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CAPÍTULO 2. EXPLOTACIÓN. La situación político-financiera antes de Constantino




CAPÍ TULO 2

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EXPLOTACIÓ N

«¿ Qué es lo que el cristianismo ha enseñ ado al mundo? " Ametrallaos

los unos a los otros. Proteged las sacas de dinero de los ricos.
Oprimid a los pobres; quitadles la vida en mi nombre si se vuelven
excesivamente poderosos [... ]. ¡ La Iglesia debe amontonar tesoros
a costa del sufrimiento de sus hijos! ¡ Debe bendecir los cañ ones
y las granadas, levantar una fortaleza tras otra, ir a la caza de puestos,
meterse en polí tica, regodearse en la corrupció n
y agitar mi pasió n como un lá tigo! »

emil belzner


LA PRÉ DICA ECLESIÁ STICA

«Así como el que avanza por un camino se siente tanto mejor cuanto
má s ligero es su hatillo, en el camino de la vida halla tanta má s felicidad
quien alivia su peso mediante la pobreza y no suspira
bajo el lastre de la riqueza. »

minucio FÉ LIX, ESCRITOR ECLESIÁ STICO'

«¿ Por qué te apoca, pues, el hecho de no tener corcel con bridas de oro?
Ahí tienes, sin má s, el sol, que en su rá pida carrera refulge para ti con
su luz, como una antorcha a lo largo del dí a. No tienes oro ni plata
fulgentes, pero tienes la luna, que te ilumina con su luz de mil reflejos.
No montas en carruajes dorados, pero tienes en tus pies un vehí culo
propio, congé nito [... ]. No vives bajo un techo dorado, pero tienes
el cielo, que resplandece con la inefable belleza de sus astros. »

basilio, doctor DE LA IGLESIA2

«¿ Ves ahí el cielo, cuan hermoso, cuan inmenso es y cuan alta su curva
bó veda? Pues el rico no disfruta un á pice má s que tú de tal
magnificencia [... ]. Es má s [... ], nosotros, los pobres, disfrutamos de ella
aú n má s que los ricos. Estos, sumidos a menudo en borracheras,
se limitan a alternar entre el banquete y el sueno y apenas si se percatan
de todo ello [... ]. De ahí que tanto en los bañ os como en muchos otros
lugares podamos ver que al rico lo consumen el dispendio, la ansiedad
y el afá n, mientras que el pobre, libre de todo cuidado, goza por pocos
ó bolos del fruto de todo aquello [... ]. Pero los manjares que aqué l
degusta, me dirá s, son sin embargo má s exquisitos. Con todo,
esa prerrogativa es má s bien nimia y veremos, por lo demá s,
que tambié n a este respecto está s tú en ventaja [... ]. La ú nica ventaja
del rico consiste en debilitar má s el cuerpo y almacenar má s materias
para las enfermedades... ¡ No te lamentes, pues, por la pobreza,
madre de la salud! »

J. crisó stomo, doctor DE LA IGLESIA3


La situació n polí tico-financiera antes de Constantino

Originalmente, ningú n pueblo indogermá nico conocí a la propiedad pri-
vada del suelo o del subsuelo. É stos pertenecí an a la comunidad cuando
se efectuaron los asentamientos y mediante sorteo pasó a ser propiedad
de las estirpes (gentes), de familias particulares cuya propiedad, al menos
por lo que respecta al terreno de la casa de labranza, fue pronto reconoci-
da tanto entre los griegos como entre los germanos y, seguramente, tam-
bié n entre los romanos. 4

