Muertes porque sí 4 страница
Biografí a de Tadeo Isidoro Cruz
(1829-1874)
I'm looking for the face I had
Before the world was made.
Yeats: The Winding Stair.
El seis de febrero de 1829, los montoneros que, hostigados ya por Lavalle, marchaban desde el Sur para incorporarse a las divisiones de Ló pez, hicieron alto en una estancia cuyo nombre ignoraban, a tres o cuatro leguas del Pergamino; hacia el alba, uno de los hombres tuvo una pesadilla tenaz: en la penumbra del galpó n, el confuso grito despertó a la mujer que dormí a con é l. Nadie sabe lo que soñ ó, pues al otro dí a, a las cuatro, los montoneros fueron desbaratados por la caballerí a de Suá rez y la persecució n duró nueve leguas, hasta los pajonales ya ló bregos, y el hombre pereció en una zanja, partido el crá neo por un sable de las guerras del Perú y del Brasil. La mujer se llamaba Isidora Cruz; el hijo que tuvo recibió el nombre de Tadeo Isidoro.
Mi propó sito no es repetir su historia. De los dí as y noches que la componen, só lo me interesa una noche; del resto no referiré sino lo indispensable para que esa noche se entienda. La aventura consta en un libro insigne; es decir, en un libro cuya materia puede ser todo para todos (1 Corintios 9: 22), pues es capaz de casi inagotables repeticiones, versiones, perversiones. Quienes han comentado, y son muchos, la historia de Tadeo Isidoro, destacan el influjo de la llanura sobre su formació n, pero gauchos idé nticos a é l nacieron y murieron en las selvá ticas riberas del Paraná y en las cuchillas orientales. Vivió, eso sí, en un mundo de barbarie monó tona. Cuando, en 1874, murió de una viruela negra, no habí a visto jamá s una montañ a ni un pico de gas ni un molino. Tampoco una ciudad. En 1849, fue a Buenos Aires con una tropa del establecimiento de Francisco Xavier Acevedo; los troperos entraron en la ciudad para vaciar el cinto: Cruz, receloso, no salió de una fonda en el vecindario de los corrales. Pasó ahí muchos dí as, taciturno, durmiendo en la tierra, mateando, levantá ndose al alba y recogié ndose a la oració n. Comprendió (má s allá de las palabras y aun del entendimiento) que nada tení a que ver con é l la ciudad. Uno de los peones, borracho, se burló de é l. Cruz no le replicó, pero en las noches del regreso, junto al fogó n, el otro menudeaba las burlas, y entonces Cruz (que antes no habí a demostrado rencor, ni siquiera disgusto) lo tendió de una puñ alada Pró fugo, hubo de guarecerse en un fachinal: noches despué s, el grito de un chajá le advirtió que lo habí a cercado la policí a. Probó el cuchillo en una mata: poro que no le estorbaran en la de a pie, se quitó las espuelas. Prefirió pelear a entregarse. Fue herido en el antebrazo, en el hombro, en la mano izquierda; malhirió a los má s bravos de la partida; cuando la sangre le corrió entre los dedos, peleó con má s coraje que nunca; hacia el alba, mareado por la pé rdida de sangre, lo desarmaron. El ejé rcito, entonces, desempeñ aba una funció n penal; Cruz fue destinado a un fortí n de la frontera Norte. Como soldado raso, participó en las guerras civiles; a veces combatió por su provincia natal, a veces en contra. El veintitré s de enero de 1856, en las Lagunas de Cardoso, fue uno de los treinta cristianos que, al mando del sargento mayor Eusebio Laprida, pelearon contra doscientos indios. En esa acció n recibió una herida de lanza.
