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Las pretensiones de primacía




Las pretensiones de primací a

Las ambiciones de primací a de los obispos romanos, basadas por lo
general en Mt, 16, 18, carecen en realidad de fundamento. Durante má s
de dos siglos no se basaron nunca en la (pretendida) instauració n por par-
te de Jesú s. ¡ Nunca reclamaron ser los sucesores de Pedro! «No parece
que la promesa de Pedro, Mt, 16, 18 -señ ala Henry Chadwick-, haya de-
sempeñ ado ningú n papel, antes de mediados del siglo m, en la historia de
las pretensiones romanas de direcció n y autoridad. » Es desde entonces
cuando hay constancia de la primera exigencia de primací a de un obispo


romano, un hecho que el jesuí ta De Vries confiesa, casi cí nicamente, de
la siguiente manera: «Hemos de admitir que tuvo que pasar mucho tiem-
po hasta que se reconoció en Roma toda la importancia de las palabras
referentes a la piedra para el cargo de Pedro como obispo de Roma. Pero
finalmente se la reconoció [... ]». JÉ n Roma no se desarrolló la idea de un
status especial del «portador de la sede» como «sucesor» de Pedro! To-
das
las sedes episcopales, incluso la menos importante, eran de entrada
«sedes apostó lica», sin que fuera resultado de la tradició n o de la prepon-
derancia. Y todos los obispos reivindicaban el epí teto de «apostó licas» lo
mismo que el sustantivo «apostolatus», para su dignidad y su actividad.
«La denominació n de un simple obispo como summus pontifex puede de-
mostrarse por primera vez incluso en un escrito papal» (Baus, cató lico).
Tampoco los antiguos pastores de Roma se consideraban en modo alguno
«papas». Durante mucho tiempo no tuvieron «ningú n otro tí tulo [... ] que
el de los restantes obispos» (Bihimeyer, cató lico). Al contrario. Mientras
que en Oriente hací a mucho tiempo que a los patriarcas, los obispos y los
abades se les denominaba «papa» (pappas, papa, padre), esta designa-
ció n aparece en Roma por primera vez sobre una lá pida de la é poca de
Liberio (352-366). A finales del siglo v adquirió carta de naturaleza tam-
bié n en Occidente, donde los obispos romanos utilizan la palabra «papa»,
junto con otros obispos, para autodenominarse, aunque no lo hacen de
manera habitual hasta las postrimerí as del siglo vm. Y hasta el segundo
milenio la palabra «papa» no se convierte en un privilegio exclusivo de
los obispos de Roma, los cuales todaví a en los siglos xi y xn siguen lla-
mando a los obispos no romanos «vicarí as Petri» (representante de Pe-
dro). El tí tulo de «sumo pontí fice» se sigue aplicando a todos los obispos
hasta la Alta Edad Media. 51

En consecuencia, la primací a del «papa» ha sido objeto de discusió n
desde el momento en que se comienza a hablar de ella, empezando por
los propios teó logos, padres de la Iglesia y obispos cató licos. ]

La Iglesia antigua no conocí aJiingima primací a de derecho y honorí fica^delJ)bjsjRp deJRoma^ instaurada por Jesú s

El primero en remitirse a Mt, 16, 18, es desde luego el despó tico Este-
ban I (354-257). Con su concepció n jerá rquico-moná rquica de la Iglesia,
má s que episcopal y colegiada, es en cierta medida el primer papa, aun
cuando no dispongamos de ninguna afirmació n suya a ese respecto. Sin
embargo, el influyente Firmiliano, obispo de Cesá rea de Capadocia, reac-
cionó de inmediato. Segú n el Lexikonfü r Theologie und Kirche, no reco-


noce «ninguna primací a de derecho del obispo de Roma». ¡ Firmiliano
má s bien censura a aquel que se vanagloria de su posició n y cree «tener a
su cargo la sucesió n de Pedro» (successionem Petri tenere contendif).
Acto seguido, habla de la «insensatez tan fuerte y notoria de Esteban», y
en un apostrofe inmediato le llama «schismaticus», que se separa a sí
mismo de la Iglesia. Le echa en cara su «audacia e insolencia» (audacia
et insolentia),
«ceguera» (caecitas), «estupidez» (stultitia). Irritado, le com-
para con Judas y afirma que da «mala fama a los santos apó stoles Pedro y
Pablo». 52

