n de las enfermedades paganas, ensalzada como una de las
mas bellas apologí as- una y otra vez contra los «amigos» paganos, inca-
paces del conocimiento e incultos {apaideutos), inferiores, tambié n, a los
cristianos en lo moral, meros teorizadores acerca de la virtud, pero no
practicantes de la misma, como en el caso de los cristianos. Ataca a sus
«supuestos dioses», a los que la «luz ascendente» del cristianismo «con-
fina a las tinieblas como si fuesen quimeras nocturnas». Fustiga sus «í do-
los», sus «turbios misterios», rezumantes de extraví os y de inmoralidad,
como, verbigracia, los de Helió polis, «donde halla acogida toda idolatrí a,
donde los oficios diabó licos está n preñ ados de camal concupiscencia, don-
de se ocultan horripilantes cubiles de animales salvajes». É l jalea a los
cristianos asaltantes de templos: al «magní fico Marcelo», obispo de Apa-
mea, quien «segú n la prescripció n del santo apó stol (¡ Pablo! ) ardí a en el
celo del espí ritu». O al obispo Teó filo de Alejandrí a, que liberó la ciudad
del «desvarí o de la idolatrí a» y «arrasó hasta los cimientos los templos de
los í dolos». O a Juan Crisó stomo, la «poderosa luz del orbe», pues é ste
«destruyó hasta sus cimientos los templos hasta entonces respetados» en
Fenicia. 78
Un contemporá neo de Teodoreto, el obispo Má ximo de Turí n, dio una
muestra igualmente palpable de lo que es el amor cristiano a los enemi-
gos. Cuando los cristianos Alejandro, Martiro y Sisinio, que ejercí an de
misioneros en la comarca de Trento, intervinieron cierta vez contra unas
ceremonias del Lustrum, una procesió n campestre pagana, y fueron aba-
tidos a golpes por los exasperados fieles y quemados sobre las vigas de
una iglesia expresamente destrozada para ello, el obispo Má ximo exhortó
a su grey a imitar a los santos má rtires y retirar los «í dolos» de todos los
alrededores. Pues no es lí cito, predicaba, «que vosotros, que llevá is a Cris-
to en vuestro corazó n, tengá is al Anticristo en vuestras casas, ni que vues-
tros convecinos veneren al demonio en sus capillas (fanis), mientras vo-
sotros adorá is a Dios en la Iglesia». Un pagano adorador de los dioses es
para este obispo (cuyos sermones son «breves y enjundiosos» y lo acre-
ditan como «auté ntico predicador popular»: Altaner) un loco (dianaticus)
o un «desentrañ ador de signos (aruspex), pues una divinidad que fulmina
con la locura suele tener un sacerdote loco». Los corazones cató licos, en
cambio, «se acendran cuando nuestra conciencia, antañ o maculada, no
sigue ya presa en la suciedad del demonio». ¡ Y cuan perversa es la idola-
trí a!: «Mancha a aquellos que la practican; mancha a los asistentes; man-
cha a los espectadores. Penetra en aquellos que ofician, en los consabe-
dores de la misma, en quienes se callan frente a ella. A saber, cuando el
campesino hace su sacrificio, el amo de la finca (domnedius) queda man-
chado. No puede por menos de mancharse cuando ingiere una comida
hecha de lo que ha plantado el campesino sacrilego, pues brotó de la tierra
ensangrentada y fue guardada en el granero profanado (tetrum horreum):
donde habita el demonio, todo está manchado, todo es siniestro [... ].
Allá donde la iniquidad tiene su morada no hay nada que esté libre de
iniquidad [... ]». Etcé tera. 79
«Muestra paradigmá tica de la propaganda de horrorosos infundios
contra los paganos», así califica Tinnefeid una obra chapucera amañ ada
por Zacarí as Rhetor (Scholastikos), metropolitano de Mitilene, quien pri-
mero fue monofisita, despué s neocalcedonio y finalmente, en Constanti-
nopla, uno de los conciliares que condenaron en 536 a su amigo y antiguo
correligionario, al patriarca Severo de Antioquí a. Por medio de una vara
de mago, supuestamente descubierta por é l, el autor obispal muestra có mo
el paganismo vive de la magia y del engañ o, có mo se dan instrucciones
para extraviar a ciudades enteras con ayuda del demonio, có mo se enseñ a
a que el pueblo se subleve y có mo se aguijonea a los padres contra sus hi-
jos y nietos o có mo se dan directrices para practicar el robo, el adulterio,
la violació n y otros crí menes. En suma, pura propaganda de agitació n
contra el paganismo, que aparece como reo de un complot criminal con-
tra la sociedad y debe, naturalmente, ser combatido como corresponde. 80
El mundo cristiano procedió a destruir el paganismo con todos los me-
dios posibles, con las leyes, con la violencia, con el escarnio, con artima-
ñ as, con intervenciones directas o indirectas ante los emperadores y las
autoridades, con decretos conciliares, con reglamentaciones canó nicas de
toda í ndole, con una retahila de prohibiciones estatales y eclesiá sticas,
con castigos, etc. Y ya antes, incluso, de que estuviera realmente destrui-
do se aclama jubilosamente su ocaso; se anuncia, se trabaja en aras del
mismo; se exige y se vitorea por é l mismo. 81
Los má s conocidos Doctores de la Iglesia son uná nimes al respecto.
Los í dolos han caí do, los altares han sido derribados, los demonios han
huido, exulta ya san Basilio y ve, certera metá fora, có mo los pueblos
han caí do en la red apostó lica. Crisó stomo se jacta de que en Egipto -que
para los cristianos fue desde siempre el paí s de la «idolatrí a» por antono-
masia- «la tiraní a del demonio ha sido totalmente aniquilada». Tambié n
Cirilo de Alejandrí a ve ahora este paí s «lleno de santas y venerables igle-
sias: hay altares por doquier, rebañ os de monjes, enjambres de ví rgenes,
una gozosa aceptació n personal de los sacrificios ascé ticos [... ]». Hasta
en Roma, baluarte de la antigua fe, anuncia Jeró nimo, sufre «el paganis-
mo de aridez», y dice sarcá stico: «Aquellos que eran los dioses del mun-
do han buscado ahora un escondrijo en los tejados, junto a las lechuzas y
los buhos». Y Agustí n, para quien la antigua fe no es otra cosa que adul-
terio y lenocinio, celebra el ocaso de los dioses como cumplimiento de
una vieja profecí a veterotestamentaria, ensalza las ó rdenes estatales para
la erradicació n de aqué lla, la destrucció n de los cultos enemigos, hace
mofa de ellos y ordena é l mismo la demolició n de templos, de bosqueci-
llos sagrados, de imá genes, la aniquilació n de todos sus oficios divinos. 82
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