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Constancio y su gobierno de estilo cristiano




El emperador Constancio II, correoso y ené rgico, aunque tambié n
bastante astuto y desconfiado, no cargó su conciencia só lo con esos crí -
menes judiciales contra los supuestos partidarios de unos rivales ya ven-
cidos, o con la eliminació n de generales sospechosos y de sus amigos o
ayudantes. No contento con estas matanzas pé rfidas, el «religiosissimus
imperator»
emprendió continuas guerras contra los alamanos, los sá r-
matas, los persas y otras naciones; siempre muy precavido, lento pero
concienzudo, preparando siempre las campañ as a fondo, desde Meso-
potamia hasta el Rin. A sus espaldas solí a dejar só lo la tierra quemada. 12

En unas recientes Investigaciones sobre la polí tica exterior del impe-
rio romano tardí o,
Stallknecht ha intentado documentar las intenciones
pací ficas de este emperador, diciendo que se limitaba a realizar demos-
traciones de fuerza para salvaguardar las fronteras, prefiriendo siempre
las estrategias que supusieran menos bajas. «Tan pronto como los bá r-
baros solicitaban la paz, é l se avení a a negociar con ellos y cerraba el tra-
tado a poco que ellos se avinieran a sus condiciones. » Pero ¿ quié n no
firmará un tratado de paz cuando el enemigo se aviene a nuestras condi-
ciones? Ante esta evidencia, el mismo Stallknecht se ve obligado a con-
fesar que Constancio «interpretaba como rebeldí a y contumacia la me-
nor resistencia a aceptar sus condiciones», y castigaba tales actitudes del
modo má s cruento, titubeando só lo mientras la cuestió n estaba en el
alero, pero golpeando sin vacilar tan pronto como la falta de acuerdo se
hiciese patente. A fin de cuentas, ese supuesto estudio sobre la polí tica
exterior del Imperio romano entre los añ os 306 y 395 (es decir, durante
el primer siglo cristiano) se reduce a la cró nica de un inacabable rosario
de guerras. En ellas, Constancio gustaba de hacerse acompañ ar por ca-
pellanes que estuviesen en olor de santidad..., y es que «a su manera se
tomaba en serio los mandamientos de la Iglesia cristiana» (Lietzmann). 13

En efecto, aquel polí tico de cuchicheo y gabinete, en cuya corte se
reunió una extraordinaria acumulació n de obispos, tení a relaciones muy
intimas con la religió n. «El primer gobernante que se consideró entroni-
zado " por la gracia de Dios" » (Seeck), y que gustaba de llamarse oficial-
mente señ or de toda la tierra y «mi eternidad» {aeternitatem meam), es-
taba convencido de ser un instrumento designado por el Altí simo y de
que gozaba de la protecció n especial de un á ngel, cuyos vagos y vaporo-
sos contornos incluso creyó ver a veces, flotando en el aire. Practicó la
castidad con má s convicció n que su hermano, el aficionado a los ere-
bos. Inmediatamente despué s de su sangriento debut, hizo separar a los


hombres de las mujeres en las cá rceles. En cuanto a los matrimonios en-
tre parientes consanguí neos que el clero condenaba, lo castigó con pena
de muerte para los grados má s pró ximos. En uno de sus decretos procla-
maba: «Es nuestra voluntad vivir orgullosos de nuestra fe, en la convic-
ció n de que nuestro imperio se sostiene má s por la religió n que por las
hazañ as y trabajos y los sudores de los cuerpos». 14

Ló gicamente, este emperador favoreció a los sacerdotes cristianos
todaví a má s que su padre, y confirmó, amplió y multiplicó los privile-
gios otorgados.

