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El clero católico, cada vez más favorecido




Evidentemente, se inauguraba el paraí so terrenal, para los «obispos
de la corte» constantiniana al menos, y para la jerarquí a cató lica, cuyo
servilismo frente al emperador asumí a, como Eusebio en sus escritos,
«el tono de salmista cuando habla del Señ or» (Kü hner). Otros hací an
coro, como los padres de la Iglesia Ambrosio, Crisó stomo, Jeró nimo,
Cirilo de Alejandrí a. Y no les faltaban motivos. La religió n cristiana,
antes perseguida, pasaba a ser reconocida y oficial; má s aú n, la Iglesia
cató lica y sus prelados disfrutaban de crecientes privilegios que les va-
lí an poder y riquezas. 43

Las muestras del favor imperial no se redujeron a los privilegios dis-
pensados despué s de la batalla del puente Milvio (añ o 312), ni se cir-
cunscribieron a Roma, donde el lí ber pontificalis, es decir, la cró nica
oficial del papado pinta «un cuadro imponente del rá pido enriqueci-
miento de las iglesias romanas» (Caspar). Dichas iglesias, la basí lica la-
teranense. San Pedro, San Pablo, no só lo poseí an fincas en la capital y


 

sus cercaní as, sino ademá s en el Mediodí a italiano y en Sicilia. El empe-
rador hizo donació n al clero de grandes propiedades en Siria, en Egipto,
así como en Tarso, Antioquí a, Alejandrí a y otras grandes ciudades. De-
bemos tener en cuenta que las donaciones orientales suponí an, ademá s
de rentas, operaciones de importació n sobre todo en el mercado de es-
pecias y esencias de Oriente, muy apreciadas por los romanos. En una
palabra, empezaba a acumularse el cé lebre Patrimonium Petri, del que
tendremos ocasió n de ocuparnos muy a menudo má s adelante. 44

Constantino mandó «multiplicar y difundir los libros de inspiració n
divina [... ] en ediciones de gran esplendor». Sobre todo, fue aficionado
a construir basí licas monumentales, siete de ellas só lo en Roma, «es-
plé ndidamente dotadas, muchas veces sin reparar en el detrimento del
erario imperial». En la decoració n se gastaban metales preciosos y, para
mayor magnificencia, las fundaciones iban acompañ adas de generosas
donaciones de fincas de Italia, Á frica, Creta, las Galias (uno de cuyos
templos disfrutaba de una renta anual de má s de 14. 000 sueldos, que
equivalí an a 200 libras de oro). Só lo la Iglesia romana recibió de Cons-
tantino má s de una tonelada de oro y casi diez toneladas de plata. La má s
grande de las «casas de Dios» en Roma, y con mucho la mejor dotada, la
Basí lica Constantiniana se emplazó, atendiendo a consideraciones de
estrategia militar, sobre los fundamentos de un antiguo cuartel, que lo
habí a sido de los equites singulares imperatoris, es decir, de la guardia
montada del emperador. La construcció n de dicha basí lica «constanti-
niana», dicho sea de paso, fue iniciada por Majencio. 45

En tiempos de Constantino empieza la metonimia (tanto en latí n
como en griego) de la palabra «iglesia» para significar tanto la comuni-
dad de los creyentes como el edificio, antes llamado tambié n templum,
aedes
y otros nombres. Constantino siguió erigiendo iglesias en Ostia,
Alba, Ñ apó les, y tambié n en Asia Menor y Palestina; como é l mismo
escribió a Eusebio, «todas ellas deben ser dignas de nuestro amor al
fasto» y monumentos a sus victorias. Muchas de ellas se construyeron
sobre el solar de los templos paganos derribados y fueron financiadas
por las autoridades locales, militares o civiles, de acuerdo con las ó rde-
nes del soberano. Eusebio nos cuenta que «cursó instrucciones a los
gobernadores de las provincias orientales para que las donaciones fue-
sen abundantes, y aun sobreabundantes». El obispo Macario de Jeru-
salé n, por ejemplo, recibió orden de construir una basí lica «cuya mag-
nificencia no só lo debe exceder a la de todas las conocidas, sino a la de
cualquier monumento que pueda encontrarse en é sta o cualquier otra
ciudad». Despué s de la victoria sobre Licinio, dispuso que en los terri-
torios usurpados se aumentase «la altura de las casas de oració n, y tam-
bié n la planta» de las iglesias del Señ or, «sin escatimar gastos, y acu-
diendo al erario imperial cuando fuese preciso para cubrir el coste de
la obra». Y recomienda «la mayor diligencia» en restaurar y ampliar
las iglesias existentes o construir otras nuevas. «Lo que precises para
ello, tú mismo lo demandará s personalmente o por emisario tuyo, al


