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De la tumba de Abraham al estercolero de Job




De la tumba de Abraham al estercolero de Job

El peregrino de Burdeos visita en 333 muchas má s tradiciones locales
judí as del Antiguo Testamento que del Nuevo Testamento y vuelve a ver
literalmente lo má s increí ble. De pronto se descubrieron cerca de Belé n»
«el lugar de nacimiento de nuestro Señ or Jesucristo», las tumbas de Eze-
quiel, David, Salomó n y otros, encima de cada una de las cuales aparecí a
su nombre en «caracteres hebreos». Incluso se mostraba, en Hebró n, la
tumba de Abraham, cuya é poca, si es que vivió, se remonta a finales del
tercer milenio antes de Cristo. (El Nuevo Testamento calcula desde Abra-
ham hasta Jesú s 42 generaciones para Mateo y 56 para Lucas. Los dos
á rboles genealó gicos de Jesú s desde José -¡ que al parecer no fue su pa-
dre! - hasta David, que cubren un milenio, ¡ tienen dos nombres en co-
mú n! ) Segú n la Biblia, Abraham, del que desciende todo Israel desde el
punto de vista «teoló gico», murió a la «buena edad» de «ciento setenta y
cinco añ os». Sin embargo, el testimonio de las tumbas palestinas señ ala
que en tiempos de «Abraham» la duració n de la vida no solí a superar los
cincuenta añ os. Y por supuesto que de la tumba de Abraham, si es que la
hubo y que atestiguaron Padres de la Iglesia tales como Basilio, Ambrosio
y Jeró nimo, se sabí a en 333 tan poco como de las de Isaac, Jacob, Sara,
Rebeca y Lea, que tambié n pudo contemplar nuestro peregrino. 59

El hombre de Burdeos visitó tambié n el famoso terebinto de Betsor
bajo el cual el patriarca Abraham habí a hablado con los á ngeles y habí a
comido, que era ya en la é poca precristiana un lugar de peregrinació n fa-
moso. El emperador Constantino no omitió esfuerzos en adornar con una
basí lica este lugar venerable, lo mismo que muchos otros. Allí acudí an
judí os, paganos y cristianos, se rezaba a Dios o se invocaba a los á ngeles,
se ofrendaba vino, incienso, bueyes, ovejas, cameros, gallinas. «Cada pe-
regrino lleva lo que má s ama (! ) y que ha estado cuidando durante todo el
añ o, para entregarlo como ofrenda votiva por é l y los suyos [... ]» (Sozo-
menos). 60

El peregrino de Burdeos admiró en Bethar el lugar donde Jacob habí a
luchado con el á ngel, en Sichar los plá tanos plantados por Jacob, en Si-
chem la tumba de José, en Betania «el sepulcro de Lá zaro, donde fue en-


terrado y donde resucitó ». En Jericó contempló con asombro «el sicó mo-
ro de Zaqueo», al que este rico publicano judí o se subió para ver a Jesú s,
En Jericó, atrajo al galo una fuente que primero volví a esté riles a las mu-
jeres, pero que desde que el profeta Elias habí a echado sal provocaba una
gran fertilidad. Nuestro peregrino pudo visitar en Cesá rea una fuente con
las mismas virtudes. Se le enseñ ó tambié n el lugar donde David luchó
contra Goliat, la colina desde donde Elias viajó al cielo y muchas otras
cosas maravillosas. 61

Una especial fuerza de atracció n sobre los cristianos la ejercí a el ester-
colero de Job. Segú n afirma el Padre de la Iglesia Juan Crisó stomo, era
«un peregrinaje que se moví a desde los confines del mundo hasta Arabia,
porque el estié rcol de Job [... ] aumenta la sabidurí a y exhorta a la virtud
de la paciencia». La tumba de Job la vio el peregrino de Burdeos en Be-
lé n, la peregrina Eteria la vio en Carneas, en el este de Jordania. 62

Finalmente, en Jerusalé n se mostraba el palacio de Salomó n con una
estancia en la que antañ o el rey escribí a la «Sabidurí a». El altar del tem-
plo salomó nico llevaba todaví a los restos de sangre del asesinado Zaca-
rí as y las huellas de los soldados asesinos como si hubieran quedado mar-
cadas en cera. Se visitaban tambié n las numerosas fuentes milagrosas, de
las que habí a una que descansaba cada siete dí as, en el dí a del Señ or. Por
doquier habí a cañ os por donde recoger el agua milagrosa. 63     :

