Sobre la «gran batida contra los godos» y otras cuestiones marginales
El reino vá ndalo habí a perseguido largo tiempo y en ocasiones de for-
ma atroz a los cató licos, una de las razones, sin duda, que provocaron su
exterminio. Sin embargo, los arrí anos ostrogodos no eran energú menos
religiosos. Cierto que Teodorico se habí a encumbrado en Ravena de forma
harto sanguinaria y rufianesca, pero despué s se esforzó siempre por man-
tener la paz en su polí tica exterior. Pese a actuar con total independencia,
reconocí a la soberaní a de la Roma oriental. Y en su polí tica interior puso
su empeñ o en reconciliar a romanos y germanos. Especialmente por lo
que respecta a los cató licos, el ostrogodo -el añ o 500 y a raí z de su ú nica
visita a Roma, fue recibido por el papa a la cabeza del clero- mostró una
tolerancia má s que notable. Bajo su reinado, los maniqueos fueron una y
otra vez desterrados de Roma y los paganos que ofrecí an sacrificios eran,
incluso, castigados con la muerte. Los papas, en cambio, tení an plena li-
bertad para relacionarse con los obispos de fuera de Italia. Ellos y su Igle-
sia gozaban de una autonomí a como no se conocí a ya desde hací a varias
generaciones, superior a la gozada «bajo cualquier emperador ortodoxo»
(Pfeilschifter). A despecho de todo eso los ostrogodos sufrieron un exter-
minio aú n má s cruel, si cabe. Su reino só lo perduró sesenta añ os, desde
493 a 553, má s de la mitad de los cuales bajo la é gida de Teodorico. 145
Mientras é ste se mantuvo en la cima de su poder, la Roma de Oriente
y la de Occidente, el emperador Anastasio, el papa y el senado mantuvie-
ron tambié n un buen entendimiento con é l. Su apoyo a Roma era conti-
nuo. Entre otras cosas le asignó 200 libras de oro anuales para la conser-
vació n de sus muros. El papa Sí maco recibí a, incluso, dinero del tesoro
privado del rey. Pero cuando, en los ú ltimos añ os de é ste, Justino y el
papa llegaron a un mismo acuerdo y se inició la persecució n de los arrí a-
nos en el Imperio oriental, se acentuó la tendencia antigoda entre los ca-
tó licos de Italia. De ahí que en la tradició n eclesiá stica medieval la me-
moria de Teodorico sea ú nicamente la de un «hereje», tirano y demonio y
ya para el papa Gregorio I y para Gregorio de Tours quedó sepultado en
el abismo de los infiernos. 146
El rey, que murió sin descendencia masculina, habí a decidido la suce-
sió n en favor de su nieto Atalarico. Su madre Amalasunta (526-534) asu-
mió la regencia contando Atalarico só lo ocho añ os de edad, a la par que
ordenaba asesinar a tres godos de la alta nobleza, sospechosos de oponerse
a ella. Pero cuando, fallecido el joven Atalarico (en octubre de 534), ella
se casó con su primo y acé rrimo enemigo Teodato (534-536), é ste deste-
rró a su esposa, prima y corregente, contraviniendo todos sus juramentos,
ya en la primavera de 535, y confiná ndola en una pequeñ a isla en el lago
de Bolsena, donde mandó estrangularla. '47
Todo hace pensar que la mano de Teodora, llevada de celos femeni-
nos y de la astucia, tuvo mucho que ver con aquel crimen sangriento. Jus-
tiniano tomó este asesinato como pretexto para erigirse ahora en venga-
dor contra Teodato, como antes contra Gelimer. No vaciló un solo instante
«en ordenar desenvainar la espada, que aú n goteaba sangre vá ndala, para
dirigirla, empuñ ada por el mismo general, contra los godos» (lordanes).
