La controversia eutiquiana
Algunos añ os despué s de aquel vergonzoso escá ndalo, del «chanchu-
llo de la Unió n», Nestorio vegetaba miserablemente en el destierro des-
pué s de haber sido puesto fuera de juego. Sus antí podas, el amigo traidor,
Juan, y san Cirilo no viví an ya. Pero la oposició n continuaba y acabó por
causar tambié n la ruina de Alejandrí a. La controversia monofisista, que
vino a suceder en el siglo v a la amana, causó una divisió n aú n má s pro-
funda de la Iglesia y del cristianismo. Resulta, por cierto, grotesco al res-
pecto que los «herejes» monofisitas, los partidarios de la fó rmula mia
physis, se remití an en lo esencial a san Cirilo, pues, en un sentido amplio
«no enseñ aban otra cosa que la cristologí a cirí lico-alej andrina» (Grill-
meier/Bacht, S. J. ). Con ello este Doctor de la Iglesia queda ubicado en la
inmediata proximidad de la «herejí a» má s popular de Oriente en el cris-
tianismo antiguo. Eso si no fue, como sospecha algú n investigador, su
promotor má s influyente. 115
En Constantinopla, Nestorio fue sucedido, en 431, por Maximiano,
«una nulidad». A é ste le sucedió, en 434, el ambicioso Proclo que ya ha-
bí a optado en vano tres veces por la sede episcopal. Finalmente y des-
pué s de su muerte, acaecida en 466, la ocupó Flaviano, de cará cter má s
bien í ntegro, pero dé bil. Siguiendo el bien probado nepotismo, cuando
en 422 murió en Antioquí a el patriarca Juan, fue sucedido por su sobrino
Domnos, asesorado sobre todo por Teodoreto, el teó logo má s importan-
te de aquella escuela, pero hombre de «ortodoxia» vacilante. Desde la
muerte de Cirilo, el 27 de junio de 444, imperaba en Alejandrí a el pa-
triarca Dió scoro, su sobrino, que siguió activando la tradicional lucha por
el poder contra Constantinopla y propugnaba una teologí a ultracirí lica.
Era persona «de ambició n desenfrenada e implacable hasta la brutalidad,
apoyado en este punto por el ejé rcito imperial y por las bandas de mon-
jes, faná ticas y bregadas en la lucha» (Schwaiger). Los cató licos ven, de
forma casi uná nime, en Dió scoro una de las figuras obispales má s desa-
gradables del siglo v. Pero no es casual, sino ló gico que Cirilo lo nom-
brase precisamente a é l su archidiá cono, distinguié ndole con su especial
confianza. Ambos estaban cortados de la misma madera. Y encaja per-
fectamente con ello el hecho de que Dió scoro, apenas muerto su valedor
Cirilo, acusase a é ste de haber dilapidado el tesoro de la Iglesia, confisca-
se su legado y excluyese del clero a varios de sus parientes. 116 Por lo de-
má s, en su lucha contra Constantinopla y siguiendo en ello los pasos de
Cirilo, Dió scoro atacó simultá neamente al patriarca de la ciudad y a la
teologí a antioquena. Pero el lazo que tendió a sus dos adversarios se fue
cerrando en tomo a sí mismo, má s que probablemente porque lo tendió,
como hizo Cirilo, en alianza con Roma, creyendo que tambié n prevale-
cerí a sobre é sta. Dos influyentes personalidades de Constantinopla, el
eunuco de la corte Crisafio, y el archimandrita Eutiques, secundaron al
alejandrino en su lucha.