En su oscura y valerosa historia abundan los hiatos. Hacia 1868 lo sabemos de nuevo en el Pergamino: casado o amancebado, padre de un hijo, dueñ o de una fracció n de campo. En 1869 fue nombrado sargento de la policí a rural. Habí a corregido el pasado; en aquel tiempo debió de considerarse feliz, aunque profundamente no lo era. (Lo esperaba, secreta en el porvenir, una lú cida noche fundamental: la noche en que por fin vio su propia cara, la noche que por fin oyó su nombre. Bien entendida, esa noche agota su historia; mejor dicho, un instante de esa noche, un acto de esa noche, porque los actos son nuestro sí mbolo. ) Cualquier destino, por largo y complicado que sea, consta en realidad de un solo momento: el momento en que el hombre sabe para siempre quié n es. Cué ntase que Alejandro de Macedonia vio reflejado su futuro de hierro en la fabulosa historia de Aquiles; Carlos XII de Suecia, en la de Alejandro. A Tadeo Isidoro Cruz, que no sabí a leer, ese conocimiento no le fue revelado en un libro; se vio a sí mismo en un entrevero y un hombre. Los hechos ocurrieron así:
En los ú ltimos dí as del mes de junio de 1870, recibió la orden de apresar a un malevo, que debí a dos muertes a la justicia. Era é ste un desertor de las fuerzas que en la frontera Sur mandaba el coronel Benito Machado en una borrachera, habí a asesinado a un moreno en un lupanar; en otra, a un vecino del partido de Rojas; el informe agregaba que procedí a de la Laguna Colorada. En este lugar, hací a cuarenta añ os, habí anse congregado los montoneros para la desventura que dio sus carne a los pá jaros y a los perros; de ahí salió Manuel Mesa, que fue ejecutado en la plaza de la Victoria, mientras los tambores sonaban para que no se oyera su ira; de ahí, el desconocido que engendró a Cruz y que pereció en una zanja, partido el crá neo por un sable de las batallas del Perú y del Brasil. Cruz habí a olvidado el nombre del lugar; con leve pero inexplicable inquietud lo reconoció... El criminal, acosado por los soldados, urdió a caballo un largo laberinto de idas y de venidas; é stos, sin embargo lo acorralaron la noche del doce de julio. Se habí a guarecido en un pajonal. La tiniebla era casi indescifrable; Cruz y ¡ os suyos, cautelosos y a pie, avanzaron hacia las matas en cuya hondura tré mula acechaba o dormí a el hombre secreto. Gritó un chajá; Tadeo Isidoro Cruz tuvo la impresió n de haber vivido ya ese momento. El criminal salió de la guarida para pelearlos. Cruz lo entrevió, terrible; la crecida melena y la barba gris parecí an comerle la cara. Un motivo notorio me veda referir la pelea. Bá steme recordar que el desertor malhirió o mató a varios de los hombres de Cruz. Este, mientras combatí a en la oscuridad (mientras su cuerpo combatí a en la oscuridad), empezó a comprender. Comprendió que un destino no es mejor que otro, pero que todo hombre debe acatar el que lleva adentro. Comprendió que las jinetas y el uniforme ya lo estorbaban. Comprendió su í ntimo destino de lobo, no de perro gregario; comprendió que el otro era é l. Amanecí a en la desaforada llanura; Cruz arrojó por tierra el quepis, gritó que no iba a consentir el delito de que se matara a un valiente y se puso a pelear contra los soldados junto al desertor Martí n Fierro.
El Sur
(Artificios, 1944;
Ficciones, 1944)
El hombre que desembarcó en Buenos Aires en 1871 se llamaba Johannes Dahlmann y era pastor de la Iglesia evangé lica; en 1939, uno de sus nietos, Juan Dahlmann, era secretario de una biblioteca municipal en la calle Có rdoba y se sentí a hondamente argentino. Su abuelo materno habí a sido aquel Francisco Flores, del 2 de infanterí a de lí nea, que murió en la frontera de Buenos Aires, lanceado por indios de Catriel: en la discordia de sus dos linajes, Juan Dahlmann (tal vez a impulso de la sangre germá nica) eligió el de ese antepasado romá ntico, o de muerte romá ntica. Un estuche con el daguerrotipo de un hombre inexpresivo y barbado, una vieja espada, la dicha y el coraje de ciertas mú sicas, el há bito de estrofas del Martí n Fierro, los añ os, el desgano y la soledad, fomentaron ese criollismo algo voluntario, pero nunca ostentoso. A costa de algunas privaciones, Dahlmann habí a logrado salvar el casco de una estancia en el Sur, que fue de los Flores: una de las costumbres de su memoria era la imagen de los eucaliptos balsá micos y de la larga casa rosada que alguna vez fue carmesí. Las tareas y acaso la indolencia lo retení an en la ciudad. Verano tras verano se contentaba con la idea abstracta de posesió n y con la certidumbre de que su casa estaba esperá ndolo, en un sitio preciso de la llanura. En los ú ltimos dí as de febrero de 1939, algo le aconteció.
