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Las falsificaciones literarias entre los romanos




A tenor de la menor importancia de su literatura, la falsificació n lite-
raria desempeñ ó entre los romanos un papel de menor envergadura. Por
supuesto que tambié n la practicaron por diversos motivos, y en ocasiones
se tomaron asimismo medidas en su contra. 25

En 181 a. C. se encontraron en Roma supuestos escritos de Numa
Pompilio, el venerado legislador sacro y regente de la paz. Sujetó a los ro-
manos al derecho y a las costumbres, fundó templos y altares e introdujo
los sacrificios incruentos contra los rayos; se consideraba un gran elogio
para un emperador compararle con é l. Las falsificaciones descubiertas, de
contenido pitagó rico en unos casos y rituales en otros, propagaron proba-
blemente la filosofí a griega en Roma o una reforma religiosa segú n el mo-
delo pitagó rico. Livio relataba que los libros atribuidos a Numa fueron
quemados inmediatamente despué s de haberse descubierto el engañ o. 26


Un fraude famosí simo es la Historia Augusta, una colecció n de 30 bio-
grafí as de aspirantes al trono y usurpadores romanos, desde Adriano (117-
138) a Numeriano (asesinado en 284 por su suegro, el prefecto pretoriano
Apero).

La obra, que no se ha transmitido completa y de la que só lo un ejem-
plar (perdido) llegó hasta la Edad Media, procede de seis autores desco-
nocidos de la é poca de Diocleciano y Constantino. En realidad, la Histo-
ria Augusta,
de cuya inmensidad de actas só lo un documento es auté nti-
co, es la obra de un ú nico falsificador anó nimo que la escribió alrededor
del añ o 400. Este punto de vista ha ido imponié ndose poco a poco desde
el sagaz aná lisis de H. Dessaus (1899), y puede considerarse hoy como
totalmente seguro gracias a los trabajos de J. Straub y E. Hohi. El autor
era pagano, y con el objeto evidente de no correr riesgos, creó anó nima-
mente una especie de «pamphiet against Chrí stí aní ty» (A. Alfó ldi), una
«apologé tica pagana de la historia», como comienza el tí tulo de un libro
de Straub, «uno de los trabajos sucios má s miserables que tenemos de la
Antigü edad», segú n Mommsen. Y a pesar de ello, esta falsificació n tanto
tiempo discutida con acaloramiento tiene un autor ingenioso y constituye
un testimonio valioso y fiable, y a pesar de la gran cantidad de documen-
tos falsificados, sus milagros dispersos, sus ané cdotas y curiosidades, si-
gue siendo «una de las fuentes má s importantes e imprescindibles para el
estudio del Imperio romano en los siglos u y ni» (Straub). 27

De vez en cuando, en Roma se falsificaban tambié n libros de senten-
cias morales, discursos polí ticos, inventivas, obras cientí ficas; el manual
Dicta Catonis, que como texto escolar alcanzó una gran difusió n en la
Edad Media, se unió al nombre del presunto autor Cató n; se atribuyeron
obras a Ciceró n o a Cé sar, se redactó el presunto diario de un testigo de la
guerra troyana, Diktis de Creta. Y cuando Galeno de Pé rgamo (129-199),
no só lo el mayor mé dico de la Antigü edad sino tambié n uno de los mejo-
res mé dicos de todos los tiempos a pesar de algunos errores y puntos dé -
biles, así como autor de una enorme obra que durante casi un milenio y
medio ha gozado de indiscutible autoridad, paseaba un dí a por el merca-
do de libros de Roma, encontró que se ofrecí an obras falsas bajo su pro-
pio nombre. 28

Las falsificaciones no se descubren a veces hasta má s tarde -si es que
se descubren- o se demuestra despué s que lo son, como confirmaremos
aquí en un caso, por su curiosidad y fama, que llega hasta nuestros dí as.

En el añ o 45 a. C. murió Tulia, la hija ú nica de Ciceró n. É ste, dos añ os
antes de su asesinato, cayó en una profunda depresió n y escribió la Con-
solatio,
en la que, como é l dice, fue el primero en consolarse a sí mismo.
Salvo algunos fragmentos aislados no se ha conservado nada. Sin embar-
go, en 1583 la obra apareció impresa en Venecia, sin palabras explicati-
vas, caracterizada con el brillo del lenguaje de Ciceró n y la sabidurí a de


sus pensamientos. Sin embargo, algunos emditos sospecharon ensegui-
da; el primero de ellos fue, con una breve crí tica, Antonio Riccobonus
de Padua. El editor de la Consolatio, Francisco Vianelli, uno de los má s
destacados cientí ficos de su tiempo, pidió al preceptor de Riccobonus,
Cario Sigonio, catedrá tico en Padua, Venecia y Bolonia, que diera su
opinió n. A pesar de la desconfianza inicial y a pesar de algunos plantea-
mientos mal formulados, Sigonio desaprobó el rechazo a la obra en su
conjunto. Preguntó que si Ciceró n no la habí a escrito, ¿ qué hombre de
nuestro tiempo podrí a haberlo hecho? Tras una segunda crí tica má s ex-
tensa, Riccobonus respondió: Sigonio, y doscientos añ os despué s se le
dio la razó n. 29

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