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Teodora, amante de criados y patriarcas (?).. y esposa del emperador




Ella tení a, incuesü onablemente, gran ascendiente sobre é l. «No hací an
nada el uno sin el otro», anota Procopio dos añ os despué s de la muerte de
ella, afirmació n má s aplicable, en propiedad, a é l que a ella. Teodora, una
mujercita grá cil, siempre elegante, delgada, pá lida, de ojos grandes y ne-
gros, que miraban con vivacidad, era temperamental y no carente de in-
genio. Poseí a asimismo una enorme fuerza de voluntad y era, de seguro,
aú n má s ené rgica que su marido. Veinticinco añ os estuvo sentada junto a
é l y no tan só lo ocupando el trono, pues en realidad era una especie de vi-
ceemperador y corregente. En ocasiones regí a, incluso, má s que el propio
Justiniano. De ahí que se permitiera escribir al rey de los persas: «El em-
perador no decide nunca nada sin consultarme previamente». 48

Teodora era hija de un vigilante de osos del hipó dromo. Segú n Proco-
pio, cuando aú n era una niñ a mantení a ya relaciones antinaturales y lasci-
vas con los jó venes hijos de proceres que vení an a visitar el circo. Des-
pué s prestó «servicios obscenos como paje» en una casa pú blica, llegando
a entregarse, en una sola orgí a, a má s de cuarenta hombres. Segú n confe-
sió n propia, Procopio se vio efectivamente obligado a callar muchas co-
sas «por temor a los espí as, a la venganza de los poderosos, a la má s ho-
rrible de las penas de muerte», pero precisamente en su Historia arcana
se muestra proclive a la denigració n. Dicha historia rezuma, en verdad,
odio incontenible contra Justiniano y Teodora a quienes é l («y la mayorí a
de nosotros») tení a por auté nticos engendros propios de una pesadilla,
por la encamació n de figuras infernales, por diablos en figura humana,
ilustrá ndolo todo con profusió n de ané cdotas espeluznantes. Té ngase, sin
embargo, en cuenta que todo esto proviene de la pluma de un patriota de-
clarado, completamente leal, en el fondo, a la causa del Imperio. Y por
violenta que sea su retó rica e inagotable su caudal de palabras; por vio-
lentos que sean los torrentes de enormes y, no pocas veces, increí bles im-
properios con los que fustiga la polí tica de la cristianí sima pareja impe-
rial, su crí tica sabe casi siempre poner el dedo en la llaga. Entre otras
cosas nos informa de dos niñ os de Teodora y de los continuos abortos
de quien, de ahí a poco, tanto predicarí a el recato y la castidad. Venal,
indigna y lasciva, así la denomina un moderno historiador, y tambié n


auté ntico «producto cosmopolita, mezcla de grosera prostituta, payaso fe-
menino y cabaretista» (Rubí n). Todaví a hoy, sus enigmá ticos ojos, inson-
dablemente oscuros, siguen mirá ndonos fijamente desde los mosaicos de
Ravena. 49

Teodora puso fin a su actividad como actriz de teatro, actividad que se
agotaba por lo demá s en la pantomima có mica o en los «cuadros vivos» -y
que tambié n desplegó presumiblemente en el teatro «de las cortesanas»-
al casarse con el gobernador de las provincias africanas Hecé bolo. É ste,
sin embargo, la mandó pronto a paseo, algo que no redundó en su perjuicio,
pues despué s de volver, parece, al vil arroyo, pronto limitó su trato, el
í ntimo, a personas de alta o de altí sima posició n. Entre ellas, probable-
mente, el patriarca monofisita de Alejandrí a, Timoteo III, su «padre espiri-
tual», a quien recordó agradecida toda su vida y a continuació n, tal vez, el
patriarca Severo de Antioquí a, a cuyas manos pasó desde las de Timoteo.
Despué s se enamoró de ella Justiniano, quien la ennobleció y acabó ca-
sá ndose con aquel «tigre femenino», grá cil, tenaz e impulsado por el ins-
tinto. Justiniano leí a en sus ojos sus deseos y puso medio mundo a sus
pies. Muy raras veces hubo en verdad, en la esfera del poder supremo,
dos personas que estuviesen tan hechas la una para la otra. «El sistema
del Estado se convirtió en combustible que alimentaba el fuego de aquel
amor» (Procopio). 50