Ciego a las culpas, el destino puede ser despiadado con las mí nimas distracciones. Dahlmann habí a conseguido, esa tarde, un ejemplar descabalado de Las 1001 Noches de Weil, á vido de examinar ese hallazgo, no esperó que bajara el ascensor y subió con apuro las escaleras; algo en la oscuridad le rozó la frente, ¿ un murcié lago, un pá jaro? En la cara de la mujer que le abrió la puerta vio grabado el horror, y la mano que se pasó por la frente salió roja de sangre. La arista de un batiente recié n pintado que alguien se olvidó de cerrar le habrí a hecho esa herida. Dahlmann logró dormir, pero a la madrugada estaba despierto y desde aquella hora el sabor de todas las cosas fue atroz. La fiebre lo gastó y las ilustraciones de Las 1001 Noches sirvieron para decorar pasadillas. Amigos y parientes lo visitaban y con exagerada sonrisa le repetí an que lo hallaban muy bien. Dahlmann los oí a con una especie de dé bil estupor y le maravillaba que no supieran que estaba en el infierno. Ocho dí as pasaron, como ocho siglos. Una tarde, el mé dico habitual se presentó con un mé dico nuevo y lo condujeron a un sanatorio de la calle Ecuador, porque era indispensable sacarle una radiografí a. Dahlmann, en el coche de plaza que los llevó, pensó que en una habitació n que no fuera la suya podrí a, al fin, dormir. Se sintió feliz y conversador; en cuanto llegó, lo desvistieron; le raparon la cabeza, lo sujetaron con metales a una camilla, lo iluminaron hasta la ceguera y el vé rtigo, lo auscultaron y un hombre enmascarado le clavó una aguja en el brazo. Se despertó con ná useas, vendado, en una celda que tení a algo de pozo y, en los dí as y noches que siguieron a la operació n pudo entender que apenas habí a estado, hasta entonces, en un arrabal del infierno. El hielo no dejaba en su boca el menor rastro de frescura. En esos dí as, Dahlmann minuciosamente se odió; odió su identidad, sus necesidades corporales, su humillació n, la barba que le erizaba la cara. Sufrió con estoicismo las curaciones, que eran muy dolorosas, pero cuando el cirujano le dijo que habí a estado a punto de morir de una septicemia, Dahlmann se echó a llorar, condolido de su destino. Las miserias fí sicas y la incesante previsió n de las malas noches no le habí an dejado pensar en algo tan abstracto como la muerte. Otro dí a, el cirujano le dijo que estaba reponié ndose y que, muy pronto, podrí a ir a convalecer a la estancia. Increí blemente, el dí a prometido llegó.
A la realidad le gustan las simetrí as y los leves anacronismos; Dahlmann habí a llegado al sanatorio en un coche de plaza y ahora un coche de plaza lo llevaba a Constitució n. La primera frescura del otoñ o, despué s de la opresió n del verano, era como un sí mbolo natural de su destino rescatado de la muerte y la fiebre. La ciudad, a las siete de la mañ ana, no habí a perdido ese aire de casa vieja que le infunde la noche; las calles eran como largos zaguanes, las plazas como patios. Dahlmann la reconocí a con felicidad y con un principio de vé rtigo; unos segundos antes de que las registraran sus ojos, recordaba las esquinas, las carteleras, las modestas diferencias de Buenos Aires. En la luz amarilla del nuevo dí a, todas las cosas regresaban a é l.
Nadie ignora que el Sur empieza del otro lado de Rivadavia. Dahlmann solí a repetir que ello no es una convenció n y que quien atraviesa esa calle entra en un mundo má s antiguo y má s firme. Desde el coche buscaba entre la nueva edificació n, la ventana de rejas, el llamador, el arco de 1a puerta, el zaguá n, el í ntimo patio.
En el hall de la estació n advirtió que faltaban treinta minutos. Recordó bruscamente que en un café de la calle Brasil (a pocos metros de la casa de Yrigoyen) habí a un enorme gato que se dejaba acariciar por la gente, como una divinidad desdeñ osa. Entró. Ahí estaba el gato, dormido. Pidió una taza de café, la endulzó lentamente, la probó (ese placer le habí a sido vedado en la clí nica) y pensó, mientras alisaba el negro pelaje, que aquel contacto era ilusorio y que estaban como separados por un cristal, porque el hombre vive en el tiempo, en la sucesió n, y el má gico animal, en la actualidad, en la eternidad del instante.