«¡ Con cuá nta diligencia -ridiculiza Firmiliano en una carta dirigida a
Cipriano de Cartago- ha seguido Esteban las santas amonestaciones del
apó stol y ha conservado la humildad y la benevolencia! ¿ Qué hay má s
humilde y benevolente que desavenirse con tantos obispos de todo el
mundo [... ], ora con los orientales (como seguramente sabré is vos muy
bien), ora con vos en Occidente». Y apostrofa directamente al romano:

«Tú mismo te has excluido, no te llames a engañ o [... ]. Pues si bien crees
que todos podrí an ser excluidos de ti, tú solo te has separado de todos». 53

Y en aquel tiempo, en la controversia heré tica sobre el bautismo de
255-256 (la cuestió n de si los cristianos convertidos al catolicismo tení an
que bautizarse o, como enseñ aba Roma, ya no era necesario, lo que afec-
taba a aspectos disciplinarios y dogmá ticos), ni má s ni menos que Cipria-
no tomó partido en la cuestió n de la primací a. El obispó, má rtir y santo
de la Catholica no reconoció, evidentemente de acuerdo con la opinió n
predominante, ninguna preeminencia absoluta de Roma, y no admití a^
-tal como ridiculizaba con Tertuliano (contra Calisto)- a «ningú n obispo
de obispos», con lo cual concordaban ya a la sazó n los sí nodos del nor-
te de Á frica, lo mismo que los de Oriente, tanto en la é poca de lucha
abierta como en tiempos má s sosegados.

Para Cipriano, el obispo de Roma no es esencialmente má s importan-
te que cualquier otro obispo. «Ni en sueñ os se le ocurre atribuirle, aun-'
que só lo sea como una conjetura, un poder de jurisdicció n sobre ninguna
otra comunidad que no sea la suya propia. No considera siquiera como
primero entre iguales (prí mus Í nter pares) al sucesor de Pedro» (Wic-
kert). Para Cipriano, todos los apó stoles son equiparables, todos tienen el
«mismo poder» que Pedro, «la misma parte de honor». Así pues, ningú n
obispo está sometido a otro, como tampoco por encima de los demá s;

ninguno puede censurar a los demá s o ser censurado por otro; resumien-
do, cada uno es responsable de la administració n de su dió cesis só lo ante
Dios. ¡ Por ese motivo, en Roma incluso se falsificó uno de los principa-
les pasajes de los escritos de Cipriano! Sin embargo, ni siquiera la falsifi-
cació n (en De unitate ecciesiae) debe entenderse en el sentido de una pri-
mací a romana. Detrá s de Cipriano (despué s de los concilios de Cartago y
de Asia Menor, que dictaminaron a su favor) habí a otros dos, recibiendo


en el concilio del 1 de septiembre de 256 en Cartago el voto nominal afir-
mativo de 87 obispos. El «papa» no recibió a la delegació n de Cipriano
con las conclusiones, y les negó tambié n la comunió n eclesiá stica, cual-
quier acogida y toda hospitalidad. Prohibió ené rgicamente un segundo
bautismo, puesto que «nada debe renovarse que no se haya transmitido»
{nihil innovetur nisi quod traditum est), probablemente el principio gene-
ral má s antiguo del papado, pues nadie rompí a má s las normas que el
propio papado. Esteban I insultó a Cipriano llamá ndole «pseudocristiano»
y «falso apó stol», un «pé rfido intrigante» (pseudochristum et pseudoa-
postolum et dolosum operarium),
mientras que Cipriano hací a responsa-
ble al «papa» de error, de testarudez, de arrogancia y de irreverencia, y le
pone de vuelta y media llamá ndole «amigo de los herejes y enemigo de
los cristianos». 54

