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De la Iglesia pacifista a la Iglesia del páter castrense




Ese prí ncipe, inhumado entre las estelas funerarias de los apó stoles
y santificado por la Iglesia oriental —aunque no faltan en la occidental
hé roes del mismo gé nero, Carlomagno por ejemplo, llamado carnicero
de sajones aunque sus hazañ as se extendieron a otras muchas tribus, o
Enrique II, «mil delincuentes santificados» (Helvetius) —, ese santo
Constantino que jamá s perdió una batalla, «hombre de guerra» (Prete),
«personificació n del perfecto soldado» (Seeck), libró incontables guerras
y grandes campañ as, la mayorí a «de una dureza terrible» (Kornemann).
En verano u otoñ o de 306, contra los bructerios, primero en territorio
romano y luego invadié ndolos. En 310, otra vez contra los bructerios;

incendia las aldeas y ordena el descuartizamiento de los cabecillas. En 311,
contra los francos; los jefes de las tribus pagan con la vida. En 314, contra
los sá rmatas, ya vencidos por é l mismo en tiempos de Galeno, merecien-
do ahora el tí tulo de «gran debelador de los sá rmatas» {sarmaticus maxi-
mus).
En 315, contra los godos (gothicus maximus}. En 320, su hijo Cris-
po derrota a los alamanos; en 332, es é l mismo quien nuevamente derrota
a los sá rmatas. Todo ello le vale un rico botí n y millares de prisioneros,
deportados a tierras romanas como esclavos. En 323, vence a los godos
y ordena quemar vivos a todos los aliados de é stos. Los sobrevivientes
tambié n son arrojados a la esclavitud; nuevo tí tulo: «gothorum victor
triumphator».
Nueva fundació n: los juegos «ludí gothici», que se celebran
todos los añ os del 4 al 9 de febrero (despué s de haber fundado los «juegos
francos»). Durante los ú ltimos decenios de su vida, Constantino comba-
tió a menudo en las regiones danubianas, tratando de hacer «tierra de
misió n» de ellas (Kraft), e inflige a los germanos derrotas que influye-
ron hasta en la historia religiosa de é stos (Doerries). En 328, somete a
los godos en Banat. En 329, Constantino II casi extermina un ejé rcito de
alamanos. En 332, padre e hijo aplastan nuevamente a los godos en Mar-
cianó polis; el nú mero de muertes, incluso por hambre y congelació n
(«/ame et frigore», como dice el Anó nimo Valesiano), se calculó en
cientos de miles, sin exceptuar a mujeres y niñ os ví ctimas del «gran de-
belador de los godos». En el mismo añ o de su fallecimiento, el «creador
del imperio mundial cristiano» (Dó lger), a instancias del clero armenio
sobre todo, se hallaba preparando una expedició n contra los persas, a
quienes se proponí a vencer en una verdadera cruzada, con muchos obis-
pos de campañ a y capilla portá til de todo el instrumental litú rgico. 65

Nada nuevo tampoco, en el fondo. La religió n siempre estuvo í nti-
mamente asociada con las batallas, desde el primer momento. Las na-
ciones siempre tuvieron dioses de la guerra, los dirigentes combatieron
a las ó rdenes y bajo la aprobació n de é stos. En la India, los sacerdotes
acompañ aban al general. Los ejé rcitos de los germanos solí an reunirse
en el bosque sagrado y ostentaban en las batallas los sí mbolos del culto;

«los sacerdotes prestaban el servicio de las armas al cristianismo» (An-
dresen/DenzIer). En sus campañ as, los romanos apreciaron en mucho


 

el apoyo de la religió n: Marte, el dios de la guerra, tení a templos en el
Campo de Marte, en la ví a Apia, en el Circus Flaminius, y otro bajo la
advocació n de Utor (vengador) en el Foro Augusto. Sus fiestas se cele-
braban en marzo y octubre, seguramente coincidiendo con las é pocas
tradicionales de comienzo y final de las campañ as bé licas; se limpiaban
los cuernos de la guerra el 23 de marzo y el 23 de mayo, y los caballos eran
bendecidos. Los salios, sacerdotes danzantes, ejecutaban una danza sagra-
da. Eran propietarios de un escudo caí do directamente del cielo e invoca-
ban a los dioses mediante el carmen saliare; igualmente, los generales, an-
tes de ponerse en campañ a, debí an agitar las «lanzas de Marte» al grito
de: «¡ Despierta, Marte! ». Má s importante aú n era el papel de la religió n
en las guerras de los judí os, cuyo «Testamento» asumieron los cristianos
aunque sin imitar, de momento al menos, sus gritos de guerra. 66

Así, Orí genes, el teó logo má s importante de la é poca patrí stica, opina-
ba que el cristiano que interpretase el Antiguo Testamento al pie de la le-
tra tendrí a que «avergonzarse» ante la comparació n con «otras leyes en
apariencia mucho má s perfeccionadas, humanas y razonables, como las de
los romanos o las de los atenienses, por ejemplo». Los pasajes bé licos de la
Biblia, segú n Orí genes, deberí an someterse a una interpretació n espiri-
tual, ya que de lo contrario, los apó stoles «no habrí an permitido la lectura
de estos libros de los hebreos en las iglesias de los discí pulos de Cristo».
«Nosotros, obedientes a las enseñ anzas de Jesú s, preferimos romper las
espadas [... ] y convertir las lanzas en rejas de arado. [... ] Ni queremos es-
grimir la espada contra otras naciones, ni deseamos la guerra.. . »67

