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El semisocialista Doctor de la Iglesia Juan Crisóstomo y su discípulo Teodoreto




El mismo Juan Crisó stomo, dotado de una gran sensibilidad social, prac-
tica en el fondo el mismo juego marrullero de sus colegas: como ocurre
con má s de uno de esos, hoy tan admirados, obispos latinoamericanos.

Por una parte, este santo es un pastor que ve en la comunidad de bie-
nes la forma adecuada y natural para la vida humana y en la propiedad de
los ricos el patrimonio perteneciente a los pobres. Segú n é l, no es posible
adquirir ni mantener la riqueza sin cometer injusticia y en ocasiones pre-
dica una especie de evangelio comunista, enseñ ando que «se posean to-
das las cosas de forma comunitaria». Escribe que «no es posible hacerse
rico sin cometer injusticia, ni tampoco continuar sié ndolo con honor», de
forma que a veces se le ha calificado de «comunista» o de «socialista».
Sabe taxativamente, o predica al menos, que la codicia es un impulso
contra natura, una peste que se ha apoderado de todos en mayor o menor
medida, que ha desgarrado y esclavizado al mundo, que convierte a los
hombres en «insensatos», en «irracionales», en «cí nicos y perrunos o
peores que los perros» (¡ como si justamente los perros hubieran de ser
malvados! ); «ella los convierte de perros en demonios». A menudo ve en
el patrimonio el resultado de la injusticia, conseguido gracias a negocios
comerciales y financieros repletos de trampas o mediante el soborno de
los jueces: «Quienes dictan el derecho son jueces tan só lo de nombre, en
realidad son ladrones y asesinos». Las fortunas resultarí an con frecuen-
cia del copo fraudulento de herencias, de los intereses usurarios, de la es-
peculació n en tiempos de hambre. El afá n de dinero y posesiones provo-
ca litigios, robos, asesinatos, guerras. Por ello aconseja no tener mira-
mientos con el dinero, entregarlo a los hermanos o compatirlo al menos
con los menesterosos, dá ndoles la mitad o un tercio como rescate de su
alma. A saber, la caridad extingue los pecados y es así que los pobres, al
llevarse el dinero que se les da, se llevan tambié n los pecados de quien se
lo da. 71

Como regla general, desde luego, este prí ncipe de la Iglesia no exige
a los ricos la entrega de su capital. Nunca dio por suprimido el derecho a


la propiedad privada, ni vio en la riqueza como tal una injusticia, sino
só lo en caso de uso injusto de la misma. Con ello se limita a proseguir las
consabidas tá cticas y doctrinas vigentes hasta hoy en dí a. Intentó aliviar
la suerte de los pobres por medio de la misericordia y no suprimiendo la
injusticia. Trató de hallar la «justa palabra cristiana», vá lida para ambas
partes; para los explotadores y para los explotados: los unos debí an mo-
derarse en sus goces, desistir de su arrogancia, de su desmedido despre-
cio hacia los pobres y hacia el trabajo fí sico. En contrapartida, los otros
debí an sudar la gota gorda alegremente y con voluntad tanto má s firme,
¡ en favor, claro está, de sus hermanos ricos! «No te veas a ti mismo como
servidor de un hombre, sino de Dios, obligado por tanto a hacer los hono-
res al cristianismo. Entonces hallará s má s fá cil el acomodarte a todo: a
obedecer a tu amo y a soportar sus caprichos y arrebatos repentinos. Con-
sidera que no es a é l a quien haces un favor, sino que está s cumpliendo
un mandato divino: así podrá s sobrellevarlo todo con facilidad [... ]. Un
sirviente tan bueno y bien dispuesto lo querrá Dios para sí y lo recom-
pensará con las fulgentes coronas del cielo. »72

Este má ximo representante del catolicismo oriental sabe tambié n can-
tar, con sospechosa insistencia, loas al destino de esclavos y siervos, propio
de las masas, pese a que en numerosas ocasiones haga de é l una descrip-
ció n de compasiva elocuencia. El trabajo fí sico continuo, escribió, resul-
ta muy beneficioso para la salud. Ademá s de ello vigoriza el cuerpo y el
trabajo hace a las mujeres pobres má s atractivas que las ricas. Tambié n
las bellezas naturales, el esplendor del sol y de las estrellas, las disfruta el
pobre má s intensamente que el rico, cuya vida se disipa entre la borra-
chera y el sueñ o. «Y si atendemos al aire, hallaremos que el pobre lo dis-
fruta má s puro y abundante. » «Podemos ver a menudo -asevera el famo-
so eclesiá stico- có mo un millonario alaba la felicidad de quien está en el
taller y se procura el sustento con el trabajo de sus manos. » Y no es só lo
eso. El Dios amoroso, enseñ a Crisó stomo, ha dispuesto en su filantropí a
«que el placer no sea obtenido por medio del oro y la plata, sino só lo me-
diante penas, tribulaciones y penurias [... ]». Es cierto, sí, que los ricos
duermen. en mullidos cojines y en lujosas camas, pero «a menudo perma-
necen insomnes durante toda una noche en sus cojines y no consiguen
obtener un placer como el del sueñ o, por mucho que se las ingenien. El
pobre, en cambio, tiene sus miembros fatigados cuando pone fin a su dura
jornada y apenas se ha tendido, se apodera de é l un sueñ o pleno, dulce y
profundo obteniendo con é l una nada pequeñ a recompensa a sus honra-
dos esfuerzos».