Desde que Crisafio habí a logrado el destierro de la emperatriz Eudo-
quia y el total apartamiento de la hermana del emperador. Pulquerí a, era
é l quien dirigí a la polí tica de Teodosio II. El poderoso eunuco estaba, sin
embargo, enemistado con el patriarca de la ciudad, Flaviano, pues é ste no
le habí a enviado el debido obsequio, gesto de deferencia esperado tras su
elecció n, sino tan só lo pan bendecido que aqué l devolvió de inmediato,
manifestando su deseo: lo que tení a era apetito de oro. Tercero en aquella
alianza: el archimandrita Eutiques, que regentaba un gran monasterio pró -
ximo a Constantinopla, persona que gozaba de gran prestigio en Oriente
y era, ademá s, padrino del omní modo eunuco. El ilustre trí o intentaba li-
quidar la «Unió n» del añ o 433 e imponer como directriz los tristemente
famosos «Doce anatematismos» de Cirilo, oponié ndose así a la victoria
-en verdad deshonrosa- de la teologí a antioquena. En relació n con ello,
el patriarca de Alejandrí a, Dió scoro, debí a recuperar su preeminencia
frente al de Constantinopla, Flaviano. 117
Fue el anciano abad Eutiques quien inició la maniobra. Los cató licos
gustan de presentarlo como poco só lido en lo dogmá tico, como un bobo
en cuestiones teoló gicas. Pero en las cuestiones divinas, naturalmente, unos
y otros sabí an y saben bien poco, por má s que algunos sean má s locua-
ces, má s avispados o menos escrupulosos y obtengan «razó n» aunque sea
por motivos que nada tienen que ver con la ló gica, la probidad o un saber
empí ricamente fundamentado. ¿ Có mo podrí an siquiera tenerlo? En este
asunto no hay nada «fundamentado». Todo está suspendido en el aire, sin
ningú n asidero; mero espejismo de nomenclaturas, «mera idea» en senti-
do kantiano, «pura bú squeda a tientas y, lo que es peor, entre meros con-
ceptos». ¿ Hay algo filosó ficamente má s vergonzoso que tener que reite-
rar esto una vez má s? '18
En alusió n a Eutiques, el nuevo espectá culo teoló gico que irrumpí a
ahora en escena, y que pronto estremecerí a a medio mundo, se denomina-
rí a controversia eutiquiana, en cuyo transcurso se romperí a, por vez pri-
mera, la alianza tradicional entre Roma y Alejandrí a. 119
Sobre Eutiques, monje desde su juventud y con fama de singular pie-
dad, recayó la sospecha de herejí a. El papa, que inicialmente habí a elo-
giado su celo, le amenazó finalmente con el destino de todos aquellos a
cuyas «doctrinas extraviadas» se habí a adherido, en caso de que «persis-
tiese en la inmundicia de su insensatez». A saber, Eutiques negaba la
creencia de que Cristo asumió «dos naturalezas despué s de la unió n».
Acentuaba la doctrina profesada por la escuela alejandrina acerca de la
unió n de las naturalezas divina y humana hasta convertirla en una fusió n
total, un monofisitismo. Esta variante cristoló gica se remontaba al obispo
Apolinar de Laodicea (fallecido hacia 390), convicto de herejí a, quien en
la controversia acerca de la unió n de las dos naturalezas en el Señ or, res-
tringí a la humana, algo que en su tiempo no llevó aú n a las barricadas a
los ortodoxos. Se llegó incluso a copiar y difundir toda una serie de escri-
tos del obispo «heré tico», atribuyé ndolos nominalmente a padres de la
Iglesia «ortodoxos». Algo que hoy parece consolar al teó logo H. Kraft
porque, entre otras cosas, muestra «cuan poco entendí an, incluso los anti-
guos, (! ) de aquellas cuestiones sobre las que tan apasionadamente con-
trovertí an». En realidad nada puede entenderse de aquello que se burla,
cabalmente, de toda experiencia y se basa en meras ficciones o, hablando
claro, en ideas quimé ricas. En una palabra, para asegurar la unidad de la
persona de Cristo, el monofisitismo niega la plenitud de su naturaleza
humana, bien sea, segú n los herejes má s moderados, desde la resurrec-
ció n o bien, segú n los radicales, desde su encamació n, lo cual equivale a
afirmar la diversidad de su naturaleza humana respecto a la nuestra.
Así como Nestorio urgí a, al parecer, por separar en Cristo lo divino y
lo humano; por distinguir la personalidad divina de la humana, Eutiques,
en cambio, enseñ aba que lo divino y lo humano se hallaban inseparable-
mente mezclados en é l, que lo humano quedaba subsumido en lo divino.
Ni má s ni menos: «Una naturaleza ú nica despué s de la unificació n», jla
fó rmula mí a physis, que Eutiques habí a tomado prestada de san Cirilo!
