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Desde el «descubrimiento de la cruz» hasta el sacrosanto culto del prepucio




Durante dos o tres siglos a los cristianos no se les ocurrió peregrinar.
Al fin y al cabo, Jesú s no habí a dicho: ¡ Acudid a Jerusalé n cuando yo
esté muerto! ¡ Contemplad el guardarropa de mi santa madre! ¡ Peregrinad
hasta su leche, hasta las plumas del Espí ritu Santo! El Jesú s de la Biblia,
y el de la historia crí tica de la teologí a, habí a enseñ ado una cosa muy dis-
tinta.

Todaví a en el siglo u nadie se preocupaba de los lugares de las histo-
rias bí blicas. Só lo a comienzos del siguiente siglo se buscaron, si bien de
modo aislado, sin que hubiera un peregrinaje regular. Igualmente, los pri-
meros que desde fuera de Palestina peregrinaron a los lugares de los «pro-
digios» del Antiguo Testamento y aquellos otros donde «se desarrollaron»
los principales acontecimientos de la vida de Jesú s (Lexikonflir Theologie
und Kirche)
fueron exclusivamente sacerdotes y obispos, y ademá s, pro-
cedentes de Asia Menor y Egipto. Auté nticos peregrinos de Palestina «no
los hay hasta el siglo rv» (Altaner/Stuiber). Y durante todo el siglo iv pre-
valeció tambié n la peregrinació n a Palestina. 25


Por lo demá s, se desarrolló «en total analogí a con las peregrinaciones
paganas precristianas hacia las tumbas de los hé roes y con las de los judí os
a los Weli de los patriarcas, profetas y reyes». Segú n añ ade Kó tting, decir
que se desarrollaron «de modo totalmente independiente» a partir de ideas
pertenecientes ya al Nuevo Testamento no es má s que charlatanerí a apo-
logé tica, pues las historietas de enfermos que en los Hechos de los Apó s-
toles se curan por la sombra de Pedro o con el sudario de Pablo eran en
principio tan poco novedosas como la peregrinació n. 26

Los motivos pueden haber sido varios. Pero con seguridad predominó
la «necesidad» religiosa, especialmente el deseo de ver los «santos lugares»,
convencerse obteniendo, por así decir, pruebas de la verdad de la Biblia,
de la fidelidad de la transmisió n y fortalecer la fe.

La primera cita comprobable es la oració n de un peregrino a Palestina
en los lugares de los «santos sucesos», registrada por el historiador de la
Iglesia Eusebio. Relata que el obispo Alejandro de Capadocia «por indi-
cació n divina [... ] viajó a Jemsalé n para rezar aquí ». Esto sucedió alrede-
dor del añ o 212. Una dé cada despué s Alejandro se convirtió en obispo de
Jemsalé n, actuó como protector del «hereje» Orí genes y murió en 250 como
má rtir. 27

La auté ntica corriente de peregrinos se inicia en el siglo iv, cuando la
polí tica religiosa de Constantino allanó el camino para ello. Con anterio-
ridad, só lo hay verificació n de sacerdotes y obispos que fueran peregrinos
en Jemsalé n. Ahora llegan tambié n los laicos, sobre todo de Occidente,
de los que faltan testimonios en la é poca preconstantiniana. La mayorí a de
los manuales de historia de la Iglesia hacen coincidir con Constantino el
inicio del peregrinaje a Jemsalé n. A partir de entonces, la ciudad actuó «por
todos los siglos como un imá n sobre los corazones cristianos» (Mader). 28

Se trata ahora de descubrir el mayor nú mero posible de «reliquias de
Cristo»: herramientas de martirio, ropas y «todo tipo de reliquias de ob-
jetos de Cristo» (Lexikon der Ikonographie). La veneració n de la corona
de espinas comenzó en el siglo v, la de la lanza en el vi. En 614 la pun-
ta de esa lanza es llevada a Constantinopla y en el siglo x le sigue la vara
y a finales del siglo xv, con el papa Inocencio VIII, llega a San Pedro de
Roma. Los santos clavos se encuentran todaví a en el tesoro catedralicio
de Tré veris. Allí se expone desde 1100 la Santa Tú nica. ¡ Pero hasta el si-
glo xv sigue habiendo nuevos descubrimientos de «reliquias de Cristo»!
Y a comienzos del siglo xx el mundo dispone ya de má s de diez mil es-
critos sobre las tradiciones cristianas localizadas en Palestina. 29

El auté ntico movimiento peregrinatorio, aunque no imciado, fue im-
pulsado sobre todo por santa Helena.