O digá moslo con las palabras de Grisar, S. J.: se produjeron así «hazañ as
tan heroicas... como pocas veces en la historia militar». 148
Con 7. 000 hombres, 200 jinetes hunos y 300 moros a los que má s tar-
de se sumaron ciertamente refuerzos considerables, Belisario conquistó
Italia en una guerra casi relá mpago. Eso al principio, pues las intrigas de
la corte le crearon despué s tantos contratiempos como los celos del mis-
mo Justiniano. Ya a finales del añ o 435 cayó en sus manos Sicilia, casi sin
combates, pues apenas habí a ocupantes godos. Catania, donde desembar-
có, fue tomada sin esfuerzo alguno; despué s Siracusa y finalmente Paler-
mo. Tambié n la invasió n del sur de Italia constituyó un é xito. Avanzó
hacia el norte sin hallar apenas resistencia pues «el alto clero habí a sido
ganado para la causa bizantina» (Davidsohn). En Tuscia, las ciudades se
le entregaron sin esperar siquiera el requerimiento. La ú nica que se de-
fendió ené rgicamente fue Ñ apó les y fueron los judí oa quienes destacaron
en ello, temerosos del fanatismo cató lico. Só lo fue posible tomarla por sor-
presa despué s que unos seiscientos sitiadores penetraron en ella arras-
trá ndose por un acueducto. Se produjeron horribles carnicerí as hasta en las
mismas iglesias. Los bizantinos, que luchaban bajo el signo de la cruz,
«abatí an despiadadamente a golpes de espada -segú n el testimonio de
Procopio- a todo el que se cruzaba en su camino, sin considerar siquiera
la edad. Penetraban en las casas y se llevaban como esclavos a niñ os y
mujeres. Lo saqueaban todo». Los hunos mataron incluso a muchos que
se refugiaron en las iglesias. (Cuando Tó tila reconquistó Ñ apó les no so-
lamente tuvo miramientos con la ciudad, sino incluso con las tropas bi-
zantinas. )149
En aquellos dí as de la marcha hacia Roma ocupaba el solio pontificio
Silverio (536-537), hijo del papa Hormisdas. El 20 de junio de 536 el rey
godo Teodato lo habí a hecho obispo mediante coacciones y considerables
sobornos. A saber, Silverio conspiraba con los godos «heré ticos». Al igual
que una parte de su clero tení a menos miedo de ellos que del cesaropa-
pismo del emperador cató lico. Ademá s estaban geográ ficamente má s
pró ximos y eran quienes tení an el poder. Y cuando en noviembre el turbio
Teodato fue sustituido por el jefe militar Vitiges (é ste ordenó la muerte
de Teodato y para legalizar su regencia repudió a su mujer y tomó por es-
posa, forzando su voluntad, a Matasunta, nieta de Teodorico, a la que lle-
vaba treinta añ os), el papa Silverio («hombre santo y de firme cará cter,
segú n el cató lico Daniel-Rops) juró tambié n ser fiel al nuevo rey... y en-
vio enseguida mensajeros a Belisario para que acudiera a Roma. Des-
pué s, en la noche del 10 de diciembre de 536, el santo Silverio, que debí a
su papado a los godos, abrió, a despecho de su juramento, la porta Asina-
ria a Belisario, que vení a avanzando desde Ñ apó les. La puerta estaba en
el sur de la ciudad y muy cerca de la basí lica laterana. Casi al mismo
tiempo la pequeñ a guarnició n goda huyó por la puerta Flaminia hacia el
norte. Los romanos saludaron jubilosamente a los bizantinos como libe-
radores, como exterminadores de la «herejí a» amana, abrigando ademá s
la esperanza de que se restablecerí a el Imperio romano. 150
Pero cuando en la primavera de 537 Vitiges cercó Roma con 150. 000
hombres -se supone- mientras que Belisario só lo podí a oponerle 5. 000,
la firmeza de cará cter del santo papa pareció acomodarse a un nuevo
cambio de poder recordando a todos que é l era propiamente papa de los
godos. Cuando menos incurrió en la sospecha de querer traicionar ahora
a la cercada Roma entregá ndola a los godos. «Como se sospechaba -es-
cribe Procopio- que Silverio, el sumo sacerdote de la ciudad, urdí a una
traició n con los godos, Belisario lo envió inmediatamente a Grecia y nom-
bró acto seguido a otro obispo con el nombre de Vigilio. »15. '
El regente de las escuelas. Marcos, y el pretoriano Juliá n habí an pre-
sentado unas cartas falsas que Silverio envió a los godos. Y el diá cono
Vigilio, su sucesor como papa, atizó la sospecha contra su predecesor.
