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Muertes porque sí 5 страница




 

 

El milagro secreto
(Artificios, 1944;
Ficciones, 1944)

Y Dios lo hizo morir durante cien añ os y luego lo animó y le dijo:
—¿ Cuá nto tiempo has estado aquí?
—Un dí a o parte de un dí a, respondió.

Alcorá n, ii, 261.

 

La noche del catorce de marzo de 1939, en un departamento de la Zeltnergasse de Praga, Jaromir Hladí k, autor de la inconclusa tragedia Los enemigos, de una Vindicació n de la eternidad y de un examen de las indirectas fuentes judí as de Jakob Boehme, soñ ó con un largo ajedrez. No lo disputaban dos individuos sino dos familias ilustres; la partida habí a sido entablada hace muchos siglos; nadie era capaz de nombrar el olvidado premio, pero se murmuraba que era enorme y quizá infinito; las piezas y el tablero estaban en una torre secreta; Jaromir (en el sueñ o) era el primogé nito de una de las familias hostiles; en los relojes resonaba la hora de la impostergable jugada; el soñ ador corrí a por las arenas de un desierto lluvioso y no lograba recordar las figuras ni las leyes del ajedrez. En ese punto, se despertó. Cesaron los estruendos de la lluvia y de los terribles relojes. Un ruido acompasado y uná nime, cortado por algunas voces de mando, subí a de la Zeltnergasse. Era el amanecer, las blindadas vanguardias del Tercer Reich entraban en Praga.
El diecinueve, las autoridades recibieron una denuncia; el mismo diecinueve, al atardecer, Jaromir Hladí k fue arrestado. Lo condujeron a un cuartel asé ptico y blanco, en la ribera opuesta del Moldau. No pudo levantar uno solo de los cargos de la Gestapo: su apellido materno era Jaroslavski, su sangre era judí a, su estudio sobre Boehme era judaizante, su firma delataba el censo final de una protesta contra el Anschluss. En 1928, habí a traducido el Sepher Yezirah para la editorial Hermann Barsdorf; el efusivo catá logo de esa casa habí a exagerado comercialmente el renombre del traductor; ese catá logo fue hojeado por Julius Rothe, uno de los jefes en cuyas manos estaba la suerte de Hladí k. No hay hombre que, fuera de su especialidad, no sea cré dulo; dos o tres adjetivos en letra gó tica bastaron para que Julius Rothe admitiera la preeminencia de Hladí k y dispusiera que lo condenaran a muerte, pour encourager les autres. Se fijó el dí a veintinueve de marzo, a las nueve a. m. Esa demora (cuya importancia apreciará despué s el lector) se debí a al deseo administrativo de obrar impersonal y pausadamente, como los vegetales y los planetas.
El primer sentimiento de Hladí k fue de mero terror. Pensó que no lo hubieran arredrado la horca, la decapitació n o el degü ello, pero que morir fusilado era intolerable. En vano se redijo que el acto puro y general de morir era lo temible, no las circunstancias concretas. No se cansaba de imaginar esas circunstancias: absurdamente procuraba agotar todas las variaciones. Anticipaba infinitamente el proceso, desde el insomne amanecer hasta la misteriosa descarga. Antes del dí a prefijado por Julius Rothe, murió centenares de muertes, en patios cuyas formas y cuyos á ngulos fatigaban la geometrí a, ametrallado por soldados variables, en nú mero cambiante, que a veces lo ultimaban desde lejos; otras, desde muy cerca. Afrontaba con verdadero temor (quizá con verdadero coraje) esas ejecuciones imaginarias; cada simulacro duraba unos pocos segundos; cerrado el cí rculo, Jaromir interminablemente volví a a las tré mulas ví speras de su muerte. Luego reflexionó que la realidad no suele coincidir con las previsiones; con ló gica perversa infirió que prever un detalle circunstancial es impedir que é ste suceda. Fiel a esa dé bil magia, inventaba, para que no sucedieran, rasgos atroces; naturalmente, acabó por temer que esos rasgos fueran profé ticos. Miserable en la noche, procuraba afirmarse de algú n modo en la sustancia fugitiva del tiempo. Sabí a que é ste se precipitaba hacia el alba del dí a veintinueve; razonaba en voz alta: Ahora estoy en la noche del veintidó s; mientras dure esta noche (y seis noches má s) soy invulnerable, inmortal. Pensaba que las noches de sueñ o eran piletas hondas y oscuras en las que podí a sumergirse. A veces anhelaba con impaciencia la definitiva descarga, que lo redimirí a, mal o bien, de su vana tarea de imaginar. El veintiocho, cuando el ú ltimo ocaso reverberaba en los altos barrotes, lo desvió de esas consideraciones abyectas la imagen de su drama Los enemigos.