En la pení nsula itá lica, má s concretamente en las regiones costeras de
la Toscana y en la é poca paleoetrusca, entre 700 y 650 a. de C., el desa-
rrollo material alcanzó un notable auge. Creció la riqueza, y con ello el
poder de algunas familias particulares, de modo que ya en la Roma arcai-
ca y a partir de la capa social de campesinos pequeñ os y medios, se fue
destacando (mediante una evolució n cuyos factores no está n aú n bien de-
terminados) una capa superior de grandes terratenientes nobles. Sus posi-
bilidades financieras, ya muy superiores, les permitieron ir ampliando
ininterrumpidamente sus posesiones, sobre todo cuando se enseñ orearon
por la fuerza de las tierras estatales, el ager publicus, que subsistí a hasta
entonces junto a la propiedad privada, el ager privatus, y provení a en su
mayor parte del botí n de las guerras. Estas tierras ocupaban en el siglo m
un sexto, aproximadamente, de la pení nsula itá lica. Aunque esa acumula-
ció n de la propiedad no siguiera en modo alguno una trayectoria lineal y
admitiera numerosas excepciones, con todo, mostró ser la tendencia do-
minante. Cada crisis, fuese familiar o polí tica, y, sobre todo, cada guerra
enriquecí a aú n má s a una é lite dominante: ello fue así tanto de resultas de
la devastadora guerra civil desde Sila hasta Augusto, que duró varias dé -
cadas, como a raí z de la guerra contra Aní bal, guerra que asoló amplias
regiones del sur de Italia y afectó especialmente al estrato social del pe-
queñ o campesinado, pilar fundamental del ejé rcito romano. 5

Fue justamente el conflicto contra Aní bal el que creó una situació n
completamente nueva. Al igual que, ya en el siglo iv a. de C., las conti-
nuas guerras favorecieron en Grecia la formació n de latifundios, mien-


tras agobiaban y arruinaban al campesinado libre, que habí a conocido has-
ta entonces un auté ntico esplendor, ahora, en Roma, la clase media cam-
pesina, financieramente dé bil, resultó prá cticamente aniquilada por los
impuestos de guerra y las devastaciones. El campesino romano feneció
en el campo de batalla o bien se empobreció o endeudó a menudo a cau-
sa del absentismo forzado por la guerra. El estamento nobiliario, en cam-
bio, que era habitualmente el acreedor de los depauperados campesinos,
se cobraba con las granjas de é stos, compraba nuevas tierras, tras enri-
quecerse aú n má s por cuenta de la guerra, y pudo explotarlas ahorrando
muchos costos gracias a la mano de obra barata y las legiones de escla-
vos de guerra que iban llegando a Roma en oleadas sucesivas. "

Durante los siglos i y u d. de C. la economí a agraria basada en el lati-
fundio fue adquiriendo proporciones todaví a mayores. Un nú mero cada
vez má s restringido de terratenientes disponí a de una extensió n de tierras
en continuo aumento, explotadas como pastizales para el ganado o como
plantaciones de vino y de aceite (lo que provocó la reducció n del cultivo
de cereales y la ruina del campesinado). Fueron, sin embargo, los mis-
mos emperadores quienes, a partir de Claudio y Neró n, se convirtieron
en los mayores latifundistas y ello gracias a las confiscaciones, las dona-
ciones y las roturaciones de nuevas tierras. Fue desde luego en la misma
Italia donde la gran propiedad conoció un crecimiento má s rá pido y ello
se debió a toda una serie de factores, en cuya discusió n no entramos aquí
-uno de ellos estribaba en que, a partir de Trajano, un senador debí a in-
vertir como mí nimo la tercera parte, posteriormente, la cuarta parte, de su
patrimonio en bienes inmuebles sitos en la pení nsula-, pero tambié n en
las provincias creció sin cesar la gran propiedad y especialmente en Á fri-
ca, donde lo hizo vertiginosamente, hasta alcanzar proporciones casi in-
verosí miles. En el siglo i de la era cristiana, Plinio el Viejo, nos informa
en su enciclopé dica Naturalis historia (abarcaba dos mil libros) de que la
mitad del suelo total de las provincias africanas pertenecí a a seis grandes
terratenientes.