La intrigante sin escrú pulos que vivió durante mucho tiempo con el
padre de Constantino, primero en concubinato y despué s en bigamia, es
convertida en un á ngel puro por los modernos cató licos, en una «cristiana


de gracia y fe» (Hü mmeler), «muy modesta y sencilla, incansable en la asis-
tencia a los servicios religiosos, siempre dispuesta a ayudar a cualquiera en
apuros» (Schamoni), siempre activa con los presos, los desterrados y los
condenados a las minas. Y así se la sigue festejando hoy todos los añ os, to-
daví a hoy se la invoca para descubrir a los ladrones y contra el rayo. (En-
terrada en Roma -anticipemos brevemente algunos acontecimientos- llega
a Constantinopla mientras que su lujoso ataú d de pó rfiro arriba despué s,
ostensiblemente vací o, al Museo Vaticano. Su cabeza se venera primero
en la abadí a benedictina de Hautvillers [Altum Villare] y despué s en la
catedral de Tré veris. Y a travé s de todos sus restos, auté nticos o no, los
eruditos bolandistas garantizan milagro tras milagro llenando doce hojas
y dividié ndolos en doce clases, llegando hasta la inaudita salvació n del
conde Astaldus, que podí a haberse roto la nuca en Otinus al caerse del ca-
ballo, pero que no se la rompió tras gritar la rogativa «¡ Santa Helena, so-
có rreme! ». )

Junto con san Macario, parece ser que Helena consiguió encontrar la
cruz de Jesú s (con los clavos) sobre el monte del Calvario, una de las in-
numerables mentiras tan grandes como puñ os del catolicismo, motivo
por el que se la considera una leyenda. ¡ Hasta bien entrado el siglo xix las
obras está ndar cató licas consideraban auté ntica la cuestió n!
Pero toda-
ví a en el siglo xx puede suceder que en un mismo libro el «hallazgo o el
descubrimiento de la cruz» se presente como un hecho real y como una
leyenda al mismo tiempo. 30

La santa (festividad 18 de agosto) encontró la cruz cuando peregri-
naba en el añ o 326 hasta los «Santos Lugares». Y el tambié n santo Maca-
rio I (festividad 10 de marzo), obispo de Jemsalé n, testificó «el hallazgo
o descubrimiento de la cruz». En efecto, tras una revelació n de Dios, He-
lena encontró las tres cruces en el Gó igota y pudo verificar cuá l era la au-
té ntica resucitando a un muerto Macario tocó en vano con dos de las
emees el cadá ver de la viuda cristiana Libania, pero en contacto con la
tercera «adquirió vida y alabó con alegrí a al Señ or» (Donin). Otro obispo
local, no en vano tambié n honrado con el má ximo tí tulo cató lico, el Pa-
dre de la Iglesia Cirilo de Jemsalé n (348-386; festividad 18 de marzo),
atestiguó igualmente la verdadera cruz que sin embargo, a diferencia de
la leyenda, hizo salir a la (turbia) luz de la historia mediante otro santo
descubrimiento, el del Santo Sepulcro. Y pronto los escritores, Padres y
Doctores de la Iglesia se ocuparon del extraordinario hallazgo: Só crates,
Rufino, san Ambrosio, el obispo Paulino de Ñ ola. Y estas innumerables
reliquias de la cruz, fruto de un desatino totalmente logrado, «han desem-
peñ ado un gran papel en la historia de la Iglesia» (Bertholet). 31

