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El emperador Justiniano, dominador de la Iglesia




El emperador Justiniano, dominador de la Iglesia

Justiniano I (527-565) hijo de campesinos macedonios como su tí o,
pero exquisitamente educado, tení a 45 añ os cuando inició su gobierno.
Era un pí cnico, de estatura media, carirredondo y con calvicie prematura.
Probablemente un tipo diná rico, hombre lleno de contradicciones y enig-
mas, en aquel entonces, y en nuestros dí as, un semidió s o un satá n, segú n
el á ngulo desde el cual se le mire. Se mezclaban en é l la viveza de espí ritu
con una capacidad de trabajo casi excepcional y tambié n con la descon-
fianza y la envidia. Era minucioso, ené rgico, algo rabulí stico y simula-
dor; un intrigante sin escrú pulos. Comí a poco y a veces ayunaba durante
varios dí as. Todo lo querí a hacer é l mismo, como corresponde a un tipo
humano obsesionado por la actividad; tan enamorado del detalle que sus
actos rayaban con frecuencia en la pedanterí a. Dormí a poco —el «empe-
rador insomne»-
y muchos dí as, segú n parece, só lo una hora: «El má s
vigilante de todos los emperadores». Debió de pasar muchas noches en-
teras discutiendo con obispos y hombres de gran santidad. «La noche
-afirma Procopio, modelo de la historiografí a bizantina en su Historia
Secreta-
se la pasa sentado, conversando sin vigilancia [... ] y pretende
desentrañ ar sutilmente y con la ayuda de ancianos sacerdotes los enigmas
del cristianismo. » Gobernó el mundo sin abandonar apenas su palacio,
desde su escritorio, por así decir. Con la ayuda de sus generales Belisario
y Narsé s forzó la reconquista y reconversió n de Occidente al cristianis-
mo. Tres cuartas partes de su reinado, que casi duró cuarenta añ os, se
ocuparon en guerras. A despecho de todo ello se sentí a como represen-
tante de Dios sobre la Tierra y en consecuencia tambié n como dirigente
supremo de la Iglesia: como todos los emperadores bizantinos, tanto de la
primera como de la ú ltima é poca imperial. El patriarca, en cambio, no era
otra cosa que el obispo de la corte: como cualquier otro patriarca, como el
papa. Calificaba a su firma de «divina», su propiedad y é l mismo eran
«sagrados» (los papas adoptarí an pronto esa «sacralidad»). Todas las edi-
ficaciones de su palacio estaban santificadas: recordemos al respecto a
Constantino I, el Salvador, el Redentor, que se autotitulaba «Nuestra Di-
vinidad».

Si Justiniano da muestras de una incesante actividad en lo polí tico, no
es menor la que despliega en lo teoló gico hasta el punto de que bien po-
drí a afirmarse que habí a errado su profesió n. Naturalemte só lo ante algu-
nos puede pasar como un experto. Para otros es simplemente una especie
de infeliz aficionado a la teologí a, un amateur. Aunque haya sido, casi


hasta el final de sus dí as, un cató lico de firme adhesió n a las doctrinas de
Roma -no exento, sin embargo, de trayectorias oportunistas en zigzag-
se siente, no obstante, como legislador de la Iglesia, como su amo y se-
ñ or. Es é l quien fija las fechas de los sí nodos, quien se reserva el derecho
de convocatoria de un concilio ecumé nico y de sancionar los cá nones
conciliares equipará ndolos a las leyes del Estado. Resuelve autocrá tica-
mente problemas de fe, promulga decretos relativos a la fe. Ocupa las se-
des obispales segú n su arbitrio, algo que se vení a haciendo, desde tiempo
ha, en Oriente. Pero no só lo es legislador de la Iglesia, no só lo decreta
«qué requisitos debe reunir la ordenació n de obispos u otros miembros
del clero», «qué vida deben llevar los monjes», etc., sino que tambié n es
autor de obras de teologí a y escribe, incluso, himnos sagrados. A medida
que envejece tanto má s intensa e inequí voca es su dedicació n a la teolo-
gí a. Construye Hagia Sophia y gasta, presumiblemente, 320. 000 libras de
oro en ello. Bajo su gobierno, las iglesias y los monasterios surgen como
las setas en todas las provincias. Su pasió n constructorora es, si cabe, aú n
mayor que la de Constantino I. Justiniano, cuyo afá n es el restableci-
miento del imperio, no só lo es el dominador de la Catholica, sino que es
ademá s reconocido como tal por el obispo romano, por la ciudad de
Roma. A partir de Pelagio I (556-561), Occidente debe contar con la con-
firmació n imperial de la elecció n de un nuevo papa antes de proceder a la
consagració n del mismo. 33   i^

Justiniano emula la humildad de Cristo y «pone en orden las guerras y los asuntos religiosos»