A lo largo del penú ltimo andé n el tren esperaba. Dahlmann recorrió los vagones y dio con uno casi vací o. Acomodó en la red la valija; cuando los coches arrancaron, la abrió y sacó, tras alguna vacilació n, el primer tomo de Las 1001. Noches. Viajar con este libro, tan vinculado a la historia de su desdicha, era una afirmació n de que esa desdicha habí a sido anulada y un desafí o alegre y secreto a las frustradas fuerzas del mal.
A los lados del tren, la ciudad se desgarraba en suburbios; esta visió n y luego la de jardines y quintas demoraron el principio dc la lectura. La verdad es que Dahlmann leyó poco; la montañ a de piedra imá n y el genio que ha jurado matar a su bienhechor eran, quié n lo niega, maravillosos, pero no mucho má s que la mañ ana y que el hecho de ser. La felicidad lo distraí a de Shahrazad y de sus milagros superfluos; Dahlmann cerraba el libro y se dejaba simplemente vivir.
El almuerzo (un el caldo servido en boles de metal reluciente, como en los ya remotos veraneos de la niñ ez) fue otro goce tranquilo y agradecido.
Mañ ana me despertaré en la estancia, pensaba, y era como si a un tiempo fuera dos hombres: el que avanzaba por el dí a otoñ al y por la geografí a de la patria, y el otro, encarcelado en un sanatorio y sujeto a metó dicas servidumbres. Vio casas de ladrillo sin revocar, esquinadas y largas, infinitamente mirando pasar los trenes; vio jinetes en los terrosos caminos; vio zanjas y lagunas y hacienda; vio largas nubes luminosas que parecí an de má rmol, y todas estas cosas eran casuales, como sueñ os de la llanura. Tambié n creyó reconocer á rboles y sembrados que no hubiera podido nombrar, porque su directo conocimiento de la campañ a era harto inferior a su conocimiento nostá lgico y literario.
Alguna vez durmió y en sus sueñ os estaba el í mpetu del tren. Ya el blanco sol intolerable de las doce del dí a era el sol amarillo que precede al anochecer y no tardarí a en ser rojo. Tambié n el coche era distinto; no era el que fue en Constitució n, al dejar el andé n: la llanura y las horas lo habí an atravesado y transfigurado. Afuera la mó vil sombra del vagó n se alargaba hacia el horizonte. No turbaban la tierra elemental ni poblaciones ni otros signos humanos. Todo era vasto, pero al mismo tiempo era í ntimo y, de alguna manera, secreto. En el campo desaforado, a veces no habí a otra cosa que un toro. La soledad era perfecta y tal vez hostil, y Dahlmann pudo sospechar que viajaba al pasado y no só lo al Sur. De esa conjetura fantá stica lo distrajo el inspector, que al ver su boleto, le advirtió que el tren no lo dejarí a en la estació n de siempre sino en otra, un poco anterior y apenas conocida por Dahlmann. (El hombre añ adió una explicació n que Dahlmann no trató de entender ni siquiera de oí r, porque el mecanismo dc los hechos no le importaba. )
Et tren laboriosamente se detuvo, casi en medio del campo. Del otro lado de las ví as quedaba la estació n, que era poco má s que un andé n con un cobertizo. Ningú n vehí culo tení an, pero el jefe opinó que tal vez pudiera conseguir uno en un comercio que le indicó a unas diez, doce, cuadras.
Dahlmann aceptó la caminata como una pequeñ a aventura. Ya se habí a hundido el sol, pero un esplendor final exaltaba la viva y silenciosa llanura, antes de que la borrara la noche. Menos para no fatigarse que para hacer durar esas cosas, Dahlmann caminaba despacio, aspirando con grave felicidad el olor del tré bol.
El almacé n, alguna vez, habí a sido punzó, pero los añ os habí an mitigado para su bien ese color violento. Algo en su pobre arquitectura le recordó un grabado en acero, acaso de una vieja edició n de Pablo y Virginia. Atados al palenque habí a unos caballos. Dahlmam, adentro, creyó reconocer al patró n; luego comprendió que lo habí a engañ ado su parecido con uno de los empleados dcl sanatorio. El hombre, oí do el caso, dijo que le harí a atar la jardinera; para agregar otro hecho a aquel dí a y para llenar ese tiempo, Dahlmann resolvió comer en el almacé n.