Y no es só lo el caso del sueñ o. En el fondo, pasa otro tanto con la co-
mida, con la bebida y con todo lo demá s. Los ricos, ciertamente, se dan a
las francachelas y se ceban dí a tras dí a. «Y sin embargo, tambié n eso
puede darse en la mesa de los pobres. Es má s, podemos ver có mo é stos


gozan incluso de mayor placer que todos los ricos juntos. » Pues lo decisi-
vo no es la naturaleza de los manjares, sino el estado de á nimo de los co-
mensales. He ahí otra gran ventaja de los pobres. Má s todaví a: «Un gran
bien no radica en la posesió n de tesoros, sino en el temor de Dios y en la
piedad [... ]. Hay mucho dinero en depó sito y sin embargo nos resulta tan
ú til para eludir los males que pesan sobre nosotros como pueda serlo el
estié rcol [... ]»: si no nos pertenece a nosotros, ¡ justa observació n! En
cambio, exclama este prí ncipe de la Iglesia experto en asuntos sociales,
«mira el caso de alguien que sea justo y tenga plena confianza en Dios,
incluso aunque fuese el má s pobre de los hombres: ello le basta para po-
ner té rmino a su presente infortunio. Le es suficiente que extienda sus
manos al cielo y clame a Dios para que el nubarró n pase de largo».

¡ Qué fá cil, qué maravilloso es todo! El Doctor de la Iglesia Crisó stomo,
el «Apó stol de la gran ciudad», el primer «inspirador de la conciencia so-
cial», conoce tantas y tan grandes ventajas de la clase explotada que pue-
de preguntarse a sí mismo: «Toda vez que el pobre duerme, come y bebe
con mayor placer, ¿ qué valor puede tener todaví a la riqueza? ». De hecho
la quintaesencia de su evangelio social se desprende de estas palabras:

«En aquellas cosas má s importantes el pobre y el rico está n, por lo demá s,
bien equiparados: ambos participan de igual manera del agua y del aire;

de toda la naturaleza. Ambos tienen en sí la misma posibilidad de alcanzar
la eterna bienaventuranza». 73

¡ Y no só lo eso! Al igual que muchos Padres de la Iglesia, Juan Cri-
só stomo motivó y dignificó en su dí a los trabajos corporales, trabajos
que, a la vista de la entera situació n social desde Plató n y Aristó teles has-
ta Ciceró n y Virgilio, gozaban, con razó n, de poca estima, pasaban por
ser algo vil, una ignominia frente al ideal aristó crata del ocio. Hizo pro-
paganda del trabajo como medio de autoeducarse y de llevar una vida vir-
tuosa, de forma que exigió de las masas cristianas un celo aú n mayor en
sus labores y mayor rendimiento. Y ello en un doble sentido: en apoyo de
los incapacitados para trabajar... ¡ y del clero! «De ahí que Pablo no se li-
mite simplemente a mandar que se trabaje, sino que exige hacerlo con
ahí nco, al objeto de poder ayudar tambié n a nuestros semejantes con la
remuneració n obtenida. » ¿ Acaso no fue la misma razó n la que llevó al
Doctor de la Iglesia Basilio a escribir que «puesto que hay que comer
cada dí a, menester es que se trabaje tambié n cada dí a»? Esta nueva trans-
figuració n del trabajo, la sublimació n religiosa de su sentido, su cará cter
de obligació n é tica -algo que el protestantismo cultivarí a con mayor celo
aú n (Lutero acuñ arí a al respecto el estú pido sí mil de que «el hombre na-
ció para trabajar, así como el pá jaro nació para volar»-, esa idea, que to-
daví a en el presente sigue dominando el mundo laboral, acerca del alto
valor moral del trabajo, beneficiaba sobre todo a los patronos, a los due-
ñ os, al alto clero y a la nobleza -posteriormente a la burguesí a- mien-

 

 


 

tras que las masas continuaron en la indigencia a lo largo de toda la Edad
Media y hasta bien entrada la Moderna. En buena medida, hasta nues-
tros dí as. 74

