Muertes porque sí 2 страница
Postdata del 1º de marzo de 1943. A los seis meses de la demolició n del inmueble de la calle Garay, la Editorial Procusto no se dejó arredrar por la longitud del considerable poema y lanzó al mercado una selecció n de “trozos argentinos”. Huelga repetir lo ocurrido; Carlos Argentino Daneri recibió el Segundo Premio Nacional de Literatura. [2] El primero fue otorgado al doctor Aita; el tercero al doctor Mario Bonfanti; increí blemente mi obra Los naipes del tahú r no logró un solo voto. ¡ Una vez má s, triunfaron la incomprensió n y la envidia! Hace ya mucho tiempo que no consigo ver a Daneri; los diarios dicen que pronto nos dará otro volumen. Su afortunada pluma (no entorpecida ya por el Aleph) se ha consagrado a versificar los epí tomes del doctor Acevedo Dí az.
Dos observaciones quiero agregar: una sobre la naturaleza del Aleph; otra, sobre su nombre. É ste, como es sabido, es el de la primera letra del alfabeto de la lengua sagrada. Su aplicació n al cí rculo de mi historia no parece casual. Para la Cá bala esa letra significa el En Soph, la ilimitada y pura divinidad; tambié n se dijo que tiene la forma de un hombre que señ ala el cielo y la tierra, para indicar que el mundo inferior es el espejo y es el mapa del superior; para la Mengenlehre, es el sí mbolo de los nú meros transfinitos, en los que el todo no es mayor que alguna de las partes. Yo querrí a saber: ¿ Eligió Carlos Argentino ese nombre, o lo leyó, aplicado a otro punto donde convergen todos los puntos, en alguno de los textos innumerables que el Aleph de su casa le reveló? Por increí ble que parezca yo creo que hay (o que hubo) otro Aleph, yo creo que el Aleph de la calle Garay era un falso Aleph.
Doy mis razones. Hacia 1867 el capitá n Burton ejerció en el Brasil el cargo de có nsul britá nico; en julio de 1942 Pedro Henrí quez Ureñ a descubrió en una biblioteca de Santos un manuscrito suyo que versaba sobre el espejo que atribuye el Oriente a Iskandar Zu al-Karnayn, o Alejandro Bicorne de Macedonia. En su cristal se reflejaba el universo entero. Burton menciona otros artificios congé neres —la sé ptuple copa de Kai Josrú, el espejo que Tá rik Benzeyad encontró en una torre (1001 Noches, 272), el espejo que Luciano de Samosata pudo examinar en la Luna (Historia Verdadera, I, 26), la lanza especular que el primer libro del Satyricon de Capella atribuye a Jú piter, el espejo universal de Merlí n, “redondo y hueco y semejante a un mundo de vidrio” (The Faerie Queene, III, 2, 19)—, y añ ade estas curiosas palabras: “Pero los anteriores(ademá s del defecto de no existir) son meros instrumentos de ó ptica. Los fieles que concurren a la mezquita de Amr, en el Cairo, saben muy bien que el universo está en el interior de una de las columnas de piedra que rodean el patio central... Nadie, claro está, puede verlo, pero quienes acercan el oí do a la superficie declaran percibir, al poco tiempo, su atareado rumor... la mezquita data del siglo VII; las columnas proceden de otros templos de religiones anteislá micas, pues como ha escrito Abenjaldú n: En las repú blicas fundadas por nó madas, es indispensable el concurso de forasteros para todo lo que sea albañ ilerí a”.
¿ Existe ese Aleph en lo í ntimo de una piedra? ¿ Lo he visto cuando vi todas las cosas y lo he olvidado? Nuestra mente es porosa para el olvido; yo mismo estoy falseando y perdiendo, bajo la trá gica erosió n de los añ os, los rasgos de Beatriz.
A Estela Canto.
[1] Recuerdo, sin embargo, estas lí neas de una sá tira en que fustigó con rigor a los malos poetas.
Aqueste da al poema belicosa armadura
De erudició n; estotro le da pompas y galas
Ambos baten en vano las ridí culas alas...
¡ Olvidaron cuitados el factor HERMOSURA!
Só lo el temor de crearse un ejé rcito de enemigos implacables y poderosos lo disuadió (me dijo) de publicar sin miedo el poema.
[3] “Recibí tu apenada congratulació n”, me escribió. “Bufas, mi lamentabla amigo, de envidia, pero confesará s... —¡ aunque te ahogue! — que esta vez pude coronar mi bonete con la má s roja de las plumas; mi turbante, con el má s Califa de los rubí es.
La casa de Asterió n
(El Aleph (1949)
Y la reina dio a luz un hijo que se llamó Asterió n.
Apolodoro: Biblioteca, iii, I.
Sé que me acusan de soberbia, y tal vez de misantropí a, y tal vez de locura. Tales acusaciones (que yo castigaré a su debido tiempo) son irrisorias. Es verdad que no salgo de mi casa, pero tambié n es verdad que sus puertas (cuyo nú mero es infinito)[1] está n abiertas dí a y noche a los hombres y tambié n a los animales. Que entre el que quiera. No hallará pompas mujeriles aqui ni el bizarro aparato de los palacios pero si la quietud y la soledad. Asimismo hallará una casa como no hay otra en la faz de la tierra. (Mienten los que declaran que en egipto hay una parecida). Hasta mis detractores admiten que no hay un solo mueble en la casa. Otra especie ridicula es que yo, Asterió n, soy un prisionero. ¿ Repetiré que no hay una puerta cerrada, anadiré que no hay una cerradura? Por lo demá s, algú n atardecer he pisado la calle; si antes de la noche volví, lo hice por el temor que me infundieron las caras de la plebe, caras descoloridas y aplanadas, como la mano abierta. Ya se habí a puesto el sol, pero el desvalido llanto de un niñ o y las toscas plegarias de la grey dijeron que me habí an reconocido. La gente oraba, huí a, se posternaba; unos se encaramaban al estiló bato del templo de las Hachas, otros juntaban piedras. Alguno, creo, se ocultó en el mar. no en vano fue una reina mi madre; no puedo confundirme con el vulgo, aunque mi modestia lo quiera.