Teodora compartí a con Justino la pasió n por la teologí a y la polí tica
religiosa. Sin embargo, en contraposició n a é l, adalid faná tico, segú n to-
das las apariencias, del Concilio de Calcedonia, ella era, ya antes de su
ascenso al trono, partidaria de los monofisitas. Ello era, tal vez, resultado
de su antiguo amor al patriarca Timoteo, su «padre espiritual». En todo caso
le valió mucho incienso de parte de los teó logos monofisitas, quienes
falsearon incluso su origen hacié ndola pasar por hija de un sacerdote mo-
nofisita. A raí z de su muerte celebraron su fama haciendo repicar las
campanas de todas las iglesias. Es posible que ella creyera realmente -ya
entre sus contemporá neos corrí an al respecto los má s diversos rumores-
en lo que propugnaba. Desde sus mismos comienzos el cristianismo in-
trodujo la discordia entre los má s allegados separando, bajo la incitació n
implacable del clero a los hijos de sus padres, a la mujer de su marido.
Puede ser, sin embargo, que Justiniano y Teodora se limitaran, como ya
sospecharon el emperador Anastasio y los suyos, a representar una come-
dia ante el mundo, mofá ndose cí nicamente de é l tras haber acordado pé r-
fidamente que el uno profesase en favor de las dos naturalezas del Señ or
y el otro en favor de una ú nica naturaleza, es decir, en favor, cada uno de
ellos, de una de las dos grandes comunidades cristianas al objeto de vin-
cular a ambas a la casa imperial. 51

Teodora llegó incluso a fundar monasterios de los que partí an misio-
neros monofisitas y a sabiendas de todos, incluido su propio marido, dio

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cobijo en su palacio a muchos prelados de ese credo. El patriarca Anti-
mos, a quien Justiniano elevó a la sede de Constantinopla en 535, en una
de las fases monofisitas de su polí tica, para darle la patada, al añ o siguien-
te por consideració n al papa y tambié n, ostensiblemente, con vistas a sus
planes de guerra para Italia, só lo salió doce añ os despué s del palacio,
cuando ya era cadá ver. 52

La hetaira, notoria en toda la ciudad, se convirtió sú bitamente, una
vez esposa del emperador, en un mujer casta y pí a. Su mano era despren-
dida para con las iglesias y los monasterios. Propugnaba leyes matrimo-
niales, reglamentaba la vida nocturna e intentaba, incluso, reeducar a las
prostitutas de Constantinopla en una «Casa de Penitencia», acogiendo allí
a má s de quinientas niñ as y mujeres por las que pagaba a razó n de 5 pie-
zas de oro por cada una. La mayorí a de ellas se arrojaron, parece, al mar
llevadas de la pura desesperació n. Comoquiera que fuese, en ella, el as-
cetismo y la frustació n se tomaron en inhumanidad. Y así, mientras otro-
ra gustaba usar del coito en beneficio de su vida, ahora se complací a en
ordenar torturas como recreo de esa misma vida. Dí a a dí a acudí a a la cá -
mara de los tormentos para deleitarse á vidamente en su contemplació n.
«Si no ejecutas mis ó rdenes -rezaba su má xima favorita-, te juro por el
Eterno que haré que te arranquen la piel de la espalda a latigazos». 53

Sin duda alguna Teodora, cuyo despotismo, amor y, sobre todo, odio
rebasaban todo lí mite y a la que una fruició n casi maní aca le impulsaba a
imponer a sus enemigos el destierro, la prisió n, la muerte y toda clase de
oprobios y deshonras, era cien veces má s temperamental que su corona-
do señ or y tambié n capaz de liquidar despiadadamente a los mismos
favoritos de este ú ltimo. Fue ella, segú n parece, la que dio tambié n ins-
trucciones para organizar una serie de procesos-farsa contra supuestos
homosexuales de las clases altas. Pues, si hemos de creer a Procopio, el
rostro de Justiniano no dejaba traslucir ira o indignació n ni siquiera frente
a quienes provocaban el má s estridente de los escá ndalos, sino que «con
suave mirada, con las cejas levemente caí das y en tono grave, ordenaba
matar a millones de inocentes, destruir ciudades y requisar todas sus pro-
piedades para las arcas del Estado. Con este cará cter el hombre hubiese
podido pasar ante todos como un manso cordero». Y no olvidemos que
este hombre era el mismo cuya piedad se alababa acá y acullá, que lleva-
ba el epí teto de «divino», cuya ley y palacio eran denominados «sacer» y
«sanctus». El mismo era celebrado como el má s pí o de los prí ncipes
(piissimus). Hombre capaz de escribir por su parte: «El emperador, cuya
soberaní a está basada en la santa religió n, gobierna por la gracia de nues-
tro Señ or en las cosas terrenales [... ] habiendo obtenido su cetro por la
bondad del Poder eterno». 54

