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El cuento del hallazgo de la tumba de Pedro




Segú n una antigua tradició n, la tumba del «prí ncipe de los apó stoles»
se encuentra en la Ví a Apia, y segú n otra versió n debajo de la iglesia de

San Pedro. 21

Despué s de que, al parecer, a mediados del siglo u ya se buscara esta
tumba, entre 1940 y 1949 el arqueó logo Enrico Josi, el arquitecto Bruno
Apolloni-Ghetti, el jesuí ta Antonio Ferrua y el tambié n jesuí ta Engelbert
Kirschbaum hicieron excavaciones debajo de la cú pula de San Pedro. La
direcció n corrió a cargo del prelado Kaas, que entonces era director del


centro. Habí a dejado en Berlí n a Hitler con la actualidad y é l siguió en
Roma las huellas de la Antigü edad, con similar é xito... 22

La guerra mundial llegó y pasó. Y en la Nochebuena de 1950, el papa
Pí o XII anunció a la atenta humanidad (cató lica) que «las investigaciones
que Nos nos propusimos desde los primeros meses de Nuestro pontifica-
do» habí an llegado, «al menos en lo que respecta a la tumba del apó stol,
a una feliz conclusió n en el curso del Añ o Santo». El resultado de las in-
vestigaciones, «de las muy esmeradas investigaciones», lo considera el
papa «de la má xima riqueza e importancia», y «a la cuestió n esencial, la
pregunta de si se ha encontrado la tumba de san Pedro, las conclusiones
finales de los trabajos y de los estudios responden con un rotundo " sí ".
Se ha descubierto la tumba del prí ncipe de los apó stoles». 23

Pero al añ o siguiente, el cató lico Herder-Korrespondenz Orbis Catho-
licus
publicaba, casi sin atreverse, que se habí a «encontrado, sin ningú n
gé nero de duda», el lugar en el que fue enterrado Pedro, «pero no se ha
encontrado la tumba del apó stol»; unas palabras que denotan el arte de la
formulació n y la escuela cató lica. Al fin y al cabo, no se querí a contrade-
cir directamente al papa.

De todos modos, segú n el Herder-Korrespondenz, «un indicio seguro
que demuestra el hecho» es que la tumba de Pedro «se encontraba debajo
del centro de la catedral de San Pedro». Como «indicio demostrativo» se
señ ala: «en el lugar presumible [... ] varias osamentas humanas, que fue-
ron cuidadosamente levantadas». Habí a tambié n enterramientos cristia-
nos y paganos, estos ú ltimos «superpuestos en varias capas». La tumba
del apó stol, la descubierta y no encontrada, debió de ser, tal como indica
el informe de la comisió n, asolada en el curso de los tiempos, y los hue-
sos de Pedro llevados por «seguridad» a otro lugar durante las persecu-
ciones; finalmente, Constantino habrí a mandado levantar una iglesia «so-
bre el venerable lugar». 24

El Herder-Korrespondenz señ ala al final la exclusió n «del pú blico,
durante un tiempo prudencial», del «venerable lugar». Los motivos: la
estrechez de la entrada; el peligro que el acceso supondrí a para los monu-
mentos arqueoló gicos de las proximidades, y por ú ltimo, el auté ntico mo-
tivo, suficientemente revelador: «porque en definitiva un ojo sin forma-
ció n arqueoló gica no podrí a ver allí nada, o casi nada, memorable». 25

Sucede con ello como con todos los grandes misterios de esta reli-
gió n: nada memorable.

Alrededor del añ o 200 el presbí tero romano Gaius creí a saber dó nde
estaba la tumba de Pedro, «en el Vaticano», y la tumba de Pablo, «en el
camino hacia Ostia». Y desde Constantino I se ha venerado -y visita-
do- la presunta tumba de Pedro en San Pedro. Sin embargo, su autenti-
cidad histó rica no ha sido demostrada; simplemente, en la é poca cons-
tantiniana imperaba la creencia de que habí an dado con la tumba de Pe-


dro. Pero esta creencia no demostraba nada má s entonces de lo que de-
muestra hoy. 26

Lo que sí se halló debajo de la iglesia de San Pedro (en cuyas proxi-
midades se encontraba el Frigianum, el santuario de la diosa Cibeles) fue
una gran cantidad de tumbas paganas: en las ú ltimas excavaciones no
menos de 22 mausoleos y dos criptas abiertas. 27

Pero frente a la pobreza de resultados de las pesquisas vaticanas, la
literatura sobre el tema se multiplicó prolí ficamente. En 1964 habí a ya
cerca de cuatrocientas publicaciones con los puntos de vista má s dispa-
res, «desde el má s inocente entusiasmo hasta la negació n má s radical
de los resultados de las excavaciones». Por ejemplo, el jesuí ta Engel-
bert Kirschbaum se vio obligado a rechazar sus propias investigacio-
nes anteriores, demasiado bienintencionadas. Las de su colega en la or-
den, Grisar, se hicieron «con medios insuficientes», y las del «merito-
rio» arqueó logo silesiano Joseph Wilpert fueron menospreciadas por el
mundo cientí fico, que las tildó de «lamentable desliz crí tico del ya an-
ciano erudito». 28