El hecho es que soy ú nico. No me interesa lo que un hombre pueda trasmitir a otros hombres; como el filó sofo, pienso que nada es comunicable por el arte de la escritura. Las enojosas y triviales minucias no tienen cabida en mi espiritu, que está capacitado para lo grande; jamá s he retenido la diferencia entre una letra y otra. Cierta impaciencia generosa no ha consentido que yo aprendiera a leer. A veces lo deploro, porque las noches y los dí as son largos.
Claro que no me faltan distracciones. Semejante al carnero que va a embestir, corro por las galerí as de piedra hasta rodar al suelo, mareado. Me agazapo a la sombra de un aljibe o a la vuelta de un corredor y juego a que me buscan. Hay azoteas desde las que me dejo caer, hasta ensangrentarme. A cualquier hora puedo jugar a estar dormido, con los ojos cerrados y la respiració n poderosa. (A veces me duremo realmente, a veces ha cambiado el color del dí a cuando he abierto los ojos). Pero de tantos juegos el que prefiero es el de otro Asterió n. Finjo que viene a visitarme y que yo le muestro la casa. Con grandes reverencias le digo: Ahora volvemos a la encrucijada anterior o Ahora desembocaremos en otro patio o bien decí a yo que te gustarí a la canalta o Ahora verá s una cisterna que se llenó de arena o Ya verá s como el só tano se bifurca. A veces me equivoco y nos reimos buenamente los dos.
No só lo he imaginado esos juegos; tambié n he meditado sobre la casa. todas las partes de la casa está n muchas veces, cualquier lugar es otro lugar. No hay un aljibe, un patio, un abrevadero, un pesebre; son catorce [son infinitos] los pesebres, abrevaderos, patios, aljibes. La casa es del tamañ o del mundo; mejor dicho, es el mundo. Sin embargo, a fuerza de fatigar patios con un aljibe y polvorientas galerí as de piedra gris he alcanzado la calle y he visto el templo de las Hachas y el mar. Eso no lo entendí hasta que una visió n de la noche me reveló que tambié n son catorce [son infinitos] los mares y los templos. Todo está muchas veces, catorce veces, pero dos cosas hay en el mundo que parecen estar una sola vez: arriba, el intrincado sol; abajo, asterió n. quizá yo he creado las estrellas y el sol la enorme casa, pero ya no me acuerdo.
Cada nueve añ os entran en la casa nueve hombres para que yo los libere de todo mal. Oigo sus pasos o su voz en el fondo de las galerí as de piedra y corro alegremente a buscarlos. La cremonia dura pocos minutos. uno tras otro caen sin que yo me ensangrinte las manos. Donde cayeron, quedan, y los cadaveres ayudan a distinguir una galerí a de las otras. Ignoro quié nes son, pero sé que uno de ellos profetizó, en la hora de su muerte, que alguna vez llgarí a mi redentor. desde entonces no me duele la soledad, porque sé que vive mi redentor y al fin se levantará sobre el polvo. Si mo oí do alcanza todos los rumores del mundo, yo percibirí a sus pasos. Ojalá me lleve a un lugar con menos galerí as y menos puertas. ¿ Como será mi redentor?, me pregunto. ¿ Será un toro o un hombre? ¿ Será tal vez un toro con cara de hombre? ¿ O será como yo?
El sol de la mañ ana reverberó en la espada de bronce. Ya no quedaba ni un vestigio de sangre.
—¿ Lo creerá s, Ariadna? —dijo Teseo—. El minotauro apenas se defendió.
A Marta Mosquera Eastman
[1] El original dice catorce, pero sobran motivos para creer inferir que, en boca de asterió n, el nú mero catorce vale por infinitos.
Las ruinas circulares
(El jardí n de senderos que se bifurcan (1941;
Ficciones, 1944)
And if he left off dreaming about you...
Through the Looking-Glass, vi
Nadie lo vio desembarcar en la uná nime noche, nadie vio la canoa de bambú sumié ndose en el fango sagrado, pero a los pocos dí as nadie ignoraba que el hombre taciturno vení a del Sur y que su patria era una de las infinitas aldeas que está n aguas arriba, en el flanco violento de la montañ a, donde el idioma zend no está contaminado de griego y donde es infrecuente la lepra. Lo cierto es que el hombre gris besó el fango, repechó la ribera sin apartar (probablemente, sin sentir) las cortaderas que le dilaceraban las carnes y se arrastró, mareado y ensangrentado, hasta el recinto circular que corona un tigre o caballo de piedra, que tuvo alguna vez el color del fuego y ahora el de la ceniza. Ese redondel es un templo que devoraron los incendios antiguos, que la selva palú dica ha profanado y cuyo dios no recibe honor de los hombres. El forastero se tendió bajo el pedestal. Lo despertó el sol alto. Comprobó sin asombro que las heridas habí an cicatrizado; cerró los ojos pá lidos y durmió, no por flaqueza de la carne sino por determinació n de la voluntad. Sabí a que ese templo era el lugar que requerí a su invencible propó sito; sabí a que los á rboles incesantes no habí an logrado estrangular, rí o abajo, las ruinas de otro templo propicio, tambié n de dioses incendiados y muertos; sabí a que su inmediata obligació n era el sueñ o. Hacia la medianoche lo despertó el grito inconsolable de un pá jaro. Rastros de pies descalzos, unos higos y un cá ntaro le advirtieron que los hombres de la regió n habí an espiado con respeto su sueñ o y solicitaban su amparo o temí an su magia. Sintió el frí o del miedo y buscó en la muralla dilapidada un nicho sepulcral y se tapó con hojas desconocidas.