 

igual que los demá s obispos, de los generales o gobernadores de vues-
tras provincias. »46

Ahora bien, todas estas iglesias —la basí lica de San Pedro de Roma,
la del Santo Sepulcro de Jerusalé n, inaugurada por el emperador en
persona (335), cuya pompa debí a ser superior a la de todas las demá s, la
del Nacimiento en Belé n, la de los Apó stoles y la de la Paz (Irene) en
Constantinopla, la gran basí lica de Antioquí a, las de Tiro y Nicomedia,
dotadas con fastuosidad «verdaderamente imperial», «decoradas con
mú ltiples y riquí simas ofrendas votivas de oro, plata y piedras preciosas»—
consumí an sumas inmensas. Tanto má s por cuanto la maní a constructo-
ra del emperador era emulada por los demá s miembros de la familia im-
perial, y sobre todo por su madre, Elena. Eusebio, como cronista de la
corte, no se cansa de alabar «la generosidad inagotable de las donacio-
nes imperiales». «Hemos visto có mo las iglesias fueron restauradas de
su ruina hasta alcanzar alturas jamá s vistas, y dotadas de un esplendor
que nunca tuvieron las antiguas, destruidas durante la persecució n [... ],
tal como si hubiese desaparecido de una vez por todas la abominació n
de la idolatrí a. » A pesar de ello, durante todo el siglo IV no cristalizó un
estilo artí stico cristiano, ni puede advertirse ninguna preferencia hacia
un estilo determinado. 47

Pero ¿ a qué vení an aquellos dispendios exorbitantes en la construc-
ció n de templos monumentales, esquilmando para ello a la població n,
no imitados por ningú n otro emperador hasta el reinado de Justiniano
en Bizancio? Indudablemente, Constantino pretendí a demostrar «en
quié nes confiaba como sosté n de su imperio» (Doerries). 48

Sin embargo, eso no fue todo, ni mucho menos.

El propio Eusebio se refiere una y otra vez a las «ricas ofrendas vo-
tivas», incluso «para favorecer a los pobres y promover la rá pida adop-
ció n de la doctrina salví fica». Aquí encontramos otro privilegio tradi-
cional del clero. «Pero la Iglesia de Dios fue distinguida sobre todo por
su generosidad. » Y lo má s importante, «honró principalmente a aque-
llos hombres que má s habí an destacado en consagrar sus vidas a la sa-
bidurí a divina». En má s de un sí nodo o inauguració n del templo, fue-
ron recibidos por el soberano «en magní ficas fiestas y banquetes», o
bien «obsequiados con ricos presentes de acuerdo con su rango y digni-
dad». «Los obispos recibieron cartas y honores del emperador, así como
frecuentes donaciones en dinero»: la frase citada se refiere al caso de
Licinio. 49

El clero, en particular, recibió de Constantino «las má s grandes hon-
ras y distinciones, en tanto que hombres consagrados al servicio del Se-
ñ or». Una y otra vez reitera que «fueron honrados y envidiados a los
ojos de todos», «acrecentó su prestigio mediante leyes y decretos», «la
generosidad imperial abrió de par en par las arcas del tesoro y distribuyó
sus riquezas con mano generosa». Y no fueron pocos los obispos que se
vieron así en condiciones de emular la grandiosidad y el fasto < ^e la corte
imperial misma. Recibieron tí tulos especiales y sahumerios de incienso;