A fin de cuentas, el Jesú s de los Sinó pticos se nos presenta como ad-
versario de las guerras, pacifista; desconoce los instintos chauvinistas y
la sed de poder. No permite que la «buena nueva» se propague por me-
dio de la espada y el fuego. Por el contrario, rechaza la violencia, orde-
na renunciar a la defensa propia, impone el heroí smo de la paciencia, no
el de la autoafirmació n. Incluso ordena devolver bien por mal. 68

Segú n el Nuevo Testamento, el cristiano «no debe llevar otras armas
que el escudo de la fe, el yelmo de la salvació n y la espada del espí ritu
que es la palabra de Dios». De acuerdo con la prohibició n neotestamen-
taria de matar, durante los tres primeros siglos del cristianismo nadie per-
mitió jamá s el servicio militar.
Justino, Tatiano, Atená goras, Tertulia-
no, Orí genes, Cipriano, Arnobio, Lactancio, por muchas que fuesen sus
diferencias humanas y teoló gicas, y con independencia de su evolució n
ulterior convirtié ndose en «herejes», siendo anatomizados como tales, o
permaneciendo dentro de la «ortodoxia», coinciden en predicar incan-
sablemente al mundo entero las virtudes de la no violencia. Todos ase-
guran, como Atená goras, que el cristiano «no debe odiar al enemigo,
sino amarle [... ] e incluso bendecirle y orar incluso en favor de quienes
atení an contra su vida»; que «no hay que devolver golpe por golpe, ni
acudir al juez aunque nos roben». «No hay que ofrecer resistencia», es-
cribe Justino al comentar el Sermó n de la Montañ a. El emperador no
puede ser cristiano ni un cristiano podrí a ser jamá s emperador. Tertulia-


 

no contrapone el deber del cristiano y el servicio de las armas, la fideli-
dad a las banderas mundanas y el deber de fidelidad a Dios, «el estan-
darte de Cristo y las banderas del diablo, el partido de la luz y el partido
de las tinieblas», diciendo que son «irreconciliables» y manifestando ex-
presamente que «todo uniforme está vedado para nosotros, porque es el
emblema de una profesió n prohibida». «¿ Có mo podrí amos hacer la gue-
rra, ni siquiera ser soldados en tiempos de paz, sin la espada que el Se-
ñ or quitó de nuestras manos? », pues, «cuando desarmó a Pedro arreba-
tó la espada a todos los soldados». Clemente de Alejandrí a llega hasta el
extremo de abominar de la mú sica militar (coincidiendo en esto con Al-
bert Einstein, que —bien es verdad que por otras razones— decí a que
todo el que gusta de marcar el paso al compá s de las marchas militares
«tiene cerebro por un error de la naturaleza»). Los teó logos no admití an
la legí tima defensa ni la pena de muerte, en contradicció n con el Anti-
guo Testamento que imponí a ese castigo a los adú lteros, a los homose-
xuales e incluso a los animales «impuros». 69

En el canon del obispo romano san Hipó lito (del siglo III, el segundo
en antigü edad de entre los que han llegado hasta nosotros), incluso los
cazadores debí an elegir entre abandonar la caza o abandonar la conver-
sió n. Para los cristianos, la prohibició n de matar era absoluta y todos los
padres de la Iglesia anteriores a la é poca constantiniana la interpretaron
al pie de la letra, siguiendo las enseñ anzas del Sermó n de la Montañ a.
«Al soldado que preste servicio bajo las ó rdenes de un gobernador, de-
cidle que no debe tomar parte en ninguna ejecució n —enseñ a Hipó lito
en su Tradició n apostó lica—. Quien ostente un mando militar o la go-
bernació n de una ciudad, quien vista la pú rpura, debe dimitir o ser recu-
sado. El catecú meno o el creyente que pretenda hacerse soldado, sea
recusado, porque ha despreciado al Señ or. » Es decir, la postura en con-
tra de matar era consecuente, cualquiera que fuese el motivo o el dere-
cho que pretendiera justificarlo: ni en los campos de batalla, ni en de-
fensa propia, ni en el circo, ni en ejecució n de una sentencia. 70

«No se puede servir al mismo tiempo a Dios y a los hombres», afirma
Tertuliano; «no es posible servir a ambos, a Dios y al emperador». Y acto
seguido ironiza a costa de los cristianos deseosos de ocupar cargos pú bli-
cos: «si ellos creen que es posible desempeñ ar algú n cargo sin rendir culto
a los dioses o permitirlo, sin administrar ningú n templo, sin recaudar tri-
butos religiosos, sin patrocinar espectá culos ni presidirlos, sin asistir a ce-
lebraciones pú blicas, ni promulgar edictos, ni jurar por los dioses, si como
detentadores del poder judicial [no] ordenaron ninguna ejecució n ni nin-
guna deshonra pú blica {ñ eque iudicit de capite alicuius velpudore; por lo
que parece, las multas serí an leves), no condenaron a nadie en ú ltima ins-
tancia ni provisionalmente {ñ eque damnet ñ eque paedamnet), no hicie-
ron cargar a nadie de cadenas, ni encarcelar ni torturar a nadie, en una
palabra, si estos cristianos creen que todo eso es factible, entonces... »,
y Tertuliano renuncia a la conclusió n, dejando que la saque el lector. 71