Hladí k habí a rebasado los cuarenta añ os. Fuera de algunas amistades y de muchas costumbres, el problemá tico ejercicio de la literatura constituí a su vida; como todo escritor, medí a las virtudes de los otros por lo ejecutado por ellos y pedí a que los otros lo midieran por lo que vislumbraba o planeaba. Todos los libros que habí a dado a la estampa le infundí an un complejo arrepentimiento. En sus exá menes de la obra de Boehme, de Abnesra y de Flood, habí a intervenido esencialmente la mera aplicació n; en su traducció n del Sepher Yezirah, la negligencia, la fatiga y la conjetura. Juzgaba menos deficiente, tal vez, la Vindicació n de la eternidad: el primer volumen historia las diversas eternidades que han ideado los hombres, desde el inmó vil Ser de Parmé nides hasta el pasado modificable de Hinton; el segundo niega (con Francis Bradley) que todos los hechos del universo integran una serie temporal. Arguye que no es infinita la cifra de las posibles experiencias del hombre y que basta una sola “repetició n” para demostrar que el tiempo es una falacia... Desdichadamente, no son menos falaces los argumentos que demuestran esa falacia; Hladí k solí a recorrerlos con cierta desdeñ osa perplejidad. Tambié n habí a redactado una serie de poemas expresionistas; é stos, para confusió n del poeta, figuraron en una antologí a de 1924 y no hubo antologí a posterior que no los heredara. De todo ese pasado equí voco y lá nguido querí a redimirse Hladí k con el drama en verso Los enemigos. (Hladí k preconizaba el verso, porque impide que los espectadores olviden la irrealidad, que es condició n del arte. )
Este drama observaba las unidades de tiempo, de lugar y de acció n; transcurrí a en Hradcany, en la biblioteca del baró n de Roemerstadt, en una de las ú ltimas tardes del siglo diecinueve. En la primera escena del primer acto, un desconocido visita a Roemerstadt. (Un reloj da las siete, una vehemencia de ú ltimo sol exalta los cristales, el aire trae una arrebatada y reconocible mú sica hú ngara. ) A esta visita siguen otras; Roemerstadt no conoce las personas que lo importunan, pero tiene la incó moda impresió n de haberlos visto ya, tal vez en un sueñ o. Todos exageradamente lo halagan, pero es notorio—primero para los espectadores del drama, luego para el mismo baró n— que son enemigos secretos, conjurados para perderlo. Roemerstadt logra detener o burlar sus complejas intrigas; en el diá logo, aluden a su novia, Julia de Weidenau, y a un tal Jaroslav Kubin, que alguna vez la importunó con su amor. É ste, ahora, se ha enloquecido y cree ser Roemerstadt... Los peligros arrecian; Roemerstadt, al cabo del segundo acto, se ve en la obligació n de matar a un conspirador. Empieza el tercer acto, el ú ltimo. Crecen gradualmente las incoherencias: vuelven actores que parecí an descartados ya de la trama; vuelve, por un instante, el hombre matado por Roemerstadt. Alguien hace notar que no ha atardecido: el reloj da las siete, en los altos cristales reverbera el sol occidental, el aire trae la arrebatada mú sica hú ngara. Aparece el primer interlocutor y repite las palabras que pronunció en la primera escena del primer acto. Roemerstadt le habla sin asombro; el espectador entiende que Roemerstadt es el miserable Jaroslav Kubin. El drama no ha ocurrido: es el delirio circular que interminablemente vive y revive Kubin.
Nunca se habí a preguntado Hladí k si esa tragicomedia de errores era baladí o admirable, rigurosa o casual. En el argumento que he bosquejado intuí a la invenció n má s apta para disimular sus defectos y para ejercitar sus felicidades, la posibilidad de rescatar (de manera simbó lica) lo fundamental de su vida. Habí a terminado ya el primer acto y alguna escena del tercero; el cará cter mé trico de la obra le permití a examinarla continuamente, rectificando los hexá metros, sin el manuscrito a la vista. Pensó que aun le faltaban dos actos y que muy pronto iba a morir. Habló con Dios en la oscuridad. Si de algú n modo existo, si no soy una de tus repeticiones y erratas, existo como autor de Los enemigos. Para llevar a té rmino ese drama, que puede justificarme y justificarte, requiero un añ o má s. Otó rgame esos dí as, Tú de Quien son los siglos y el tiempo. Era la ú ltima noche, la má s atroz, pero diez minutos despué s el sueñ o lo anegó como un agua oscura.
Hacia el alba, soñ ó que se habí a ocultado en una de las naves de la biblioteca del Clementinum. Un bibliotecario de gafas negras le preguntó: ¿ Qué busca? Hladí k le replicó: Busco a Dios. El bibliotecario le dijo: Dios está en una de las letras de una de las pá ginas de uno de los cuatrocientos mil tomos del Clementinum. Mis padres y los padres de mis Padres han buscado esa letra; yo me he quedado ciego, buscá ndola. Se quito las gafas y Hladí k vio los ojos, que estaban muertos. Un lector entró a devolver un atlas. Este atlas es inú til, dijo, y se lo dio a Hladí k. É ste lo abrió al azar. Vio un mapa de la India, vertiginoso. Bruscamente seguro, tocó una de las mí nimas letras. Una voz ubicua le dijo: El tiempo de tu labor ha sido otorgado. Aquí Hladí k se despertó.