Una representació n muy grá fica de la extensió n de estos latifundios
nos la presenta, de forma retó rica pero sustancialmente verí dica. Sé neca,
é l mismo un acaudaladí simo ministro de Neró n, cuando se dirije a otro
de sus homó logos «con una seria advertencia»: «Y dado que ningú n par-
ticular quiere oí r nada de ello, digá moslo, pues, pú blicamente. ¿ Dó nde
queré is trazar la linde de vuestras posesiones? El distrito que antes abar-
caba todo un municipio se le antoja ahora estrecho al señ or terratenien-
te. ¿ Hasta dó nde queré is ampliar vuestras tierras de cultivo, puesto que
el á mbito de una provincia entera os parece demasiado angosto para
una ú nica finca? Hay rí os afamados cuyo cauce transcurre por una ú ni-
ca propiedad y corrientes caudalosas, de las que separan naciones ente-
ras, que pertenecen a un solo dueñ o desde su fuente hasta su desemboca-


dura. No estaré is contentos hasta que vuestras posesiones fundarí as no
abracen a los mares, mientras vuestros administradores no imperen tam-
bié n má s allá de los mares Adriá tico, Jó nico y Egeo, mientras las islas y
las patrias de los celebrados hé roes mitoló gicos no figuren como si tal cosa
entre vuestros dominios y lo que antes fue un reino se convierta ahora en
una finca». 7

El crecimiento de los latifundios conllevaba, obviamente, el del patri-
monio dinerario: no en vano fueron los romanos quienes hicieron mayor
aprecio del dinero en la Antigü edad y quienes elevaron a Pecunia al ran-
go de una diosa. Y los bienes pecuniarios aumentaron, naturalmente, de
modo muy aná logo a como lo habí an hecho las fincas: mediante el botí n
de guerra, indemnizaciones de guerra, cré ditos, proscripciones y confis-
caciones. En suma: las posibilidades del «lucro polí tico» eran entonces
casi ilimitadas. Con el denominado cambio de era, ya antes del mismo y,
sobre todo, despué s del mismo, «el dinero afluí a a Roma en cantidades
tales, que ninguna é poca de la historia grecorromana habí a conocido algo
así; y esa afluencia iba en continuo aumento» (Finley). Y si bien es verdad
que una parte quedaba en poder del erario pú blico, la parte mayor -é se
era el quid de los negocios, debidos en no pequeñ a medida a la guerra-
iba a parar a manos privadas. Y cuanto má s nobles, es decir, cuanto má s
grandes y má s poderosas eran estas manos, má s obtení an: algo que ya en-
tonces, como en cualquier otra é poca, «ennoblecí a» aú n má s, fuesen tie-
rras o fuese dinero -el cual tiene la ventaja adicional de que nunca huele
mal- lo que cayese en el propio bolsillo. 8

Sila, por ejemplo, «padre y salvador» de Roma y uno de sus innume-
rables gá ngsteres polí ticos de alto vuelo, rapiñ aba dinero por todos los
medios posibles: mediante herencias, matrimonios -verbigracia, a travé s
del matrimonio con su cuarta mujer (de la poderosa estirpe de los Mé te-
los), Cecilia Mé tela, de la cual se hizo divorciar mientras ella sufrí a bajo
una enfermedad mortal. Sila ganó dinero mediante la expoliació n de las
provincias, y de modo especial gracias a sus lucrativos negocios en el
norte de Á frica. Pero no fueron menores los beneficios obtenidos me-
diante las confiscaciones y proscripciones (que Livio, Veleyo, Plinio y
Sé neca condenaron una y otra vez), medidas que sirvieron para desterrar
y expropiara 40 senadores, 1. 600 caballeros y un total de 4. 700 ciudada-
nos romanos y sirvieron de fundamento a otras de las grandes fortunas de
la é poca. Algo semejante ocurrió, desde luego, despué s de que Antonio fue-
se vencido por Augusto, ese hombre al que, ya desde sus mismos co-
mienzos, el cristianismo reputó como gobernante ideal por antonomasia,
como instrumento de la divina providencia y a quien acabó por glorificar
mediante una «teologí a de Augusto». Eso despué s de que los paganos, por
su parte, lo hubiesen considerado ya como mesí as, redentor, salvador y
rescatador de la humanidad, luz del mundo e hijo de Dios: conceptos y tí -


tulos, todos ellos, que jugaron un papel nada desdeñ able en la configura-
ció n de la imagen neotestamentaria de Cristo. 9