Atená goras nos cuenta que «los cristianos ni siquiera soportan ser


 

espectadores de una ejecució n capital ordenada por sentencia», puesto
que, segú n su criterio, «apenas hay diferencia entre asistir a una ejecu-
ció n y perpetrarla uno mismo, razó n por la cual prohibimos ese gé nero
de espectá culos». «Así pues, nosotros, que ni siquiera osamos mirar
para no contaminarnos de la infamia y la deuda de sangre, ¿ como serí a-
mos capaces de matar a nadie? »72

Eso, como queda dicho, rige en cualquier caso. Má s aú n cuando se
trata de matanzas en masa, de hecatombes. De aquí que la Iglesia primi-
tiva condenase la guerra «sin paliativos» (Cadoux); «amar al pró jimo y
matarle son nociones incompatibles». «Todos los autores notables, tan-
to del Oriente como del Occidente, rechazan la participació n de cristia-
nos en las acciones bé licas» (Bainton). Todaví a era desconocida la ab-
surda distinció n que introdujo el clero posconstantiniano despué s de ha-
ber degenerado en Iglesia oficial y estatal, cuando condena las muertes
al por menor, digamos, pero elogia las matanzas en el campo de batalla.
Los caminos está n infestados de salteadores, los piratas hacen estragos
en los mares, escribe el futuro má rtir Cipriano («sin duda el obispo afri-
cano má s notable del siglo ni, quizá sin exceptuar a Agustí n», segú n
Marschall), en todas partes de la tierra se derrama la sangre humana,
pero «cuando es la de un solo hombre le llaman crimen; cuando son mu-
chos y se hace pú blicamente, dicen que es un acto de valor. La magnitud
del estrago asegura la impunidad del criminal.. . ». 73

Precisamente, la magnitud del estrago que excusa al criminal ha venido
siendo desde siempre la moral de la Iglesia. ¡ No así durante los primeros
tiempos del cristianismo! Tenemos, por ejemplo, que durante los añ os 66
y 67, poco antes de que los romanos pusieran cerco a Jerusalé n, la comu-
nidad primitiva emigró de las tierras que ocupaba en la orilla oriental del
Jordá n hacia Pella —donde hoy se alzan las ruinas de Chirbet Fahil—
«porque no querí an ceñ ir [la] espada», como subraya el teó logo Erhard.
Por eso, tambié n, durante la insurrecció n de los judí os acaudillados por
Bar Kochba, «ú nicamente los cristianos soportaron martirios terribles
por no querer negar a Jesucristo ni pecar contra su doctrina»; quiere de-
cirse que no tomaron las armas contra sus compañ eros de fe: nonpossum
militare, non possum malefacere; christianus sum.
Por eso, en Á frica, Ma-
ximiliano, hijo de militar, se niega a prestar el servicio de las armas («Yo
no sirvo al mundo, sino só lo a Dios mi Señ or») y es ajusticiado por el pro-
có nsul. Es decir, habí a ya cristianos en el ejé rcito (esto sucedí a durante el
siglo II a. de C. ), porque eran soldados antes de su conversió n y, obede-
ciendo a las disposiciones de Pablo, siguieron sié ndolo, ¡ pero se negaban
a combatir! Ello explica seguramente por qué la ú ltima persecució n de
Diocleciano (303-311), como relata Eusebio, «empezó por los hermanos
que militaban en las legiones», y sabemos tambié n que dieron «la mayo-
rí a de los má rtires» (Andresen/DenzIer). 74 No serí a só lo por negarse a
rendir culto a la persona del emperador, segú n les demandaba su religió n.

Ahora bien: «Pocas é pocas cayeron tan pronto en el olv/ido como
los primeros tres siglos de la fe cristiana», como lamenta el cató lico


 

Kü hner. Es verdad que, a comienzos del siglo IV, el Sí nodo de Elvira ex-
comulgaba todaví a a los creyentes que por una denuncia (sin entrar en si
é sta estaba justificada o no) hubiesen dado lugar a una condena de muer-
te o exilio. Pero, en el añ o 313, Constantino y Licinio promulgan su Edic-
to de Tolerancia; el cristianismo, antes prohibido, pasa a ser una religió n
lí cita (que a partir de ese momento se apresura a declarar ilí citas todas
las demá s), ¡ y de la noche a la mañ ana se produce la asombrosa meta-
morfosis de los pacifistas en capellanes de regimiento! Si antes lo arros-
traban todo, incluso el martirio, con tal de no prestar el servicio, ahora
la necesidad de matar les parece evidente. Apenas reconocidos por el
Estado, en 314 el Sí nodo de Aré late (Arles), «escuchando las voces del
Espí ritu Santo y de sus á ngeles», excomulga a los cristianos desertores.
El que arrojaba las armas era arrojado de la comunidad de los creyen-
tes. Los que antes eran «militia Christi» pasaron a convertirse en milicia
efectiva. Siempre fue algo sospechosa esa noció n; el mismo Pablo se
muestra muy aficionado a la terminologí a militar cuando habla de «las
armas del Señ or», «la coraza de la justicia», «el escudo de la fe», «el yel-
mo de la salvació n», «las í gneas flechas del Maligno». ¡ Lo que podrí a
haber llegado a ser, si hubiera vivido en tiempos de Agustí n! Los nom-
bres de los soldados má rtires desaparecieron rá pidamente del calenda-
rio eclesiá stico, para ceder su lugar a divinidades militares, al propio Je-
sucristo, a la Virgen, a diversos santos, bajo advocaciones destinadas a
suplantar el papel de los í dolos bé licos paganos. La jura de bandera reci-
bió el nombre de sacramentum, que ya es el colmo. 75

