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El Doctor de la Iglesia Agustín aboga por la «fatigosa pobreza»




Para Agustí n, cuyo pensamiento está hasta tal punto dominado por la
idea de Dios que su filosofí a no es, en el fondo, sino pura teologí a, Dios
se sitú a en el mismí simo centro y por ende tambié n su propio yo. Pues
fue só lo en aras de ese yo, de ese hí brido egocentrismo, que espera la re-
compensa eterna y teme el castigo eterno, por lo que se ocupó perpetua y
apremiantemente de Dios.

Un espí ritu tan extremadamente teocé ntrico y egocé ntrico no podí a,
ya de antemano, ser una persona de auté ntica sensibilidad é tica y social.
Al revé s que otros Padres de la Iglesia Agustí n hace una defensa explí ci-
ta de las diferencias sociales del orden vigente. Las contempla como algo
necesario, provechoso, incluso si tuvieran su origen en la violencia y la
guerra u originen, a su vez, nuevas contiendas, guerras, asesinatos y pe-
cados. Segú n ello, es tambié n forzoso que haya propiedad: privada, del
Estado y, no la menos importante, de la Iglesia. El dinero y los bienes son,


segú n Agustí n, dones de Dios, que es quien ha distribuido la riqueza.
Pero no es el bienestar social lo que hace feliz a un pueblo: feliz es el
pueblo que tiene a Dios por señ or. 79

Pero el señ or resulta ser siempre no el señ or de la Biblia, el Señ or,
sino los señ ores en persona. Es así como Agustí n desvirtú a la Sagrada
Escritura haciendo uso de aquella grandiosa cortina de humo que desde
mucho tiempo ha estado en boga entre los teó logos. El sermó n de la mon-
tañ a significa meramente que se ha de dar de lo que a uno le sobra, si la
necesidad acuciante así lo impone. La expresió n «el injusto mammó n»,
(mammó n iní quitatis),
expresa que el dinero no ha de constituir el ú nico
sentido de la vida. La orden dada al joven aspirante a discí pulo para que
lo venda todo no ha de ser entendida como norma universal, sino como
algo personal, ú nicamente referida a este caso particular. El conocido sí -
mil del camello que puede entrar má s fá cilmente por el ojo de una aguja
que un rico en el reino de los cielos no imposibilita a los ricos el acceso
al paraí so. Só lo insinú a las dificultades. Tambié n el comercio, aprobado,
ciertamente, por todos los «padres», aunque a menudo con ciertas restric-
ciones se beneficia de un generoso reconocimiento por parte de Agustí n.
Hay mercaderes que son tan buenos (boni negotiatores) como puedan
serlo los buenos artesanos y campesinos. El margen de ganancia serí a el
legí timo sustento del comerciante y el fraude o el perjurio no serí an inhe-
rentes a esa profesió n. (El Padre de la Iglesia Salviano de Marsella ve las
cosas de modo muy distinto: segú n é l la vida de todos los negociantes no
es otra cosa que fraude y perjurio. )80

Para Agustí n, resueltamente situado de parte de las clases poseedoras
y dominantes, la miseria econó mica no constituye una desgracia y lo de-
cisivo no es la riqueza material, sino la interior, la bendició n de Dios. El
rico Abraham y el pobre Lá zaro eran ambos «ricos» a los ojos de Dios. 81

Los bienes inmuebles de la Iglesia, que é sta presentaba como una
gran carga, se justificaban como «propiedad de los pobres», como legí ti-
ma posesió n en virtud del derecho imperial, de forma que tambié n aqué -
lla, como cualquier otro propietario, podí a hacer valer sus derechos. Para
el obispo de Hipona, la riqueza, bien sea lí citamente adquirida, bien he-
redada, está plenamente legitimada y no es, como para otros Padres de la
Iglesia, ni usurpatio ni praesumptio, una vez reconocida por el Estado. El
dinero pueden poseerlo tanto los buenos como los malvados y en cuanto
tal no hace que una persona sea buena o mala, feliz o desdichada. No es
el dinero lo censurable, sino la codicia {non facú ltales sed cupiditates).
Agustí n combatió a los maniqueos, para quienes el dinero mismo era ya
malo, y atacó a los pelagianos, para quienes un rico só lo podí a alcanzar
la bienaventuranza si renunciaba a sus posesiones. Justamente a Pelagio,
lo sometió Agustí n a un hostigamiento prolongado e intenso, aunque aquí
pesaban tambié n, ciertamente, las razones dogmá ticas. Ambos, sin em-