No obstante, en esa é poca de intensa confrontació n con Esteban, Ci-
priano no le excomulgó, que se sepa, si bien habrí a «sido ló gico espe-
rarlo» (Marschall). Por otro lado, debido a las sospechosas fuentes de
que se dispone, sigue siendo objeto de controversias si Esteban de Roma'
excomulgó a san Cipriano; muchos hechos apuntan en ese sentido. Pro-
testantes notables, tales como Seeberg o Lietzmann, así lo afirman, con-
firmá ndolo tambié n recientemente el Handbuch der Kirchengeschichte
cató lico. Má s tarde, Agustí n divulgó la noticia de la retractació n de Ci-
priano, aunque en evidente contradicció n con los hechos (y con apenas
consenso en la historia). 55

Pero ya que a Cipriano, precisamente, se le considera una figura tí pi-
ca del catolicismo de Occidente, como un hito en su desarrollo, los cató -
licos gustan de impugnar su negació n de la primací a. Y realmente é l fue
quien acuñ ó los té rminos de «cathedra Petri» y de «primatus Petrí », que
de modo tan nefasto han hecho historia hasta la fecha, y quien precisa-
mente incluyó en sus textos el pasaje de Matí as «Tu es Petrus», prepa-
rando con ello el terreno para la teorí a petriana de Roma, eso si no fue
esta misma quien lo puso sobre la pista, para lograr el control de la histo»^
rí a mediante la Biblia, el dogmatismo y la doctrina. 56             >

Cipriano habla tambié n de la «Ecciesia principalis [... ], de donde par-|
te la unidad eclesiá stica». Este pá rrafo fue antañ o muy discutido, pues'
supondrí a un testimonio de la primací a de Roma. El historiador de la
Iglesia cató lico Hugo Koch perdió en 1912 su cá tedra al demostrar lo
contrario, y no só lo en un libro. Sin embargo, entretanto hay ya tambié n
muchos cató licos que está n de acuerdo en que «Ecciesia principalis» no
significa primací a papal alguna, y que Cipriano no adjudicaba a los obis-
pos de Roma ninguna posició n jerá rquica principal, ningú n «poder de go-
bierno má ximo» (Bihimeyer), ninguna «autoridad superior» (Bemhart);

de hecho, tal primací a en el catolicismo de entonces no desempeñ aba el
menor papel. 57


Resulta elocuente el hecho de que la Iglesia antigua no reconociera
ninguna primací a honorí fica y de derecho del obispo de Roma que hubie-
ra sido instituida por Jesú s. Dicha primací a está en contradicció n con la
doctrina de los antiguos padres de la Iglesia, incluso de los má s destaca-
dos. Pues lo mismo que Cipriano, tambié n Orí genes, el mayor teó logo
de los tres primeros siglos, aunque acusado de herejí a, interpreta la «po-
sició n de primací a» en un sentido colectivo. Al decir Pedro se hací a alu-
sió n tambié n a los apó stoles, incluso a todos los fieles; «todos son Pedro
y piedras y sobre todos ellos está construida la Iglesia de Cristo». 58

Y lo mismo que Cipriano y Orí genes en el siglo ni, tampoco en el iv
Ambrosio, tan influyente como los papas de su tiempo, adjudicó a é stos
ninguna preeminencia singular. El proverbio de las puertas del infierno,
para muchos cató licos locus classicus de la primací a, tampoco la relacio-
na Ambrosio con el propio Pedro sino con su fe. Para Ambrosio, Pedro no
tiene ninguna primací a, ningú n privilegio, ni siquiera sucesor alguno. Am-
brosio, cuya sede episcopal estaba en competencia con la romana, tomaba
decisiones sinodales sin Roma, o incluso en contra de ella. En una evi-
dente maniobra antirromana, el milanos testifica la primací a del apó stol
Pedro, pero la «primací a de la profesió n, no la del honor {non honoris},
la primací a de la fe, no la del rango (non ordinis)». De manera aná loga,
para el padre de la Iglesia Atanasio «en ningú n lugar se habla del derecho
de Roma, ni siquiera en el sentido de un tribunal de arbitraje eclesiá sti-
co [... ]» (Hagel). El derecho a convocar un sí nodo ecumé nico se lo con-
cede Atanasio só lo al emperador (cristiano). Y por lo que respecta al
padre de la Iglesia Juan Crisó stomo, el benedictino Baur, su bió grafo
moderno, no encuentra en é l «nada que hable con claridad de la primací a
jurisdiccional del papa». 59