San Jeró nimo, cuando se retiró alrededor de 395 a Jerusalé n, tení a to-
daví a suficiente fuerza de fe, sagacidad, cinismo o lo que se quiera, como
para escribir al obispo Paulino, procedente de Burdeos: «¡ No creas que
falta algo a tu fe só lo porque no has visitado todaví a Jerusalé n! ». 64

Poco a poco el peregrinaje fue extendié ndose por todo el mundo. En
Siria alcanzó, con la peregrinació n en pos de personajes vivos, una anti-
gua dimensió n totalmente nueva.

Camino a la cumbre: De los «santos topo» a los «estilitas»

La peregrinació n hasta personas todaví a vivas se hizo imitando cos-
tumbres paganas. Por todo el Imperio romano atrajeron a las masas los
poseí dos de «Dios», los predicadores y los taumaturgos, les atrajeron sa-
bios, visionarios, los proclamadores de la salvació n, los mistagogos y los
inspirados. Y estos divi vivientes, agraciados, que se creí an llenos del es-
pí ritu y de la fuerza de Dios, a los que se consideraba enviados de Dios,
pusieron en movimiento a multitudes enteras. En la é poca del helenismo,
del sincretismo religioso, las masas populares gustaban de los dioses
«pró ximos», de los auxiliadores «má s cercanos», y acudí an a visitarles y
admirarles; los divi ocuparon, por así decirlo, el puesto de los filó sofos
y escritores de la era clá sica. 65


Entre los má s famosos de estos paganos se cuenta un contemporá neo de
Jesú s, Apolonio de Tiana, cuya vida relatada por Filostrato muestra nume-
rosos y sorprendentes paralelismos con la imagen bí blica de Jesú s, hasta
el punto que a veces se lee como un evangelio. Y un representante toda-
ví a má s dudoso si cabe de esta cofradí a divina es el Peregrino Proteo, un
cí nico, que hacia el añ o 167 d. de C., en un acto espectacular, se autoinci-
neró en Olimpia ante multitud de curiosos, y que con anterioridad, cuando
permanecí a en prisió n, habí a declarado profesar la fe cristiana, segú n Lu-
ciano, simplemente para obtener ricas ofrendas. 66

Segú n los apologistas, existe una gran diferencia entre la peregrinació n
hasta paganos vivos y hasta cristianos vivos, una gran diferencia entre
esa peregrinació n pagana y la cristiana. Aunque se admite la notable si-
militud, incluso igualdad de las formas, el auxiliador pagano actuaba por
sí mismo, mientras que el cristiano lo hací a a travé s de Dios, aqué l una
fuente, é ste un instrumento; una ayuda es prá ctica teú rgica sometida a in-
fluencias má gicas, la otra auté ntica y verdaderamente religiosa, el propio
Cristo es la fuente, lo mismo que el hé roe pagano: sin embargo. Cristo
«es aquí una excepció n, no se le puede comparar con otros» (Kó tting). 67

Esto ya lo sabemos y los sofismas y las mentiras clericales de esta í n-
dole, las diferenciaciones seudoeruditas, que en el fondo no son nada má s
que burdos engañ os predicados desde hace siglos, podemos dejarlos co-
rrer. En cualquier caso se trata, por un lado, de la necesidad de ayuda, de
satisfacer la curiosidad y de creer en los milagros, y por el otro de la fa-
mosa excentricidad de los feriantes y los intentos de capitalizar la miseria
y el embrutecimiento; resumiendo, se trata siempre de la penuria huma-
na, del ansia de milagros y de negocio.

Vimos ya qué gran poder de atracció n tení an los ascetas. A muchos
no les apetecí a en absoluto ser objetos de la curiosidad piadosa. Se ocul-
taban en cuanto que veí an a un bí pedo, lo mismo que hacen los animales
salvajes en su guarida, desaparecí an en la tierra como si fueran topos, de
modo que se les vino a llamar tambié n los «santos topo». Muchos huí an
«ante el olor del hombre». Ademá s, muchas de las mortificaciones no eran.
adecuadas para mostrarlas al pú blico, como las practicadas por ciertos
autorrecluidos o, verbigracia, por los boskoi (los «pasturantes»).