Marco Craso pasaba por ser el hombre má s rico de la é poca cesá rea,
con un patrimonio evaluado en unos 170 millones de sestercios. Con todo,
las generaciones siguientes -opina Mommsen- miraban hacia atrá s para
ver esa é poca como afligida por la pobreza. El patrimonio de Sé neca, mi-
nistro e í ntimo consejero de Neró n, lo cifraban sus enemigos en 300 millo-
nes de sestercios (en los que, aparte de un componente considerable en
intereses usurarios, habrí a que incluir tambié n en cualquier caso una par-
ticipació n en los bienes confiscados al cuñ ado de Neró n, Britá nico, enve-
nenado antes de su catorceavo cumpleañ os por instigació n de la madre
imperial, Agripina). Al jefe de gabinete del emperador Claudio, el liberto
Narciso (envenenado en 54 d. de C. y elevado al rango de dios) se le atri-
buí a una fortuna de 400 millones de sestercios. Plinio el Joven, nacido
poco despué s del añ o 65 -añ o en que Sé neca se quitó la vida por orden
de Neró n-, tení a unos ingresos anuales de unos dos millones de sester-
cios (correspondientes a un valor de un milló n de dí as de trabajo, habida
cuenta que en la primera é poca imperial un trabajador asalariado ganaba
en Roma dos sestercios diarios). Con ello Plinio no pertenecí a al grupo
de los senadores má s pobres, pero tampoco al de los má s ricos. Todaví a a
principios del siglo v, las primeras casas senatoriales de Roma obtení an
una renta anual que presuponí a un capital de por lo menos 4. 000 millo-
nes de sestercios del valor de los de antañ o. Su lujo estaba en consonan-
cia con ello. No solamente era de oro la vajilla en que comí an y bebí an,
sino que tambié n lo eran los bacines en que defecaban. 10

Claro es que cuanto, má s se enriquecí a aquel exiguo grupo, má s se
empobrecí a la masa, como debió de pasar siempre, salvo diferencias mí -
nimas, en cualquiera de las é pocas conocidas de la historia. Y aunque las
razones de ello fuesen de muy diversa í ndole, todas ellas guardaban entre
sí una relació n má s bien estrecha que lejana.

Por lo pronto, el ejé rcito romano, siempre en continuo crecimiento»
engullí a sumas cada vez má s cuantiosas.

Michael Grant, uno de los má s conspicuos historiadores de la Anti-
gü edad del á rea anglosajona, nos ofrece un cá lculo segú n el cual el suel-
do anual de un legionario romano en la é poca de Augusto tení a un monto
de unas 225 monedas de plata (denarios). Bajo Domiciano (asesinado
el 96 d. de C. ) ese sueldo era de 300 monedas. Un siglo má s tarde, bajo
Septimio Severo, era de 500. El hijo de este ú ltimo, Caracalla (liquidado
el añ o 217 y al que se atribuye la sentencia «nadie, salvo yo mismo, debe
tener dinero y yo lo tengo que tener para dá rselo a los soldados», propia
del apodo por el que se le conocí a: el «emperador de los soldados»),
mimó al ejé rcito y mejoró su soldada en un 50 %. Ahora bien, como du-
rante esos dos siglos el costo de la vida subió, como mí nimo, lo que la


soldada de los legionarios y probablemente bastante má s, la tropa, a con-
secuencia de la incesante inflació n, apenas si ganaba má s que antes y en
muchos casos bastante menos. "                        •;

Para obtener má s dinero los emperadores bajaban de continuo la ley
de las monedas. El contenido metá lico del denario acuñ ado bajo Trajano
correspondí a al 85 % de su valor nominal; el del acuñ ado bajo Marco
Aurelio todaví a al 75 % y el de la é poca de Septimio Severo (194-195)
só lo al 60 %. Las minas de oro estaban agotadas o situadas en territorios
poco seguros. Las monedas de oro estaban en manos de acaparadores de
monedas. El sistema monetario basado en la plata se desplomó y los pre-
cios, tan só lo del añ o 258 al 275, subieron en muchas regiones del impe-
rio -si no en la casi totalidad- probablemente un 1. 000 por %. Pese a
ello, ya antes del añ o 300 se inició una nueva espiral inflacionista con su-
bidas má ximas de precios.