Si Constantino los habí a dispensado de la contribució n artesanal,
Constancio les perdonó la territorial y la tasa por uso del correo. En el
añ o 355, dispuso que los obispos no pudieran ser juzgados por los tribu-
nales comunes, «para evitar falsos testimonios promovidos por los espí -
ritus faná ticos». Y no só lo los dispensó de los servicios comunes, sino que
ellos «y sus mujeres e hijos así como sus sirvientes de ambos sexos será n
exentos a perpetuidad de toda clase de impuestos y prestaciones por
cuenta del Estado». Sin embargo, y esto es tí pico de toda la historia
eclesiá stica, tales concesiones só lo sirvieron para que el clero reclamase
todaví a má s privilegios. Así por ejemplo, el Concilio de Rimini exigió
«que los bienes raí ces que aparezcan como propiedades de la Iglesia
sean francos de cargas de todas clases y que se cancele la deuda fiscal
pendiente», cosa que durante algú n tiempo, por lo que parece, llegaron
a obtener. 15

Constancio, que no fue bautizado sino hacia el final de su vida, tal
como habí a hecho su padre (y tambié n en ese caso, siendo el oficiante
un arriano, Eudocio de Antioquí a), fue cristiano amano, lo que explica
la «mala prensa» que encontró entre los padres de la Iglesia, obedecien-
do muchas veces al mó vil polí tico que en algunos casos rayó en la alta
traició n. De ahí los improperios de Lucifer de Calaris, por ejemplo:

«Nosotros, los obispos consagrados por el Espí ritu Santo, ¿ hemos de
respetarte a tí, que eres un lobo sanguinario? [... ] ¿ Quié n má s necio?... ».
El padre Hilario lo compara a Neró n, Decio y Maximiano, aunque se
abstuvo de publicar su diatriba Contra Constancio antes del fallecimien-
to del criticado. El padre Atanasio, su principal adversario, lo incluye
en la nutrida nó mina de grandes pecadores bí blicos; le tilda de perjuro,
injusto, irresponsable y peor que los emperadores paganos, caudillo de
los impí os, có mplice de bandoleros y Anticristo. «Casi no caben insultos
peores que los prodigados por Atanasio» (Hagel). 16

Recientemente, Richard Klein ha intentado revisar «esa imagen pan-
fletaria del princeps arianorum Constantius, trazada por una animadver-
sió n personal y aceptada por muchos pese a constituir una grosera falsi-
ficació n de la realidad; por difundida que esté la noció n de Constancio
como arriano, no deja de corresponder a un cliché; nos parece má s cier-
to que este emperador obedeció, como su padre, primordialmente a
mó viles polí ticos, que no religiosos, haciendo del clero instrumento
del poder». 17


Así lo pone de manifiesto la «misió n» del indio Teó filo en Arabia,

hacia el añ o 340.

Este personaje, exiliado en Roma a tí tulo de rehé n, fue educado por
Eusebio de Nicomedia, probablemente el mismo que le ordenó obispo
poco antes de iniciar su expedició n. Como jefe de la delegació n impe-
rial, apenas hizo labor misionera, sino polí tica (aunque venga a ser lo
mismo a fin de cuentas). El imperio tení a grandes intereses en la Arabia
Fé lix,
donde descargaban las naves portadoras de los preciados produc-
tos orientales de importació n para continuar el transporte por la ví a te-
rrestre. El obispo Teó filo, que viajó allí con una gran flota mercante, fo-
mentó dichos intereses mediante una tá ctica de sobornos a los jeques.
No hizo conversiones, no fundó dió cesis ni ordenó sacerdotes, y si hizo
construir alguna «casa de Dios», fue atendiendo siempre a tangibles ra-
zones polí ticas o econó micas. Así autorizó la erecció n de una iglesia en
Tafaron, a orillas del mar Rojo, porque era la capital de la regió n, y otra
en Adana, junto al océ ano Í ndico, porque era el puerto má s importante
para el comercio de los romanos con la India. Un tercer templo se alzó
en la desembocadura del golfo Pé rsico, donde interesaba ganarse a la
població n local. A Constancio le convení a influir sobre los á rabes y sus
prí ncipes, que soportaban mal la superioridad militar de los persas, y
que en adelante las habituales expediciones de saqueo no recorriesen las
provincias romanas limí trofes sino el territorio vecino. Incluso cabí a la
posibilidad de ganá rselos como aliados, o cuando menos como simpati-
zantes, aunque neutrales, de cara a la inminente guerra contra los per-
sas, principales enemigos de Roma en Oriente. Por eso, la expedició n
misionera del obispo no llevó como regalos, digamos, doscientas biblias,
sino doscientos corceles de pura raza capadocia, en naves especialmente
acondicionadas para transportarlos. 18

Otro ejemplo de có mo la razó n de Estado era la definitiva para Cons-
tancio nos lo proporciona el caso de Armenia, regió n cuyos problemas
conocí a de su é poca de cesar.