Pero habí a otros ascetas a los que les gustaba la «publicidad» y que se
rodeaban de un numeroso grupo de discí pulos; san Apolonio, segú n ates-
tigua el historiador de la Iglesia Rufino, con má s de quinientos. Otros pa-
recí an má s bien exhibicionistas extremados. Cubrí an sus «impudicias» con
el cabello largo, con pobladas barbas, con hojas o simplemente recogien-
do con rapidez las piernas. Sin embargo, su heroí smo, su autosacrificio
heroico lo hací an por sacro egoí smo, para conseguir el reino de los cie-
los, y mostraban sin escrú pulos sus mortificaciones y todo tipo de locura
imaginable. Se representó entonces en estos desiertos «un teatro sin pa-


rangó n, un teatro en el que cada uno da la impresió n de desempeñ ar un
papel eterno lleno de ardor y con escrupulosa precisió n», y todo esto de
tal modo que serí a muy difí cil, si no imposible, «diferenciar entre los locos
auté nticos y los simulados, distinguir a los santos verdaderos de los fal-
sos [... ]»(Lacarrié re). 68

Toda esta locura cristiana en los desiertos de Egipto, Arabia y Siria
despertó la curiosidad de los creyentes. Surgió una «segunda Tierra San-
ta» (Raymond Ruyer), comunidades cuasi comunistas y excé ntricos de
todo tipo, y comenzó hasta allí la peregrinació n, sobre todo porque para
muchos la tierra de los faraones era só lo una pequeñ a excursió n en su pe-
regrinaje a «Tierra Santa». Desde la segunda mitad del siglo iv son in-
contables los que por los má s diversos motivos visitan a los anacoretas
má s famosos y los má s importantes centros monacales, los monasterios
en Pispir, Kolzim, Arsinoe, Oxirrincos, Afroditó polis, Babilonia, Menfis,
etc. Acudí an las llamadas gentes sencillas y «gentes de mundo», nobles,
dignatarios del Imperio, damas acaudaladas como Paula, la rica amiga de
Jeró nimo. La peregrina Eteria se contaba entre ellos y a veces figuras
ilustres de la historia de la Iglesia en Oriente y Occidente, Paladio, Juan,
Casiano o Rufino de Aquilea. Por supuesto, los grandes albergues anejos
a los monasterios cuidaban de una estancia má s prolongada de los pere-
grinos. 69

Entre los diversos gé neros de la locura ascé tica y de la mortificació n
teatral estaban los llamados «está ticos». Y este gé nero, que surgí a en me-
dio de todo el mundo, atrajo hacia sí la atenció n, atrajo a los peregrinos y
los mirones que contemplaban admirados a aquellos valerosos que se man-
tení an de pie sin moverse, como columnas, durante horas o dí as enteros, en
cualquier tiempo, bajo un sol ardiente o lloviendo a cá ntaros, con los bra-
zos cruzados o elevados hacia el Padre divino, en silencio, rezando, can-
tando. San Jacobo, má s tarde obispo de Nisibis y maestro del santo anti-
semita Efré n, tení a «só lo el cielo como cubierta» y entraba en tan profun-
da «estasis» que una vez quedó totalmente enterrado en la nieve sin que
al parecer se enterara. Los griegos siguen celebrando hoy su festividad
el 13 de enero o el 31 de octubre, los cató licos el 15 de julio, los sirios el
12 de mayo, los maronitas y los coptos el 13 de enero, los armenios el 15 de
diciembre. Un colega del celebrado anacoreta, Juan de Sardes, mientras
duerme por la noche se mantiene de pie por medio de una cuerda que
hace pasar por debajo de sus brazos. Sobre san Dó mino, tambié n «está ti-
co» de profesió n y «expuesto a los ojos de todo el mundo», relata el Pa-
dre de la Iglesia Teodoreto que «nunca habla sin derramar lá grimas, pues
lo sé por experiencia, ya que a menudo tomaba mi mano y la llevaba has-
ta sus ojos y la humedecí a hasta dejarla totalmente mojada». 70

Pero incluso a estos locos eclipsa un tipo de mortificació n y exhibicio-
nismo que lo continuó a un nivel todaví a má s elevado, que constituye por


así decirlo la má xima cumbre de estos esforzados anacoretas, la prá ctica
de los estilitas (de stylos, columna).

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