En una mesa comí an v bebí an ruidosamente unos muchachones, en los que Dahlmann, al principio, no se fijó. En el suelo, apoyado en el mostrador, se acurrucaba, inmó vil como una cosa, un hombre muy viejo. Los muchos añ os lo habí an reducido y pulido como las aguas a una piedra o las generaciones de los hombres a una sentencia. Era oscuro, chico y reseco, y estaba como fuera del tiempo, en una eternidad. Dahlmann registró con satisfacció n la vincha, el poncho de bayeta, el largo chiripá y la bota de potro y se dijo, rememorando inú tiles discusiones con gente de los partidos del Norte o con entrerrianos, que gauchos de é sos ya no quedan má s que en el Sur.
Dahlmann se acomodó junto a la ventana. La oscuridad fue quedá ndose con el campo, pero su olor y sus rumores aú n le llegaban entre los barrotes dc hierro. El patró n le trajo sardinas y despué s carne asada; Dahlmann las empujó con unos vasos de vino tinto. Ocioso, paladeaba cl á spero sabor y dejaba errar la mirada por el local, ya un poco soñ olienta. La lá mpara de kerosé n pendí a de uno de los tirantes; los parroquianos de la otra mesa eran tres: dos parecí an peones de chacra: otro, de rasgos achinados y torpes, bebí a con el chambergo puesto. Dahlmann, de pronto, sintió un leve roce en la cara. Junto al vaso ordinario de vidrio turbio, sobre una de las rayas del mantel, habí a una bolita de miga. Eso era todo, pero alguien se la habí a tirado.
Los de la otra mesa parecí an ajenos a é l. Dalhmann. Perplejo, decidió que nada habí a ocurrido y abrió el volumen de Las Mil y Una Noche, como para tapar la realidad. Otra bolita lo alcanzó a los pocos minutos, y esta vez los peones se rieron. Dahlmann se dijo que no estaba asustado, pero que serí a un disparate que é l, un convaleciente, se dejara arrastrar por desconocidos a una pelea confusa. Resolvió salir; ya estaba de pie cuando el patró n se le acercó y lo exhortó con voz alarmada:
—Señ or Dahlmann, no les haga caso a esos mozos, que está n medio alegres.
Dahlmann no se extrañ ó que el otro, ahora, lo conociera, pero sintió que estas palabras conciliadoras agravaban, de hecho, la situació n. Antes, la provocació n de los peones era a una cara accidental, casi a nadie; ahora iba contra é l y contra su nombre y lo sabrí an los vecinos. Dahlmann hizo a un lado al patró n, se enfrentó con los peones y les preguntó qué andaban buscando.
El compadrito de la cara achinada se paró, tambaleá ndose. A un paso de Juan Dahlmann, lo injurió a gritos. como si estuviera muy lejos. Jugaba a exagerar su borrachera y esa exageració n era otra ferocidad y una burla— Entre malas palabras y obscenidades, tiró al aire un largo cuchillo, lo siguió con los ojos, lo barajó e invitó a Dahlmann a pelear. El patró n objetó con tré mula voz que Dahlmann estaba desarmado. En ese punto, algo imprevisible ocurrió.
Desde un rincó n. el viejo gaucho extá tico, en el que Dahlmann vio una cifra del Sur (del Sur que era suyo), le tiró una daga desnuda que vino a caer a sus pies. Era como si el Sur hubiera resuelto que Dahlmann aceptara el duelo. Dahlmann se inclinó a recoger la daga y sintió dos cosas. La primera, que ese acto casi instintivo lo comprometí a a pelear. La segunda, que el arma, en su mano torpe, no servirí a para defenderlo, sino para justificar que lo macaran. Alguna vez habí a jugado con un puñ al, como todos los hombres, pero su esgrima no pasaba de una noció n de que los golpes deben ir hacia arriba y con el filo para adentro. No hubieran permitido en el sanatorio que me pasaran estas cosas, pensó.
—Vamos saliendo —dijo el otro.
Salieron, y si en Dahlmann no habí a esperanza, tampoco habí a temor. Sintió, al atravesar el umbral, que morir en una pelea a cuchillo, a cielo abierto y acometiendo, hubiera sido una liberació n para é l, una felicidad y una fiesta, en la primera noche del sanatorio, cuando le clavaron la aguja. Sintió que si é l, entonces, hubiera podido elegir o soñ ar su muerte, é sta es la muerte que hubiera elegido o soñ ado.
Dahlmann empuñ a con firmeza el cuchillo, que acaso no sabrá manejar, y sale a la llanura.
