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Compromisos y odio antipagano en el Nuevo Testamento




Compromisos y odio antipagano en el Nuevo Testamento

Las pré dicas de Pablo contra los paganos fueron bastante má s mode-
radas que contra «herejes» y judí os. A menudo, procura contraponerlos
y no son raras las manifestaciones de clara preferencia en favor de los
«idó latras». Lo mismo que quiso ser «apó stol de los gentiles», y dice que
ellos participará n de la «herencia» y les promete la «salvació n», acató
tambié n la autoridad pagana, de la que dice «proviene de Dios», que re-
presenta el «orden de Dios» y «no por un quizá ciñ e la espada». Espada
que, por cierto, finalmente se abatió sobre é l, y eso contando con que
ademá s habí a sido azotado en tres ocasiones, pese a su ciudadaní a, y en-
carcelado siete veces. 17

Ya Pablo no vio nada bueno en los paganos, sino que opina que «pro-
ceden en su conducta segú n la vanidad de sus pensamientos», «tienen
oscurecido y lleno de tinieblas el entendimiento», y el corazó n «insensa-
to», «llenos de envidia, homicidas, pendencieros, fraudulentos, malig-
nos, chismosos», y «no dejaron de ver que quienes hacen tales cosas son
dignos de muerte». Todo ello, segú n Pablo (y en esto se mostraba com-
pletamente de acuerdo con la tradició n judaica tan odiada por é l), era
consecuencia del culto a los í dolos, del que só lo podí a resultar avaricia e
inmoralidad; a los «servidores de los í dolos» suele nombrarlos de corri-
do con los salteadores de caminos. Ademá s, los llama infamadores, ene-
migos de Dios, soberbios, altaneros, inventores de vicios; y previene
contra sus festividades, prohibe la participació n en sus cultos, en sus
banquetes sacramentales, en «la comunió n diabó lica», la «mesa diabó li-
ca», el «cá liz del diablo»: son palabras fuertes. ¿ Y sus filó sofos? «Los
que se creí an má s sabios han acabado en necios. »18

Podemos remontarnos aú n má s atrá s, sin embargo, porque ya el
Nuevo Testamento arde en llamas de odio contra los gentiles.

En su primera carta, Pedro no titubea en considerar por un igual el
estilo de vida de los paganos y las «lascivias, codicias, embriagueces e
idolatrí as abominables». En el Apocalipsis de Juan, Babilonia (nombre
simbó lico de Roma y del Imperio romano) es «morada de demonios»,

«la guarida de todos los espí ritus inmundos»; los «sirvientes de los í do-
los» quedan colocados junto a los asesinos, junto a «los impí os y malhe-
chores y homicidas», los «deshonestos y hechiceros [... ] y embusteros,
su suerte será en el lago que arde con fuego y azufre». Porque el paganis-
mo, «la bestia», debe estar donde se halla «la morada de Satá n», donde
«Sataná s tiene su asiento». Por eso el cristiano debe regir a los paganos
«con vara de hierro, y será n desmenuzados como vasos de alfarero».
Todos los autores de la primera é poca, incluso los má s liberales como
subraya E. C. Dewik, asumen «esa enemistad sin paliativos». 19

La difamació n del cosmos y de la religió n y la cultura paganas (Arí stí des, Atená goras, Tatiano, Tertuliano, Clemente y otros)

Hacia mediados del siglo II, Arí stides, uno de los primeros apologe-
tas, fustigó (en una apologí a que no se descubrió hasta 1889, en el mo-
nasterio de Santa Catalina del Sinaí ) la divinizació n del agua, del fuego,
de los vientos, del sol y, desde luego, el culto a la tierra, é sta por ser el
lugar «donde se almacena la inmundicia de los humanos y la de los ani-
males, tanto salvajes como domé sticos [... ] y la descomposició n de los
muertos», «recipiente de cadá veres». Sin embargo, la enemistad espe-
cial de este cristiano iba orientada sobre todo, lo mismo que sucede con
muchos de nuestros contemporá neos, contra «la envoltura oscura y tor-
tuosa del lenguaje mitoló gico de los egipcios», como escribe McKenzie.
Pues ellos, «el má s simple e irracional de todos los pueblos de la tierra»,
rendí an culto a los animales (aunque, desde el punto de vista de la histo-
ria de las religiones, es discutible que los animales hayan sido tenidos
por divinidades, sino má s bien una de las formas de manifestació n de la
divinidad). A la gente de iglesia eso le parecí a un escá ndalo digno de
toda censura. Una y otra vez acusan la indignació n que les produce el
culto a las divinidades teriomorfas, el pez, la paloma, el perro, el asno,
el buey y el macho cabrí o, e incluso el ajo y la cebolla. «¡ No se dan cuen-
ta esos mí seros de que todas estas cosas no son nada! »20

