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Las «bestias con cuerpo humano» del siglo III (Tertuliano, Hipólito, Cipriano)




, Hacia comienzos del siglo ni, Tertuliano, hijo de un suboficial y abo-
gado que ejercí a ocasionalmente en Roma (donde apuró hasta el fondo
la copa del placer, como é l mismo confesó ) escribe sus «requisitorias
contra los heré ticos», aunque a no tardar, y durante los dos decenios
finales de su vida, é l mismo pasarí a a ser un «hereje», un montañ ista y
elocuente caudillo de un partido propio, el de los tertulianistas. En su
Praescriptí o, sin embargo, aquel tunecino ingenioso y burló n, que domi-
naba todos los registros de la retó rica, «demuestra» que la doctrina ca-
tó lica es la originaria y por tanto la verdadera, frente a las innovaciones
de la herejí a, y que el «hereje», por tanto, no es cristiano y sus creencias
son errores que no pueden aspirar a ninguna dignidad, ninguna autori-
dad, ninguna validez é tica. (Má s adelante, aquel polemista nato fustiga-
rí a con su ingenio y su afilada lengua a los cató licos, pese a haber sido
el creador de la noció n institucionalizada de Iglesia, así como de todo el
aparato doctrinal acerca del pecado y el perdó n, el bautismo y la peniten-
cia, de la cristologí a y del dogma de la Trinidad; mejor dicho, la misma
noció n de Trinidad fue obra suya. ) Cuando aú n pertenecí a a la Iglesia
—hasta el punto que, posteriormente, llegarí a a llamá rsele el fundador
del catolicismo—, era partidario de evitar la polé mica con los «herejes»,
diciendo que «nada se saca de ella, sino malestares del estó mago o de
la cabeza»; incluso les niega la escritura, ya que dice que «arrojan las
cosas santas a los perros y las perlas, aunque sean falsas, a los cerdos».
Los llama «espí ritus equivocados», «falsificadores de la verdad», «lobos
insaciables». Para Tertuliano «só lo vale la lucha; es preciso aplastar al
enemigo» (Kó tting). 39

Hacia la misma é poca Hipó lito, el primer antiobispo de Roma, rela-
cionaba en su Refutatio hasta 32 herejí as, 20 de ellas gnó sticas. Es, de
entre todos los heresió logos de la é poca preconstantiniana, el que má s
noticia dejó acerca de los gnó sticos, ¡ y eso que no sabí a nada de ellos!
Ademá s, estos «heré ticos» só lo le serví an de pantalla para el ataque
contra su verdadero enemigo, Calixto, el obispo de Roma, y la «here-
jí a» de los «calixtianos». 40

Segú n Hipó lito, que hablando de sí mismo asegura querer evitar
hasta las apariencias de la «maledicencia», muchos de los heré ticos no
son má s que «embusteros llenos de quimeras», «ignorantes atrevidos»,
«especialistas en embrujos y conjuros, filtros amorosos y fó rmulas de se-
ducció n». Los noecianos son «el foco de todas las desgracias», los encra-
titas «unos engreí dos incorregibles», la secta perá tica una cosa «necia y
absurda»; los montañ istas «se dejan embaucar por las mujeres», y sus
«muchos libros necios» son «indigestos y no merecen ni media palabra».
Los docetianos propugnan una «herejí a confusa e ignorante», e incluso
Marció n, tan abnegado y personalmente intachable, no es má s que «un


plagiario», un «discutidor», «mucho má s loco» que los demá s, y «má s
desvergonzado»; en cuanto a su escuela, «llena de incongruencias y de
vida de perros», es una «impiedad heré tica». «Marció n o uno de sus pe-
rros», escribió el antiobispo santo (y santo patrono de la caballerí a) Hi-
pó lito, afirmando finalmente que habí a roto «el laberinto de la herejí a,
y no con la violencia», sino «con la fuerza de la verdad». 41

Hacia mediados del siglo III, entre los que luchaban sin descanso
contra los defensores de otras creencias, figura tambié n el santo obispo
Cipriano, el autor del dicho: «El padre de los judí os es el demonio», que
tanta fortuna tendrí a entre los nazis; era un arrogante, un representante
tí pico de su gremio, que pretendí a que «ante el obispo hay que ponerse
en pie como antes se hací a frente a las figuras de los dioses paganos», y
eso que Cristo dijo, segú n el Evangelio de Juan: «¿ Có mo es posible que
creá is, vosotros, que andá is mendigando alabanzas unos de otros? ». 42

Como los judí os y paganos, los adversarios cristianos de Cipriano
son para é ste criaturas del demomo, que «testimonian todos los dí as con
voz enfurecida su demencia frené tica». Y así como cualquier escritor ca-
tó lico «respira santa inocencia», en las manifestaciones de «los traidores
a la fe y adversarios de la cató lica Iglesia», de «los desvergonzados parti-
darios de la degeneració n heré tica», no se encuentran sino «ladridos de
calumnia y falso testimonio», mientras entre ellos «estallan las llamas
de la discordia cada vez má s irreconciliable» y viven entregados «al robo
y a todos los demá s crí menes». 43