Recordó que los sueñ os de los hombres pertenecen a Dios y que Maimó nides ha escrito que son divinas las palabras de un sueñ o, cuando son distintas y claras y no se puede ver quien las dijo. Se vistió; dos soldados entraron en la celda y le ordenaron que los siguiera.
Del otro lado de la puerta, Hladí k habí a previsto un laberinto de galerí as, escaleras y pabellones. La realidad fue menos rica: bajaron a un traspatio por una sola escalera de fierro. Varios soldados—alguno de uniforme desabrochado—revisaban una motocicleta y la discutí an. El sargento miró el reloj: eran las ocho y cuarenta y cuatro minutos. Habí a que esperar que dieran las nueve. Hladí k, má s insignificante que desdichado, se sentó en un montó n de leñ a. Advirtió que los ojos de los soldados rehuí an los suyos. Para aliviar la espera, el sargento le entregó un cigarrillo. Hladí k no fumaba; lo aceptó por cortesí a o por humildad. Al encenderlo, vio que le temblaban las manos. El dí a se nubló; los soldados hablaban en voz baja como si é l ya estuviera muerto. Vanamente, procuró recordar a la mujer cuyo sí mbolo era Julia de Weidenau...
El piquete se formó, se cuadró. Hladí k, de pie contra la pared del cuartel, esperó la descarga. Alguien temió que la pared quedara maculada de sangre; entonces le ordenaron al reo que avanzara unos pasos. Hladí k, absurdamente, recordó las vacilaciones preliminares de los fotó grafos. Una pesada gota de lluvia rozó una de las sienes de Hladí k y rodó lentamente por su mejilla; el sargento vociferó la orden final.
El universo fí sico se detuvo.
Las armas convergí an sobre Hladí k, pero los hombres que iban a matarlo estaban inmó viles. El brazo del sargento eternizaba un ademá n inconcluso. En una baldosa del patio una abeja proyectaba una sombra fija. El viento habí a cesado, como en un cuadro. Hladí k ensayó un grito, una sí laba, la torsió n de una mano. Comprendió que estaba paralizado. No le llegaba ni el má s tenue rumor del impedido mundo. Pensó estoy en el infierno, estoy muerto. Pensó estoy loco. Pensó el tiempo se ha detenido. Luego reflexionó que en tal caso, tambié n se hubiera detenido su pensamiento. Quiso ponerlo a prueba: repitió (sin mover los labios) la misteriosa cuarta é gloga de Virgilio. Imaginó que los ya remotos soldados compartí an su angustia: anheló comunicarse con ellos. Le asombró no sentir ninguna fatiga, ni siquiera el vé rtigo de su larga inmovilidad. Durmió, al cabo de un plazo indeterminado. Al despertar, el mundo seguí a inmó vil y sordo. En su mejilla perduraba la gota de agua; en el patio, la sombra de la abeja; el humo del cigarrillo que habí a tirado no acababa nunca de dispersarse. Otro “dí a” pasó, antes que Hladí k entendiera.
Un añ o entero habí a solicitado de Dios para terminar su labor: un añ o le otorgaba su omnipotencia. Dios operaba para é l un milagro secreto: lo matarí a el plomo alemá n, en la hora determinada, pero en su mente un añ o transcurrí a entre la orden y la ejecució n de la orden. De la perplejidad pasó al estupor, del estupor a la resignació n, de la resignació n a la sú bita gratitud.
No disponí a de otro documento que la memoria; el aprendizaje de cada hexá metro que agregaba le impuso un afortunado rigor que no sospechan quienes aventuran y olvidan pá rrafos interinos y vagos. No trabajó para la posteridad ni aun para Dios, de cuyas preferencias literarias poco sabí a. Minucioso, inmó vil, secreto, urdió en el tiempo su alto laberinto invisible. Rehizo el tercer acto dos veces. Borró algú n sí mbolo demasiado evidente: las repetidas campanadas, la mú sica. Ninguna circunstancia lo importunaba. Omitió, abrevió, amplificó; en algú n caso, optó por la versió n primitiva. Llegó a querer el patio, el cuartel; uno de los rostros que lo enfrentaban modificó su concepció n del cará cter de Roemerstadt. Descubrió que las arduas cacofoní as que alarmaron tanto a Flaubert son meras supersticiones visuales: debilidades y molestias de la palabra escrita, no de la palabra sonora... Dio té rmino a su drama: no le faltaba ya resolver sino un solo epí teto. Lo encontró; la gota de agua resbaló en su mejilla. Inició un grito enloquecido, movió la cara, la cuá druple descarga lo derribó.
Jaromir Hladí k murió el veintinueve de marzo, a las nueve y dos minutos de la mañ ana.