Pues en realidad Vigilio, apocrisiario en Constantinopla, habí a querido ser
ya papa en lugar de Silverio, tanto má s cuanto que Bonifacio II (530-532)
lo habí a designado ya en una ocasió n como su sucesor, debiendo revocar
la designació n ante la impugnació n de un sí nodo. Despué s, Vigilio entró
en Roma demasiado tarde, procedente de Bizancio, y halló ya ocupado lo
que debí a obtener segú n los planes de Teodora. 152
La emperatriz habí a comprado al diá cono por 700 piezas de oro (sep-
tem centenaria) para que, una vez papa, favoreciese a los monofi sitas.
«El trono obispal y el dinero eran sus dos amores», dice de é l su colega
Liberatus, diá cono de Cartago que usa de buenas fuentes para su obra
histó rica (para hacerse una idea de la suma: con 200 piezas de oro se fi-
nanciaba entonces la construcció n de una gran iglesia). Despué s que Vi-
gilio, fiel a su encargo, prometiese a Belisario una fracció n, 200 piezas
de la suma del soborno, el general llamó el 11 de marzo, por vez primera,
al papa Silverio a comparecer ante é l en el palacio imperial sobre el Pin-
cio. «Entró solo en el palacio y no se le volvió a ver má s», informa dra-
má ticamente Liberatus dejando entrever que la caí da de Silverio se basó
en la acusació n de alta traició n por connivencia con los godos; algo que
confirmaron asimismo otras fuentes como el continuador de Marcelli-
nus Comes y Procopio, de forma que «el hecho resulta incontrovertible»
(Hildebrand). «Contestad, papa Silverio -así se expresó el 21 de marzo
Antonina en el palacio de Pincio, mientras se recostaba en una almohada
a los pies de su esposo Belisario-, «¿ qué os hemos hecho a Vos o a los
romanos para que quieras entregamos a los godos? ». Acto seguido, Beli-
sario, que habí a garantizado a Silverio su seguridad personal, lo hizo re-
cubrir de un há bito monacal, lo declaró depuesto y lo desterró a Patara,
en Licia. Al dí a siguiente, el 22 de marzo, Vigilio era elegido papa y el
domingo siguiente, el 29 de marzo, consagrado como tal.
