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La tendencia favorable a la propiedad en el cristianismo antiguo y el comienzo de la táctica sinuosa




Un ejemplo instructivo lo constituye Pablo, en las antí podas, una vez
má s, del Jesú s de los sinó pticos, y tambié n, asimismo, introductor de
doctrinas completamente nuevas, de la teorí a de la redenció n, de la del
pecado original, de la predestinació n. Con Pablo da comienzo la ascé tica
en el cristianismo y tambié n el menosprecio de la mujer, la difamació n


del matrimonio y una praxis radicalmente distinta en la predicació n, la
babeante intolerancia. 39

Este Pablo piensa ya de distinta manera acerca de la pobreza y la ri-
queza. Propaga, sí, el mandamiento del amor al pró jimo y equipara la co-
dicia de dinero a la idolatrí a, pero no hallamos ya en é l ninguna de las
duras invectivas de Jesú s contra la riqueza. Pablo valora positivamente la
riqueza en cuanto tal y no quiere que el amor fraterno de los cristianos se
exagere hasta el extremo de que el donante pase é l mismo estrecheces.
«Pues lo que para otros es un alivio no debe resultaros a vosotros una
carga. » Eso suena ya radicalmente distinto al tono en que habla Jesú s. Y
mientras é ste señ ala a los pá jaros que van por el cielo, que ni siembran ni
cosechan y sin embargo viven, los textos paulinos enseñ an a «buscar el
honor en el hecho de que llevé is una vida tranquila, atendá is a vuestros
propios negocios y os gané is vuestro pan con el trabajo de vuestras ma-
nos». Se ordena expresamente: «¡ Quien no quiera trabajar, que no coma! ».
Y mientras que Jesú s manda a sus discí pulos proclamar el evangelio sin
dinero en el cinto y, segú n Marcos, ú nicamente les permite un bastó n de
viaje y unas sandalias -segú n Mateo y Lucas les prohibe tambié n el bas-
tó n y el calzado-. Pablo permite a los mensajeros del evangelio la acep-
tació n de dinero, es má s, é l mismo, se afana por recogerlo, si bien no
siempre en interé s propio.

Resulta, con todo, chocante la frecuencia con que Pablo se refiere a
este punto. «Pero quien reciba instrucció n en la palabra de Dios ha de
permitir que su maestro participe en todos los bienes. » «¿ Acaso no tene-
mos derecho a exigir la bebida y la comida? » «Pues está escrito en la Ley
Mosaica: " ¡ Al buey que trilla no debes ponerle bozal! " » «Si hemos sem-
brado lo espiritual entre vosotros, ¿ es acaso extrañ o que cosechemos lo
terrenal de entre vosotros? » ¡ A eso sí que se ha atenido fielmente el clero
cristiano! Eso es algo que no ha manipulado ni tergiversado, ni tampo-
co suavizado, como hizo con los mandamientos radicales de Jesú s. Y
tampoco de sus comunidades nos informa Pablo que tengan los bienes en
comú n, sino má s bien que «se muerden y devoran entre sí » y que deben
guardarse de «que se traguen unos a otros». É sa es cabalmente la praxis
dominante entre los cristianos, la que conocemos desde hace dos mil añ os.
Sí, tambié n es eso lo habitual fuera del cristianismo, ¡ pero aquí nos ocu-
pamos del cristianismo! 40

Que la comunidad primitiva no se andaba con bromas en cuestiones
de dinero nos lo muestra el siniestro «milagro punitivo» de Pedro. Cuan-
do un tal Ananí as vende unas tierras pero, de acuerdo con su mujer Safi-
ra, no entrega la totalidad del importe a Pedro, sino que retiene para sí
una parte, el prí ncipe de los apó stoles proclama: «No me has mentido a
mí, sino a Dios». Palabras desorbitadas, reflejo de la superlativa megalo-
maní a de estos pequeñ os cofrades. Palabras preñ adas de consecuencias


tan significantes como devastadoras: Ananí as es abatido a los pies de Pe-
dro, exhala el ú ltimo suspiro y su cadá ver es retirado de inmediato. Des-
pué s de tres horas llega Safira, a quien Pedro castiga asimismo con la
muerte: «Mira, los pies de los que han sepultado a tu marido está n ya a
la puerta y é sos te llevará n a ti. Cayó al instante a sus pies y expiró ». É se
es el «espí ritu» que hizo escuela en el cristianismo. El interé s propio, el
del cí rculo conducido por ellos -que, conviene reiterarlo incansablemen-
te, es declarado siempre como interé s de Dios-, pasa por encima de todo lo
demá s, por encima de cadá veres y má s cadá veres y ademá s de un modo
má s hipó crita que el aplicado por cualquier otro interé s de este mundo.
(El magisterio eclesiá stico ha ratificado expresamente el derecho del Es-
tado a pronunciar sentencias de muerte y -pese a las objeciones plantea-
das una y otra vez- nunca revisó ese parecer. )41