1943

 

 

El Otro

El hecho ocurrió el mes de febrero de 1969, al norte de Boston, en Cambridge. No lo escribí inmediatamente porque mi primer propó sito fue olvidarlo, para no perder la razó n. Ahora, en 1972, pienso que si lo escribo, los otros lo leerá n como un cuento y, con los añ os, lo será tal vez para mí. Sé que fue casi atroz mientras duró y má s aú n durante las desveladas noches que lo siguieron. Ello no significa que su relato pueda conmover a un tercero.
Serí an las diez de la mañ ana. Yo estaba recostado en un banco, frente al rí o Charles. A unos quinientos metros a mi derecha habí a un alto edificio, cuyo nombre no supe nunca. El agua gris acarreaba largos trozos de hielo. Inevitablemente, el rí o hizo que yo pensara en el tiempo. La milenaria imagen de Herá clito. Yo habí a dormido bien, mi clase de la tarde anterior habí a logrado, creo, interesar a los alumnos. No habí a un alma a la vista.
Sentí de golpe la impresió n (que segú n los psicó logos corresponde a los estados de fatiga) de haber vivido ya aquel momento. En la otra punta de mi banco alguien se habí a sentado. Yo hubiera preferido estar solo, pero no quise levantarme en seguida, para no mostrarme incivil. El otro se habí a puesto a silbar. Fue entonces cuando ocurrió la primera de las muchas zozobras de esa mañ ana. Lo que silbaba, lo que trataba de silbar (nunca he sido muy entonado), era el estilo criollo de La tapera de Elí as Regules. El estilo me retrajo a un patio, que ha desaparecido, y la memoria de Alvaro Meliá n Lafinur, que hace tantos añ os ha muerto. Luego vinieron las palabras. Eran las de la dé cima del principio. La voz no era la de Á lvaro, pero querí a parecerse a la de Alvaro. La reconocí con horror.
Me le acerqué y le dije:
-Señ or, ¿ usted es oriental o argentino?
-Argentino, pero desde el catorce vivo en Ginebra -fue la contestació n.
Hubo un silencio largo. Le pregunté:
-¿ En el nú mero diecisiete de Malagnou, frente a la iglesia rusa?
Me contestó que si.
-En tal caso -le dije resueltamente- usted se llama Jorge Luis Borges. Yo tambié n soy Jorge Luis Borges. Estamos en 1969, en la ciudad de Cambridge.
-No -me respondió con mi propia voz un poco lejana.
Al cabo de un tiempo insistió:
-Yo estoy aquí en Ginebra, en un banco, a unos pasos del Ró dano. Lo raro es que nos parecemos, pero usted es mucho mayor, con la cabeza gris.
Yo le contesté:
-Puedo probarte que no miento. Voy a decirte cosas que no puede saber un desconocido. En casa hay un mate de plata con un pie de serpientes, que trajo de Perú nuestro bisabuelo. Tambié n hay una palangana de plata, que pendí a del arzó n. En el armario de tu cuarto hay dos filas de libros. Los tres de volú menes de Las mil y una noches de Lane, con grabados en acero y notas en cuerpo menor entre capí tulo, el diccionario latino de Quicherat, la Germania de Tá cito en latí n y en la versió n de Gordon, un Don Quijote de la casa Garnier, las Tablas de Sangre de Rivera Indarte, con la dedicatoria del autor, el Sartor Resartus de Carlyle, una biografí a de Amiel y, escondido detrá s de los demá s, un libro en rú stica sobre las costumbres sexuales de los pueblos balká nicos. No he olvidado tampoco un atardecer en un primer piso en la plaza Dubourg.
-Dufour -corrigió.
-Esta bien. Dufour. ¿ Te basta con todo eso?