Tambié n es curioso observar có mo entre los oficiales y generales de la
é poca tardí a del imperio oriental, relacionados por Rá bano de Haehiing
para el perí odo comprendido entre mediados del siglo IV y mediados
del v, y en la medida en que consta qué religió n profesaban, hallamos ya
a veinte cristianos (ortodoxos), cinco arrí anos y só lo siete paganos.
Ademá s, Rá bano sospecha que entre los militares destacados del perí o-
do hubo otros cinco ortodoxos, un arriano y dos paganos, aunque para
la mayorí a de los casos no se sabe nada concreto. 76 Entre los dignatarios
militares del imperio occidental cita con seguridad a trece ortodoxos,
tres arrí anos y ocho paganos, y sospecha que otros cinco eran cristianos
ortodoxos, sin má s precisiones acerca de otros arrí anos o paganos. En
cualquier caso, vemos que la mayorí a de los generales influyentes, que
se sepa, eran ya cristianos. 77

Un siglo, o má s exactamente ciento dos añ os despué s del sí nodo de
Arles, todos los no cristianos quedaron excluidos del ejé rcito por un
decreto debido a un emperador cristiano; las matanzas en masa, ya se
ve, quedan exclusivamente reservadas a los cristianos. 78

Y desde hace mil quinientos añ os, los historiadores cristianos toman
nota del hecho sin pestañ ear..., o mejor dicho ¡ lo aprueban!

Hans von Campenhausen, uno entre tantos, en su estudio «El servi-
cio militar de los cristianos segú n la Iglesia primitiva», ironiza a costa de
la «ingenuidad» de aqué lla al proclamar y practicar el pacifismo, «el de-


 

recho a la excepció n». Nuestro teó logo y aristó crata lo explica recordan-
do la existencia de «reducidos enclaves de mentalidad má s o menos pe-
queñ oburguesa en las comarcas rurales del interior»; en el fondo, dice,
a los primeros cristianos les faltaba el verdadero sentido de la responsa-
bilidad; sus creencias eran demasiado superficiales. «Los cristianos aú n
no habí an asumido la responsabilidad polí tica [! ], y tampoco habí an
profundizado en las reflexiones de la Antigü edad sobre las relaciones
entre polí tica y Estado. Pero tal situació n no podí a ser duradera. » «La
evolució n era imparable, y con la extensió n de la Iglesia las responsabi-
lidades no podí an quedar confinadas al terreno de la contemplació n es-
piritual. »79

«Profundizació n» y «responsabilidad» son eufemismos que en este
caso significan que la Iglesia se hizo del partido de los depredadores; a
partir de ese momento, compartió la responsabilidad directa e indirecta
de un milenio y medio de matanzas. Pero no estarí amos hablando de un
teó logo, si se hubiese atrevido a decirlo en té rminos tan crudos. Como
la mayorí a de sus congé neres, prefiere hablar con dos lenguas. É l no
dirá «que la Iglesia haya abandonado la idea de exclusividad a partir de
la supuesta " desviació n" constantiniana [! ]»; o, «la Iglesia no capituló
frente al mundo y su derecho de guerra», puesto que, como é l asegura,
«no proclama el servicio de las armas como una ley absoluta», admitien-
do el principio de excepció n «al reconocer el derecho de asilo que ampa-
ra las puertas del templo y del convento, donde cesa la vigencia del dere-
cho de guerra y la de la justicia de sangre». Es decir, se trataba de salvar
ante todo lo má s importante, el pellejo de los miembros del clero (poco
importa la sangre de los laicos), ¡ y las apariencias! «Los religiosos y sa-
cerdotes quedan dispensados de combatir», y ademá s: «El cristiano ja-
má s interpreta los frentes polí ticos y militares dando la razó n ú ltima a
un solo partido y sin admitir excepciones». De esta manera, el cristianis-
mo concilia, en cierto modo, la guerra con la no violencia; la «excepció n
bien entendida», en este caso, es la interpretació n necesaria y la confir-
mació n de la «regla bien entendida». 80

La interpretació n de Campenhausen se ajusta a la regla habitual en-
tre teó logos.

