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Los sínodos de Arles, Milán, Rímini y Seleucia y el espectáculo tragicómico de los obispos Lucifer de Cagliari y Liberio de Roma




La caí da de Atanasio en los dos grandes sí nodos de la residencia im­perial de Arles (353) y de Milá n (355) se produjo bajo una fuerte presió n del emperador. En vano intentaron sus escasos partidarios trasladar al te­rreno teoló gico el descalabro polí tico e iniciar un debate de religió n, fie­les a la prá ctica del maestro de ocultar un simple afá n de poder, la causa Athanasii, detrá s de una cuestió n de fe. El varias veces destronado «pa­dre de la ortodoxia» fue destituido por casi todos los participantes en los sí nodos, con los obispos Ursacio y Valente a la cabeza, y formalmente anatematizado. «Atanasio ha atentado contra todo -decí a el emperador-, pero a nadie ha ofendido tanto como a mí. » Ú nicamente el obispo Pauli^ no de Tré veris, desde hací a añ os el confidente má s í ntimo de Atanasio en Occidente, se negó a estampar su firma (en Arles, donde tambié n firma­ron los legados papales, el obispo Vicencio de Capua, amigo de Atanasio desde hací a casi tres dé cadas, y Marcelo) e inmediatamente pasó al des­tierro en Frigia, donde permaneció hasta su muerte. Sin embargo, en Mi­lá n, por deseo del obispo romano Liberio, despué s de la deslealtad de sus legados en Arles, se celebró un nuevo sí nodo; ahora bien cuando el pue­blo manifestó su protesta, evidentemente espoleado por su obispo Dioni­sio, el emperador trasladó la sede de las santas deliberaciones desde la iglesia a su palacio y siguió las sesiones detrá s de una cortina: «¡ Mi vo-


 

luntad es canon! ». De los 300 padres conciliares se le opusieron en total cinco, tres obispos y dos sacerdotes, que fueron desterrados inmediata­mente, siendo honrados los altos dignatarios con una carta de felicitació n del obispo Liberio en la que llamaba al emperador «enemigo de la huma­nidad». Tambié n el clé rigo Eutropio, uno de los legados romanos, fue desterrado, mientras que el otro, el diá cono Hilario, fue azotado si Atana­sio no miente, como hace tantas veces. 66

Uno de los cinco perseverantes -una curiosidad tragicó mica de la his­toria sacra- fue el obispo Lucifer de Cagliari (Calaris), un antiarriano fa­ná tico de escasa formació n que por el dogma de Nicea sufrió un largo exilio casi solo en Siria y Palestina. Puesto que un clé rigo no debí a ho­menaje a un emperador «hereje», redactó en su contra un sinfí n de escri­tos, en los que entre numerosas citas bí blicas intercalaba toda suerte de primitivos improperios, llamá ndole anticristo en persona y digno del fue­go del infierno. Sin embargo. Lucifer tambié n se enemistó con Liberio de Roma y con Hilario de Poitiers y no reconoció las medidas oportunistas de Atanasio en el «sí nodo de la paz» (362). Má s bien dio la espalda a los cató licos, espantado por su riqueza, relajamiento y acomodació n, y desde Cerdeñ a organizó su propio cí rculo, que perduró hasta el siglo v; con­ciliá bulo pequeñ o pero muy activo, ramificado desde Tré veris a Á frica, Egipto y Palestina. Lucifer tuvo partidarios incluso entre el clero roma­no. Tras su muerte (370-371) ocupó la cabeza del movimiento Grego­rio, obispo de Elvira, en sus orí genes tambié n un defensor radical de la ortodoxia. Los luciferianos, «los que profesan la verdadera fe», rechaza­ban a los cató licos como cismá ticos, censuraban su pertenencia al Estado y la avidez de sus prelados por los honores, la riqueza y el poder, las «lu­josas basí licas», las «basí licas rebosantes de oro, revestidas de suntuosos y costosos má rmoles, con ostentosas columnas», «los extensí simos bie­nes raí ces de los gobernantes». Y el estricto cató lico Teodosio I los reco­noció como ortodoxos. Incluso tení an un obispo en Roma, Efesio, que en vano intentó entregar a la justicia de allí al papa Dá maso. El prefecto de la ciudad, Bassus, se negó categó ricamente «a perseguir a hombres cató ­licos de cará cter irreprochable». 67

Pero de ello se encargaron los propios señ ores.