-No -respondió -. Esas pruebas no prueban nada. Si yo lo estoy soñ ando, es natural que sepa lo que yo sé. Su catá logo prolijo es del todo vano.
La objeció n era justa. Le contesté:
-Si esta mañ ana y este encuentro son sueñ os, cada uno de los dos tiene que pensar que el soñ ador es é l. Tal vez dejemos de soñ ar, tal vez no. Nuestra evidente obligació n, mientras tanto, es aceptar el sueñ o, como hemos aceptado el universo y haber sido engendrados y mirar con los ojos y respirar.
-¿ Y si el sueñ o durara? -dijo con ansiedad.
Para tranquilizarlo y tranquilizarme, fingí un aplomo que ciertamente no sentí a. Le dije:
-Mi sueñ o ha durado ya setenta añ os. Al fin y al cabo, al recordarse, no hay persona que no se encuentre consigo misma. Es lo que nos está pasando ahora, salvo que somos dos. ¿ No queré s saber algo de mi pasado, que es el porvenir que te espera?
Asintió sin una palabra. Yo proseguí un poco perdido:
-Madre está sana y buena en su casa de Charcas y Maipú, en Buenos Aires, pero padre murió hace unos treinta añ os. Murió del corazó n. Lo acabó una hemiplejí a; la mano izquierda puesta sobre la mano derecha era como la mano de un niñ o sobre la mano de un gigante. Murió con impaciencia de morir, pero sin una queja. Nuestra abuela habí a muerto en la misma casa. Unos dí as antes del fin, nos llamo a todos y nos dijo: " Soy una mujer muy vieja, que está murié ndose muy despacio. Que nadie se alborote por una cosa tan comú n y corriente. " Norah, tu hermana, se casó y tiene dos hijos. A propó sito, ¿ en casa como está n?
-Bien. Padre siempre con sus bromas contra la fe. Anoche dijo que Jesú s era como los gauchos, que no quieren comprometerse, y que por eso predicaba en pará bolas.
Vaciló y me dijo:
-¿ Y usted?
No sé la cifra de los libros que escribirá s, pero sé que son demasiados. Escribirá s poesí as que te dará n un agrado no compartido y cuentos de í ndole fantá stica. Dará s clases como tu padre y como tantos otros de nuestra sangre. Me agradó que nada me preguntara sobre el fracaso o é xito de los libros.
Cambié. Cambié de tono y proseguí:
-En lo que se refiere a la historia... Hubo otra guerra, casi entre los mismos antagonistas. Francia no tardó en capitular; Inglaterra y Amé rica libraron contra un dictador alemá n, que se llamaba Hitler, la cí clica batalla de Waterllo. Buenos Aires, hací a mil novecientos cuarenta y seis, engendró otro Rosas, bastante parecido a nuestro pariente. El cincuenta y cinco, la provincia de Có rdoba nos salvó, como antes Entre Rí os. Ahora, las cosas andan mal. Rusia está apoderá ndose del planeta; Amé rica, trabada por la superstició n de la democracia, no se resuelve a ser un imperio. Cada dí a que pasa nuestro paí s es má s provinciano. Má s provinciano y má s engreí do, como si cerrara los ojos. No me sorprenderí a que la enseñ anza del latí n fuera reemplazada por la del guaraní.
Noté que apenas me prestaba atenció n. El miedo elemental de lo imposible y sin embargo cierto lo amilanaba. Yo, que no he sido padre, sentí por ese pobre muchacho, má s í ntimo que un hijo de mi carne, una oleada de amor. Vi que apretaba entre las manos un libro. Le pregunté qué era.
-Los poseí dos o, segú n creo, Los demonios de Fyodor Dostoievski -me replicó no sin vanidad.
-Se me ha desdibujado. ¿ Que tal es?
No bien lo dije, sentí que la pregunta era una blasfemia.