 

se les rendí a honores de rodillas, se les sentaba en tronos concebidos a
imagen y semejanza del trono de Dios. 50

¡ A otros les recomiendan la humildad en sus sermones!
Tantas y tales fueron las muestras del favor de Constantino, que la
influencia y el poder econó mico de los obispos aumentaron rá pidamen-
te. Participaban del reparto gratuito de trigo. En favor de ellos y só lo
para ellos el emperador anuló las leyes que desfavorecí an a las personas
solteras o sin hijos. Los equiparó a los má s altos funcionarios, los que no
estaban obligados a la genuflexió n en presencia del soberano. Queda-
ron autorizados a usar el correo imperial, y fue tal el abuso que hicieron
de este privilegio que bajo el reinado del sucesor, Constantino II, dicho
servicio quedó casi arruinado en muchas provincias. (El correo imperial
tení a dos modalidades, el cursus clabularis, que utilizaba carretas de
bueyes, y que fue el autorizado a los obispos, y el cursus velox, es decir,
el servicio urgente. ) En 313, las autoridades eclesiá sticas quedaron dis-
pensadas de las muñ era, es decir, de la obligació n de prestar servicio
personal a la ciudad y al Estado; mediante otra ley posterior, se libraron
tambié n de pagar las tasas sobre los oficios (ya se sabe que los eclesiá sti-
cos siempre tienen otra actividad econó mica al margen). La justificació n:

«Indudablemente, los beneficios que obtienen con sus talleres deben
revertir en caridades para los pobres». Estos privilegios fiscales, entre
otros muchos de que disfrutaban, motivaron que muchos ricos intenta-
sen abrazar el estado eclesiá stico para evadir impuestos, corruptela que
hubo de ser prohibida expresamente por el emperador en 320, ¡ ya vemos
que se habí an dado prisa! En 321, las iglesias fueron autorizadas a reci-
bir herencias, derecho que los templos paganos nunca habí an disfruta-
do, salvo casos especialí simos. En cambio, para la Iglesia este privilegio
resultó tan lucrativo, que apenas dos generaciones má s tarde el Estado
se vio en la necesidad de promulgar un decreto «contra el expolio de los
devotos má s cré dulos, sobre todo las mujeres» (Caspar). Ello no fue
obstá culo para que, só lo un siglo despué s, el patrimonio eclesiá stico
hubiese alcanzado proporciones gigantescas, al ser cada vez má s nume-
rosos los cristianos que «por la salvació n de su alma» hací an donaciones
a la Iglesia, o dejaban fortunas enteras. Esa costumbre se convirtió en
una especie de epidemia durante la Edad Media, apoderá ndose la Igle-
sia de una tercera parte de la extensió n de toda Europa. 51

Nada nuevo, en principio, pues ya los sacerdotes paganos acostum-
I braban a arrimarse al frondoso á rbol del Estado para lucrarse, para
arrebatar privilegios y obtener dispensa de tributos y alcabalas..., justi-
ficá ndolo siempre en razó n de la utilidad de la religió n para ese mismo
Estado y observaba que allí los sacerdotes, que le parecieron má s há bi-
les que los de otras provincias, eran dueñ os de la tercera parte del paí s y
«no pagaban tributos de ningú n gé nero». Cien añ os má s tarde, el pre-
fecto de Egipto dispensó de la prestació n personal en forma de trabajo
en el campo a los sacerdotes del dios cocodrilo de Arsinoe; como se ve,
era una excepció n poco frecuente. Y otro siglo despué s, cuando un des-