bargo, llegaron a intimar -algo que no debió de ser puramente casual- con
una familia, la de santa Melania y su marido Piniano, que era probable-
mente la má s rica del Imperio Romano. (La venta de los latifundios de
estos multimillonarios, latifundios dispersos por todas las regiones del
imperio, ocupó trece añ os, de 404 a 417. ) Y por lo que respecta a Agus-
tí n, hizo la corte a muchos superricos, mientras que para Pelagio los ricos
apenas sí podí an llegar a ser cristianos dado que, segú n Lucas 18, 25, las
puertas del cielo les estaban cerradas. 82

A Agustí n le agrada enfatizar que los ricos deben cultivar sentimientos
de humanidad, administrar su riqueza pensando tambié n en los necesitados.
Deben ser compasivos y ayudar a los pobres. ¡ Pero sin excederse! Má s bien
con circunspecció n, con sensatez y de acuerdo con las circunstancias. Ya
es suficiente con mitigar parcialmente la má s dura de las penurias. Es na-
tural que los ricos deban vivir de acuerdo con su status y puedan retener
má s de lo que necesitan para vivir con tal de que no se olviden completa-
mente de los pobres. Sí rvete tú mismo de lo superfluo, aconseja Agustí n
a los ricos, y da parvamente a los pobres. Es má s, los casos en que resul-
ta legí timo rechazar la petició n de ayuda de los pobres son incontables. Y
ese rechazo es incluso obligado si aqué lla vulnera un «bien superior».
(¡ Bien de quié n! ) Interesante a este respecto es su consejo al diá cono He-
raclio para que no distribuya su patrimonio, sino que compre una finca y
ceda su propiedad a la Iglesia. 83

La riqueza, un bien indiscutible en opinió n de Agustí n, no causa inde-
fectiblemente la felicidad, ¡ oh no! El santo conoce en cambio pobres que
son felices. Hacia el añ o 400 se refiere con estas palabras a los jornale-
ros, esclavos y otros «humildes oficios»: «Ellos se criaron en circunstan-
cias duras y por ello mismo tanto má s felices». El santo se muestra in-
cansable a la hora de mostrar a los pobres cuan feliz es su situació n, de
refrenarlos, de calmarlos, de educarlos como subditos dó ciles, como sier-
vos, como objetos ú tiles para la explotació n. Incansable es tambié n para
prevenirlos contra la codicia, contra el afá n por hacerse ricos: algo horri-
ble. Pues dejando aparte el hecho de que todo pertenece a Dios, la situa-
ció n del rico no es precisamente halagü eñ a, ya que las posesiones no
aportan paz, ¡ qué va! El pobre duerme mucho má s tranquilo que el rico,
atormentado por los cuidados. Es cabalmente el hambriento el que saca
gusto al manjar má s sencillo: un sabor del que el rico no tiene ni idea.
«No desprecies a los ricos compasivos, a los ricos humildes -exclama
Agustí n-, pues si el rico es humilde, cuá nto má s lo ha de ser el pobre. »84

De hecho, para esto ú ltimo siempre se adoptaron las pertinentes me-
didas, pues los pobres comparten, sí, el cielo con los ricos, pero no la tie-
rra. En ella deben contentarse con lo que tienen, segú n Agustí n. Está n
prá cticamente condenados a permanecer «bajo el yugo, eternamente in-
mutable, del estamento inferior». Deben vivir en pos del ideal de la «fati-


gosa pobreza» (laboriosa paupertas). Deben permanecer pobres y traba-
jar mucho: ¡ uno de sus «consejos bá sicos» a los pobres! (Diesner). 85