-El maestro ruso -dictaminó - ha penetrado má s que nadie en los laberintos del alma eslava.
Esa tentativa retó rica me pareció una prueba de que se habí a serenado.
Le pregunté qué otros volú menes del maestro habí a recorrido.
Enumeró dos o tres, entre ellos El doble.
Le pregunté si al leerlos distinguí a bien los personajes, como en el caso de Joseph Conrad, y si pensaba proseguir el examen de la obra completa.
-La verdad es que no -me respondió con cierta sorpresa.
Le pregunté qué estaba escribiendo y me dijo que preparaba un libro de versos que se titularí a Los himnos rojos. Tambié n habí a pensado en Los ritmos rojos.
-¿ Por qué no? -le dije-. Podé s alegar buenos antecedentes. El verso azul de Rubé n Darí o y la canció n gris de Verlaine.
Sin hacerme caso, me aclaró que su libro cantarí a la fraternidad de todos lo hombres. El poeta de nuestro tiempo no puede dar la espalda a su é poca. Me quedé pensando y le pregunté si verdaderamente se sentí a hermano de todos. Por ejemplo, de todos los empresarios de pompas fú nebres, de todos los carteros, de todos buzos, de todos los que viven en la acera de los nú meros pares, de todos los afó nicos, etcé tera. Me dijo que su libro se referí a a la gran masa de los oprimidos y parias.
-Tu masa de oprimidos y de parias -le contesté - no es má s que una abstracció n. Só lo los individuos existen, si es que existe alguien. El hombre de ayer no es el hombre de hoy sentencio algú n griego. Nosotros dos, en este banco de Ginebra o de Cambridge, somos tal vez la prueba.
Salvo en las severas pá ginas de la Historia, los hechos memorables prescinden de frases memorables. Un hombre a punto de morir quiere acordarse de un grabado entrevisto en la infancia; los soldados que está n por entrar en la batalla hablan del barro o del sargento. Nuestra situació n era ú nica y, francamente, no está bamos preparados. Hablamos, fatalmente, de letras; temo no haber dicho otras cosas que las que suelo decir a los periodistas. Mi alter ego creí a en la invenció n o descubrimiento de metá foras nuevas; yo en las que corresponden a afinidades í ntimas y notorias y que nuestra imaginació n ya ha aceptado. La vejez de los hombres y el ocaso, los sueñ os y la vida, el correr del tiempo y del agua. Le expuse esta opinió n, que expondrí a en un libro añ os despué s.
Casi no me escuchaba. De pronto dijo:
-Si usted ha sido yo, ¿ có mo explicar que haya olvidado su encuentro con un señ or de edad que en 1918 le dijo que é l tambié n era Borges?
No habí a pensado en esa dificultad. Le respondí sin convicció n:
-Tal vez el hecho fue tan extrañ o que traté de olvidarlo.
Aventuró una tí mida pregunta:
-¿ Có mo anda su memoria?
Comprendí que para un muchacho que no habí a cumplido veinte añ os; un hombre de má s de setenta era casi un muerto. Le contesté:
-Suele parecerse al olvido, pero todaví a encuentra lo que le encargan.
Estudio anglosajó n y no soy el ú ltimo de la clase.
Nuestra conversació n ya habí a durado demasiado para ser la de un sueñ o.
Una brusca idea se me ocurrió.
-Yo te puedo probar inmediatamente -le dije- que no está s soñ ando conmigo.
Oí bien este verso, que no has leí do nunca, que yo recuerde.
Lentamente entoné la famosa lí nea:
L'hydre - univers tordant son corps é caillé d'astres. Sentí su casi temeroso estupor. Lo repitió en voz baja, saboreando cada resplandeciente palabra.