En Oxyrhynchos, Egipto, los sacerdotes cató licos destrozaron con ha­chas el altar del obispo luciferiano Herá clides. En Tré veris se persiguió al presbí tero Bonosus. En Roma, la policí a y los clé rigos papales maltra­taron de tal modo al luciferiano Macario que murió a consecuencia de las heridas en Ostia, adonde habí a sido desterrado. (Sin embargo, el obispo local, Florentino, no querí a tener nada que ver con el «crimen de Dá ma­so» y trasladó sus restos mortales a un panteó n. ) En Españ a los cató licos forzaron las puertas de la iglesia del presbí tero Vicencio, arrastraron el altar hasta un templo debajo de un í dolo, dieron muerte a golpes a los


acó litos del eclesiá stico, ataron a é ste con cadenas y le dejaron morir de hambre. El obispo Epí cteto de Civitavecchia llevó a cabo un proceso mu­cho má s corto. Ató a su carruaje al luciferiano Rufiniano y le atormentó hasta la muerte. Sin embargo, el obispo Lucifer de Cagliari fue venerado como un santo en Cerdeñ a, que de momento estaba cerrada a la Iglesia central, y como tal le reconoció en 1803 el papa Pí o VII. 68

El hecho de que la historia de los papas no sea parca en curiosidades lo demuestra el obispo Liberio.

En vano intentó el emisario del emperador, el praepositus sacrí cm> -biculi, Eusebio, un eunuco de mala fama que fue ejecutado bajo Julia­no, convencer a Liberio para que condenara a Atanasio. De nada sirvie­ron los regalos ni las amenazas, así que Constancio hizo secuestrar por la noche al romano y le llevó a Milá n. Allí le explicó el dañ o que habí a hecho Atanasio a todos, pero sobre todo a é l. «No se ha dado por satis­fecho con la muerte de mi hermano mayor y no ha cesado de instigar al ya fallecido Constante para que se enemistara contra nosotros. » Añ adió el soberano que incluso sus é xitos contra los usurpadores Magnencio y Silvano no significaban para é l tanto «como la desaparició n de este im­pí o de la escena eclesiá stica». Al parecer Constancio puso un alto pre­cio a la captura del alejandrino fugitivo y solicitó la ayuda de los reyes< de Etiopí a. 69                                               <

Sin embargo, a diferencia de sus legados, el obispo romano querí a;

oponerse al má ximo al emperador «hereje», incluso «morir por Dios». Por lo tanto, Constancio interrumpió la conversació n: «¿ Qué parte de la tierra habitada eres tú, que tú solo te pones al lado de un hombre impí o y perturbas la paz del orbe y de todo el mundo? ». «Tú eres quien por tí í mismo sigues aferrado a la amistad de esa persona sin conciencia. » Libe- S' rio recibió un plazo de tres dí as para reflexionar, pero se mantuvo im-; í perturbable. «Para mí, las leyes de la Iglesia está n por encima de todo ^ -dijo-. Enví ame donde quieras. » Y esto a pesar de que, segú n Amiano» | estaba convencido de la culpa de Atanasio. Pero al cabo de dos añ os de ^ exilio en Beroa (Tracia), con el lavado de cerebro que le dieron el obispo local Demó filo y el obispo Fortunatiano de Aquileja, Liberio capituló. El romano tan admirado en Milá n, el «victorioso luchador por la verdad» (Teodoreto), expulsó ahora de la Iglesia, en un espectá culo muy especial, al «padre de la ortodoxia», al doctor de la iglesia Atanasio, y firmó un credo semiarriano (la llamada tercera fó rmula sí rmica, segú n la cual el «Hijo» só lo es parecido al «Padre»), poniendo de manifiesto de manera expresa su libre albedrí o. En realidad, lo que hizo fue comprar su regre­so, y lo ú nico que pretendí a era salir «de esta aflicció n profunda» y vol­ver a Roma. «Consentidlo si queré is verme desmoralizar en el exilio», se quejaba en 357 a Vicencio de Capua, y aparece por dos veces en el marti­rologio, una en el de Nicomedio y otra en el de Jeronimiano. Sin embar-