Ni que decir tiene que Agustí n aprecia el trabajo. Tanto má s cuanto
que fue el cristianismo el que enseñ ó su valor positivo e inculcó continua
y machaconamente su cará cter de obligació n, de deber de la conciencia
moral. Lo hizo sobre todo, claro está, cara a los estratos má s pobres, en los
cuales elogia Agustí n la laboriosa paupertas, que nunca incurre en peca-
do y sí sirve, en cambio, de «correcció n de los pecadores» (coercitio pec-
catorum), de
medio para la perfecció n y, en ú ltimo té rmino, para obtener
la consiguiente bienaventuranza. Pero por abundantes que sean las oca-
siones que se le brindan al pobre para expiar los pecados y ganarse con
ello el cielo, Agustí n expone profusamente que los maestros espirituales,
los sacerdotes, está n eximidos de la prestació n de trabajos corporales.
¡ «Con toda razó n»! Tambié n lo está n los hombres de los estamentos su-
periores, quienes habitualmente ingresan en los monasterios con su dinero
y su hacienda. El estamento má s bajo y en general, los estratos sociales
inferiores de la sociedad humana, tienen que trabajar. En ese contexto, el
Doctor de la Iglesia exalta con esplé ndidas palabras el trabajo, especial-
mente el del campo, el má s urgentemente necesario en su é poca y, por lo
demá s, aquel al que Adá n se dedicó en el paraí so. Por supuesto que cual-
quier trabajo, hasta el má s í nfimo, conduce a Dios si se realiza con recta
conciencia. Y llegados ahí se esfuma todo antagonismo de clase, toda di-
ferencia entre trabajo servil y trabajo libre. «Así, el pensamiento teocé n-
trico de Agustí n eleva el trabajo a la esfera de lo sobrenatural», comenta
entusiasta la obra del teó logo cató lico Holzapfel, galardonada por la Uni-
versidad de Wü rzburg y provista del Imprimatur eclesiá stico, cuyo pró lo-
go comienza con estas palabras: «Asistimos a la aurora de una nueva era.
Un nuevo ethos vital brota de nuestra generació n. Todo cuanto habí a de
hueco y putrefacto en la é poca transcurrida, se desmorona». ¡ 1941! 86

Agustí n sabe tambié n có mo el trabajador aliviarí a su dura suerte, pues
bien puede, en efecto, «entonar cá nticos espirituales y endulzar por sí
mismo sus fatigas con una divina canció n, al modo de los remeros». (Qui-
zá se acordaba aquí el santo del amigo de su juventud. Licencio, quien en
su lujosa finca de Casiciaco, donde vivieron juntos, cantaba salmos hasta
en el tocador: pero las ocupaciones son muy diferentes en uno y otro caso. )

A esa edificante posibilidad de endulzarse el trabajo duro por medio del
canto aluden tambié n, por supuesto, otros «Padres», verbigracia Pedro
Crisó logo, muerto hacia el añ o 450, hombre que gozó de gran celebridad
y llegó a arzobispo de Ravena: «Quienes han de someterse a trabajos pe-
sados intentan consolarse evadié ndose con el canto». O bien el Doctor de
la Iglesia Jeró nimo, quien afirma desde Jerusalé n: «Dondequiera que mi-
res verá s al agricultor que dirige el arado y canta al mismo tiempo su ale-
luya. El segador, de cuya frente chorrea el sudor, alivia su trabajo acom-


pañ á ndolo con salmos. El viticultor, que poda las vides con el podó n, en-
tona uno de los cá nticos de David». Agustí n trae tambié n a colació n a Je-
sú s, que llamó ligeros a su yugo y su carga, y agrega por su parte que
el amor que el Espí ritu Santo derrama en los corazones surte ademá s el
efecto de que «se ame lo ordenado de modo que nada resulta ya duro o
pesado si se inclina pura y servicialmente la cerviz bajo ese yugo». 87