El propó sito que lo guiaba no era imposible, aunque sí sobrenatural. Querí a soñ ar un hombre: querí a soñ arlo con integridad minuciosa e imponerlo a la realidad. Ese proyecto má gico habí a agotado el espacio entero de su alma; si alguien le hubiera preguntado su propio nombre o cualquier rasgo de su vida anterior, no habrí a acertado a responder. Le convení a el templo inhabitado y despedazado, porque era un mí nimo de mundo visible; la cercaní a de los leñ adores tambié n, porque é stos se encargaban de subvenir a sus necesidades frugales. El arroz y las frutas de su tributo eran pá bulo suficiente para su cuerpo, consagrado a la ú nica tarea de dormir y soñ ar.
Al principio, los sueñ os eran caó ticos; poco despué s, fueron de naturaleza dialé ctica. El forastero se soñ aba en el centro de un anfiteatro circular que era de algú n modo el templo incendiado: nubes de alumnos taciturnos fatigaban las gradas; las caras de los ú ltimos pendí an a muchos siglos de distancia y a una altura estelar, pero eran del todo precisas. El hombre les dictaba lecciones de anatomí a, de cosmografí a, de magia: los rostros escuchaban con ansiedad y procuraban responder con entendimiento, como si adivinaran la importancia de aquel examen, que redimirí a a uno de ellos de su condició n de vana apariencia y lo interpolarí a en el mundo real. El hombre, en el sueñ o y en la vigilia, consideraba las respuestas de sus fantasmas, no se dejaba embaucar por los impostores, adivinaba en ciertas perplejidades una inteligencia creciente. Buscaba un alma que mereciera participar en el universo.
A las nueve o diez noches comprendió con alguna amargura que nada podí a esperar de aquellos alumnos que aceptaban con pasividad su doctrina y si de aquellos que arriesgaban, a veces, una contradicció n razonable. Los primeros, aunque dignos de amor y de bueno afecto, no podí an ascender a individuos; los ú ltimos preexistí an un poco má s. Una tarde (ahora tambié n las tardes eran tributarias del sueñ o, ahora no velaba sino un par de horas en el amanecer) licenció para siempre el vasto colegio ilusorio y se quedó con un solo alumno. Era un muchacho taciturno, cetrino, dí scolo a veces, de rasgos afilados que repetí an los de su soñ ador. No lo desconcertó por mucho tiempo la brusca eliminació n de los condiscí pulos; su progreso, al cabo de unas pocas lecciones particulares, pudo maravillar al maestro. Sin embargo, la catá strofe sobrevino. El hombre, un dí a, emergió del sueñ o como de un desierto viscoso, miró la vana luz de la tarde que al pronto confundió con la aurora y comprendió que no habí a soñ ado. Toda esa noche y todo el dí a, la intolerable lucidez del insomnio se abatió contra é l. Quiso explorar la selva, extenuarse; apenas alcanzó entre la cicuta unas rachas de sueñ o dé bil, veteadas fugazmente de visiones de tipo rudimental: inservibles. Quiso congregar el colegio y apenas hubo articulado unas breves palabras de exhortació n, é ste se deformó, se borró. En la casi perpetua vigilia, lá grimas de ira le quemaban los viejos ojos.
Comprendió que el empeñ o de modelar la materia incoherente y vertiginosa de que se componen los sueñ os es el má s arduo que puede acometer un varó n, aunque penetre todos los enigmas del orden superior y del inferior: mucho má s arduo que tejer una cuerda de arena o que amonedar el viento sin cara. Comprendió que un fracaso inicial era inevitable. Juró olvidar la enorme alucinació n que lo habí a desviado al principio y buscó otro mé todo de trabajo Antes de ejercitarlo, dedicó un mes a la reposició n de las fuerzas que habí a malgastado el delirio. Abandonó toda premeditació n de soñ ar y casi acto continuo logró dormir un trecho razonable del dí a. Las raras veces que soñ ó durante ese perí odo, no reparó en los sueñ os. Para reanudar la tarea, esperó que el disco de la luna fuera perfecto. Luego, en la tarde, se purificó en las aguas del rí o, adoró los dioses planetarios, pronunció las sí labas lí citas de un nombre poderoso y durmió. Casi inmediatamente, soñ ó con un corazó n que latí a.
Lo soñ ó activo, caluroso, secreto, del grandor de un puñ o cerrado, color granate en la penumbra de un cuerpo humano aun sin cara ni sexo; con minucioso amor lo soñ ó, durante catorce lú cidas noches. Cada noche, lo percibí a con mayor evidencia. No lo tocaba: se limitaba a atestiguarlo, a observarlo, tal vez a corregirlo con la mirada. Lo percibí a, lo viví a, desde muchas distancias y muchos á ngulos. La noche catorcena rozó la arteria pulmonar con el í ndice y luego todo el corazó n, desde afuera y adentro. El examen lo satisfizo. Deliberadamente no soñ ó durante una noche: luego retomó el corazó n, invocó el nombre de un planeta y emprendió la visió n de otro de los ó rganos principales. Antes de un añ o llegó al esqueleto, a los pá rpados. El pelo innumerable fue tal vez la tarea má s difí cil. Soñ ó un hombre í ntegro, un mancebo, pero é ste no se incorporaba ni hablaba ni podí a abrir los ojos. Noche tras noche, el hombre lo soñ aba dormido.