Fracasaron ademá s dos ené rgicos intentos de frenar el alza arrollado-
ra de los precios, intentos propiciados por el, en varios aspectos, intere-
sante emperador Diocleciano. En primer lugar hizo acuñ ar dinero de va-
lor estable en tres metales, oro, plata y bronce plateado, a la par que -ini-
ciativa inusual- adoptó una medida deflacionaria, rebajando el valor
nominal de las monedas a la mitad. Má s inaudita aú n fue su segunda ten-
tativa: mediante un edicto promulgado en 301-302, fijó precios má ximos
para todas las mercancí as y trabajos en todo el Imperio Romano, prohirf
hiendo bajo pena de muerte su incumplimiento. (Los fragmentos que se
conservan indican precios má ximos para 900 productos, desde los alimen-
tos hasta el vestido; 41 tarifas má ximas para los distintos transportes y
los salarios para 113 trabajos distintos. ) Este edicto, chocante anticipació n
de la moderna polí tica de precios y rentas, es «el documento má s valioso de
toda la historia de la economí a de la Antigü edad» y decreta «oficialmente
el final de una é poca del librecambio de mercancí as y de toda actividad
econó mica absolutamente libre de trabas y ello con tal perfecció n que han
sido necesarios mil seiscientos añ os para volver a vivir algo así » (Grant). 12

A despecho de ello, todo fracasó. Ni fue posible imponer el cumpli-
miento de aquellas disposiciones, ni tampoco controlar el consumo. Y
aunque Diocleciano hubiese fijado ya en 50. 000 denarios el precio de
una libra de oro, esa cuantí a experimentó un alza rampante hasta llegar a
300. 000 denarios un cuarto de siglo má s tarde, bajo el primer emperador
cristiano. Los diversos intentos de apoyar una moneda en continuo decli-
ve y de mantener estables el nivel de precios y el conjunto de salarios en
modo alguno apuntaban en primera lí nea al pueblo, sino má s bien al ejé r-
cito, la columna del poder. Pues como quiera que la elevació n de las sol-
dadas apenas podí a mantener el ritmo con la devaluació n del dinero, se
habí a introducido, ya tiempo atrá s, la costumbre de engrosar aqué llas con
donativos. Primero mediante participació n en el botí n de guerra; despué s


mediante donaciones dinerarias o gratificaciones extraordinarias, coinci-
diendo, sobre todo, estas ú ltimas con las ascensiones al trono, con fechas
del añ o o con otras ocasiones festivas. A diferencia de los otros donativos,
estas gratificaciones se pagaban en moneda de oro de ley. En suma: la fi-
delidad del soldado (fides militum, fides exercituum), tan gustosamente
ensalzada, tan ornada de loas religiosas y patrió ticas, debí a ser continua-
mente comprada por los soberanos en moneda contante y sonante. De lo
contrario podrí a costarles el trono y la vida. 13

Caracalla, el «emperador de los soldados», que realizó dispendios mi-
litares especialmente cuantiosos, impuso asimismo tributos aú n má s ele-
vados. Elevó al doble dos de los impuestos ya existentes, el impuesto so"
bre las herencias, respecto al cual abolió cualquier tipo. de dispensas, así
como el impuesto por la manumisió n de esclavos. Aparte de ello, elevó
enormemente los ingresos fiscales mediante un nuevo edicto, la Consti-
tutio Antoniniana (212-213), por el que concedió los derechos de ciuda-
daní a a todos los habitantes del imperio (con muy pocas excepciones, ta-
les como la de los esclavos, libertos con antecedentes penales y antiguos
enemigos del paí s). Hasta entonces esos derechos estaban reservados a
los itá licos y a una privilegiada minorí a de las provincias. A partir de aho-
ra, los nuevos ciudadanos tení an que pagar asimismo el impuesto sobre
la herencia y el exigido por la manumisió n de esclavos y por cierto, como
era ya usual para todos, segú n la tarifa redoblada. Por si todo ello no fue-
ra bastante, el nuevo emperador estableció un impuesto completamente
nuevo sobre las rentas, el «canon por la corona», que recaudó en repeti-
das ocasiones para celebrar con é l supuestas victorias. 14          "

De este modo, el ejé rcito pasó al primer plano polí tico. Se convirtió
en el factor determinante del Estado y devoró de continuo -tambié n los
contemporá neos sabemos algo de esto— gigantescas sumas. De algú n si-
tio tení an que salir y salieron, naturalmente, de allí de donde el arte de
gobernar las supo extraer siempre y las extrae ahora.