A despecho de todas las gangas de los pobres, tambié n ellos se veí an
ocasionalmente asolados por la desdicha y las penalidades, algo que no
se le podí a ocultar tampoco al santo Doctor de la Iglesia. Pero ello, expli-
ca raudo, lo hay en todas partes. «La aflicció n es algo comú n para todos
nosotros -escribe-. Nadie en absoluto está libre de la aflicció n y la miseria:

unos llevan una cruz má s pequeñ a. Otros, má s grande. No nos apoque-
mos, pues, y no creamos que somos los ú nicos en sufrir infortunios [... ];

el gé nero humano es de í ndole descontentadiza, melancó lica, siempre a
la brega con su suerte. »75

Teodoreto, obispo, desde el añ o 423, de la pequeñ a ciudad de Ciro,
junto a Antioquí a, sigue exactamente los mismos pasos de su maestro y
paisano Crisó stomo. Es má s, en la medida en que eleva, aú n má s, las exi-
gencias a la clase trabajadora y apenas critica a los encumbrados, va má s
allá del Crisó stomo y representa -tambié n desde la moderna perspectiva
eclesiá stica- «el punto culminante de la valoració n paleocristiana del tra-
bajo» (Holzapfel).

El trabajo corporal, la prestació n de servidumbre, hallan en Teodoreto
una fundamentació n fuertemente metafí sica y, en cuanto entendido como
resultado del designio divino, se transforma en ideal cristiano, merito-
rio ante Cristo: «Por consideració n con É l, reputan como una dicha su
triste situació n, y la penosa jomada cotidiana, como el má s agradable de
los sueñ os». Así se expresa Teodoreto respecto de los pobres, los campe-
sinos, los artesanos, los obreros. Su miseria la explica é l como «conse-
cuencia del pecado original». Su auté ntica dicha, el auté ntico salario de
su «virtud», consiste en una entrega al trabajo que vaya má s allá del sim-
ple desempeñ o de su obligació n. De ahí que alabe a aquellos «que cumplen
con í ntimo celo las obligaciones derivadas de su sujeció n laboral, que no
necesitan de la coacció n, sino que cumplen su deber por inclinació n y se
anticipan a lo que les obliga hacia su señ or». 76

Ya se ve cuá l'es la novedad decisiva por lo que respecta al trabajo:

hay que aceptarlo, no como antes, a regañ adientes, sino gustosamente: en
aras del Señ or... ¡ y de los señ ores! Tanto má s gustosamente cuanto que
los señ ores lo tienen peor que «la clase de los servidores». «Ten presente
que muchos señ ores han de trabajar tanto como sus siervos, o má s aú n que
é stos, si tenemos en cuenta sus preocupaciones [... ]. El trabajo es algo
comú n a siervos y señ ores, pero no las preocupaciones. Si pues los sier-
vos y los señ ores trabajan, pero estos ú ltimos se ven encima de ello ago-
biados por las preocupaciones, ¿ có mo no contarlos entre los má s desdi-
chados? »77

Tambié n el obispo Teodoreto considera la riqueza y la pobreza ele-
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mentos integrantes de la armoní a del orden có smico querido por Dios.
É ste lo ha predispuesto así sabiamente. Teodoreto defiende todo esto con
la má xima energí a: que haya ricos, un cierto lujo y, necesariamente, tam-
bié n pobreza. «¿ Por qué aceptá is de mal grado que no todos hayá is llega-
do a ser un Creso, un Midas o un Darí o? », pregunta el obispo como si la
alternativa fuese é sta: Creso o mendigo; todo o nada. «¿ Có mo podrí an
todos ser ricos? [... ]. ¿ Quié n aceptarí a gustoso el papel de servidor si é l
gozara de tanta opulencia como los demá s? [... ]. ¿ Quié n aguantarí a en las
canteras y suministrarí a sillares, quié n dispondrí a é stos en un conjunto
só lido y bello para construir edificios, si no es porque la pobreza lo apre-
mia y lo induce al trabajo? ». La mú sica, argumenta Teodoreto, requiere
muchos tonos y só lo de la composició n con muchos colores puede resul-
tar un cuadro. Tambié n las formas geomé tricas muestran una desbordan-
te variedad. Y así como hay diferencias en la mú sica, la pintura y la geo-
metrí a, es forzoso que las haya asimismo en la sociedad humana. «Quien
todo lo gobierna ha atribuido, con razó n, al uno, la pobreza; al otro, la ri-
queza [... ]. Admira a quien todo lo ha dispuesto tan sabiamente y conce-
dido a unos la riqueza y a otros habilidades manuales. » Y por lo que res-
pecta a los bienes bá sicos má s importantes -agua, aire: ¡ recordemos a
Crisó stomo! - el pobre y el rico está n, sin má s, equiparados: «Una vez má s
-la loa viene de mediados del siglo xx- nos hallamos ante un obispo de

gran formato». 78

Y con todo, el má ximo formato y, por supuesto, tambié n la má xima
influencia corren, tambié n en este á mbito, a cargo de Agustí n.

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