-Es verdad -balbuceó -. Yo no podré nunca escribir una lí nea como é sa.
Hugo nos habí a unido.
Antes, é l habí a repetido con fervor, ahora lo recuerdo, aquella breve pieza en que Walt Whitman rememora una compartida noche ante el mar, en que fue realmente feliz.
-Si Whitman la ha cantado -observé - es porque la deseaba y no sucedió. El poema gana si adivinamos que es la manifestació n de un anhelo, no la historia de un hecho.
Se quedó mirá ndome.
-Usted no lo conoce -exclamó -. Whitman es capaz de mentir.
Medio siglo no pasa en vano. Bajo nuestra conversació n de personas de miscelá nea lectura y gustos diversos, comprendí que no podí amos entendernos.
Eramos demasiado distintos y demasiado parecidos. No podí amos engañ arnos, lo cual hace difí cil el dialogo. Cada uno de los dos era el remendo cricaturesco del otro. La situació n era harto anormal para durar mucho má s tiempo. Aconsejar o discutir era inú til, porque su inevitable destino era ser el que soy.
De pronto recordé una fantasí a de Coleridge. Alguien sueñ a que cruza el paraí so y le dan como prueba una flor. Al despertarse, ahí está la flor. Se me ocurrió un artificio aná logo.
-Oí -le dije-, ¿ tené s algú n dinero?
-Sí - me replicó -. Tengo unos veinte francos. Esta noche lo convidé a Simó n Jichlinski en el Crocodile.
-Dile a Simó n que ejercerá la medicina en Carouge, y que hará mucho bien... ahora, me das una de tus monedas.
Sacó tres escudos de plata y unas piezas menores. Sin comprender me ofreció uno de los primeros.
Yo le tendí uno de esos imprudentes billetes americanos que tienen muy diverso valor y el mismo tamañ o. Lo examinó con avidez.
-No puede ser -gritó -. Lleva la fecha de mil novecientos sesenta y cuatro. (Meses despué s alguien me dijo que los billetes de banco no llevan fecha. )
-Todo esto es un milagro -alcanzó a decir- y lo milagroso da miedo. Quienes fueron testigos de la resurrecció n de Lá zaro habrá n quedado horrorizados. No hemos cambiado nada, pensé. Siempre las referencias librescas.
Hizo pedazos el billete y guardó la moneda.
Yo resolví tirarla al rí o. El arco del escudo de plata perdié ndose en el rí o de plata hubiera conferido a mi historia una imagen ví vida, pero la suerte no lo quiso.
Respondí que lo sobrenatural, si ocurre dos veces, deja de ser aterrador. Le propuse que nos vié ramos al dí a siguiente, en ese mismo banco que está en dos tiempos y en dos sitios.
Asintió en el acto y me dijo, sin mirar el reloj, que se le habí a hecho tarde. Los dos mentí amos y cada cual sabí a que su interlocutor estaba mintiendo. Le dije que iban a venir a buscarme.
-¿ A buscarlo? -me interrogó.
-Sí. Cuando alcances mi edad habrá s perdido casi por completo la vista.
Verá s el color amarillo y sombras y luces. No te preocupes. La ceguera gradual no es una cosa trá gica. Es como un lento atardecer de verano. Nos despedimos sin habernos tocado. Al dí a siguiente no fui. EL otro tampoco habrá ido.
He cavilado mucho sobre este encuentro, que no he contado a nadie. Creo haber descubierto la clave. El encuentro fue real, pero el otro conversó conmigo en un sueñ o y fue así que pudo olvidarme; yo conversé con é l en la vigilia y todaví a me atormenta el encuentro.
El otro me soñ ó, pero no me soñ ó rigurosamente. Soñ ó, ahora lo entiendo, la imposible fecha en el dó lar.

 

 

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