 

go, frente a los orientales el papa má rtir llamaba a sus peores enemigos, los obispos Valente y Ursacio, a los que san Atanasio dedicaba los peores insultos en cuanto se presentaba la má s mí nima ocasió n, «hijos de la paz», y les auguró la recompensa en el reino de los cielos; asimismo afirmaba solemnemente no haber «defendido a Atanasio», que Atanasio «habí a sido separado de nuestra comunidad, incluso de la relació n episto­lar», que habí a sido «juzgado con razó n». Y de su profesió n de fe amana escribí a: «La he aceptado en sentido amplio, no me he opuesto a ningú n punto, estoy de acuerdo con ella. La he cumplido, esto lo aseguro». Se comportó de tal manera que la autenticidad -por completo asegurada- de sus cartas del exilio que le comprometí an gravemente ha sido objeto de encendidas polé micas, aun cuando hoy se admita (! ) de manera gene­ral, incluso en el campo cató lico. Hasta el padre de la Iglesia Jeró nimo explicó en su tiempo que Liberio, quebrado en el exilio, habí a dado una firma «heré tica». 70

Por otra parte, la postura del obispo romano como expresió n de debi­lidad humana se valora -con Richard Klein- de manera má s indulgente que las posturas de san Atanasio (que explica detalladamente el caso de Liberio para hacer que parezca todaví a má s heroica su propia perseve­rancia) y de san Hilario, pues ambos, cuando era menester, adulaban de forma repugnante al soberano o bien le denigraban de manera descarada, aunque tambié n Liberio -que no deberí a haber sido papa- tuvo el arrojo suficiente para al menos anatematizar a Constancio cuando murió. 71

(Sin embargo, en nuestros dí as PerikIes-Petros Joannou califica las cartas de Liberio de falsificaciones amanas. «Lo que los arrí anos no pu­dieron conseguir por medio de la violencia -afirma-, lo dieron por hecho en las cuatro falsificaciones que pusieron en circulació n bajo el nombre de Liberio. » Sin embargo: «La iniciativa para la presente obra partió del cardenal de la curia Amieto Giovanni Cicognani [Roma]». El prelado comprobó primero, «en una conversació n personal», las intenciones que animaban a Joannou y a continuació n le rogó «investigar má s detallada­mente en las fuentes eclesiá sticas bizantinas la idea del prelado y presen­tarle despué s los resultados». Só lo entonces tuvo lugar la autorizació n del «cardenal Cicognani, a quien entretanto el papa habí a nombrado se­cretario de Estado». )72

Constancio autorizó en el añ o 358 el regreso de Liberio. Sin embargo, é sta era la condició n, deberí a administrar el obispado de Roma conjunta­mente con su sucesor Fé lix. Incluso un sí nodo celebrado en Sirmia influyó en este sentido sobre Fé lix y el clero romano. No obstante, se produje­ron tales tumultos en la «ciudad santa» que se entienden las manifesta­ciones de Hilario acerca de que no sabí a cuá l habí a sido la mayor ofensa del emperador, si el destierro de Liberio o la autorizació n para que re­gresara. 73


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