En las cosmogoní as gnó sticas, los demiurgos amasan un rojo Adá n que no logra ponerse de pie; tan inhá bil y rudo y elemental como ese Adá n de polvo era el Adá n de sueñ o que las noches del mago habí an fabricado. Una tarde, el hombre casi destruyó toda su obra, pero se arrepintió. (Má s le hubiera valido destruirla. ) Agotados los votos a los nú menes de la tierra y del rí o, se arrojó a los pies de la efigie que tal vez era un tigre y tal vez un potro, e imploró su desconocido socorro. Ese crepú sculo, soñ ó con la estatua. La soñ ó viva, tré mula: no era un atroz bastardo de tigre y potro, sino a la vez esas dos criaturas vehementes y tambié n un toro, una rosa, una tempestad. Ese mú ltiple dios le reveló que su nombre terrenal era Fuego, que en ese templo circular (y en otros iguales) le habí an rendido sacrificios y culto y que má gicamente animarí a al fantasma soñ ado, de suerte que todas las criaturas, excepto el Fuego mismo y el soñ ador, lo pensaran un hombre de carne y hueso. Le ordenó que una vez instruido en los ritos, lo enviarí a al otro templo despedazado cuyas pirá mides persisten aguas abajo, para que alguna voz lo glorificara en aquel edificio desierto. En el sueñ o del hombre que soñ aba, el soñ ado se despertó.
El mago ejecutó esas ó rdenes. Consagró un plazo (que finalmente abarcó dos añ os) a descubrirle los arcanos del universo y del culto del fuego. Í ntimamente, le dolí a apartarse de é l. Con el pretexto de la necesidad pedagó gica, dilataba cada dí as las horas dedicadas al sueñ o. Tambié n rehizo el hombro derecho, acaso deficiente. A veces, lo inquietaba una impresió n de que ya todo eso habí a acontecido. . . En general, sus dí as eran felices; al cerrar los ojos pensaba: Ahora estaré con mi hijo. O, má s raramente: El hijo que he engendrado me espera y no existirá si no voy.
Gradualmente, lo fue acostumbrando a la realidad. Una vez le ordenó que embanderara una cumbre lejana. Al otro dí a, flameaba la bandera en la cumbre. Ensayó otros experimentos aná logos, cada vez má s audaces. Comprendió con cierta amargura que su hijo estaba listo para nacer—y tal vez impaciente. Esa noche lo besó por primera vez y lo envió al otro templo cuyos despojos blanqueaban rí o abajo, a muchas leguas de inextricable selva y de cié naga. Antes (para que no supiera nunca que era un fantasma, para que se creyera un hombre como los otros) le infundió el olvido total de sus añ os de aprendizaje.
Su victoria y su paz quedaron empañ adas de hastí o. En los crepú sculos de la tarde y del alba, se prosternaba ante la figura de piedra, tal vez imaginando que su hijo irreal ejecutaba idé nticos ritos, en otras ruinas circulares, aguas abajo; de noche no soñ aba, o soñ aba como lo hacen todos los hombres. Percibí a con cierta palidez los sonidos y formas del universo: el hijo ausente se nutrí a de esas disminuciones de su alma. El propó sito de su vida estaba colmado; el hombre persistió en una suerte de é xtasis. Al cabo de un tiempo que ciertos narradores de su historia prefieren computar en añ os y otros en lustros, lo despertaron dos remeros a medianoche: no pudo ver sus caras, pero le hablaron de un hombre má gico en un templo del Norte, capaz de hollar el fuego y de no quemarse. El mago recordó bruscamente las palabras del dios. Recordó que de todas las criaturas que componen el orbe, el fuego era la ú nica que sabí a que su hijo era un fantasma. Ese recuerdo, apaciguador al principio, acabó por atormentarlo. Temió que su hijo meditara en ese privilegio anormal y descubriera de algú n modo su condició n de mero simulacro. No ser un hombre, ser la proyecció n del sueñ o de otro hombre ¡ qué humillació n incomparable, qué vé rtigo! A todo padre le interesan los hijos que ha procreado (que ha permitido) en una mera confusió n o felicidad; es natural que el mago temiera por el porvenir de aquel hijo, pensado entrañ a por entrañ a y rasgo por rasgo, en mil y una noches secretas.
El té rmino de sus cavilaciones fue brusco, pero lo prometieron algunos signos. Primero (al cabo de una larga sequí a) una remota nube en un cerro, liviana como un pá jaro; luego, hacia el Sur, el cielo que tení a el color rosado de la encí a de los leopardos; luego las humaredas que herrumbraron el metal de las noches, despué s la fuga pá nica de las bestias. Porque se repitió lo acontecido hace muchos siglos. Las ruinas del santuario del dios del fuego fueron destruidas por el fuego. En un alba sin pá jaros el mago vio cernirse contra los muros el incendio concé ntrico. Por un instante, pensó refugiarse en las aguas, pero luego comprendió que la muerte vení a a coronar su vejez y a absolverlo de sus trabajos. Caminó contra los jirones de fuego. É stos no mordieron su carne, é stos lo acariciaron y lo inundaron sin calor y sin combustió n. Con alivio, con humillació n, con terror, comprendió que é l tambié n era una apariencia, que otro estaba soñ á ndolo.
El jardí n de senderos que se bifurcan
(El jardí n de senderos que se bifurcan, 1941);
(Ficciones, 1944)
A Victoria Ocampo
En la pá gina 242 de la Historia de la Guerra Europea de Lidell Hart, se lee que una ofensiva de trece divisiones britá nicas (apoyadas por mil cuatrocientas piezas de artillerí a) contra la lí nea Serre-Montauban habí a sido planeada para el 24 de julio de 1916 y debió postergarse hasta la mañ ana del dí a 29. Las lluvias torrenciales (anota el capitá n Lidell Hart) provocaron esa demora —nada significativa, por cierto. La siguiente declaració n, dictada, releí da y firmada por el doctor Yu Tsun, antiguo catedrá tico de inglé s en la Hochschule de Tsingtao, arroja una insospechada luz sobre el caso. Faltan las dos pá ginas iniciales.