Pero cuando Justiniano, desbaratando el plan de su esposa, reenvió a
Roma a Silverio -el legado papal Pelagio, otro diá cono sobornado por
Teodora, intentó vanamente impedirlo por cuenta de Vigilio- su sucesor
en el solio, el papa Vigilio, lo capturó durante el camino e hizo que sus
sayones lo condujeran a un nuevo exilio en la isla de Ponza. De ahí a po-
cas semanas, ya el 2 de diciembre del añ o 537, sucumbió a las insidias de
sus carceleros, dos Defensores ví nculi y un esclavo de Vigilio, los cuales
le dejaron morir de hambre «ví ctima de los tiempos que corrí an» (los ca-
tó licos Seppelt/Schwaiger). 153
El sufrido y desdichado, el santo Silverio, que poco antes de su muer-
te renunció, al parecer, a su papado en beneficio de su sucesor y asesino,
fue pronto transfigurado por la leyenda. Su tumba fue objeto de peregri-
naciones y en ella acaecieron, naturalmente, bastantes milagros. Se pidió
su intercesió n y de modo especial en aquellas situaciones de grave apuro,
como aquellas de las que é l mismo no pudo redimirse sino con su muer-
te. En Roma, donde otrora se vio abandonado por todo el clero que eligió
a Vigilio como papa, si bien bajo la enorme presió n de Belisario, se ini-
ció ahora su rehabilitació n y su enaltecimiento como má rtir. Tanto má s
fá cil y gustosamente criticaron ahora a Vigilio, redactando incluso un es-
crito de agravios que le reprochaba la complicidad en la deposició n de
Silverio. 154
El papa Vigilio, que aú n habrí a de sufrir lo suyo bajo Justiniano, ates-
tiguaba a é ste de entrada -en la primera de las cartas que de é l se han
conservado- «no só lo sentido imperial, sino tambié n sacerdotal» y lo en-
salzaba entusiá sticamente como «aquel que habí a sojuzgado a un sinnú -
mero de pueblos má s con la fuerza de la fe que con la fuerza fí sica de sus
soldados». Eso en un momento en que é ste libraba una horrible guerrra
de exterminio y no precisamente con devocionarios. '55
Entretanto Vitiges llevaba ya, hasta marzo de 538, un añ o largo atacan-
do a Roma con sus godos, con torres rodantes, con escalas de asalto, con
arietes. Una y otra vez reiniciaba sus acometidas, y una y otra vez los ji-
netes hunos y los moros realizaban salidas peligrosas. Los alrededores de la
ciudad, granjas, villas y suntuosas construcciones fueron totalmente arra-
sados. En Roma, las má s bellas creaciones grecorromanas, obras maes-
tras irreemplazables, fueron demolidas para matar con sus piedras a los
asaltantes godos. A ello se sumaron los estragos del asfixiante calor, el
hambre, las epidemias. Los senadores pagaban con oro repugnantes em-
batidos de carne de mulos muertos. Un ejé rcito de socorro venido de
Constantinopla reforzó a los asediados. Pero 2. 000 jinetes del mismo, al
mando del jefe Juan «el sanguinario» (epí teto de los cronistas), se ensa-
ñ aron en Piceno contra las mujeres y los niñ os godos, cuyos maridos y
padres estaban ante las murallas de Roma. Despué s de casi setenta asal-
tos rechazados, Vitiges se retiró en medio de terribles pé rdidas causadas
por Belisario que, con superioridad tá ctica y té cnica, vení a pisá ndole los
talones y ocupó la prá ctica totalidad del paí s hasta la llanura del Po. 156
En el invierno de 538 a 539, cuando los bizantinos expulsaron a todos
los godos de Emilia y Vitiges reparó los muros de Ravena, una dura ham-
bruna asoló especialmente la parte norte de Italia central sucumbiendo
millares y millares de personas. Procopio, testigo ocular, notifica la muer-
te de aproximadamente unas cincuenta mil personas tan só lo en el Piceno
y de má s aú n en las comarcas del norte. «Qué aspecto tení an las perso-
nas y de qué modo morí an es algo que quiero contar má s en detalle por
haberlo visto con mis propios ojos. Todos estaban flacos y pá lidos, pues
la carne (de sus cuerpos), segú n el viejo proverbio, se comí a a sí misma
por falta de nutrició n, y la hié l, que a causa de su excesivo peso tení a
ahora poder sobre todos los cuerpos, extendí a sobre ellos una palidez
verdosa. Y a medida que progresaba el mal los cuerpos humanos perdí an
todos sus humores de modo que su piel, totalmente reseca, se parecí a al
cuero, presentando la apariencia de estar firmemente sujeta a los huesos.