 

pacho administrativo de Egipto transmití a la instancia de «numerosos
sacerdotes y arú spices» en petició n de una dispensa similar, estos peti-
cionarios se remitieron a «las leyes sagradas» y al precedente estableci-
do por aquel prefecto de Egipto. Algunos sacerdotes la justifican adu-
ciendo que necesitaban mucho tiempo para educar a sus hijos con vistas
a hacerlos tambié n sacerdotes, lo cual era indispensable «a fin de pre-
servar la crecida del sagrado rí o Nilo y la prosperidad eterna de nuestro
emperador y señ or». 52

Junto a estos privilegios generales del clero, no faltaban las peticio-
nes adicionales de cará cter privado. Así, por ejemplo, hacia el añ o 336
el obispo cató lico de Oxyrhyncos solicitaba a un funcionario municipal
la dispensa de sus obligaciones de administrar varias fincas y tutelar a
varios menores de edad. (Al mismo tiempo, ese funcionario recibí a
otra petició n, é sta de un «sacerdote del templo de Zeus, de Hera y de
las grandes divinidades» de la localidad, «servidor y curador de las es-
tatuas». )53

Incluso los cristianos de a pie recibieron las mercedes de Constanti-
no. Los ciudadanos de Maiuma, distrito portuario de Gaza, en Palesti-
na, se convirtieron en masa y adquirieron así su autonomí a municipal,
con lo que dejaron de depender administrativamente de Gaza hasta el
reinado de Juliano. En el añ o 325, una ciudad frigia solicitaba privilegios
fiscales con el argumento de que todos sus habitantes, sin excepció n,
eran cristianos. 54

Tanto confiaba Constantino en los prelados, que incluso les delegó
parte de las atribuciones del Estado. En los juicios, el testimonio de un
obispo tení a má s fuerza que el de los «ciudadanos distinguidos» (honora-
tiores)
y era inatacable; pero hubo má s, los obispados adquirieron jurisdic-
ció n propia en causas civiles (audientia episcopalis). Es decir, cualquiera
que tuviese un litigio podí a dirigirse al obispado, cuya sentencia sena «san-
ta y venerable», segú n decretó Constantino. El obispo estaba facultado
para sentenciar incluso en contra del desee expreso de una de las partes,
y ademá s el fallo era inapelable, limitá ndose el Estado a la ejecució n del
mismo con el poder del brazo secular; procede observar aquí hasta qué
punto eso es contrario a las enseñ anzas de Jesú s, adversario de procesos
y juramentos de todas clases, quien dijo no haber venido para ser juez de
los hombres y que dejó mandado que cuando alguien quisiera quitarle a
uno el vestido mediante un pleito, se le regalase tambié n el manto. Pues
bien, Constantino concedió a los obispos atribuciones judiciales y tambié n
el poder para liberar a los esclavos, la llamada manumissio in ecciesia,
seguramente a instancias del obispo Osio de Có rdoba, que era el má s
importante de entre sus consejeros cristianos y residió en la corte imperial
desde el añ o 312 hasta el añ o 316. Cualquier clé rigo podí a darles la liber-
tad en el lecho de la muerte aun sin testigos ni documento escrito. «Pron-
to se convirtió la Iglesia en un Estado dentro del Estado» (Kornemann). 55

Los favores imperiales de que disfrutaba el clero cristiano/llegaron a
ser tan considerables, que muchos funcionarios municipales intentaban


alcanzar algú n cargo eclesiá stico, hasta que el emperador lo prohibió
expresamente en 326, y aun tres añ os despué s fue necesario reafirmar la
prohibició n: «No se multiplique sin necesidad el nú mero de eclesiá sticos;

y que cuando uno de é stos fallezca, se elija a otro que no tenga parentesco
entre los decuriones [regidores de la ciudad]». En cuanto al derecho ili-
mitado a ser beneficiario de herencia, mandas, legados y donaciones, a
la Iglesia le resultaba tan lucrativo que en 370 le fue retirado, por lo que
Jeró nimo protestaba en 394: «¡ Bien que pueden heredar los sacerdotes
idó latras, los actores, los cocheros y las prostitutas! ». 56

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