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Un banquero protocristiano convertido en papa. Mirada de soslayo a la doctrina social de los papas en el siglo xx




Ya en el siglo i, y má s aú n en el u, se producen regateos, contiendas y
litigios entre cristianos. Todo ello constituye una forma de conducta y de
autoafirmació n estrictamente prohibida por Cristo. Hacia el añ o 200, los
cristianos se ocupan por doquier en oficios manuales y en el comercio y
la mayorí a de los Padres de la Iglesia reconocen la necesidad de este ú lti-
mo (aunque se lo prohiban a menudo a los clé rigos). Tertuliano, cuyo jui-
cio respecto de la riqueza es aú n má s riguroso que el de Lucas y que con-
dena en buena medida el comercio como raí z de todos los males, subraya
có mo los cristianos toman parte en la vida comercial y despliegan su ac-
tividad en todos sus gé neros. Los ve chalanear en el foro, y en el merca-


do; trabajar en talleres y tiendas. Intervienen incluso en el comercio de
ultramar. Hasta el fundador de la má s antigua de las iglesias y creador del
primer Nuevo Testamento, el posterior «hereje» Marció n, un cristiano difí -
cil de sobrestimar en má s de un sentido, era un acaudalado naviero de Sí -
nope, en la orilla sur del mar Negro. Ya en el añ o 139, al incorporarse a la
comunidad de Roma, hace entrega a la misma de 200. 000 sestercios.
Despué s de cinco añ os romperí a sin embargo con ella y recuperarí a su
dinero: ya tení an má s que suficiente. 45

Tambié n el negocio bancario, ya en la transició n del siglo n al m, fue
ejercido por los cristianos. Conocemos nominalmente a dos banqueros
cristianos de esa é poca. Uno era Teodoto el Cambista. El otro era un ban-
quero especialmente afectado por el perfume de los escá ndalos en la pis-
cina pú blica
y que -quizá por ello mismo- se encaramó hasta el solio
pontificio: san Calixto. Tambié n el papa actual Juan Pablo II, a quien de
seguro le tocará ser santo en su dí a, se vio -envuelto a travé s del presi"
dente de la banca vaticana, el arzobispo Marcinkus, perseguido durante
meses por la policí a italiana- en los peores escá ndalos financieros, junta-
mente con personajes tales como, verbigracia, los banqueros de la mafia,
Roberto Caivi, posteriormente asesinado, y el ex alumno de los jesuí tas
Michele Sindona. En verdad, que no fue é l el ú nico entre los «Santos Pa-
dres» del siglo xx. Pí o XII murió en 1958 dejando un patrimonio privada
de 80 millones de marcos en oro y divisas. Ya en el siglo m, y especial-
mente en el iv, hallamos comerciantes cristianos que se hicieron de oro,
fabricantes, navieros, poseedores de gigantescos latifundios. En Alejan-
drí a, Antioquí a, Constantinopla, É feso, Corico, Corinto, Cartago y Roma
hay ya cambistas y banqueros cristianos. En la capital, los collectarii fun-
daron finalmente una corporació n que compraba y vendí a monedas de
oro (solidí ) en el mercado libre y especulaban con el negocio crediticio. 46

Así pues, por lo que respecta a su composició n social, la «Iglesia de
los Santos» no tení a un aspecto muy diferente al de la sociedad romana
de la Antigü edad tardí a, dividida en dos grupos: primero, en el poco nú *
meroso de los ricos, que poseí an casi todo y llevaban una vida de place-
res tan desenfrenada como irreflexiva, entregada a un lujo inimaginable
gracias al uso de la moneda á urea. Segundo, en la masa de los que no
tení an nada o casi nada, que vegetaban en medio de un sordo fatalismo;

que viví an, má s bien mal que bien, del trabajo de sus manos, pagaban
con dinero inflacionario, de cobre o de plata, y eran despreciados por los
señ ores. Cierta clase media, muy abigarrada, apenas si jugaba un papel
social. Hací a ya mucho tiempo que habí a desaparecido el pequeñ o cam-
pesinado libre. Los grandes tarratenientes, y má s tarde la misma Igle-
sia, poseí an ellos solos la casi totalidad de la tierra y gozaban de inmu-
nidad fiscal. Los impuestos los pagaban los estratos sociales medios e
inferiores. 47


Los dirigentes eclesiá sticos se veí an así enfrentados a una situació n
precaria. La gran masa de los cristianos era pobre o, a lo sumo, contaba
con escasí simos bienes. Paulatinamente, sin embargo, se fueron aproxi-
mando personas pertenecientes a capas poseedoras de bienes, acomodadas
o ricas, a las que irritaba, y no poco, el pathos pauperí stico, la equipara-
ció n usual de cristiano y pobre. Y era preciso, ante todo, no incomodar a
los ricos. Los Padres de la Iglesia y los dirigentes de é sta tení an que ser
deferentes con ellos sin agraviar y menos aú n perder el grueso de sus se-
guidores.