Nada, pues, el reino animal, ni el vegetal. Nada, el placer. Y los
mundos politeí stas: «Locura», «habladurí as blasfemas, ridiculas y ne-
cias», que son origen de «todo lo malo, espantable y repugnante», de
«grandes vicios», de «guerras inacabables, grandes hambrunas, amar-
gos cautiverios y miseria absoluta», todo lo cual cae sobre la humani-
dad, «a causa del paganismo» y só lo por eso. 21

A finales del siglo II, el ateniense Atená goras quiere ver a Dios, el
padre de la razó n, hasta en las criaturas desprovistas de ella, y reclama
que se honre la imagen de Dios no só lo en la figura humana, sino tam-
bié n en las de aves y animales terrestres. Precavido, el cristiano declara
que «es preciso que cada cual elija a los dioses de su preferencia», asegu-

ra que no alberga la intenció n de atacar sus imá genes y ni siquiera niega
que é stas sean capaces de obrar milagros; Agustí n se pronuncia de ma-
nera muy parecida. Qué humilde, o casi podrí amos decir, devoto parece
Atená goras en su Rogativa en favor de los cristianos, cuando solicita la
«indulgencia» de los paganos Marco Aurelio y Có modo, y alaba su «go-
bierno prudente», su «bondad y clemencia», su «á nimo pací fico y amor
a los humanos», su «afá n de saber» y su «amor a la verdad», sus «bené -
ficas acciones»; incluso les asigna tí tulos honorí ficos que no les corres-
pondí an. 22

Sin embargo, por la misma é poca, es decir, hacia 172, el oriental
Tatiano redacta una tremenda filí pica contra el paganismo. Para este
discí pulo (cristianizado en Roma) de san Justino y futuro caudillo de la
«herejí a» encratita, para el «filó sofo bá rbaro Tatiano», como é l mismo
se llama, los paganos son unos pretenciosos ignorantes, pendencieros y
aduladores. Está n llenos de «soberbia» y de «frases campanudas», pero
tambié n de lujuria y mentira. Sus instituciones, sus costumbres, su reli-
gió n y sus ciencias no son má s que «necedades», «estupidez bajo mú lti-
ples disfraces», «aberraciones». En su Discurso a los creyentes de Gre-
cia,
Tatiano critica «la palabrerí a de los romanos», «la frivolidad de los
atenienses», «la turba innumerable de vuestras inú tiles poetisas, vues-
tras concubinas y demá s pará sitos». El ex alumno de los sofistas encuen-
tra «falta de medida» en Dió genes, «gula» en Plató n, «ignorancia» en
Aristó teles, «habladurí as de viejas» en Feré quides y Pitá goras, «vani-
dad» en Empé docles. Safo no es má s que una «hembra deshonesta, pre-
sa de furor uterino», Aristipo un «hipó crita lujurioso», Herá clito un
«autodidacta vanidoso»; en una palabra: «Son charlatanes, que no doc-
tores —ironiza el cristiano—, grandes en palabras pero parcos en sabe-
res», que «andan sobre pezuñ as como animales salvajes». 23

Tatiano hace tabla rasa de la retó rica clá sica, de las escuelas, del tea-
tro, «esos hemiciclos [... ] donde el pú blico se regodea escuchando in-
mundicias»; se carga incluso las artes plá sticas (por su temá tica y por los
modelos elegidos), e incluso lo que todo el mundo ha admirado y sigue
admirando, la poesí a y la filosofí a de los griegos; opone continuamente
la «frivolidad», la «necedad», la «enfermedad» del paganismo a la «pru-
dencia» cristiana. Frente a «las doctrinas rivales y engañ osas de los que
ciega el demonio», las «enseñ anzas de nuestra sabidurí a».