“... y colgué el tubo. Inmediatamente despué s, reconocí la voz que habí a contestado en alemá n. Era la del capitá n Richard Madden. Madden, en el departamento de Viktor Runeberg, querí a decir el fin de nuestros afanes y —pero eso parecí a muy secundario, o deberí a parecé rmelo— tambié n de nuestras vidas. Querí a decir que Runeberg habí a sido arrestado o asesinado[1]. Antes que declinara el sol de ese dí a, yo correrí a la misma suerte. Madden era implacable. Mejor dicho, estaba obligado a ser implacable. Irlandé s a las ó rdenes de Inglaterra, hombre acusado de tibieza y tal vez de traició n ¿ có mo no iba a abrazar y agradecer este milagroso favor: el descubrimiento, la captura, quizá la muerte de dos agentes del Imperio Alemá n? Subí a mi cuarto; absurdamente cerré la puerta con llave y me tiré de espaldas en la estrecha cama de hierro. En la ventana estaban los tejados de siempre y el sol nublado de las seis. Me pareció increí ble que es dí a sin premoniciones ni sí mbolos fuera el de mi muerte implacable. A pesar de mi padre muerto, a pesar de haber sido un niñ o en un simé trico jardí n de Hai Feng ¿ yo, ahora, iba a morir? Despué s reflexioné que todas las cosas le suceden a uno precisamente, precisamente ahora. Siglos de siglos y só lo en el presente ocurren los hechos; innumerables hombres en el aire, en la tierra y el mar, y todo lo que realmente pasa me pasa a mí... El casi intolerable recuerdo del rostro acaballado de Madden abolió esas divagaciones. En mitad de mi odio y de mi terror (ahora no me importa hablar de terror: ahora que he burlado a Richard Madden, ahora que mi garganta anhela la cuerda) pensé que ese guerrero tumultuoso y sin duda feliz no sospechaba que yo poseí a el Secreto. El nombre del preciso lugar del nuevo parque de artillerí a britá nico sobre el Ancre. Un pá jaro rayó el cielo gris y ciegamente lo traduje en un aeroplano y a ese aeroplano en muchos (en el cielo francé s) aniquilando el parque de artillerí a con bombas verticales. Si mi boca, antes que la deshiciera un balazo, pudiera gritar ese nombre de modo que los oyeran en Alemania... Mi voz humana era muy pobre. ¿ Có mo hacerla llegar al oí do del Jefe? Al oí do de aquel hombre enfermo y odioso, que no sabí a de Runeberg y de mí sino que está bamos en Staffordshire y que en vano esperaba noticias nuestras en su á rida oficina de Berlí n, examinando infinitamente perió dicos... Dije en voz alta: Debo huir. Me incorporé sin ruido, en una inú til perfecció n de silencio, como si Madden ya estuviera acechá ndome. Algo —tal vez la mera ostentació n de probar que mis recursos eran nulos— me hizo revisar mis bolsillos. Encontré lo que sabí a que iba a encontrar. El reloj norteamericano, la cadena de ní quel y la moneda cuadrangular, el llavero con las comprometedoras llaves inú tiles del departamento de Runeberg, la libreta, un carta que resolví destruir inmediatamente (y que no destruí ), el falso pasaporte, una corona, dos chelines y unos peniques, el lá piz rojo-azul, el pañ uelo, el revó lver con una bala. Absurdamente lo empuñ é y sopesé para darme valor. Vagamente pensé que un pistoletazo puede oí rse muy lejos. En diez minutos mi plan estaba maduro. La guí a telefó nica me dio el nombre de la ú nica persona capaz de transmitir la noticia: viví a n un suburbio de Fenton, a menos de media hora de tren.
Soy un hombre cobarde. Ahora lo digo, ahora que he llevado a té rmino un plan que nadie no calificará de arriesgado. Yo sé que fue terrible su ejecució n. No lo hice por Alemania, no. Nada me importa un paí s bá rbaro, que me ha obligado a la abyecció n de ser un espí a. Ademá s, yo sé de un hombre de Inglaterra —un hombre modesto— que para mí no es menos que Goethe. Arriba de una hora no hablé con é l, pero durante una hora fue Goethe... Lo hice, porque yo sentí a que el Jefe tení a en poco a los de mi raza —a los innumerables antepasados que confluyen en mí. Yo querí a probarle que un amarillo podí a salvar a sus ejé rcitos. Ademá s, yo debí a huir del capitá n. Sus manos y su voz podí an golpear en cualquier momento a mi puerta. Me vestí sin ruido, me dije adió s en el espejo, bajé, escudriñ é la calle tranquila y salí. La estació n no distaba mucho de casa, pero juzgué preferible tomar un coche. Argü í que así corrí a menos peligro de ser reconocido; el hecho es que en la calle desierta me sentí a visible y vulnerable, infinitamente. Recuerdo que le dije al cochero que se detuviera un poco antes de la entrada central. Bajé con lentitud voluntaria y casi penosa; iba a la aldea de Ashgove, pero saqué un pasaje para una estació n má s lejana. El tren salí a dentro de muy pocos minutos, a las ocho y cincuenta. Me apresuré: el pró ximo saldrí a a las nueve y media. No habí a casi nadie en el andé n. Recorrí los coches: recuerdo a unos labradores, una enlutada, un joven que leí a con fervor los Anales de Tá cito, un sodado herido y feliz. Los coches arrancaron al fin. Un hombre que reconocí corrió en vano hasta el lí mite del andé n. Era el capitá n Richard Madden. Aniquilado, tré mulo, me encogí en la otra punta del silló n, lejos del temido cristal.