De ahí que, por una parte, no eran pocos los autores cristianos que
fustigaban estrictamente el horrible abismo que separaba a ricos y po-
bres. Es má s, cuando, ya en el siglo iv, el contraste social en el seno de
las comunidades cristianas se hizo gradualmente evidente y por añ adidur
ra -en virtud de la rá pida mundanizació n de la Iglesia- tambié n la discre-
pancia entre lo que é sta predicaba y lo que practicaba, las acusaciones de
algunos de sus dirigentes se hicieron, si cabe, aú n má s acres. Un cristiano
tan noble como el Doctor de la Iglesia San Basilio aboga, incluso, de vez
en cuando por la comunidad de bienes voluntaria y califica de ladrones y
de salteadores a aquellos cristianos que todaví a osan llamar propiedad
suya a cualquier cosa. Má s aú n, a todo el que, por egoí smo, no ayuda a
un menesteroso lo equipara a un asesino. Es precisamente ese mandamien-
to del amor al pró jimo el que demuestra, segú n Basilio, que el rico sí que
carece aú n totalmente de amor auté ntico. Pues si bien cada cual «debe re-
cibir ú nicamente un poco para el sosté n de su vida, es, simultá neamente,
deber de todos repartir su patrimonio y entregarlo a los pobres. Quien,
pues, ama al pró jimo como a sí mismo no poseerá nada má s que lo que
posee el pró jimo». Y el obispo Basilio podí a permitirse hablar así, pues
en é poca de hambre, segú n se dice, vendió todo lo que poseí a y con el
producto obtenido alimentó gratuitamente a los pobres. Tambié n el Doc-
tor de la Iglesia Gregorio de Nacianzo vituperaba las grandes diferencias
sociales en el seno de las comunidades cristianas viendo có mo los ricos
nadaban en el lujo y banqueteaban opí paramente mientras los pobres ca-
recí an a menudo de lo má s necesario; có mo aqué llos moraban en suntuo-
sos palacios mientras é stos no tení an ni techo sobre sus cabezas; có mo
los primeros cubrí an sus cuerpos con ropas preciosas mientras los segun-
dos iban en harapos. Y tampoco é l se limitó a la crí tica verbal. Tambié n
é l, si bien no antes de hacer testamento, legó todo su patrimonio a la Igle-
sia y a los pobres. 48

Con todo, y a la vista de tales actos de generosa donació n por parte de
algunos santos cató licos, se impone guardar cierta prudencia. Es fá cil, a
este respecto, dejarse deslumhrar por determinadas leyendas que, desde
mucho tiempo ha, se convirtieron en «historia» por, digá moslo así, dis-
posició n oficial. Así por ejemplo, san Cipriano habrí a donado todo su pa-


trimonio a los «pobres», o a la Iglesia en su caso, en el momento de bau-
tizarse. Despué s, sin embargo -así nos lo cuenta su bió grafo Poncio-, re-
cuperarí a sus «huertos» por disposició n de la gracia divina. Las gigan-
tescas posesiones en latifundios -é ste es el caso má s famoso dentro del
gé nero- que los santos obispos Basilio y Gregorio de Nisa legaron a la
Iglesia quedaron de hecho «vitaliciamente en sus manos como patrimo-
nio privado» (Staats). El siniestro demoledor de templos, el obispo Porfirio
de Gaza, regaló todo su patrimonio a los pobres a raí z de su conversió n.
Así nos lo asegura una fuente de comienzos del siglo v, pero al final de
su vida disponí a nuevamente de un patrimonio má s que considerable. 49 '-•

Los ejemplos en pro de un compromiso social muy fuerte, cuando
menos en el plano verbal, podrí an llenar una biblioteca. Es de presumir
que tales pré dicas respondí an tambié n a menudo a sentimientos sinceros,
al menos las de aquellos pocos que donaron total o parcialmente su pro-
pio patrimonio. Estos actos magná nimos eran al mismo tiempo las má s
eficaces señ ales dirigidas a los ricos para que ellos mismos se entregasen
a la beneficencia, lo que usualmente equivalí a a respaldar la actividad ca-
ritativa de la Iglesia. Ese respaldo, a su vez, suponí a, de un modo u otro,
que la primera beneficiada era ella misma a la par que constituí a una ex-
celente jugada para mantener en jaque a los pobres. Con ello, ciertamen-
te, apenas se mitigaban las tensiones sociales, pero, con todo, se impedí a
a los cristianos pobres que cambiaran su mí sero destino por medio de la
violencia. Como mí nimo se impedí a si a todo ello se le sumaba un adoc-
trinamiento incesante que inculcaba sin parar el deber del vasallaje, la
obediencia, la paciencia, la humildad, la abnegació n, la infinita recom-
pensa a obtener en el cielo o la conminació n con los tormentos del in-
fierno, etc.