Los verdaderos amantes de la sabidurí a, afirma Tatiano, frecuentan
las iglesias. «No somos payasos, oh seguidores de las doctrinas griegas,
y no nos prestamos a farsas», y «nosotros no mentimos», «vuestras pala-
bras son necedades... ». Entre «las verdades de las que soy heraldo» fi-
guraban algunos cuentos para no dormir de Tatiano, como que los paga-
nos comí an carne de cristianos para que é stos no pudiesen resucitar el
Dí a del Juicio. 24

Con este discurso («ú nica y contundente requisitoria contra todos
los logros del espí ritu helé nico en todas las disciplinas», segú n Krause),
empieza el menoscabo de toda la cultura pagana, al que siguió el ostra-

 

cismo y casi el olvido total en Occidente durante má s de un milenio.
Pero mientras un investigador crí tico como Johannes Geffeken dice del
sirio Tatiano que fue un «oriental enemigo de la cultura», «redomado
hipó crita» y «erudito a la violeta», ademá s de «embustero que no respe-
taba a los demá s ni se respetaba a sí mismo», en cambio el partido cató -
lico del siglo XX todaví a defiende a Tatiano y habla de la «belleza y utili-
dad» del tratado en cuestió n, del que ya en el siglo IV decí a el historiador
Eusebio que era «famoso entre las gentes». El mismo obispo asegura que
era «la má s bella y ú til de todas las obras de Tatiano». 25

Ahora bien, el tan repetido Tatiano militaba en el mismo frente de la
Iglesia antigua que se extiende desde san Ignacio (que rechazaba todo
contacto con la literatura pagana y casi podrí a decirse que con la instruc-
ció n en general) y su correligionario Policarpo, obispo de Esmirna, has-
ta el polí grafo Hermí ades y su Sá tira de los filó sofos paganos, tan burda
como elemental, el padre de la Iglesia Ireneo, el obispo Teó filo de An-
tí oquí a y otros que manifestaron su inquina contra la filosofí a antigua,
condenada como «falsas especulaciones», «desvarios, absurdos, delirios
de la razó n, o todas estas cosas a la vez». Segú n san Teó filo (espí ritu
bastante mediocre, pero que fue titular de una sede prestigiosa), lo que
difunden los representantes de la cultura griega sin excepció n no es má s
que «palabrerí a», «charla inú til», ya que «no han tenido ni el menor
atisbo de la verdad», «no han encontrado ni la má s mí nima pizca de
ella». 26

En las mismas valoraciones abundó Tertuliano. Movié ndose en la
ambigü edad, como corresponde a los buenos cristianos, supo defender
la tolerancia, dejando que se rezase lo mismo a Jú piter que ante el altar
de la fe, y protestó de que se privase a nadie «de la libertad de religió n
y de elegir libremente a sus divinidades»; pero, al mismo tiempo, se bur-
la: ¿ qué tienen en comú n un filó sofo y un cristiano, un discí pulo de Gre-
cia y un discí pulo del cielo, un falsificador de la verdad y un renovador
de ella? El veredicto sobre la filosofí a es finalmente condenatorio (pese
a que é l jamá s vivió de otra cosa), y abarca a la cultura griega en gene-
ral. Nada le debe el cristianismo, porque aqué lla no es má s que halago
para los oí dos, necedad, obra del diablo, y si alguna vez se acerca a la
verdad, es por coincidencia o por plagio. 27