Apenas es posible imaginarse a Teodora combinando esa continencia
de manso cordero con esos zarpazos de bestia má s que carnicera. Pero,


dejando eso aparte, hasta su muerte, acaecida en 548 a causa de un cá n-
cer y cuando contaba 52 añ os, fue tan maní aca de la pompa, tan codicio-
sa del poder y del dinero, tan sanguinaria y embustera, tan desaprensiva
como el mismo Justiniano. Una parte de las fincas con que le obsequió el
emperador estaba en Asia Menor o en Egipto y solí a recorrerlas en sus via-
jes, al final de su vida, acompañ ada de un sé quito de servidores en nú mero
de 4. 000 personas, despilfarraba en un santiamé n sumas desorbitadas. Ella
misma provení a de la nada pero extremaba los gastos de representació n.
No habí a nada en lo que ella no interviniese con su opinió n y con sus in-
trigas, ya fuese en la administració n, en la diplomacia o en la Iglesia. En-
cumbraba a sus favoritos a posiciones clave y hací a y deshací a patriarcas,
ministros y generales. 55

Impuso tambié n prescriptivamente el humillante saludo de la proster-
nació n ante el soberano (la Proskynese) y vigilaba con ojos de argos un
protocolo que obligaba a sufrir larguí simas esperas en las antecá maras
incluso a los má s altos cargos de la corte. Prodigaba la cá rcel y el exilio a
todos cuantos no eran de su agrado. Es má s, convocaba tribunales espe-
ciales con tal de saciar antes su sed de venganza y engrosar aú n má s su
gigantesco patrimonio. Procopio informa acerca de un senador pró ximo a
Belisario, senador que acabó encadenado a un pesebre en un calabozo
subterrá neo: «Lo ú nico que la faltaba para dar la imagen total de un asno
era el relincho del animal». Y sobre el general Buzas, cuya actividad mi-
litar ha merecido hasta nuestros dí as juicios ampliamente favorables y
que se pasó al parecer má s de dos añ os encerrado en una cá rcel sin luz
del palacio, nos dice Procopio: «El hombre que vení a diariamente a arro-
jarle la comida lo trataba como un animal a otro animal, como un mudo
ante otro mudo». Teodora no era la ú ltima en sacar provecho de las con-
fiscaciones, cada vez má s numerosas, de patrimonios privados. En rela-
ció n con ello habí a, al servicio de sus intereses, todo un estado mayor
propio, con chivatos y agentes secretos, de modo que, tras su muerte, el
emperador se limitó a hacerse cargo de este cuerpo de agentes aunque no
supo usarlo con la misma alevosí a. 56

Como mujer a la que nada resultaba má s ajeno que el estudio de ac-
tas, la erudita obsesió n por el detalle y, a mayor abundancia, la ocupació n
en bagatelas, hallaba, al revé s que Justiniano, tiempo suficiente para cui-
dar su fí sico. Al decir de Procopio, quien desde luego tení a una lengua es-
pecialmente venenosa para con ella, hací a todo cuanto podí a y má s para
cuidar su cuerpo. Por las mañ anas tomaba un bañ o desusadamente largo
y se desayunaba con los má s diversos manjares y bebidas, variedad igual-
mente amplia en cada comida. Despué s solí a descansar de nuevo pese a
que, por lo demá s, dormí a mucho tiempo. «Aunque la emperatriz se en-
tregaba así a toda clase de excesos, creí a, con todo, que podí a gobernar el
reino en las pocas horas que le quedaban. »57

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