Caracalla, Septimio Severo y Maximino I (235-238) procedieron tam-
bié n a confiscar. Marco Aurelio, a vender propiedades del Estado. Pese a
todo ello la devaluació n prosiguió su inflexible marcha y los precios ga-
loparon a tal ritmo que el ejé rcito estaba siempre subremunerado. Tam-
poco las entregas en especie -distribució n de vituallas, uniformes y armas—
alivió gran cosa la situació n, puesto que todo ello (durante el siglo n) se
deducí a de la soldada. A partir de ahora, sin embargo, Septimio Severo
(siguiendo el consejo que é l mismo dio a sus hijos: «Permaneced unidos,
enriqueced a los soldados y despreciad todo lo demá s») y sus sucesores
procedieron a elevar sistemá ticamente los tributos en especie, llamados
posteriormente annona militaris y a distribuirlos ademá s gratuitamente.
Ello resultaba tanto má s gravoso cuanto que aquellas entregas en especie
sobrepasaron bien pronto y en medida considerable los desembolsos en


dinero y se convirtieron así en la parte esencial de la manutenció n de las
tropas, en la base esencial del aprovisionamiento del ejé rcito y en el im-
puesto, con mucho, má s importante del imperio. 15

Ya antañ o, en situaciones de emergencia, las entregas en especie que
la població n civil hací a en favor del ejé rcito se realizaban sin que fuese
resarcida por ello. Por regla general, sin embargo, e incluso a lo largo del
siglo u, el gobierno habí a pagado por ellas, si bien nunca de acuerdo con
su verdadero valor. Ahora bien, en el siglo m se hizo usual no ofrecer
compensació n alguna por ellas. Y así, mientras una gigantesca organi-
zació n, sistemá ticamente ampliada con nuevos cuarteles generales en las
ciudades, con bases de apoyo, con una policí a especial y policí a militar,
con soplones y publí canos, se cuidaba activamente de las entregas comu-
nes en especie -los ricos podí an pagarlas en oro o incluso conseguir
exenció n de las mismas-, la població n de las ciudades y la del campo
veí a có mo la atribulaban con fuertes requisas y có mo se llevaban sus va-
cas, temeros, cabras, heno y vino. Las contribuciones eran tanto peores
cuanto que, a menudo, eran arbitrarias, distintas de lugar a lugar y nunca,
en absoluto, evaluables de antemano. Así fue al menos hasta Diocleciano,
quien estableció una recaudació n de impuestos que, como mí nimo, estaba
regulada, e introdujo -por vez primera en la historia- un plan presupues-
tario fijo y un sistema de impuestos radicalmente nuevo. Ni que decir tie-
ne, por lo demá s, que la tropa incordiaba a la població n y que tambié n re-
quisaba por su propia cuenta. 16

Las quejas de los ciudadanos, las cartas petitorias, se hací an cada vez
má s apremiantes. Hay quien manifiesta en ellas que está al lí mite de su
paciencia, que se sustraerá a todos los pagos y prestaciones por medio de
la huida. Algunos egipcios escriben así: «Resulta difí cil, incluso si se nos
trata con justicia, cumplir plenamente con nuestras obligaciones». Los
frigios confiesan a Filipo el Á rabe, que llegó al trono imperial mediante
el asesinato de su antecesor, Gordiano III: «Se nos martiriza y extorsiona
del modo má s cruel por parte de aquellos que tienen el deber de proteger
al pueblo, es decir, por oficiales y soldados, por dignatarios que ocupan
cargos municipales, y por los propios funcionarios, tus subordinados».
La tribulació n padecida por la inmensa mayorí a se expresa í ntegramente
en esta breve pregunta a un orá culo: «¿ Se me embargará? ¿ Me convertiré
en mendigo? ¿ Debo huir? ¿ Llegará mi huida a algú n té rmino? ». 17

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