Sin embargo, para Tertuliano, el colmo de la impiedad y la culmina-
ció n de los siete pecados capitales, que en los gentiles se suponen con
cará cter general, es la adoració n de mú ltiples dioses, sin tener en cuenta
que al fin y al cabo é stos no son sino las fuerzas de la naturaleza personi-
ficadas y divinizadas, o las de la potencia sexual. Pues bien. Tertuliano,
quizá má s que ningú n otro autor cristiano antes que é l, emprendió una
lucha sistemá tica contra este culto. Comprueba con satisfacció n el esca-
so respeto que los paganos tení an a sus propios í dolos y en lo tocante a
los usos de su religió n. Pone en su punto de mira la impasibilidad de los
dioses, la indignidad de sus mitos; se burla y se escandaliza de que los cris-
tianos no puedan ir a parte alguna sin tropezarse con dioses. Les prohí -

be cualquier actividad ni remotamente relacionada con la «idolatrí a»,
así como la elaboració n y venta de imá genes y todas las profesiones ú ti-
les al paganismo, incluido el servicio militar. 28

Incluso un amigo de la filosofí a griega como Clemente Alejandrino,
en su Advertencia a los gentiles rebatí a, a la vuelta del siglo III, todos
aquellos «mitos santificados», «altares impí os», «adivinos y orá culos de-
menciales e inú tiles», y todas sus «escuelas de sofismas para incré dulos y
garitos donde abunda la locura». Por lo que se refiere a los «cultos mis-
té ricos de los impí os», Clemente se propone «revelar los engañ os que se
ocultan en ellos», su «desvarí o sacro», ya que no hay en ellos má s que
«orgí as engañ osas», «totalmente inhumanas», «semilla de todo mal y de
la perdició n», cultos abominables que sin duda só lo impresionarí an «a
los bá rbaros má s incultos de entre los tracios, a los má s tontos de entre los
frigios y a los má s supersticiosos de entre los griegos». 29

De todo lo que era realmente bello y lleno de sentido, como la divi-
nizació n de los astros y del sol, al que rendí an culto especialmente los
persas, de la tierra y sus frutos, de las aguas —sobre todo entre los egip-
cios, que divinizaron en particular las del Nilo—, así como del erotismo
y la sexualidad, abominó expresamente dicho padre de la Iglesia, prece-
dido en esto por Arí stides y seguido por otros como Firmico Materno o
Atanasio, doctor de la Iglesia, en su Oratio contra gentes, en donde el
obispo no só lo condena la divinizació n de imá genes, seres humanos y
animales, sino tambié n la de los astros y los elementos; para é l la religio-
sidad pagana estaba enteramente fundada en el exceso sexual y la amo-
ralidad. 30

Los cristianos de la Antigü edad no entendí an el fascinante ciclo de la
vida de las plantas, tan celebrado por los paganos, ni la interpretació n
de mitos antiquí simos en relació n con la fecundidad, que implicaban la
participació n en realidades telú ricas y có smicas, así como la experien-
cia, profundamente religiosa, del eco de lo bello y lo vital en cada ser
humano. «En esta religió n todo guarda relació n con la arada, la siembra
y la recolecció n de los frutos del campo», escribió Plutarco refirié ndose
a la de los antiguos egipcios. Al igual que en otros muchos sistemas de
creencias, é stas eran alusiones simbó licas al eterno ciclo de la muerte y
el renacimiento. 31

En estas modalidades de la adoració n al sol, la luna y las estrellas, a
la tierra, su fertilidad y sus alegrí as, Clemente de Alejandrí a tampoco
quiso ver otra cosa que la «culminació n de la necedad», «impiedad y su-
perstició n», «caminos aberrantes y resbaladizos que apartan de la ver-
dad, que desví an al hombre de su ruta hacia el cielo y que le precipitan
hacia los abismos». «¡ Ay de tanto desvarí o! —exclama Clemente—.
¿ Por qué habé is prescindido del Cí elo para adorar la tierra? [... ] Habé is,
quiero repetirlo otra vez, rebajado la fe a ras del suelo. [... ] Pero yo es-
toy acostumbrado a pisar la tierra con los pies, que no adorarla. »32

En esto de pisar o pisotear la tierra con los pies podemos percibir, in-
cluso con má s claridad que en Arí stides, el eco desgraciado del «Y do-

minad» veterotestamentario. Ahí nace la tendencia destructiva, de con-
secuencias que todaví a hoy podemos apenas abarcar; en vez del «cos-
mos natural» interviene un «cosmos eclesiá stico», un antropocentrismo
religioso radical, cuyas numerosas repercusiones y cuyos «progresos»
perduran má s allá de la teocracia medieval y que conducen, como ha es-
crito con clarividencia A. Hilary Armstrong, hacia «a wholly man-cen-
tered technocratic paradise, which is beginning to look to more and
more ofus more and more like hell». 33