La intrusa
(El informe de Brodie, 1970)
2 Reyes, i, 26.
Dicen (lo cual es improbable) que la historia fue referida por Eduardo, el menor de los Nelson, en el velorio de Cristian, el mayor, que falleció de muerte natural, hacia mil ochocientos noventa y tantos, en el partido de Moran. Lo cierto es que alguien la oyó de alguien, en el decurso de esa larga noche perdida, entre mate y mate, y la repitió a Santiago Dabove, por quien la supe. Añ os despué s, volvieron a contá rmela en Turdera, donde habí a acontecido. La segunda versió n, algo má s prolija, confirmaba en suma la de Santiago, con las pequeñ as variaciones y divergencias que son del caso. La escribo ahora porque en ella se cifra, si no me engañ o, un breve y trá gico cristal de la í ndole de los orilleros antiguos. Lo haré con probidad, pero ya preveo que cederé a la tentació n literaria de acentuar o agregar algú n pormenor.
En Turdera los llamaban los Nilsen. El pá rroco me dijo que su predecesor recordaba, no sin sorpresa, haber visto en la casa de esa gente una gastada Biblia de tapas negras, con caracteres gó ticos; en las ú ltimas pá ginas entrevió nombres y fechas manuscritas. Era el ú nico libro que habí a en la casa. La azarosa cró nica de los Nilsen, perdida como todo se perderá. El caseró n, que ya no existe, era de ladrillo sin revocar; desde el zaguá n se divisaban un patio de baldosa colorada y otro de tierra. Pocos, por lo demá s, entraron ahí; los Nilsen defendí an su soledad. En las habitaciones desmanteladas durmieron en catres; sus lujos eran el caballo, el apero, la daga de hoja corta, el atuendo rumboso de los sá bados y el alcohol pendenciero. Sé que eran altos, de melena rojiza. Dinamarca o Irlanda, de las que nunca oirí an hablar, andaban por la sangre de esos dos criollos. El barrio los temí a a los Colorados; no es imposible que debieran alguna muerte. Hombro a hombro pelearon una vez a la policí a. Se dice que el menor tuvo un altercado con Juan Iberra, en el que no llevó la peor parte, lo cual, segú n los entendidos, es mucho. Fueron troperos, cuarteadores, cuatreros y alguna vez tahú res. Tení an fama de avaros, salvo cuando la bebida y el juego los volví an generosos. De sus deudos nada se sabe ni de dó nde vinieron. Eran dueñ os de una carreta y una yunta de bueyes.
Fí sicamente diferí an del compadraje que dio su apodo forajido a la Costa Brava. Esto, y lo que ignoramos, ayuda a comprender lo unidos que fueron. Mal quistarse con uno era contar con dos enemigos.
Los Nilsen eran calaveras, pero sus episodios amorosos habí an sido hasta entonces de zaguá n o de casa mala. No faltaron, pues, comentarios cuando Cristian llevó a vivir con Juliana Burgos. Es verdad que ganaba así una sirvienta, pero no es menos cierto que la colmó de horrendas baratijas y que la lucia en las fiestas. En las pobres fiestas de conventillo, donde la quebrada y el corte estaban prohibidos y donde se bailaba, todaví a, con mucha luz. Juliana era de tez morena y de ojos rasgados, bastaba que alguien la mirara para que se sonriera. En un barrio modesto, donde el trabajo y el descuido gastan a las mujeres, no era mal parecida.
Eduardo los acompañ aba al principio. Despué s emprendió un viaje a Arrecifes por no sé qué negocio; a su vuelta llevó a la casa una muchacha, que habí a levantado por el camino, y a los pocos dí as la echó. Se hizo má s hosco; se emborrachaba solo en el almacé n y no se daba con nadie. Estaba enamorado de la mujer de Cristian. El barrio, que tal vez lo supo antes que é l, previó con alevosa alegrí a la rivalidad latente de los hermanos.
Una noche, al volver tarde de la esquina, Eduardo vio el oscuro de Cristian atado al palenque. En el patio, el mayor estaba esperá ndolo con sus mejores pilchas. La mujer iba y vení a con el mate en la mano. Cristian le dijo a Eduardo:
—Yo me voy a una farra en lo de Farias. Ahí la tenes a la Juliana; si la queres, ú sala.
