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Las persecuciones contra los cristianos en el espejo de la historiografía eclesiástica




Poco despué s de la ú ltima persecució n, empiezan las acusaciones
contra los paganos, precisamente a causa de esas persecuciones, presen-
tadas con enorme exageració n..., y en esa tó nica hemos seguido hasta
bien avanzado el siglo XX, cuando todaví a se escribe que durante el siglo
i el cristianismo «se bañ aba en su propia sangre», se hace ponderació n
de «las huestes innumerables de personajes heroicos», y se evoca «el si-
glo II recorrido por la procesió n de los que llevan en la frente la marca
sangrienta del martirio» (Daniel Rops); aunque, a veces, haya que con-
fesar que «no fueron millones» (Ziegler, 1956). Las investigaciones má s
serias y no refutadas por nadie calculan la cifra de las ví ctimas cristianas
unas veces en 3. 000, otras en 1. 500 «para el total de los tres siglos de
persecuciones». La cifra quizá sea discutible; lo que nadie puede negar,
en cambio, es que con frecuencia los cristianos mataron a muchos má s
judí os en un solo añ o y, a veces, en un solo dí a. 39

Cristiano tan digno de respeto como Orí genes, fallecido en 254, cuyo
padre fue má rtir, y que padeció suplicio é l mismo, dice que el nú mero
de testigos de sangre del cristianismo fue «pequeñ o y fá cilmente recon-
table». En efecto, sucede que la mayorí a de las «actas de los má rtires»
son falsificaciones, que muchos emperadores paganos jamá s persiguie-
ron el cristianismo, y que el Estado no se metió con los cristianos debido
a su religió n. En realidad, el funcionariado del antiguo ré gimen los tra-
taba con bastante tolerancia. Les concedí an aplazamientos, se saltaban
los edictos, toleraban engañ os, los dejaban en libertad o les enseñ aban
las argucias legales con que podí an librarse de la persecució n sin abjurar
de su fe. A los que se denunciaban a sí mismos los mandaban a casa, e
incluso muchas veces soportaron con indiferencia las provocaciones.

En la primera mitad del siglo IV, sin embargo, el obispo Eusebio,

«padre de la historiografí a eclesial», se muestra inagotable en la inven-
ció n de historias sobre los malvados paganos, los terribles perseguidores
del cristianismo. A ese tema dedica todo el libro octavo de su Historia
de la Iglesia,
del que seguramente puede afirmarse lo mismo que dijo un
estudioso de los tomos noveno y dé cimo de esta obra (que es casi la ú ni-
ca fuente disponible sobre la historia de la Iglesia en la Antigü edad):

«É nfasis, perí frasis, omisiones, medias verdades, e incluso falseamiento
de los originales, reemplazan a la interpretació n cientí fica de documen-
tos fiables» (Morreau). 40

Vemos ahí có mo, una y otra vez, los malvados paganos (en realidad,
nuestro obispo Eusebio) torturan a latigazos a los cristianos, «esos lu-
chadores realmente admirables», les arrancan las carnes a cuchilladas,
les rompen las piernas, les cortan las narices, las orejas, las manos y
otros miembros. Eusebio echa vinagre y sal en las heridas, clava cañ as
aguzadas bajo las uñ as, abrasa espaldas con plomo derretido, frí e a los
má rtires en parrillas «para prolongar el tormento». En todas estas situa-
ciones y muchas má s, las ví ctimas conservan su entereza, incluso su
buen humor: «Cantaban alabanzas al Dios del cielo y daban gracias a
sus torturadores, hasta el ú ltimo aliento». 41

Otros creyentes, nos informa Eusebio, eran anegados en el mar «por
orden de los servidores del demonio», o crucificados, o decapitados «a
veces en nú mero de hasta cien hombres y niñ os de corta edad [! ] y muje-
res en un solo dí a. [... ] La espada del verdugo se mellaba [... ] y los sayo-
nes fatigados se veí an obligados a relevarse». Otros eran arrojados «a
las fieras antropó fagas», para ser devorados por jabalí es, osos, pante-
ras. «Nosotros hemos sido testigos presenciales [! ] y hemos visto có mo
por la gracia divina de nuestro Redentor Jesucristo, de quien daban tes-
timonio [... ], cuando la bestia se aprestaba al salto, retrocedí a una y otra
vez como repelida por una fuerza sobrenatural». El obispo cuenta de los
cristianos (cinco en total) que iban a ser «destrozados por un toro enfu-
recido»: «Por má s que escarbaba con las pezuñ as y asestaba cornadas a
un lado y a otro, espoleado por hierros al rojo, resoplando de rabia, la
Divina Providencia no permitió que les hiciera ningú n dañ o». 42

¡ La historiografí a cristiana!