Hallamos un representante caracterí stico de ese cambio de plantea-
miento, la gravedad de cuyas consecuencias apenas cabe exagerar, de
ese abandono radical (prescindiendo de sofismas a lo Campenhausen)
de la centenaria religiosidad estrictamente pacifista de los orí genes, pre-
cursor de futuros aggiornamentos sorprendentes, en otro «padre de la
Iglesia», Lactancio, que «fue uno de los primeros en disfrutar, como fa-
vorito del emperador, del nuevo ré gimen de alianza entre la espada y la
cruz» (Von Campenhausen), o dicho de otro modo, uno de los primeros
en mudar de camisa. 81

En sus Divinae Institutiones, la principal apologí a cristiana de la é po-
ca preconstantiniana, redactada poco antes del añ o 313 (! ), Lactancio s^
muestra partidario apasionado del humanismo, la tolerancia y el amor


 

fraternal. Sin duda, no hay en el mundo nada má s importante que la re-
ligió n; pero a é sta se la defiende «muriendo y no matando, sufriendo
con paciencia, que no obrando con crueldad, mediante la fe y no me-
diante el crimen. Si pretendierais defender la religió n derramando san-
gre y torturando, no la defendé is, sino que la manchá is y la deshonrá is».
En consecuencia, Lactancio impugna en su tratado los nacionalismos y
las guerras. «No puede ser justo el que perjudica al pró jimo, el que odia,
el que roba, el que mata, que eso es lo que hacen quienes pretenden ser-
vir a su patria. » Y no só lo desaprueba la guerra, sino tambié n el homici-
dio, «aun en los casos en que lo considera legí timo el derecho munda-
no». Condena incluso a los denunciantes cuando la acció n denunciada
esté sancionada con la pena capital. Sin embargo, en 314, el mismo autor
escribió un resumen o epitomé donde tachó todos los pasajes pacifistas y
alabó a quienes dan su vida por la patria, «una obra extraordinariamen-
te lograda», segú n Von Campenhausen. 82

Lactancio se presenta como paradigma del cambio de posturas de su
Iglesia. Desterrado en otros tiempos, y muchas veces ví ctima de grandes
penurias, poco despué s de 313 se le nombra preceptor de Crispo, el hijo
de Constantino, y consejero del mismo emperador. El sú bito é xito pro-
fesional, los fastos de la corte, las villas suntuarias del valle del Mosela,
los palacios de Tré veris (convertida en ciudad por Augusto, en residen-
cia imperial por Constantino y su madre Elena, frecuentada luego por
doctores de la Iglesia como Atanasio, Ambrosio y Jeró nimo), el trato,
en fin, con la «mejor» sociedad del imperio, hicieron que el anciano
Lactancio olvidase lo que habí a predicado durante toda su vida. El agra-
decido tratadista corrige la dedicatoria de su principal obra y se pone a
elogiar la actividad bé lica y legislativa del soberano. Es entonces cuan-
do el cristianismo pasa a convertirse en «lucha sangrienta entre el bien y
el mal» (Prete), y el autor en un «precursor de los nuevos tiempos» (Von
Campenhausen). 83

Así traicionó Lactancio sus propias convicciones, renegando de casi
tres siglos de tradició n pacifista. Y con é l, en el fondo, la Iglesia entera,
obediente a la voluntad del emperador que la habí a reconocido y hecho
rica e influyente, pero que no tení a empleo para un clero pacifista y pa-
sivo, sino para quienes se avinieran a bendecir sus armas. Y que no han
dejado de bendecirlas desde entonces, o como ha escrito Heine: «No
fue só lo el clero de Roma, sino tambié n el inglé s, el prusiano; en una pa-
labra, siempre el sacerdocio privilegiado se asoció con cesares y simila-
res en la represió n contra los pueblos». 84

Los teó logos modernos, que no se atreven a negar en redondo esa
bancarrota de la doctrina de Jesú s, hablan de un «pecado original» del
cristianismo. Con ello pretenden restar importancia al hecho, como re-
cordando el cuento de la serpiente y la manzana, como si toda la cues-
tió n no fuese má s que «un pequeñ o desliz edé nico». Como si no hablá -
semos de matanzas perpetradas durante milenios, ahora se cometen en
nombre de «la buena nueva», de la «religió n del amor», y resultan ser


 

justas, necesarias y aun excelentes, culminando en la «guerra santa», en
el colmo del despropó sito criminal; junto con la inquisició n y la quema
de brujas, la «guerra santa» figura entre las pocas novedades aportadas
por el cristianismo. Antes de su aparició n era desconocido «el horrible
desvarí o de las guerras de religió n» (Voltaire), «esa locura sangrienta»
(Schopenhauer). 85

Nace así una teologí a nueva, aunque envuelta en el ropaje termino-
ló gico de la vieja para disimular. Y no só lo polí tica, sino ademá s milita-
rista; ahora hablan de Ecciesia triumphans, de Ecciesia militans, de la
teologí a del emperador..., o de todos los emperadores, al menos de los
romanos de la Antigü edad que retrotraí an su linaje a Cé sar, pero mu-
cho má s allá en realidad. Cierto que Constantino aborrecí a casi tanto
como el mismo Yahvé el hedor de los sacrificios paganos, «ese error ver-
gonzoso que ha arruinado a tantas naciones»; «Huyo de la sangre inmun-
da, de todos los hedores repugnantes y malignos»; 86 en cambio, el hedor
de la sangre en los campos de batalla era tan agradable para el soberano
como para el mismí simo Señ or de los Ejé rcitos...