Segú n Cirilo de Jemsalé n, alrededor de 350 el mundo estaba lleno ya
de partí culas de la cruz. Como rasgo de especial veneració n se enviaban
astillas, má s o menos grandes, a innumerables iglesias y particulares. Las


numerosas iglesias de la Santa Cmz de todos los paí ses, a las que todaví a
hoy se suele ir en peregrinaje, arrancan de una partí cula de «auté ntica»
falsa cruz. Algunos devotos llevaban colgados del cuello diminutos frag-
mentos, como santa Macrina. Se enviaron trozos de la cruz a Constanti-
nopla, a Roma, a Leó n I, Sulpicio Severo, a la reina santa Radegunda de
Poitiers, donde todaví a se venera el fragmento despué s de que en el siglo vi
su amigo (espiritual) Venancio Fortunato, obispo de Poitiers, hubiera com-
puesto el famoso himno Vexilla regí s prodeunt (avanzan los regios estan-
dartes), utilizado en el breviario romano. El papa Gregorio I envió trozos
de la cruz a la reina lombarda Teodelinda y al rey godo Recaredo. Y los
trozos viajaron con infinidad de peregrinos hasta los lugares má s remo-
tos del mundo cristiano. 32            -

Con este famoso reparto de filacterias, de «recuerdos de peregrinos»,
se dio un primer paso hacia la auté ntica partició n de las reliquias, el
despiezamiento de los cadá veres de má rtires, si bien ese proceso, el de
divisió n de la cruz, no permite prever todaví a el desmenuzamiento de los
muertos.

Aunque como ya se ha dicho, muy pronto hubo en todo el mundo—y
mucho má s despué s- reliquias de la cruz, ¡ é sta no se redujo de tamañ o!
Los fragmentos que todaví a circulan en la actualidad no se pretende ya
que sean auté nticos, pero se afirma que han estado en contacto con la ver-
dadera cruz y que, por consiguiente, está n igualmente llenos de fuerzas
sobrenaturales. El «hallazgo de la cruz» fue, desde luego, un hito histó ri-
co de primer orden; no só lo porque dio un impulso imprevisible a la pe-
regrinació n a Palestina, sino porque tambié n de lo contrario no tendrí a-
mos nada tangible de aquel que ascendió hasta la diestra del Padre. Fue
mucho despué s cuando la cristiandad tuvo acceso a una parte de la san-
gre que vertió (en la pasió n) y a su prepucio en varias ciudades italianas,
francesas, belgas y alemanas, de modo que surgió un verdadero culto con
solemnes cargos en honor del Santo Prepucio e incluso vicarios prepucia-
les especiales. 33

Echemos de nuevo -y no só lo por curiosidad- otro vistazo hacia de-
lante, puesto que con todos estos santos prepucios de Jesú s se hizo una
enorme propaganda, se hizo misió n, se reforzó la fe, se aumentó el po-
der... y el capital.

Un famoso prepucio del Señ or estuvo desde 1112o 1114 en Amberes.
Llegó allí con todo gé nero de pompas y festividades precisamente cuan-
 do florecí a la «herejí a» de Tanquelmo, un rigorista cristiano matado a
 golpes por un sacerdote probablemente en 1115. Conservado con acierto
en la «iglesia de Santa Marí a», el prepucio pronto obró un milagro y el
obispo de Cambray vio có mo caí an de é l tres gotas de sangre. De este
modo adquirió un gran prestigio. Se le destinó una lujosa capilla, un ar-
tí stico altar de má rmol en la catedral y fue llevado en solemne procesió n.