En un pasaje, Eusebio menciona «toda una aldea de Frigia habitada
por cristianos», cuyos habitantes, «incluso las mujeres y los niñ os», fue-
ron quemados vivos..., pero desafortunadamente olvidó comunicarnos
el nombre de la aldea en cuestió n. Es un rasgo habitual é ste de prescin-
dir de los detalles, pese a haber sido, como dice, testigo presencial; pre-
fiere hablar de «legiones innumerables», de «grandes masas» extermi-
nadas en parte por la espada, otras veces por el fuego, «incontables
hombres y mujeres y niñ os» que murieron «de diversas maneras por la
doctrina de nuestro Redentor». «Sus muestras de heroí smo desafí an
toda descripció n. »43

Conviene recordar aquí que, durante el Concilio de Tiro, en 335, el
obispo egipcio Pó tamo de Heraclea acusó a Eusebio de haber renega-

do durante la persecució n, algo que, ló gicamente, no está demostrado y
ademá s podrí a ser una de las habituales calumnias entre colegas. 44

Durante la persecució n de 177 en las Galias, bajo Marco Aure-
lio (161-180), emperador filó sofo cuyos Pensamientos admiró Federi-
co II de Prusia, Eusebio cuenta que hubo «decenas de miles de má rti-
res»; sin embargo, los martirologios de la persecució n gala bajo Marco
Aurelio totalizan... 48 ví ctimas. De todas ellas, el aquí tan citado Lexi-
konfü r Theologie una Kirche
só lo recuerda a ocho, «santa Blandina con
el obispo Potino y seis de sus seguidores». Por el contrario, el nú mero
de ví ctimas paganas en Galia fue, en siglos posteriores, «bastante supe-
rior» (C. Schneider). 45

Sobre la persecució n de Diocleciano, la má s cruenta (contra la vo-
luntad expresa de este notable emperador), Eusebio no pudo lamentar
—o quizá serí a mejor decir celebrar, ya que los caudillos de la Iglesia
siempre consideraron providenciales las persecuciones, y esto lo han
afirmado algunos papas de nuestro siglo XX—46 que las ví ctimas se hu-
biesen contado por decenas de miles, ya que viví an aú n muchos testigos
presenciales. Las persecuciones constituyen un estí mulo, fomentan la
unidad de los perseguidos y son la mejor propaganda imaginable de to-
dos los tiempos. Eusebio, autor de una cró nica «sobre los má rtires de
Palestina», y que dejó escrito en su Historia de la Iglesia: «Conocemos
los nombres [... ] de los que destacaron en Palestina», cita un total de
91 má rtires, y no «decenas de miles». En 1954, De Ste Croix revisó para
la Harvard Theological Review las cifras del «padre de la historiografí a
cristiana» y le salieron só lo diecisé is má rtires palestinos, y eso para la
peor de las persecuciones, que duró allí diez añ os, con lo que el prome-
dio no da ni siquiera dos ví ctimas al añ o. Pese a todo esto, uno de los pa-
negiristas modernos de Eusebio rechaza la conclusió n de que Eusebio
careciese de «escrupulosidad cientí fica» (Wallace-Hadrill). 47

Hasta los emperadores paganos, pese a considerarlos designados
«por Dios» como mantenedores de su «orden», quedaron sometidos al
trato peyorativo de los padres de la Iglesia. Los del siglo II, que segú n
Atená goras eran todaví a «clementes y bondadosos», sabios y amantes de
la verdad, pací ficos, ilustrados, benefactores, etcé tera, a comienzos del
siglo IV eran reemplazados por monstruos sin parangó n posible.

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