El monarca que una vez dijo que «como hombre de Dios, en el fon-
do nada me es extrañ o y todo lo sé », manifestació n de soberbia que nun-
ca se le ocurrió a ninguno de los cesares paganos, desde luego sabí a lo
que querí a: consolidar el imperio por medio de la unidad religiosa. Lo
mismo habí a pretendido su predecesor Diocleciano, só lo que é ste favo-
reció al partido idó latra. Constantino buscó la ayuda de los cristianos
para llevar a cabo su «revolució n». Por un lado, en sus cartas a los obis-
pos, los sí nodos y las comunidades reclama, incansable, la unidad, la
concordia, «la paz y la armoní a de los espí ritus» y asegura que su princi-
pal objetivo es «la felicidad de los pueblos de la Iglesia cató lica bajo una
misma fe, el amor puro y la religiosidad auté ntica», y «que la Iglesia de
todos sea una». Por el otro lado, el dé spota mimaba las relaciones con el
ejé rcito y fue siempre, y antes que nada, caudillo militar. Emprendió
una reorganizació n decisiva del ejé rcito, desglosando los efectivos de la
infanterí a y la caballerí a; formó milicias para la defensa de las fronteras,
reclutadas sobre todo entre los veteranos; creó divisiones mó viles, entre
las que figuraron tambié n \ospalatini o guardia de palacio, y fue uno de
los principales promotores del reclutamiento de mercenarios germanos. 87

En verdad aquel hombre supo lo que querí a: una fe potente y un
ejé rcito potente. La mejor manera de servir al Estado, sentenció, es
cumplir con Dios en todos los aspectos. É l fue quien introdujo los servi-
cios religiosos en el ejé rcito. «En primer lugar, fue mi propó sito la uni-
dad en el sentir de todas las naciones en lo tocante a la divinidad; lo se-
gundo, sanar el mundo, que padecí a entonces de una grave enferme-
dad, y restituirle la salud. Mis esfuerzos en tal sentido, por un lado, se
desarrollaron en el secreto de mi corazó n; por el otro, he tratado de al-
canzar estos objetivos por medio de mi poderí o militar. » La vieja polí ti-
ca de fuerza, pues, con la novedad de no invocar ya a los dioses paga-
nos, sino al que murió en la cruz. «Portando siempre Tu sello —dice en


un edicto imperial—, he acaudillado un ejé rcito victorioso; y dondequie-
ra que lo reclame la necesidad del Estado, atenderé a los signos visibles
de Tu voluntad y tomaré las armas contra los enemigos. »88

Y tambié n los obispos sabí an lo que querí an, só lo que ello tení a poco
que ver con los mandamientos de Jesucristo su Señ or y mucho con las
ó rdenes de su señ or Constantino, sin descuidar por eso las intenciones
propias. ¡ El trono y el altar! El clero, o por lo menos el alto clero, figu-
raba entre los dignatarios del imperio, acumulaba dineros, propiedades,
honores, y todo ello gracias a un prí ncipe cristiano, a sus batallas y sus
victorias. ¿ No era preciso mostrarse obedientes y complacientes en tal
situació n? Lo mismo que é l distinguí a al episcopado, é ste favoreció a los
funcionarios imperiales en el seno de la Iglesia. En virtud del canon 7
del Sí nodo de Arles se les concedió que, caso de haber incurrido en un
pecado normalmente sancionado con la excomunió n, é sta no serí a pro-
mulgada ipso facto como les sucedí a a los creyentes del montó n. Ya du-
rante el siglo iv, extensos sectores de la Iglesia se inclinaban a la identi-
ficació n entre é sta y el Estado. Y si antes los ejé rcitos combatí an como
seguidores de los í dolos, de los demomos y del mismo diablo, ahora «la
mano de Dios» presidí a «el signo de las batallas»; es Dios en persona
quien hace «señ or y soberano» a Constantino, y vencedor, «ú nico entre
todos los prí ncipes que han existido, invencible e inexpugnable», por-
que el Señ or que le hizo «terrible» «combate a su lado». Por eso su teó -
logo de corte celebra que la primera majestad cristiana venciese «con
gran facilidad a má s naciones que ninguno de los emperadores anterio-
res». Constantino es el «amado de Dios y tres veces bendito». 89

¡ Qué perversió n! Por haber vencido por las armas a las demá s religio-
nes se quiere ver en el cristianismo a la «ú nica verdadera». Una religió n
de amor se justificaba por la suerte de las batallas, por miles de muertes,
sin que ningú n obispo, papa ni padre de la Iglesia haya tenido nada que
decir en contra.