El problema se conocí a desde mucho tiempo ha. Ya los antiguos trata-
distas griegos del Estado, el mismo Plató n y tambié n Aristó teles, subra-
yaban que la pobreza suscita descontento y afá n de evertir el orden esta-
blecido, fomenta la agitació n. Aú n má s extendida estaba la opinió n de
que la pobreza era el subsuelo de todos los males. Pero lo que menos ne-^
cesitaba la Iglesia era una revolució n y otro tanto cabe decir del Estado
con el que aqué lla colaboraba del modo má s estrecho desde el siglo iv.
La situació n se hizo tanto má s peligrosa cuanto que en la era posconstan-
tiniana no era una revuelta de esclavos lo que amenazaba a los grupos
dominantes sino má s bien una revuelta de las masas populares explota-
das del modo má s inicuo. De ahí que la Iglesia -caritativamente- perpe-
tuase í ntegro el viejo orden fingiendo dispensar algo nuevo y, sobre todo,
mucho mejor, lo ú nico auté nticamente de verdad, lo ú nico beatificante. Y
así como desde Constantino -y hasta el presente- apoyaba las guerras del
Estado, hací a otro tanto -y lo sigue haciendo- con la explotació n. En esa
misma medida se fue ahondando, aú n má s, el abismo entre poseedores y


desposeí dos. Tanto má s cuanto que «la mayorí a de los ricos, y entre ellos
algunos dignatarios de la Iglesia, adoraban el oro y la plata como al Baal
pagano» (Gruszka). 50

É sta era, expuesta en cuatro pinceladas, la situació n en la que desem-
bocó el cristianismo y a la que realmente se atení a a la par que aparente-
mente defendí a los intereses de los ricos y tambié n los de los pobres, sien-
do así que objetivamente só lo lo hací a con los primeros. Algo tanto má s
fatal cuanto que no só lo se daba crudamente de bofetadas con la predica-
ció n de Jesú s, con su descalificació n bá sica tanto del capitalismo extremo
como del mismo bienestar material, aturdidor del alma, sino que ademá s
fingí a querer mejorar la suerte de los pobres y solidarizarse con ellos.

Si, situá ndonos brevemente en la perspectiva de nuestra é poca, con-
templamos, por ejemplo, la polí tica social de los papas en las postrime-
rí as del siglo xix y en el xx -los papas no escribieron en tiempos anterio-
res encí clica social alguna: ¡ lo hicieron só lo a partir de Marx! - los vere-
mos seguir en ello, todos sin excepció n, las antiquí simas huellas de la
tradició n eclesiá stica: todas sus encí clicas hallan su punto culminante en
la bagatelizació n de las desavenencias entre los que tienen y los que nada
tienen. De ahí que todos ellos, al igual que Leó n XIII -conde Pecci antes
de papa-, partan «de un orden de cosas dado e inmutable de una vez para
siempre», «segú n el cual es imposible en ú ltima instancia, en la sociedad
civil, una nivelació n entre la cú spide y la base, entre ricos y pobres». To-
dos está n convencidos, como Pí o XII, el gran có mplice de los fascistas y
multimillonario en la esfera privada, «que siempre hubo ricos y pobres
y que ello será siempre así [... ]». Pí o XII, como ya hiciera Leó n XIII,
veí a en ello una especie de armoní a natural. Patronos y obreros, pensaba
el gran capitalista papal, eran «colaboradores de una ú nica empresa. Co-
men, casi se podrí a decir (! ) a la misma mesa [... ]. Unos y otros obtienen
su propio provecho». Y no tiene nada de casual que el actual «vicario de
Cristo», Juan Pablo II, se remita a las no muy sociales manifestaciones
de sus predecesores. Ni lo es que hable con tal desparpajo delante de los
obreros acerca de «la dignidad del trabajo», de la «nobleza del trabajo»;

que les recuerde que tambié n el Hijo de Dios «nació pobre», que «vivió
entre los pobres». Que, ¡ por amor de Dios!, no reputen «la riqueza como
la quintaesencia de la felicidad», sino que reconozcan má s bien que «los
pobres a los ojos de Dios» son tambié n los «ricos». De ahí que en el mi-
serable barrio de Vidigal en Rio de Janeiro pusiera sordina al clamor de
los humillados por partida doble y que no olvidase recordarles que «to-
dos somos hermanos [... ]». 51

Esta desvergonzada manera de echar arena a los ojos tiene ya una tra-
dició n de 1. 900 añ os justos. Justamente por ello y en correspondencia
con su lamentable significado merece que la tratemos y documentemos con
algo má s de detalle.


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