Cuando el katholikos Nerses promovió la fusió n de la Iglesia armenia
con la griega, entrando al mismo tiempo en la zona de influencia del Im-
perio romano, el emperador dio su visto bueno; pero cuando el mismo
patriarca se dedicó a consolidar su posició n militarizando cada vez má s su
sé quito y ponié ndose de parte de los señ ores feudales, y cuando censuró
acremente al rey Arsaces por el asesinato de su sobrino Knel para poder
casarse con Farantzem, esposa de é ste, lo que motivó el relevo de Nerses
por un (anti)patriarca llamado Tsunak, Constancio no respaldó en modo
alguno al obispo legí timo, a quien antes habí a apoyado, sino que prefirió
la amistad del rey Arsaces, que era el má s importante de entre sus aliados
en Oriente, demostrando con ello que valoraba má s esta alianza frente al
comú n enemigo persa que la legitimidad del katholikos. Nerses fue deste-
rrado por Arsaces y no pudo regresar hasta nueve añ os má s tarde. 19

Lo mismo que su padre, Constancio utilizó el cristianismo como ins-
trumento de su polí tica y no al revé s. Por eso, tan pronto como se vio


emperador ú nico/su primera preocupació n fue la unidad de la Iglesia,
aunque a diferencia de su progenitor prefirió buscarla en los arrí anos. De
ahí que fuese desterrando uno tras otro a numerosos patriarcas cató licos,
entre ellos Atanasio, Pablo de Constantinopla e Hilario de Poitiers. Tam-
bié n otros, como el papa Liberio y Osio de Có rdoba, sufrieron el peso
de su autoridad: «Mi voluntad ha de ser ley para la Iglesia —explicó a
los reunidos en Milá n en 355—. Obedeceré is, o seré is desterrados». Al
mismo tiempo continuaba la persecució n contra los donatistas de Á frica
que no iniciara Constantino, e incluso procedió contra una secta del
amanismo, la de los eunomianos, setenta de cuyos obispos se dice fue-
ron exiliados por orden suya. 20

Con los judí os, Constancio se mostró incluso má s brutal que su pa-
dre. Una ley del añ o 339, que los tilda de «secta nefanda» y llama «mer-
cados» {conciliá bulo) a sus lugares de reunió n, prohibe bajo pena de
muerte en la hoguera poner dificultades a ningú n judí o que pretendiese
convertirse al cristianismo. Ahora bien, y aunque los judí os estuviesen
autorizados a hacerse cristianos, el cristiano que se convirtiera al judais-
mo arrostraba la «pena merecida», segú n el emperador, de confiscació n
de todos sus bienes. Prohibió los casamientos entre cristianos y judí os;

en particular, persiguió el ingreso de las mujeres en las comunidades he-
breas con la pena de muerte. Los judí os no podí an comprar esclavos, ni
aunque fuesen paganos, bajo pena de confiscació n de bienes, o pena de
muerte si se atreví an a circuncidarlos. En consecuencia, les vedaba cual-
quier actividad econó mica cuya explotació n necesitase el empleo de es-
clavos; seguramente, fue entonces cuando empezó la dedicació n de los
judí os a las actividades financieras, que los hicieron todaví a má s odia-
dos. La represió n fue severa, sobre todo con los judí os de Palestina, tras
una insurrecció n que fue sangrientamente aplastada. 21

Muy dura fue asimismo la actitud de Constancio frente a los paga-
nos, seguramente instigada por el partido cristiano.

 

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