Todo el eutiquianismo, concede Camelot, «vive de la intransigente fideli-
dad a las formulaciones de san Cirilo y particularmente a la fó rmula de
«una ú nica naturaleza». Los monofisitas atribuí an a Cristo, despué s de su
encamació n, una sola naturaleza, la divina (mí a kai mone physis). Eutiques
cuestiona, pues, la humanidad de Cristo. La consideraba como transmu-
tada en la deidad «tal como una gota de miel resulta absorbida por el
agua del mar». Contra ello se pusieron ahora en pie los antioquenos, los
mismos que tan prontamente mudaron la opinió n el añ o 433, a raí z de la
«Unió n». Su nuevo patriarca, Domnos, sobrino y sucesor de Juan, pro-
testó ante el emperador por las desviaciones doctrinales y las calumnias
del monje Eutiques. 120
El patriarca alejandrino Dió scoro (445-451) tomó ahora cartas en el
asunto. El sucesor de san Cirilo, que, modestamente, se llamaba a sí mis-
mo «emperador de Egipto», habí a obligado ciertamente a los parientes de
su antecesor a entregar las riquezas atesoradas bajo la protecció n del san-
to, pero por lo que a é l respecta siguió cultivando los mismos vicios. Al
igual que aqué l, impuso un auté ntico «ré gimen de terror». Es má s, «no era
intachable ni siquiera en el plano moral (! )» (Ehrhard). Al igual que Ciri-
lo, tambié n é l tení a sus espí as y sus có mplices en la corte imperial y tam-
bié n siguió los pasos de aqué l (y de otros muchos obispos) en lo tocante a
la instrumentalizació n de los monjes para imponer sus objetivos en la po-
lí tica de poder. Algo que no deja de ser curioso, pues aqué llos constituí an
una comunidad surgida para huir del mundo. Es así como todos los idea-
les primigenios del cristianismo se tomaron en sus valores opuestos y
ello en un plazo de tiempo má s bien breve que largo. Protegido por sus
guardaespaldas, el arzobispo Dió scoro -santo venerado por los monofi-
sitas- regí a valié ndose de la cruda violencia y en caso de necesidad
-¡ en el ejercicio de su jurisdicció n espiritual! - de asesinos a sueldo. Su
propio clero, al que tiranizaba sin la menor consideració n, acabó acusá n-
dole de querer gobernar el paí s por sí mismo, suplantando al emperador
(Marciano). 121
El patriarca se vio pronto envuelto en una querella cada vez má s vio-
lenta con sus colegas de Antioquí a, querella librada por medio de cartas
y cuyo trasfondo era el de la rivalidad tradicional entre ambas sedes pa-
triarcales, tanto má s virulenta ahora cuanto que la sede de Constantinopla
la ocupaba un antioqueno, Flaviano. «Dió scoro -escribí a el historiador
de la Iglesia y obispo de Ciro, Teodoreto, por encargo del patriarca antio-
queno Domnos- nos remite incesantemente a la sede de San Marcos, sa-
biendo, sin embargo, que la gran ciudad de Antioquí a tiene la sede de
San Pedro, maestro de san Marcos y, a mayor abundancia, superior y ca^
beza de todos los apó stoles». 122
La protesta llegó a Flaviano, pastor supremo de Constantinopla, exi-
giendo de Su Santidad, «que no permita que se conculquen impunemente
los santos cá nones, sino que combata valientemente en aras de la fe».
Pero Flaviano, hombre bastante modesto y timorato -a quien la historio-
grafí a eclesiá stica gusta tanto má s de llamar «iró nico» cuanto que, since-
ramente, son pocos los prí ncipes de la Iglesia que pueden ser calificados
de tales- no querí a medir sus fuerzas con el poderoso soberano mona-
cal de su dió cesis. Pues como escribe Nestorio, que incluso desde su exi-
lio seguí a atentamente la evolució n en el campo de batalla, Eutiques lo
utilizaba como a «un sirviente suyo». Só lo cuando el obispo Eusebio de
Dorilea (Frigia), un cará cter exaltado, temido, que siempre venteaba
«herejes» en torno a é l, se alzó tambié n contra Eutiques, se vio Flaviano
obligado a intervenir. Flaviano decí a, suspirando, de Eusebio que ya ha-
bí a denunciado a Nestorio en su dí a y que «en su celo por la fe hallaba
demasiado frí o al mismo fuego». El añ o 448, el patriarca citó a Eutiques
ante el Synodos endemousa (sí nodo diocesano). 123
Eutiques no acudió, impedido primero por una promesa y despué s por
enfermedad. Só lo acudió a la tercera citació n -segú n el derecho canó nico
la citació n ante un tribunal sinodal debí a realizarse tres veces- compare-
ciendo en la sé ptima y ú ltima sesió n sinodal, el 22 de noviembre de 448,