Aú n en 1968 un teó logo protestante como Albrecht Peters podí a es-
cribir, aludiendo expresamente al mandato bí blico que hemos citado
má s arriba: «En el encuentro con Dios, el hombre quedaba liberado de
las fuerzas có smicas elementales, del deber de idolatrizar lo mundano y
palpable; frente al Dios ú nico aprendí a a ver el mundo como unidad [... ],
alcanzaba la posibilidad de la secularizació n, la libertad interior [... ] que
le permite dominar tecnoló gicamente ese mundo así desmitologiza-
do [! ]. [... ] Esta secularizació n aportada por el cristianismo supera todas
las tendencias secularizadoras anteriores por su mayor capacidad de pe-
netració n; la dominació n té cnica del mundo arrastra en su remolino a
todas las culturas». 34

Al tiempo que condena la divinizació n del Cosmos, Clemente Ale-
jandrino lanza en su Protreptikos un sistemá tico anatema contra la se-
xualidad, tan vinculada con los cultos paganos, «con vuestros demonios
y vuestros dioses y semidioses, propiamente llamados así como si hablá -
ramos de semiburros [los mulos]». En sus casas, se indigna Clemente
mientras equipara a los dioses con los demonios, los paganos «exponen
en imá genes las pasiones impuras de los demonios», «ponen monumen-
tos a la desvergü enza de sus dioses», «figurillas de Pan con jó venes des-
nudas, sá tiros borrachos y miembros viriles en erecció n». «En la virtud
no sois má s que espectadores; en la maldad, por el contrario, habé is llega-
do a ser campeones. » «¡ Cuá nto ofenden a la vista esas inmoralidades! »35

En conclusió n, establece Clemente, «todas las acciones de los genti-
les son pecaminosas»; en todos los que «rinden culto a los í dolos» ve lo
mismo que, literalmente, caracterizaba a incontables anacoretas cristia-
nos: «El cabello sucio, las ropas mugrientas hechas jirones, no saben lo
que es un bañ o y llevan las uñ as largas como garras de fieras»; de los
santuarios antiguos dice que no son má s que «sepulturas y cá rceles»; en
las imá genes sacras de los egipcios, só lo ve «animales [que] pertenecen
a las cuevas, o a los muladares, por lo que no ha de sorprendernos el inau-
dito triunfo de la religió n cristiana sobre los paganos». 36

A comienzos del siglo IV, el Sí nodo de Elvira promulgó una serie de
disposiciones antipaganas: contra el «culto a los í dolos», contra la ma-
gia, contra las costumbres paganas, contra el matrimonio entre cristia-
nos y paganos o sacerdotes idó latras, todo lo cual se sancionaba con las
má ximas penas eclesiá sticas; el culto pagano implicaba la excomunió n
incluso in articulo mortis, lo mismo que para los asesinos y los fornicado-
res. Sin embargo, el concilio en cuestió n se abstuvo de posiciones extre-

mistas; en su canon 60, por ejemplo, negaba la consideració n de má rti-
res a quienes hubieran perecido durante los tumultos consiguientes a la
destrucció n de «imá genes idó latras». 37 Y es que el cristianismo no era
todaví a una religió n autorizada.

El tono cambió cuando se vio elevado a la categorí a de religió n ofi-
cial. En el conflicto con los antiguos creyentes, la gran inflexió n se pro-
duce en el añ o 311, cuando el emperador Galerio autorizó el cristianis-
mo, aunque de mala gana, y en 313, a partir de cuyo momento el empe-
rador Constantino menudeó favores y demostraciones de simpatí a para
con esta religió n, a la que concedió numerosos privilegios. Aliados de la
potencia má s fuerte del mundo, de la noche a la mañ ana los tratadistas
cristianos no só lo cambiaron de tono, sino incluso de mentalidad, po-
drí amos decir. 38

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