De esa aniquilació n pasé a una felicidad casi abyecta. Me dije que estaba empeñ ado mi duelo y que yo habí a ganado el primer asalto, al burlar, siquiera por cuarenta minutos, siquiera por un favor del azar, el ataque de mi adversario. Argü í que no era mí nima, ya que sin esa diferencia preciosa que el horario de trenes me deparaba, yo estarí a en la cá rcel, o muerto. Argü í (no menos sofí sticamente) que mi felicidad cobarde probaba que yo era hombre capaz de llevar a buen té rmino la aventura. De esa debilidad saqué fuerzas que no me abandonaron. Preveo que el hombre se resignará cada dí a a empresas má s atroces; pronto no habrá sino guerreros y bandoleros; les doy este consejo: El ejecutor de una empresa atroz debe imaginar que ya la ha cumplido, debe imponerse un porvenir que sea irrevocable como el pasado. Así procedí yo, mientras mis ojos de hombre ya muerto registraban la fluencia de aquel dí a que era tal vez el ú ltimo, y la difusió n de la noche. El tren corrí a con dulzura, entre fresnos. Se detuvo, casi en medio del campo. Nadie gritó el nombre de la estació n. ¿ Ashgrove? les pregunté a unos chicos en el andé n. Ashgrove, contestaron. Bajé.
Una lá mpara ilustraba el andé n, pero las caras de los niñ os quedaban en la zona de la sombra. Uno me interrogó: ¿ Usted va a casa del doctor Stephen Albert? Sin aguardar contestació n, otro dijo: La casa queda lejos de aquí, pero usted no se perderá si toma ese camino a la izquierda y en cada encrucijada del camino dobla a la izquierda. Les arrojé una moneda (la ú ltima), bajé unos escalones de piedra y entré en el solitario camino. É ste, lentamente, bajaba. Era de tierra elemental, arriba se confundí an las ramas, la luna baja y circular parecí a acompañ arme.
Por un instante, pensé que Richard Madden habí a penetrado de algú n modo mi desesperado propó sito. Muy pronto comprendí que eso era imposible. El consejo de siempre doblar a la izquierda me recordó que tal era el procedimiento comú n para descubrir el patio central de ciertos laberintos. Algo entiendo de laberintos: no en vano soy bisnieto de aquel Ts’ui Pê n, que fue gobernador de Yunnan y que renunció al poder temporal para escribir una novela que fuera todaví a má s populosa que el Hung Lu Meng y para edificar un laberinto en el que se perdieran todos los hombres. Trece añ os dedicó a esas heterogé neas fatigas, pero la mano de un forastero lo asesinó y su novela era insensata y nadie encontró el laberinto. Bajo á rboles ingleses medité en ese laberinto perdido: lo imaginé inviolado y perfecto en la cumbre secreta de una montañ a, lo imaginé borrado por arrozales o debajo del agua, lo imaginé infinito, no ya de quioscos ochavados y de sendas que vuelven, sino de rí os y provincias y reinos... Pensé en un laberinto de laberintos, en un sinuoso laberinto creciente que abarcara el pasado y el porvenir y que implicara de algú n modo los astros. Absorto en esas ilusorias imá genes, olvidé mi destino de perseguido. Me sentí, por un tiempo indeterminado, percibidor abstracto del mundo. El vago y vivo campo, la luna, los restos de la tarde, obraron en mí; asimismo el declive que eliminaba cualquier posibilidad de cansancio. La tarde era í ntima, infinita. El camino bajaba y se bifurcaba, entre las ya confusas praderas. Una mú sica aguda y como silá bica se aproximaba y se alejaba en el vaivé n del viento, empañ ada de hojas y de distancia. Pensé que un hombre puede ser enemigo de otros hombres, de otros momentos de otros hombres, pero no de un paí s: no de lucié rnagas, palabras, jardines, cursos de agua, ponientes. Llegué, así, a un alto portó n herrumbrado. Entre las rejas descifré una alameda y una especie de pabelló n. Comprendí, de pronto, dos cosas, la primera trivial, la segunda casi increí ble: la mú sica vení a del pabelló n, la mú sica era china. Por eso, yo la habí a aceptado con plenitud, sin prestarle atenció n. No recuerdo si habí a una campana o un timbre o si llamé golpeando las manos. El chisporroteo de la mú sica prosiguió.
Pero del fondo de la í ntima casa un farol se acercaba: un farol que rayaban y a ratos anulaban los troncos, un farol de papel, que tení a la forma de los tambores y el color de la luna. Lo traí a un hombre alto. No vi su rostro, porque me cegaba la luz. Abrió el portó n y dijo lentamente en mi idioma:
—Veo que el piadoso Hsi P’ê ng se empeñ a en corregir mi soledad. ¿ Usted sin duda querrá ver el jardí n?
Reconocí el nombre de uno de nuestros có nsules y repetí desconcertado:
—¿ El jardí n?
—El jardí n de senderos que se bifurcan.
Algo se agitó en mi recuerdo y pronuncié con incomprensible seguridad:
—El jardí n de mi antepasado Ts’ui Pê n.
—¿ Su antepasado? ¿ Su ilustre antepasado? Adelante.
El hú medo sendero zigzagueaba como los de mi infancia. Llegamos a una biblioteca de libros orientales y occidentales. Reconocí, encuadernados en seda amarilla, algunos tomos manuscritos de la Enciclopedia Perdida que dirigió el Tercer Emperador de la Dinastí a Luminosa y que no se dio nunca a la imprenta. El disco del gramó fono giraba junto a un fé nix de bronce. Recuerdo tambié n un jarró n de la familia rosa y otro, anterior de muchos siglos, de ese color azul que nuestros artí fices copiaron de los alfareros de Persia...
Stephen Albert me observaba, sonriente. Era (ya lo dije) muy alto, de rasgos afilados, de ojos grises y barba gris. Algo de sacerdote habí a en é l y tambié n de marino; despué s me refirió que habí a sido misionero en Tientsin “antes de aspirar a sinó logo”.