Lo mismo que los corifeos eclesiá sticos mencionados hasta ahora,
tampoco Basilio «el Grande» concede ninguna reivindicació n a la prima-
cí a romana (en Oriente). Para Basilio, que con una sola excepció n no di-
rige sus escritos al obispo romano Dá maso, sino siempre a todos los
obispos de Occidente, o a los de Italia y las Galias, la jerarquí a clerical es^
una comunidad de iguales en derecho; por otra parte, Á ntioquí a, que se
vanagloriaba de la «cathedra Petri», podrí a ser eclesiá sticamente la ca-
beza del mundo, pero la cabeza de la Iglesia es só lo Cristo. ¡ La Iglesia de
Oriente nunca ha reconocido a ninguna otra cabeza visible! Para ella, el
obispo de Roma ú nicamente era el primero del episcopado occidental.
Algunas apelaciones a é l de prelados orientales aislados carecen de im-
portancia. Y cuando el papa Dá maso exige de los orientales la aceptació n
incondicional de un credo romano, Basilio lo rechaza con decisió n. (El
obispo y padre de la Iglesia Gregorio Nacianceno, amigo de Basilio, ha-
blaba de los «rudos vientos del oeste» y llamaba al Occidente cristiano
«los extranjeros». )60


El padre de la Iglesia Jeró nimo suele aceptar devotamente (como ro-
mano) las decisiones de Roma, tanto má s cuanto que é l mismo esperaba
ser papa. Sin embargo, se hace eco tambié n de la opinió n generalizada en
su tiempo y llama iguales a todos los obispados, por muy diferentes que
sean en cuanto a tamañ o o riqueza de sus sedes. Donde quiera que esté un
obispo, escribe, en Roma o Gubbio, Constantinopla o Regio, en Alejandrí a
o Tanis, «tiene la misma importancia, tiene el mismo cargo». 61

Ni siquiera Agustí n, tan afecto a Roma pero a veces oscilando delica-
damente entre el papa y sus hermanos africanos, defiende primací a papal
alguna en doctrina o jurisdicció n. Sin atacar directamente la doctrina pe-
trí stica romana, para Agustí n, como para Cipriano, la primací a de Pedro
era só lo un rango personal; en efecto, en lugar de «solus Petrus», para é l
es la «universa ecciesia» la que actú a como guardiana de las llaves de
san Pedro. No es Pedro, la cabeza de los apó stoles, ni la cá tedra romana o
la autoridad romana, lo que ocupa para é l el puesto má s alto, decisivo
para la doctrina, la disciplina y los usos de la cristiandad, sino la autori-
dad de la Iglesia en su conjunto, de la que Pedro serí a só lo el sí mbolo,
segú n Mt, 16, 17 y ss. Por encima del obispo romano estarí a situado el I,
concilio plenario. Por eso, el Vaticano I, de 1870, ¡ incluso reprochó sus |
«opiniones erró neas» (pravae sententiae) al famoso padre de la Iglesiai |
«Sumus christiani, non petriani» (Somos cristianos, no petrianos), habí a |
afirmado Agustí n (Enarr. en salmo 44, 23), y en cuanto a Mt, 16, 18, «nü f
lo habí a entendido ni interpretado en sentido romano en ningú n momen- 5
to de su vida» (Caspar). Y no es casual que el discí pulo de Agustí n Oro-i^
sio -muy leí do en la Edad Media y admirado de manera exagerada-, no?
adjudique al obispo romano ninguna posició n central, sino en todo casQ^
una preeminencia espiritual. 62                                -^

Pero esta postura de los cató licos má s celebrados de la Antigü edad!
resulta tanto má s curiosa cuanto que los escritos de los «santos pa-í
dres», segú n el padre de la Iglesia Cirilo (que con ello puede haber idea-i
do sus propios productos), «salieron a la luz por inspiració n del Espirita
Santo». 63

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