Kirschbaum recopila «toda una serie de piezas demostrativas» de la
autenticidad de la tumba de Pedro. Sin embargo, debe «admitir que va-
rias piezas podrí an interpretarse tambié n de otro modo»; «que solamente
tenemos el lugar, la ubicació n de la tumba del apó stol, y no los compo-
nentes materiales de la misma»; que en una vieja tumba «no hay modo de
saber quié n estuvo allí enterrado». Tampoco sobre su aspecto puede «de-
cir alguna cosa concreta [... ]. Debió de ser una sepultura sencilla [... ], for-
mada ú nicamente por un par de losas. Si fueron sacadas de allí, ya no
quedó nada que ver [... ]». 29

Todo apunta en el sentido de que no se trata aquí de la tumba de Pe-
dro debajo del llamado tropaion, sino que, en sí, é ste no es má s que un
cenotafio, es decir, un monumento. Sin embargo, segú n palabras de
Kirschbaum, en el informe de las excavaciones se «interpreta el tro-
paion
como la tumba del apó stol, aunque en una fase má s avanzada de

su desarrollo». 30

Los resultados de diversos investigadores crí ticos -Adriano Prandi,
Armin von Gerkan, Theodor Klauser, A. M. Schneider, y otros- acaba-
ron arrancando a los jesuí tas la confesió n de que el informe (cató lico)
de las excavaciones no estaba «exento de errores». Recogen «defectos
en la descripció n», hablan de «mayores o menores contradicciones» y
mencionan que errare humanum est, «lo cual, desgraciadamente sigue
cumplié ndose». Pero lo decisivo, quieren «creer», la crí tica «en modo
alguno [... ] lo ha hecho tambalear». Finalmente, Engelbert Kirschbaum
deja constancia de lo siguiente: «¿ Se ha encontrado la tumba de Pedro?
Respondemos: se ha encontrado el tropaion de mediados del siglo n,
pero la correspondiente tumba del apó stol no se ha " encontrado" en el


mismo sentido, sino que se ha demostrado, es decir, mediante toda una
serie de indicios se ha deducido su existencia, aunque ya no existan " par-
tes materiales" de esta tumba original». Ergo, ¡ la tumba ha estado allí,
pero ya no está! 31

«La fantasí a quisiera imaginarse có mo reposaba en la tierra el cadá -
ver del primer papa», escribe Kirschbaum, y supone que los huesos de
Pedro fueron retirados de su tumba en el añ o 258. Naturalmente, sin la
má s mí nima demostració n. Tambié n cabe simplemente «suponer [... ] que
se retiró la cabeza». ¡ El resto podrí a haberse encontrado en la tumba
que (de todos modos) no se ha hallado! ¡ Por otra parte, se constató la
existencia de la presunta cabeza de Pedro (y la de Pablo) en Letrá n desde
finales del siglo n! Sin embargo, en la que se suponí a la tumba de Pedro
se encontró «un montó n de huesos», pertenecientes todos «a una misma
persona», como señ alan las pruebas mé dicas. Un hecho cierto es que «se
trata de los huesos de un hombre viejo. Y Pedro, al morir, era anciano»
(Kirschbaum). Una «demostració n» tan asombrosa que ni siquiera el pro-
pio Kirschbaum se atreve «a decir la ú ltima palabra a ese respecto». 32

En 1965, Margherita Guarducci, profesora de arqueologí a en la uni^%
versidad de Roma, en un libro que causó gran expectació n, afirmaba
haber descubierto sin ningú n gé nero de dudas las reliquias de san Pedro.
Pero como no se disponí a de la tumba del apó stol, el mundo cientí fico
apenas reaccionó ante el nuevo «descubrimiento», y má s tarde lo hizo «a
menudo de forma poco afable» (Dassmann). El propio Emst Dassmann
analizó el conjunto de indicios del libro de Guarducci, publicado por el
Vaticano, y concluyó sus objeciones, nada má s lejos que carentes de afa-
bilidad, con el postulado del viejo maestro de la hagiografí a, H. Deleha-
ye, de que todas las reliquias sobre las que planee la menor sombra de¿
duda deben considerarse falsas. «Pero lo ú nico que consta con plena cer^
teza son las dudas que, dado el actual estado de cosas, siguen lastrando la&
argumentació n de M. Guarducci. »33                            Jí ¿

Cuando Venerando Correnti, un reconocido antropó logo, estudió las
piernas del «vecchio robusto», los presuntos huesos de Pedro, los identi-
ficó como los restos de tres individuos, entre ellos con casi total certe-
za (quasi cortamente), los de una mujer anciana, de unos setenta añ os de
edad. 34                                                       F