acompañ ado por un tropel de monjes y tambié n por soldados y funciona-
rios del prefecto de la guardia. Aquel hombre que aseguraba vivir en su
celda como en una tumba fingió durante el proceso «la pose de un eremi-
ta ausente del mundo» que por motivos profesionales, digá moslo así, «no
podí a abandonar su clausura». Pero, en realidad, «estaba, desde hací a ya
decenios, plenamente involucrado en las peripecias de la polí tica ecle-
siá stica». Con esas palabras caracteriza el jesuí ta Bacht una conducta
que, mutatis mutandis, resultaba má s que tí pica de la hipocresí a de innu-
merables dirigentes eclesiá sticos en los viejos y en los nuevos tiempos. 124
Eutiques se remitió a la fe de san Atanasio y de san Cirilo, defendien-
do una posició n inequí voca y radicalmente monofí sita: cierto que Cristo
es hombre verdadero, pero su carne no era esencialmente igual a la hu-
mana. Cierto que antes de la encamació n constaba de dos naturalezas,
pero no ya despué s de aqué lla. Las dos naturalezas, en el momento de la
encamació n, se fundieron má s bien en una ú nica naturaleza divina (mo-
nos physis). Repitió su confí teor incansablemente: «Confieso que Nuestro
Señ or constaba de dos naturalezas antes de la unió n, pero no ya des-
pué s de ella». ¡ Hasta el papa Leó n, segú n confesió n propia, estuvo mu-
cho tiempo sin comprender «lo extraviado» de la doctrina de Eutiques!
Parecí a, incluso, que en un principio se poní a de su parte, tanto má s cuan-
to que habí a sido un aliado complaciente en la lucha contra Nestorio. El
patriarca Flaviano tuvo un arrebato de valor y, derramando las consabi-
das lá grimas, depuso a Eutiques como calumniador de Cristo, lo despojó
de su condició n de abad y de sacerdote y lo dio al anatema. A Roma en-
vió las actas (Gesta) firmadas por 32 obispos (¡ posteriormente! se añ a-
dieron las firmas de 23 archimandritas y abades). Todo lo expuso al papa,
consignando la magnitud de su dolor y la abundancia de sus lá grimas. En
un principio, el papa sentí a poca simpatí a por Flaviano, ya fuese tan só lo
por la suspicacia de los obispos de Roma frente a la ambició n de sus co-
legas de Constantinopla. Ademá s, Flaviano habí a demorado deliberada-
mente el enví o de las actas a Roma. En junio de 449, sin embargo. Leó n I
condenó tambié n a Eutiques y su «error antinatural e insensato». Ahora
calificó a aquel procer del monacato, en olor de gran santidad y casi sep-
tuagenario (era tan antinestoriano y amigo de Cirilo que é ste le envió un
ejemplar de las actas conciliares de É feso), de «senex imperitas» y tam-
bié n de «stultissimus», de tonto de capirote, que no conocí a ni las Escri-
turas ni tan siquiera el comienzo del Credo. 125
El «lobo de la herejí a» no cedió, pese a todo. Envió cartas a todo el
mundo, a los obispos de Ravena, Alejandrí a, Jerusalé n y Tesaló nica, a los
«defensores de la religió n». Só lo se ha conservado la epí stola a Leó n I en
la que Eutiques califica todo aquello de juego con cartas marcadas, afir-
mando asimismo: «Hasta mi propia vida se vio amenazada por el peligro»
si no fuese porque el concurso divino, gracias a las preces de Su Santidad
(un malentendido, seguramente, malintencionado), hizo acudir una pron-
ta ayuda militar que me sustrajo a la furia del populacho que me acosa-
ba». Adjuntaba su profesió n de fe. Aparte de ello compuso un florilegio de
los «padres» con abundantes condenas de la dualidad de naturalezas. Es
má s, intentó incluso incidir en la opinió n de la població n mediante carte-
les murales, que, naturalmente, fueron de inmediato arrancados por orden
del patriarca Flaviano. Eutiques halló, no obstante, apoyo en el empera-
dor Teodosio II, cuya atenció n pudo atraer gracias a su hijo de confesió n,
el poderoso eunuco Crisafio. Y secundados por el arzobispo alejandrino,
Dió scoro, ambos consiguieron que el emperador promoviese la costosa
empresa de un concilio imperial en É feso: para reforzar la fe verdadera,
como subrayaba el regente en su decreto de convocatoria del 30 de mar-
zo de 449. Fue inú til que Flaviano, que no presagiaba nada bueno y que
se alió con el papa Leó n I -tambié n é ste recibió su invitació n el 16 de
mayo- intentase estorbar la pí a asamblea. 126
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