Tambié n la conocida disputa en el seno de la comunidad primitiva

-entre los «helenistas» y los «hebreos»- afectaba ya al á mbito econó mi-
co, aunque estuviesen en juego muchas cosas má s. Los «helenistas» se
sentí an en todo caso preteridos en la distribució n del sustento diario (en
especie o en efectivo) y protestaron ante los apó stoles. 42

Tambié n en lo social comenzó bien pronto el cristianismo a compor-
tarse como todo el mundo. Al no llegar el esperado Reino de Dios sobre
la Tierra hubieron de conformarse con el reino vigente. Es cierto que el
cristianismo má s antiguo, y la esperanza escatoló gica no era al respecto
la causa menos influyente, inculcó un fuerte odio contra el Estado. De
ahí que el Nuevo Testamento lo denomine la «gran prostituta» y «mons-
truo de la tierra». «Por todas partes hallamos en é l una negació n radical»
(teó logo Weinel) y todo cuanto el Estado hace está «al servicio de Sa-^
tan» (teó logo Knopf). Pero a pesar de que las tendencias hostiles al Esta-
do perdurarí an aú n por mucho tiempo, ya Pablo -y é l es, recordé moslo
una vez má s, el má s antiguo, sin discusió n, de los autores cristianos-
mudo de parecer al respecto, obligado, é l tambié n, por la incomparecen-
cia del Señ or.

Ya en Pablo da comienzo, en contraposició n a la actitud de Jesú s

-para quien los Estados pertenecen a la Civitas Diaboli, al á mbito del po-
der diabó lico y los hombres de Estado, a los atropelladores de pueblos-,
el reconocimiento, la glorificació n del Estado. Y si Jesú s habí a proclama-
do: «Sabed que quienes dominan sobre las naciones, las sojuzgan y que
los poderosos las atrepellan», Pablo, en cambio, declara que la autoridad
estatal -que, si hemos de creer a la tradició n cristiana, acabarí a acortá n-
dole a é l mismo el cuerpo del cuello para arriba- «está ordenada por
Dios» y caracteriza a los gobiernos como la quintaesencia de lo justo y lo
razonable: el fundamento de una sangrienta colaboració n ya bimilenaria. 43

La temprana tendencia favorable al Estado, sin embargo, se fue impo-
niendo en el cristianismo y acabó siendo vencedora. Ya los anü guos apo-


logetas entonaron todos esa misma canció n. Arí stides de Atenas ensalza-
ba sin descanso la dignidad del hombre cristiano ante los emperadores.
Ese hombre «no cometí a adulterio ni actos deshonestos», encarecí a, «no
presta falso testimonio ni prevarica con el dinero dejado en depó sito; no co-
dicia lo que no es suyo [... ]. Las esposas cristianas, oh emperador, son
puras como doncellas y sus hijas, de buenas costumbres. Sus maridos se
abstienen de todo negocio ilí cito y de toda deshonra [... ]». (Naturalmente
«en espera de la recompensa que les aguarda en el otro mundo [... ]». )
Esos cristianos se arrastran ante los emperadores -emperadores paganos,
¡ advié rtase bien! - a los que difamarí an con la mayor vileza en el siglo iv.
Ahora, sin embargo, besaban todaví a servilmente su nobilí simo culo. El
«orbe entero», afirma en el añ o 177 Atená goras en su Apologí a «se bene-
ficia de la acció n bienhechora» de su majestad imperial. A esa acció n,
certifica, le acompañ a «la sabia moderació n», «el amor a los hombres» en
«todas las cosas», tambié n «el talento y la cultura» y solicita con la ma-
yor de las devociones que la imperial cabeza asienta a sus ruegos. «¿ Pues
cuá les de vuestros subditos merecen antes que nosotros que presté is oí -
dos a sus ruegos, ya que somos nosotros quienes rezamos por vuestra do-
minació n
para que el gobierno pase en justa sucesió n hereditaria de pa-
dres a hijos y vuestro imperio crezca y prospere hasta que todo el mundo
se os someta? Y en ello estriba tambié n nuestro interé s, para que nuestra
vida transcurra tranquila e imperturbada, pudiendo así cumplir de buen
grado con todo lo dispuesto». 44

Y al igual que se adaptaron tempranamente al Estado como tal, los
cristianos se adaptaron tambié n a la restante vida profesional y econó mi-
ca una vez que la esperada implantació n del Reino de Dios sobre la Tie-
rra se evidenció como un fiasco.

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