No obstante, el 26 de junio de 1968 el papa Pablo VI anunció en su
alocució n con motivo de una audiencia general: «Las reliquias de san Pe-
dro han sido identificadas de una manera que Nos podemos considerar
como convincente». 35

Pero en realidad, cualquier identificació n entre el montó n de restos
enterrados era, tanto al principio como al cabo de dos mil añ os, imposi-
ble, aunque allí estuviera Pedro. Erich Caspar ha señ alado con razó n, y
una buena dosis de prudencia, «que nunca se eliminará n» las dudas exis-


tentes. Dentro de este mismo contexto, Johannes Haller ha recordado,
tambié n con razó n, el escepticismo con respecto a la autenticidad de los
crá neos de Schiller y Bach, aunque la distancia en el tiempo es mucho
menor y las condiciones mucho mejores. Igualmente, Armin von Gerkan
escribe que, incluso si se descubriera la tumba de Pedro con inscripcio-
nes que así lo atestiguaran -lo cual no es el caso-, tampoco se habrí a
conseguido nada, «puesto que esa inhumació n procederí a de la é poca
constantiniana, y es muy posible que se tratara de una ficció n. No existe
ningú n material arqueoló gico, sino que hay que remitirse siempre a una
tradició n, que de todos modos ya existí a en la é poca de Constantino». 36

De lo que realmente se trata en la sospechosa historia de la tumba de
Pedro, escribe el cató lico Fuchs (al que tambié n debemos la sensacional
noticia de que: «varios metros por debajo del actual altar de san Pedro
se encontró una inscripció n petr [... ] y junto a ella huesos, ademá s de
una antigua tumba [... ]»), es de que: «Estas excavaciones son adecuadas
sobre todo para consolidar en el pueblo la idea de la tumba de Pedro».
Este es el punto esencial, puesto que la primací a del papa no se basa en
que Pedro esté enterrado en Roma, pero a la devoció n popular le afecta
esta creencia, y predispone a los peregrinos -«té rra santa! »- a hacer do-
naciones. 37

Monseñ or Rathgeber señ ala asimismo que estos lugares -«ciertamen-
te» la tumba de Pedro- han sido desde los tiempos cristianos má s anti-
guos «un lugar de peregrinaje muy visitado». El prelado cita una lá pida
descubierta allí que lleva no só lo la inscripció n: «Pedro, ruega a Jesucris-
to por los santos cristianos que está n enterrados junto a tu cuerpo», sino
tambié n un retrato, que se considera el del apó stol: la cabeza calva, una
gran nariz, barba y labios carnosos... Ah, si hubiera todaví a milagros, ¿ no
se habrí a sacado ya de las profundidades a Pedro (y Pablo) tan fresco,
como hizo antañ o Ambrosio con sus má rtires? Pero los tiempos ya no
son los mismos. «Los milagros deben verse desde la distancia -dice
Lichtenberg- si se les quiere considerar verí dicos, lo mismo que las nu-
bes se toman por cuerpos só lidos. »38

Así, a pesar de todo, Pedro puede haber estado en Roma, e incluso ha-
ber muerto allí, aunque no como obispo, como titular de la «Santa Sede»,
que recibe de é l su nombre. Kurt Aland escribe en 1981 que «No se trata
de eso de ningú n modo». Y Norbert Brox, quien en 1983 sabe «con toda
certeza» que Pedro ha estado en Roma, confiesa que se ignora por com-
pleto el papel que desempeñ ó en la comunidad de dicha ciudad. «Queda
descartado que fuera su obispo [... ]. » El autor de la primera epí stola de
Pedro no se presentó al «apó stol de Jesucristo» en «Babilonia», es decir,
Roma, como obispo sino, segú n el teó logo protestante Fé lix Christ,
«como predicador y sobre todo como " anciano" ». Tambié n para el cató lico
Blank, Pedro no fue, «con toda probabilidad, " el primer obispo de Roma" »


(y naturalmente tampoco el fundador de la comunidad romana). Incluso
para Rudolf Pesch, tan fiel a la lí nea contraria, no hubo «al principio» (! )
ningú n episcopado en Roma. Ni Pedro ni Pablo, «ninguno de ambos apó s-
toles ha tenido un " sucesor" directo en un obispado romano». Sin embar-
go, al final de su estudio, este cató lico declara que la primací a papal es
«la primací a cató lica de Pedro unida a la sucesió n de los apó stoles en el
cargo de obispo, al servicio de la fe de la Iglesia, una y santa»; esto es
el «factum theologicum», en buen castellano: una subrepció n. De nuevo
con Pesch, es «una agradable idea suponer que I... ]». 39

Pero antes de que sigamos el origen y el desarrollo del primado roma-
no, surge de modo natural la cuestió n de có mo se llegó realmente a los
sacerdotes, obispos y papas cristianos.

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