Una vez má s, nos encontramos ante un caso conocido. Los dioses
como ayudantes de las empresas militares abundan en la historia roma-
na. Así, por ejemplo, en la batalla del lago Regilo intervinieron los
Dioscuros, «hijos de Zeus» a los que se invocaba en las situaciones de
apuro; Escipió n fue ayudado por Neptuno en la toma de Cartago Nue-
va, Apolo acudió en auxilio de Octavio contra Antonio, el dios del Sol
ayudó a Aureliano contra Zenobia, y así sucesivamente. Y hete aquí
que toda esa teorí a pagana de la victoria militar se pasa al campo de la
Iglesia del pacifismo, sin olvidar a Diké, la diosa de la venganza que tie-
ne en su poder las llaves de la guerra, que tiene por atributo una o dos
espadas y por ayudantes a las Erinias. 90

La mayorí a de los cortesanos de Constantino eran cristianos, natu-
ralmente. Y todos los funcionarios llevaban uniforme, «recordando
—como escribe Peter Brown— sus agitados comienzos en la vida mili-
tar [... ]; incluso los emperadores habí an renunciado a la toga y se hací an
representar en atuendo bé lico por los escultores». Los investigadores


 

subrayan que esta invocació n de incalculables consecuencias histó ricas
comenzó en el ejé rcito. «Los cristianos estaban perfectamente al tanto
de que Constantino só lo se habí a inclinado hacia ellos con el fin de con-
solidar sus é xitos polí ticos y militares» (Straub). Al tiempo que el empe-
rador militarizaba cada vez má s la nueva religió n, la comunidad romana
fue, de entre todas, seguramente la primera que autorizó el oficio de sol-
dado a sus seguidores. Ya despué s de su victoria sobre Majencio, adoptó
el agresor un estandarte con la cruz {labarum) y el monograma XP. Di-
cen que oraba siempre que se veí a en una situació n de peligro. Y condu-
jo la campañ a contra Licinio, que no fue má s que una lucha por despla-
zar al rival, como una guerra de religió n, a la que acudió acompañ ado
de obispos y provisto de una tienda de campañ a especial para las oracio-
nes. De la misma salí a listo para la batalla y, lanzando el grito de guerra
a sus sicarios, segú n el elogio del gran pastor Eusebio, «los abatí an a to-
dos, hombre a hombre». 91

Tales prá cticas son elogiadas por no pocos historiadores modernos.
«La imagen que se presenta a nuestros ojos no es la de un hipó crita»
(Straub), sino «la de un verdadero soldado, que busca en el estandarte
de la Cruz el consejo del Cristo en quien creyó » (Weber). 92

El obispo de la corte ni siquiera titubea en manifestar que Constantino
«venció siempre sobre sus enemigos y pudo disfrutar de los monumentos
a sus victorias» precisamente porque «se habí a reconocido creyente y
siervo del Rey de reyes». Y Teodoreto, continuador de la historia ecle-
siá stica iniciada por Eusebio (de 323 a 428) escribió la frase siguiente,
digna de ser recordada: «Los hechos histó ricos nos enseñ an que la guerra
trae mayor provecho que la paz»; como es ló gico, tambié n este obispo
juzga a Constantino un personaje «digno de todo encomio», y no titubea
en acudir para ello al estilo paulino: «No de hombres ni por mediació n
de hombres (Ga. 1, 1), sino del cielo mismo recibió su oficio», en coinci-
dencia con las fanfarronadas del propio Constantino cuando dice que
«Dios es el autor original de todas mis heroicas hazañ as». 93

«Cristo vence» es la nueva fó rmula cristiana para aludir a las victo-
rias del emperador. «Cuando el emperador vence, Cristo vence y la
Cruz vence», apostilla Hernegger. En el fondo, se mantiene invariable
la fe pagana en el poder milagroso del caudillo, só lo que ahora no vence
con ayuda de los sacerdotes paganos, sino ayudá ndose de la Cruz. Preci-
samente, «por hacer todo lo contrario [! ] de lo que hicieron los crueles
tiranos, sus predecesores, pudo triunfar sobre todos sus adversarios y
todos los enemigos» (Eusebio). La religió n de la paz se convierte en una
religió n que no da paz. a nadie.
, 94

El primer emperador cristiano propagó la cruz por todas partes y no
só lo en las iglesias. No só lo la construcció n de é stas adoptó la planta en
forma de cruz, como las de Pablo y Pedro de Roma. A partir del si-
glo IV, prolifera como sí mbolo de honor o de victoria en las monedas y co-
rona el cetro del emperador. Aparece tambié n en los campos de batalla.
Y el clero no tiene nada que objetar, todo lo contrario. «Con la cruz de


 

Cristo y con su nombre en los labios van al combate, confortados y lle-
nos de valor», dice un predicador tan notable como Ambrosio, segú n el
cual «el valor en la guerra es lí cito y honroso, por cuanto prefiere la
muerte a la esclavitud y el oprobio» (o como se dirí a hoy, antes muertos
que rojos). Tambié n Agustí n nos enseñ a: «No creá is que no puede agra-
dar a Dios quien se consagra al servicio de las armas». Só lo cuando em-
pezaron a enfrentarse cristianos contra cristianos, la cruz sobre los es-
tandartes se convirtió en motivo de escá ndalo. Lulero decí a que si fuese
soldado, «en viendo en el campo de batalla una enseñ a con la cruz [... ]
huirí a de ella como alma que lleva el diablo; pero cuando asoma la ense-
ñ a del emperador Carolus o de cualquier otro prí ncipe podemos seguir-
la con alegrí a y valor, porque é sa y no otra es la que hemos jurado», 95

Hete aquí có mo en el cristianismo, la religió n de la hipocresí a, las
apariencias cuentan por encima de todo, incluso para un protestante.