Insiste y se repite Cipriano, por ejemplo en su epí stola nú mero 69,
en que todo «hereje» es «enemigo de la paz de nuestro Señ or», que «los
herejes y renegados no gozan de la presencia del Espí ritu Santo», «que
son reos de los castigos a que se hacen acreedores por unirse en la insu-
misió n contra sus superiores y obispos», que «todos sin remisió n será n
castigados», que «no hay esperanza para ellos», que «todos será n arro-
jados a la perdició n» de manera que «perecerá n todos esos demonios».
A los «herejes», argumenta el santo con abundantes pruebas tomadas
del Antiguo Testamento, «no se les deben ni los alimentos ni las bebidas
terrestres», como tampoco, ni que decir tiene, «el agua salví fica del bau-
tismo y la gracia divina»; del Nuevo Testamento deduce que «hay que
apartarse del hereje como del " pecador contumaz, que é l mismo se con-
dena" ». 44

No tolera el obispo Cipriano contacto de ningú n gé nero con los cris-
tianos separados. «La separació n abarca todas las esferas de la vida»
(Girardet). Para Cipriano, que se dedica de vez en cuando a establecer
«verdaderas listas de herejes» (Kirchner), la Iglesia cató lica lo es todo y
lo demá s, en el fondo, no es nada. Elogia a la Iglesia como fuente sella-
da, huerto cerrado, paraí so ubé rrimo y, reiteradamente, como «madre»,
de la que só lo quieren separarse «el contumaz espí ritu de partido y la
tentació n heré tica», engañ ando a los fieles, que a no tardar andará n por
ahí «balando como ovejas perdidas» en vez de comportarse como «gue-
rreros valientes», «defensores del campamento de Cristo», que tienen


prometidos los placeres celestiales, sublimados, si cabe, por la posibili-
dad de contemplar el suplicio eterno de sus perseguidores. Ahora bien,
el que no está en la Iglesia perecerá de sed, porque ha preferido quedar-
se fuera (foris, terrible palabra que se repite machaconamente), donde
no hay nada y todo es engañ o; el que está fuera es como si hubiera
muerto. «Fuera no hay luz, sino oscuridad; ni fe, sino incredulidad; ni
esperanza, sino desesperació n; ni razó n, sino error; ni vida eterna, sino
muerte; ni amor, sino odio; ni verdad, sino mentira; ni Cristo, sino el
Anticristo. » En las tinieblas exteriores todos perecen; allí no bautizan,
só lo riegan con agua, al igual que los paganos. Cipriano no quiere tener
nada en comú n con los «herejes», con cismá ticos entre los cuales no es-
tablece ninguna matizació n: ni Dios ni Cristo, ni Espí ritu Santo, ni fe ni
Iglesia. Para é l no son sino enemigos: alieni, profani, schismatici, adver-
sarii, blasphemantes, inimici, hostes, rebelles,
todo lo cual se resume en
una palabra: antichristi. 45

Ese tono acaba por ser el habitualmente utilizado en las relaciones
interconfesionales. Mientras la Iglesia propia es alabada como «lazare-
to», «paraí so ubé rrimo», las doctrinas de los adversarios siempre son
«absurdas, confusió n», «mentira infame», «magia», «enfermedad», «lo-
cura», «fango», «peste», «balidos», «aullidos bestiales» y «ladridos»,
«delirios y embustes de viejas», «la mayor impiedad». En cuanto a los
cristianos separados, siempre son «engreí dos», «ciegos», «persuadidos
de valer má s que los demá s», «ateos», «locos», «falsos profetas», «pri-
mogé nitos de Sataná s», «portavoces del demonio», «bestias con forma
humana», «dragones venenosos», «orates», contra los que hay que pro-
ceder, a veces, incluso con exorcismos. Contra los herejes se repite asi-
mismo el cargo de corrupció n de costumbres; son «enamorados de su
cuerpo e inclinados a las cosas de la carne», «sibaritas» que só lo piensan
«en la satisfacció n del estó mago y de otros ó rganos aú n má s bajos», que
«se entregan a la lujuria má s desaforada», que son como los machos per-
siguiendo a muchas cabras, o como garañ ones que relinchan al olfatear
la yegua, o como cerdos gruñ idores y verriondos. Segú n el cató lico Ire-
neo, el gnó stico Marco seducí a a sus feligresas con «filtros y pó cimas de
magia» para «mancillar sus cuerpos». Tertuliano, despué s de hacerse
montañ ista, prueba que los cató licos se entregaban a borracheras y or-
gí as sexuales durante la celebració n de la santa cena; el cató lico Cirilo
dice que los montañ istas eran ogros devoradores de niñ os. ¡ De cristia-
nos a cristianos! Y sin embargo, Agustí n habí a dicho: «No creá is que las
herejí as son obra de cuatro pusilá nimes; só lo los espí ritus fuertes origi-
nan escuelas heterodoxas». 46 San Agustí n dedicó toda su vida a perse-
guirlas, ya entonces con ayuda del brazo secular.

«Si alguna é poca hubo que pudiese llamarse de la objetividad —ase-
gura el cató lico Antweiler—, fue la era patrí stica, y me refiero sobre
todo a la é poca alrededor del siglo IV. »47


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