Y a pesar de que al parecer desapareció en 1566 con la iconoclastia, to-
daví a se le veneraba a finales del siglo xvm. 34

Pero este prepucio de Cristo de Amberes pronto tuvo una fuerte com-
petencia con el de Roma y casi resultó desacreditado cuando nada menos -^-
que santa Brí gida (muerta en Roma en 1373), la santa nacional de Sue- ^
cia, garantizó la autenticidad de este segundo, tomando como testigo a la
propia santa madre de Dios. En la medida en que esto favoreció el pere-
grinaje a Roma redujo el de Amberes, donde el clero explicó entonces
que aunque no poseí an todo el prepucio sí tení an «un trozo considerable»
(notandam portiunculam). La peregrinació n hacia Amberes volvió a acti-
varse, sobre todo despué s de que los canó nigos de Nuestra Señ ora (y del
Santí simo Prepucio de Jesú s) «demostraron» su autenticidad mediante
un largo memorá ndum, procedente en parte de la tradició n de antiguos
documentos y en parte debido tambié n el «milagro de la sangre» que ob-
servó el obispo de Cambray, así como con otros milagros má s. 35

En 1426 se fundó en Amberes una hermandad «del santo prepucio de
nuestro amado Señ or Jesucristo en la iglesia de Nuestra Señ ora de Am-
beres». Pertenecí an a ella 24 prominentes sacerdotes y laicos, y el papa
Eugenio IV (ese Santo Padre que, disfrazado y bajo una lluvia de piedras,
tuvo que huir de Roma y al que en 1438 el Concilio General de Basilea
declaró destituido) concedió a los miembros de la Hermandad del Santo
Prepucio una rica indulgencia e importantes privilegios, sin manifestarse
por lo demá s acerca de la autenticidad del prepucio de Amberes. Los pa-
pas no eran tan tontos. Tambié n otorgaron indulgencias al Santo Prepucio
de Roma: Sixto V en 1585, Urbano VIII en 1640, Inocencio X en 1647, ^t
Alejandro VII en 1661, Benedicto XII en 1724, y tampoco estos papas
han garantizado la autenticidad de la pieza de Roma. Pero los fieles po-
dí an obtener de ello ricas bendiciones. Y tambié n los papas. 36

Lo mismo que con el «descubrimiento de la cruz» en Jerusalé n. Ello
dio pie a que el emperador Constantino hiciera construir allí iglesias. A
la propia Helena se le atribuyó un templo sobre Getsemaní, fundado por
ella cuando peregrinaba con 79 añ os. En cualquier caso, se levantaban aho-
ra en la ciudad y en Palestina lujosos templos cristianos. Ademá s de obis-
pos y sacerdotes, poco a poco fueron acudiendo tambié n monjes y laicos.
Y pronto se supo có mo satisfacer mejor sus necesidades de consuelo y
fortalecimiento de su fe, y de una forma muy amplia. Se tuvo en cuenta
incluso el creciente interé s hacia los acontecimientos «desconocidos» en
la vida del Nazareno. Los «objetos de recuerdo» de su vida «se multipli-
caron hasta el desenfreno» (Kü tting) en los dos siglos siguientes. Y con
la tradició n del Antiguo Testamento se actuó de un modo no muy distin-
to, toda vez que é ste afectaba por igual a cristianos y judí os. 37

Es cierto que la santa cruz, la «auté ntica», que habí a que proteger con-
tra el ansia de adoració n de los fieles -al parecer, cuando la besaba, un pe-


 

regrino arrancó una astilla de un mordisco-, era el centro de la liturgia y
del interé s general durante el siglo iv; es cierto que se produjeron aquí
curaciones milagrosas, como en los templos de Asclepio y otros dioses
paganos y que se sanó en especial a los poseí dos (segú n san Jeró nimo, en
ningú n lugar temblaban tanto los demonios, ya que se encontraban ante
el tribunal de Cristo). Pero tambié n se sabí a mostrar a los peregrinos pro-
cedentes de todas direcciones, de Mesopotamia, Siria, Egipto, de Tebas,
todos los tesoros posibles, multitud de monumentos del Antiguo Testa-
mento y de tradiciones evangé licas locales. 38

Acompañ emos ahora en su peregrinació n por «Tierra Santa» a algu-
nas de las peregrinas má s famosas de la Antigü edad cristiana.

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