En la é poca de las invasiones fue muy corriente que los obispos par-
ticipasen en la lucha armada. El clero arriano, en particular, estaba to-
talmente organizado en ré gimen de capellaní a militar; a cada centuria le
correspondí a un sacerdote, y un obispo cada diez centurias. Durante el
reinado de Teodorico, los obispados de Rá vena y sus alrededores se dis*
tribuyeron de acuerdo con las regiones militares;, de manera similar, las
iglesias amanas de Roma y Bizancio eran en realidad «las capillas de los
acuartelamientos» (Von Schubert). 96

El Estado cristiano sanciona la deserció n con las penas má s graves:

decapitació n del desertor y muerte en la hoguera para quienes le hubie-
ran dado refugio. En Á frica cortaban las manos o quemaban vivos in-
cluso a los reos de insubordinaciones leves. Del perí odo comprendido
entre los añ os 365 y 412 han llegado hasta nosotros nada menos que die-
cisiete leyes contra la deserció n. En 416, Teodosio II ordena que só lo
los cristianos sean aceptados en las filas del ejé rcito. Ello no impide que,
cuando conviene, los clé rigos abominen de la guerra y prediquen la de-
serció n; así, durante el reinado de Sapur II en Persia (310-379), los cris»
tianos se negaron a servir bajo sus banderas, haciendo con ello un gran
favor a los de Roma. De manera similar, en 362, el padre Atanasio ame-
nazaba con la excomunió n a cuantos sirvieran en el ejé rcito de Juliano
(que se habí a convertido al paganismo) y les exigí a que desertasen, si
eran cristianos. 97

En ciertas ocasiones, todaví a se desempolvaban los despojos del pri-
mitivo pacifismo cristiano.

El santo Martí n de Tours, convertido al cristianismo pocos añ os an-
tes de la muerte de Constantino, continuó como tal dos añ os má s en el
ejé rcito, pero llegada la hora de la batalla se negó a combatir. Su bió gra-
fo, Sulpicio Severo, recurre a numerosos eufemismos en su Vita Martini
turolensis
para disimular el hecho de que el santo habí a sido antes ofi-
cial. En 386, un concilio romano excluyó de la profesió n sacerdotal a
quienes hubiesen jurado las armas despué s de convertirse al cristianis-
mo. Crisó stomo llega al punto de asegurar que en sus tiempos todos los


soldados eran voluntarios y que no se obligaba a nadie a prestar el servi-
cio militar. En su opinió n, los vencedores son culpables de toda clase de
crí menes y só lo buscan el saqueo y el botí n, como los lobos. Algo pare-
cido opinó poco má s tarde Salviano, padre de la Iglesia, y antes que é l lo
dijo tambié n san Basilio: los homicidas uniformados eran mucho peores
que los salteadores de caminos. Por eso, «las manos impuras de los sol-
dados» deben quedar excluidas de la comunió n al menos durante tres
añ os (pero nó tese que los homosexuales, los incestuosos y los adú lteros
son amenazados por Basilio con quince añ os de penitencia). De manera
similar, durante todo el primer milenio, los tratados penitenciales impo-
nen al soldado que ha matado (aun en combates defensivos) castigos de
cuarenta dí as, por lo general. Y todaví a el obispo Fulberto de Chartres
(fallecido en 1029), discí pulo de Gerberto de Reims, el futuro papa Sil-
vestre II, dictaminaba: «Si alguien mata a otro en guerra declarada,
cumplirá un añ o de penitencia». 98

¡ Qué poco, en comparació n con el rigorismo primitivo! Son penas
sin trascendencia prá ctica, y en un terreno tan abonado para la doble
moral cristiana tampoco se observarí an de una manera demasiado es-
tricta. Un prí ncipe de la Iglesia tan avezado en las luchas callejeras
como Atanasio predica sin rebozo que los cristianos prefieren dedicarse
«no a los combates, sino a sus ocupaciones domé sticas; en vez de utilizar
las manos para empuñ ar armas, las unen en la oració n». Pero en otro
pasaje, el mismo santo considera que aun no estando permitido el homi-
cidio, «en la guerra no só lo es lí cito, sino encomiable dar muerte a los
enemigos». Otro doctor de la Iglesia, Juan Crisó stomo, el mismo que ha-
bí a comparado a los guerreros con los lobos y que habí a afirmado que
la manera cristiana de hacer la guerra es confundirse con los lobos siendo
ovejas y vencer convirtié ndolos a ellos en ovejas, admite en otra oportu-
nidad la excepció n «admirable» del que portando espada «se mantiene
firme en medio del caos de la batalla». En cuanto a Ambrosio, le parece
natural el alabar el valor del soldado «que defiende a la patria contra
los " bá rbaros" », para no mencionar otra vez los escritos de Agustí n. "

Lo mismo que hoy, predican la paz como norma general, pero fo-
mentaban sin reparos la guerra cuando la ocasió n lo demandaba. Predi-
caban el Evangelio, pero no tení an inconveniente en forzar su interpre-
tació n cuando ello interesaba a las propias ambiciones de poder, si-
guiendo en esto el ejemplo de Constantino, a cuya semblanza volvemos
seguidamente.

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