Polí tica y religió n van indisolublemnte unidas en el imperio Justinia-
no, que se extiende desde el Golfo Pé rsico hasta Españ a. Junto a su acti-
vidad organizadora y a sus operaciones militares, este emperador, que se
cree dotado de la sabidurí a divina, mejor aú n, inspirado por ella, consa-
gra grandes esfuerzos a la polí tica eclesiá stica. ¡ Pues la idea imperial bi-
zantina no conoce en absoluto la separació n de poderes entre el Estado y
la Iglesia! El emperador es, propiamente, jefe y señ or supremo de la Igle-
sia. Má s que estar en ella, está sobre ella. Es é l quien regula las cuestiones
eclesiá sticas, las relativas al culto y la teologí a, la lucha contra las «here-
jí as», contra los paganos, al igual que lo hace con cualesquiera otros asun-
tos civiles o militares. «Cada misa solemne celebrada en Santa Sofí a y en
la que participe el emperador, tiene la impronta de una manifestació n po-
lí tica. Como contrapartida, los actos de Estado en el sacro palacio apenas
se distinguen de una misa solemne. La confusió n entre las esferas mun-
dana y espiritual es algo caracterí stico del Imperio bizantino» (Rubí n). El
soberano es en é l responsable ante Cristo de la ortodoxia, de la Iglesia y


del Reino de Cristo sobre la Tierra. Es la «auté nü ca encamació n de este
reino, el mediador entre Cristo y la humanidad», el «Vicario de Cristo»
(Dó lger). 34

El comienzo del Codex lustinianus lo ocupan las leyes relativas a la
polí tica eclesiá stica. Trece tí tulos hablan de la fe, de la Iglesia y de los
obispos. Ya la primera ley contiene una profesió n de fe en toda regla. La
siguiente comienza así: «Como quiera que servimos incondicionalmente
al Redentor y Señ or del mundo, Jesucristo nuestro Dios verdadero, nos
esforzamos por ello en emular, en la medida en que ello resulta posible al
espí ritu humano, su humildad y condescendencia». (Algo que suena de
lo má s curioso en la boca de uno de los mayores autó cratas de todos los
tiempos, aunque, desde luego, tambié n sea al mismo ü empo uno de los ma-
yores simuladores. ) Treinta y cuatro de las leyes complementarias poste-
riores se refieren asimismo al derecho canó nico. 35

Ya la ley del 1 de marzo de 528, en los inicios de su reinado, contiene
pasajes como este: «Toda nuestra solicitud tiene sus ojos puestos en las
iglesias santí simas en honor de la Trinidad de esencia indivisa y sacro-
santa, en la confianza de poder salvamos a nosotros mismos y al Estado
gracias a ella». Y al patriarca le escribí a tambié n a la sazó n: «Toda nues-
tra solicitud busca favorecer a las iglesias, gracias a las cuales mantenemos
confiadamente nuestro Imperio y consolidamos la vida pú blica merced a
la gracia de Dios, que ama a los hombres». 36

En la introducció n a la sexta ley complementaria del 16 de marzo de
535 el monarca escribe que los hombres deben a la suprema bondad
del cielo dos excelsos dones de Dios: la potestad obispal y el poder impe-
rial. Aqué lla está al servicio de las cosas divinas; é ste rige lo terrenal.
«Ambas emanan de un mismo y ú nico origen y son la gloria de la vida
humana. De ahí que nada esté tan profundamente arraigado en el corazó n
de los emperadores como el profundo respeto ante la potestad obispal ya
que, en reciprocidad, los obispos está n perpetuamente obligados a rezar
por los emperadores. »37

La vieja canció n: el trono y el altar, y en este caso, prá cticamente fun-
didos, constituyen una misma cosa. Razó n para que el soberano pueda,
con la má xima convicció n, poner la fe por encima de todo. De ahí que su
edicto sobre la fe dirigido a la població n de Constantinopla el 4 de abril
de 544 asegure lo siguiente: «Consideramos que el primer y supremo
bien de todos los hombres es la recta profesió n de la fe de Cristo, verda-
dera e incontaminada, para que pueda mostrar su vigor por doquier y
para que todos los santí simos sacerdotes se unan en una misma convic-
ció n, reconozcan uná nimemente la verdadera fe cristiana y se erradiquen
todas las excusas inventadas por los heré ticos». 38

Justiniano concedió fuerza legal a los cá nones de los cuatro concilios
«ecumé nicos» (Ley complem. 131, 1). Pero la influencia cristiana se hace


ver asimismo a menudo incluso en á mbitos totalmente exteriores al de la
legislació n eclesiá stica como cuando en medio del texto de los decretos
má s profanos, en una resolució n, por ejemplo, para atajar los excesos en
el juego de dados, se enfatiza de sú bito que «é l pone en orden las guerras
y los asuntos religiosos». En otro que prohibe la homosexualidad no se
remite a los pertinentes pasajes de sus có digos, sino al Antiguo Testamen-
to. (¡ A muchos «corruptores de hombres» [Zonaras] los castigó con la am-
putació n de sus ó rganos sexuales! )39

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