Nos sentamos; yo en un largo y bajo divá n; é l de espaldas a la ventana y a un alto reloj circular. Computé que antes de una hora no llegarí a mi perseguidor, Richard Madden. Mi determinació n irrevocable podí a esperar.
—Asombroso destino el de Ts’ui Pê n —dijo Stephen Albert—. Gobernador de su provincia natal, docto en astronomí a, en astrologí a y en la interpretació n infatigable de los libros canó nicos, ajedrecista, famoso poeta y calí grafo: todo lo abandonó para componer un libro y un laberinto. Renunció a los placeres de la opresió n, de la justicia, del numeroso lecho, de los banquetes y aun de la erudició n y se enclaustró durante trece añ os en el Pabelló n de la Lí mpida Soledad. A su muerte, los herederos no encontraron sino manuscritos caó ticos. La familia, como acaso no ignora, quiso adjudicarlos al fuego; pero su albacea —un monje taoí sta o budista— insistió en la publicació n.
—Los de la sangre de Ts’ui Pê n —repliqué — seguimos execrando a ese monje. Esa publicació n fue insensata. El libro es un acervo indeciso de borradores contradictorios. Lo he examinado alguna vez: en el tercer capí tulo muere el hé roe, en el cuarto está vivo. En cuanto a la otra empresa de Ts’ui Pê n, a su Laberinto...
—Aquí está el Laberinto —dijo indicá ndome un alto escritorio laqueado.
—¡ Un laberinto de marfil! —exclamé —. Un laberinto mí nimo...
—Un laberinto de sí mbolos —corrigió —. Un invisible laberinto de tiempo. A mí, bá rbaro inglé s, me ha sido deparado revelar ese misterio diá fano. Al cabo de má s de cien añ os, los pormenores son irrecuperables, pero no es difí cil conjeturar lo que sucedió. Ts’ui Pê n dirí a una vez: Me retiro a escribir un libro. Y otra: Me retiro a construir un laberinto. Todos imaginaron dos obras; nadie pensó que libro y laberinto eran un solo objeto. El Pabelló n de la Lí mpida Soledad se erguí a en el centro de un jardí n tal vez intrincado; el hecho puede haber sugerido a los hombres un laberinto fí sico. Ts’ui Pê n murió; nadie, en las dilatadas tierras que fueron suyas, dio con el laberinto; la confusió n de la novela me sugirió que é se era el laberinto. Dos circunstancias me dieron la recta solució n del problema. Una: la curiosa leyenda de que Ts’ui Pê n se habí a propuesto un laberinto que fuera estrictamente infinito. Otra: un fragmento de una carta que descubrí.
Albert se levantó. Me dio, por unos instantes, la espalda; abrió un cajó n del á ureo y renegrido escritorio. Volvió con un papel antes carmesí; ahora rosado y tenue y cuadriculado. Era justo el renombre caligrá fico de Ts’ui Pê n. Leí con incomprensió n y fervor estas palabras que con minucioso pincel redactó un hombre de mi sangre: Dejo a los varios porvenires (no a todos) mi jardí n de senderos que se bifurcan. Devolví en silencio la hoja. Albert prosiguió:
—Antes de exhumar esta carta, yo me habí a preguntado de qué manera un libro puede ser infinito. No conjeturé otro procedimiento que el de un volumen cí clico, circular. Un volumen cuya ú ltima pá gina fuera idé ntica a la primera, con posibilidad de continuar indefinidamente. Recordé tambié n esa noche que está en el centro de Las 1001 Noches, cuando la reina Shahrazad (por una má gica distracció n del copista) se pone a referir textualmente la historia de Las 1001 Noches, con riesgo de llegar otra vez a la noche en que la refiere, y así hasta lo infinito. Imaginé tambié n una obra plató nica, hereditaria, transmitida de padre a hijo, en la que cada nuevo individuo agregara un capí tulo o corrigiera con piadoso cuidado la pá gina de los mayores. Esas conjeturas me distrajeron; pero ninguna me parecí a corresponder, siquiera de un modo remoto, a los contradictorios capí tulos de Tsú i Pê n. En esa perplejidad, me remitieron de Oxford el manuscrito que usted ha examinado. Me detuve, como es natural, en la frase: Dejo a los varios porvenires (no a todos) mi jardí n de senderos que se bifurcan. Casi en el acto comprendí; el jardí n de senderos que se bifurcan era la novela caó tica; la frase varios porvenires (no a todos) me sugirió la imagen de la bifurcació n en el tiempo, no en el espacio. La relectura general de la obra confirmó esa teorí a. En todas las ficciones, cada vez que un hombre se enfrenta con diversas alternativas, opta por una y elimina las otras; en la del casi inextricable Ts’ui Pê n, opta —simultá neamente— por todas. Crea, así, diversos porvenires, diversos tiempos, que tambié n, proliferan y se bifurcan. De ahí las contradicciones de la novela. Fang, digamos, tiene un secreto; un desconocido llama a su puerta; Fang resuelve matarlo. Naturalmente, hay varios desenlaces posibles: Fang puede matar al intruso, el intruso puede matar a Fang, ambos pueden salvarse, ambos pueden morir, etcé tera. En la obra de Ts’ui Pê n, todos los desenlaces ocurren; cada uno es el punto de partida de otras bifurcaciones. Alguna vez, los senderos de ese laberinto convergen; por ejemplo, usted llega a esta casa, pero en uno de los pasados posibles usted es mi enemigo, en otro mi amigo. Si se resigna usted a mi pronunciació n incurable, leeremos unas pá ginas.