De ese modo, Agustí n contempla la totalidad de la vida econó mica
desde un enfoque «é tico-religioso», mostrando «una visió n particularmen-
te clara del aspecto social y una extraordinaria (! ) comprensió n del mismo»,
palabras elogiosas pronunciadas por el teó logo Schilling en el siglo xx.
Y siglo tras siglo la Iglesia viene repitiendo y realizando aquellas ideas

suyas. 88

El santo se fue endureciendo a lo largo de su vida. La renuncia al
amor terrenal, del que tanto disfrutó antañ o, suscitó de cierto alguna que
otra compensació n. En todo caso, el santo abogó por una autoridad im-
placable y tambié n por una «educació n a travé s de los infortunios del des-
tino» (per molestias eruditio) o bien por otros reveses: «Si, pues, un miem-
bro de la casa perturba la paz del hogar con su desobediencia, debe ser co-
rregido mediante reprimendas, por medio de golpes o por cualquier otro
castigo justo y permitido, a tenor de lo que autorizen la ley y la costum-
bre, y por cierto en beneficio suyo, para que se someta de nuevo a la paz
de la que se habí a desviado». Todos deben, sin má s, someterse a la Igle-
sia, a la «madre de los cristianos», algo que tambié n desearí an los sacer-
dotes de hoy en dí a: «Eres tú (la Iglesia) la que educas e instruyes [... ]
guiá ndote no só lo por la edad del cuerpo, sino tambié n del espí ritu. Tú
haces que las mujeres se sometan a sus maridos en casta y fiel obedien-
cia. Tú otorgas a los hombres autoridad sobre sus mujeres. Tú sometes a
los niñ os a sus padres bajo el signo de una docilidad completa [... ]. Tú
enseñ as al esclavo que se sujete a su señ or y no tanto forzado por la nece-
sidad de su situació n como por la deliciosa naturaleza del deber [... ]. Tú
enseñ as a los reyes a velar por sus pueblos y exhortas a los pueblos a so-
meterse a sus reyes». 89

Todo el mundo tiene que someterse; todos sufrir, segú n el má s grande
de los doctores cató licos, quien incluso en su polé mica contra el joven
obispo Juliá n de Eclano, el ú nico adversario que podí a en cierto modo
medirse con é l, se enardeció hasta el punto de asegurar: «La fe cató lica
es de tal naturaleza que afirma la justicia de Dios, pese a todos los sufri-
mientos y suplicios padecidos por los niñ os de corta edad [... ]». 90


LA PRAXIS DE LA IGLESIA

«No hay nadie entre nosotros que no aspire en todo momento a poseer
má s de lo que ya tení a [... ]. Las cosas han llegado así tan lejos
que los graneros de unos pocos está n llenos de cereales mientras
los estó magos de la inmensa mayorí a permanecen vací os. »

zenó n, padre DE LA iglesia Y OBISPO DE VERONA91

«Tambié n en la Iglesia desempeñ ó el dinero un importante papel [... ].
Con la riqueza, no obstante, entraron tambié n en la Iglesia la perdició n
y la codicia [... ]. Con la riqueza, la codicia penetró tambié n en los
monasterios. »

R. BOGAERT92

«Caduca, y tiempo ha extinguida, está aquella fuerza esplé ndida,
superadora y beatificante de todas las cosas, propia de la edad prí stina
de tu pueblo, oh Iglesia [... ]. Su lugar han venido a ocuparlo la codicia,
la concupiscencia y la rapacidad [... ], el odio y la crueldad,
el despilfarro, la desvergü enza y la iniquidad [... ]. A medida
que crecí a el poderí o, menguaba la integridad. »93

«Y algunos contemporá neos serios y de só lido juicio afirmaban sin
disimulo que muchos obispos y sacerdotes estaban tan contaminados
por los males de la é poca, por el ansia de poder, la codicia, la venalidad
y la indiferencia ante lo justo y lo injusto como los mismos
dignatarios del Estado. »

heinrich DANNENBAUER94

«Ardemos literalmente en la codicia y mientras lanzamos
improperios contra el dinero, llenamos con é l nuestras tinajas
y nunca nos saciamos de é l. »

jeró nimo, doctor DE LA IGLESIA95

«A ello responde el que no haya hasta hoy una exposició n completa
de la historia econó mica de la Iglesia antigua, pese a la abundancia
de fuentes disponibles al respecto. »

reinhart staats (1979)96


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