El tono era entre mandó n y cordial. Eduardo se quedó un tiempo mirá ndolo; no sabí a qué hacer, Cristian se levantó, se despidió de Eduardo, no de Juliana, que era una cosa, montó a caballo y se fue al trote, sin apuro.
Desde aquella noche la compartieron. Nadie sabrá los pormenores de esa só rdida unió n, que ultrajaba las decencias del arrabal. El arreglo anduvo bien por unas semanas, pero no podí a durar. Entre ellos, los hermanos no pronunciaban el nombre de Juliana, ni siquiera para llamarla, pero buscaban, y encontraban, razones para no estar de acuerdo. Discutí an la venta de unos cueros, pero lo que discutí an era otra cosa. Cristian solí a alzar la voz y Eduardo callaba. Sin saberlo, estaban celá ndose. En el duro suburbio, un hombre no decí a, ni se decí a, que una mujer pudiera importarle, má s allá del deseo y la posesió n, pero los dos estaban enamorados. Esto, de algú n modo, los humillaba.
Una tarde, en la plaza de Lomas, Eduardo se cruzó con Juan Iberra, que lo felicitó por ese primor que se habí a agenciado. Fue entonces, creo, que Eduardo lo injirió. Nadie, delante de é l, iba a hacer burla de Cristian.
La mujer atendí a a los dos con sumisió n bestial; pero no podí a ocultar alguna preferencia por el menor, que no habí a rechazado la participació n, pero que no la habí a dispuesto.
Un dí a, le mandaron a la Juliana que sacara dos sillas al primer patio y que no apareciera por ahí, porque tení an que hablar. Ella esperaba un dialogo largo y se acostó a dormir la siesta, pero al rato la recordaron. Le hicieron llenar una bolsa con todo lo que tení a, sin olvidar el rosario de vidrio y la crucecita que le habí a dejado su madre. Sin explicarle nada la subieron a la carreta y emprendieron un silencioso y tedioso viaje. Habí a llovido; los caminos estaban muy pesados y serí an las cinco de la mañ ana cuando llegaron a Moró n. Ahí la vendieron a la patrona del prostí bulo. El trato ya estaba hecho; Cristian cobró la suma y la dividió despué s con el otro.
En Turdera, los Nilsen, perdidos hasta entonces en la marañ a (que tambié n era una rutina) de aquel monstruoso amor, quisieron reanudar su antigua vida de hombres entre hombres. Volvieron a las trucadas, al reñ idero, a las juergas casuales. Acaso, alguna vez, se creyeron salvados, pero solí an incurrir, cada cual por su lado, en injustificadas o harto justificadas ausencias. Poco antes de fin de añ o el menor dijo que tení a que hacer en la Capital. Cristian se fue a Moron; en el palenque de la casa que sabemos reconoció al overo de Eduardo. Entró; adentro estaba el otro, esperando turno. Parece que Cristian le dijo:
—De seguir así, los vamos a cansar a los pingos. Má s vale que la tengamos a mano.
Habló con la patrona, sacó unas monedas del tirador y se la llevaron. La Juliana iba con Cristian; Eduardo espoleó al overo para no verlos.
Volvieron a lo que ya se ha dicho. La infame solució n habí a fracasado; los dos habí an cedido a la tentació n de hacer trampa. Caí n andaba por ahí, pero el cariñ o entre los Nilsen era muy grande —¡ quié n sabe que rigores y qué peligros habí an compartido! — y prefirieron desahogar su exasperació n con ajenos. Con un desconocido, con los perros, con la Juliana, que habí a traí do la discordia.
El mes de marzo estaba por concluir y el calor no cejaba. Un domingo (los domingos la gente suele recogerse temprano) Eduardo, que volví a del almacé n, vio que Cristian uncí a los bueyes. Cristian le dijo:
—Veni; tenemos que dejar unos cueros en lo del Pardo; ya los cargue, aprovechemos la fresca.
El comercio del Pardo quedaba, creo, má s al Sur; tomaron por el Camino de las Tropas; despué s, por un desví o. El campo iba agrandá ndose con la noche.
Orillaron un pajonal; Cristian tiró el cigarro que habí a encendido y dijo sin apuro:
—A trabajar, hermano. Despué s nos ayudaran los caranchos. Hoy la maté. Que se quede aquí con sus pilchas. Ya no hará má s perjuicios.
Se abrazaron, casi llorando. Ahora los ataba otro ví nculo: la mujer tristemente sacrificada y la obligació n de olvidarla.
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