Su rostro, en el ví vido cí rculo de la lá mpara, era sin duda el de un anciano, pero con algo inquebrantable y aun inmortal. Leyó con lenta precisió n dos redacciones de un mismo capí tulo é pico. En la primera, un ejé rcito marcha hacia una batalla a travé s de una montañ a desierta; el horror de las piedras y de la sombra le hace menospreciar la vida y logra con facilidad la victoria; en la segunda, el mismo ejé rcito atraviesa un palacio en el que hay una fiesta; la resplandeciente batalla le parece una continuació n de la fiesta y logran la victoria. Yo oí a con decente veneració n esas viejas ficciones, acaso menos admirables que el hecho de que las hubiera ideado mi sangre y de que un hombre de un imperio remoto me las restituyera, en el curso de una desesperada aventura, en una isla occidental. Recuerdo las palabras finales, repetidas en cada redacció n como un mandamiento secreto: Así combatieron los hé roes, tranquilo el admirable corazó n, violenta la espada, resignados a matar y a morir.
Desde ese instante, sentí a mi alrededor y en mi oscuro cuerpo una invisible, intangible pululació n. No la pululació n de los divergentes, paralelos y finalmente coalescentes ejé rcitos, sino una agitació n má s inaccesible, má s í ntima y que ellos de algú n modo prefiguraban. Stephen Albert prosiguió:
—No creo que su ilustre antepasado jugara ociosamente a las variaciones. No juzgo verosí mil que sacrificara trece añ os a la infinita ejecució n de un experimento retó rico. En su paí s, la novela es un gé nero subalterno; en aquel tiempo era un gé nero despreciable. Ts’ui Pê n fue un novelista genial, preo tambié n fue un hombre de letras que sin duda no se consideró un mero novelista. El testimonio de sus contemporá neos proclama —y harto lo confirma su vida— sus aficiones metafí sicas, mí sticas. La controversia filosó fica usurpa buena parte de su novela. Sé que de todos los problemas, ninguno lo inquietó y lo trabajó como el abismal problema del tiempo. Ahora bien, é se es el ú nico problema que no figura en las pá ginas del Jardí n. Ni siquiera usa la palabra que quiere decir tiempo. ¿ Có mo se explica usted esa voluntaria omisió n?
Propuse varias soluciones; todas, insuficientes. Las discutimos; al fin, Stephen Albert me dijo:
—En una adivinanza cuyo tema es el ajedrez ¿ cuá l es la ú nica palabra prohibida?
Reflexioné un momento y repuse:
—La palabra ajedrez.
—Precisamente —dijo Albert—, El jardí n de senderos que se bifurcan es una enorme adivinanza, o pará bola, cuyo tema es el tiempo; esa causa recó ndita le prohí be la menció n de su nombre. Omitir siempre una palabra, recurrir a metá foras ineptas y a perí frasis evidentes, es quizá el modo má s enfá tico de indicarla. Es el modo tortuoso que prefirió, en cada uno de los meandros de su infatigable novela, el oblicuo Ts’ui Pê n. He confrontado centenares de manuscritos, he corregido los errores que la negligencia de los copistas ha introducido, he conjeturado el plan de ese caos, he restablecido, he creí do restablecer, el orden primordial, he traducido la obra entera: me consta que no emplea una sola vez la palabra tiempo. La explicació n es obvia: El jardí n de senderos que se bifurcan es una imagen incompleta, pero no falsa, del universo tal como lo concebí a Ts’ui Pê n. A diferencia de Newton y de Schopenhauer, su antepasado no creí a en un tiempo uniforme, absoluto. Creí a en infinitas series de tiempos, en una red creciente y vertiginosa de tiempos divergentes, convergentes y paralelos. Esa trama de tiempos que se aproximan, se bifurcan, se cortan o que secularmente se ignoran, abarca todasla posibilidades. No existimos en la mayorí a de esos tiempos; en algunos existe usted y no yo; en otros, yo, no usted; en otros, los dos. En é ste, que un favorable azar me depara, usted ha llegado a mi casa; en otro, usted, al atravesar el jardí n, me ha encontrado muerto; en otro, yo digo estas mismas palabras, pero soy un error, un fantasma.
—En todos —articulé no sin un temblor— yo agradezco y venero su recreació n del jardí n de Ts’ui Pê n.
—No en todos —murmuró con una sonrisa—. El tiempo se bifurca perpetuamente hacia innumerables futuros. En uno de ellos soy su enemigo.
Volví a sentir esa pululació n de que hablé. Me pareció que el hú medo jardí n que rodeaba la casa estaba saturado hasta lo infinito de invisibles personas. Esas personas eran Albert y yo, secretos, atareados y multiformes en otras dimensiones de tiempo. Alcé los ojos y la tenue pesadilla se disipó. En el amarillo y negro jardí n habí a un solo hombre; pero ese hombre era fuerte como una estatua, pero ese hombre avanzaba por el sendero y era el capitá n Richard Madden.
—El porvenir ya existe —respondí —, pero yo soy su amigo. ¿ Puedo examinar de nuevo la carta?
Albert se levantó. Alto, abrió el cajó n del alto escritorio; me dio por un momento la espalda. Yo habí a preparado el revó lver. Disparé con sumo cuidado: Albert se desplomó sin una queja, inmediatamente. Yo juro que su muerte fue instantá nea: una fulminació n.
Lo demá s es irreal, insignificante. Madden irrumpió, me arrestó. He sido condenado a la horca. Abominablemente he vencido: he comunicado a Berlí n el secreto nombre de la ciudad que deben atacar. Ayer la bombardearon; lo leí en los mismos perió dicos que propusieron a Inglaterra el enigma de que el sabio sinó logo Stephen Albert muriera asesinado por un desconocido, Yu Tsun. El Jefe ha descifrado ese enigma. Sabe que mi problema era indicar (a travé s del estré pito de la guerra) la ciudad que se llama Albert y que no hallé otro medio que matar a una persona con ese nombre. No sabe (nadie puede saber) mi innumerable contrició n y cansancio.
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