Su color pá lido se iba ennegreciendo de forma que parecí an teas que hu-
bieran ardido en demasí a. Sus rostros tení an una expresió n de horror, su
mirada se asemejaba a la de los dementes que está n contemplando algo
espantoso... Algunos, totalmente dominados por el hambre, llegaron a co-
meter atrocidades contra los demá s. En una aldehuela de Arimino, segú n
parece, las dos ú nicas mujeres que quedaban en la zona devoraron a die-
cisiete hombres. Pues los forasteros que vení an de paso solí an pernoctar
en las casas de aqué llas, quienes les asesinaban mientras dormí an y se
comí an su carne... Impulsados por el hambre, muchos se arrojaban sobre
la hierba e intentaban arrancarla ponié ndose de rodillas. Pero en general
estaban demasiado dé biles, y cuando les faltaban totalmente las fuerzas
caí an sobre sus propias manos y sobre la hierba exhalando el ú ltimo sus-
piro. Nadie los enterraba, pues nadie se interesaba ya por dar sepultura.
No obstante lo cual, ni una sola ave acudí a a los cuerpos, pese a que hay
muchas especies que los devoran gustosos, y es que no habí a en ellos
nada que picar. Pues, como ya se ha dicho, toda la carne estaba totalmen-
te resecada por el hambre. »157
Por aquella misma é poca Milá n atravesaba tambié n una horrorosa pe-
nuria.
Dacio, el arzobispo de la ciudad -que segú n Procopio era, despué s de
Roma, la primera de Occidente por sus dimensiones y nú mero de habi-
tantes y prosperidad-, acudió presuroso a Roma el tercer añ o de guerra,
anunció a Belisario levantamientos antigodos en toda Liguria y la recon-
quista bizantina del territorio apremiá ndole para que ocupase Milá n. Ocu-
pació n que se efectuó aunque supusiera, por cierto, quebrantar el armisti-
cio concluido con Vitiges en abril de 535. Bien pronto, sin embargo, el
sobrino de Vitiges, Uriah, cercó Milá n con un fuerte ejé rcito apoyado por
10. 000 bergundios enviados por el rey de los francos Teodeberto. Este
deseaba sobre todo sondear en su provecho la situació n. De ahí a poco la
hambruna asó la espantosamente la ciudad. Los habitantes comen perros,
ratas, cadá veres humanos. A finales de marzo de 539 la guarnició n roma-
na capituló bajo el comandante Mundilas obteniendo una retirada en se-
guridad.
Por lo que respecta a la ciudad, escribe Procopio, «los godos no dejaron
piedra sobre piedra. Mataron a todos los hombres, desde adolescentes a
ancianos en nú mero no inferior a trescientos mil. Convirtieron a las mu-
jeres en esclavas y se las regalaron a los burgundios como premio a su
alianza». J. B. Bury califica la masacre de Milá n como una de las peores
en la larga serie de atrocidades premeditadas en los anales de la humani-
dad: «La trayectoria vital de Atila no registra una acció n de guerra tan
abominable». Tambié n fueron destruidas todas las iglesias: las cató licas a
manos de los vá ndalos arrí anos; las amanas a manos de los cató licos bur-
gundios. Una cooperació n ecumé nica realmente progresista: la denomi-
nan historia de redenció n... Las personalidades de la alta jerarquí a social,
entre ellos el prefecto Repá ralo, hermano del papa, fueron despedazados
para servir de alimento a los perros. El obispo Dacio, auté ntico causante
de aquel infierno, habí a puesto a tiempo pies en polvorosa. 158
Apenas regresaron a su tierra los burgundios, bien cargados de botí n,
Teodoberto mismo cayó sobre Liguria, en la primavera de 539, al frente
de un ejé rcito.
Ya a comienzos del conflicto, Justiniano habí a convocado a los fran-
cos a la «gran batida contra los godos», como dice en pleno siglo xx el
cató lico Daniel-Rops. Los merovingios Childeberto I, Clotario I y su so-
brino Teodoberto prometieron en efecto su ayuda al emperador y acepta-
ron su dinero, pero tambié n, simultá neamente, 2. 000 libras de los godos.
Y, a costa de ambas partes, se apoderaron asimismo de la Provence, se-
gregada (formalmente) por Justiniano y fá cticamente por Vitiges. A é ste
le envió Teodoberto un ejé rcito de alamanos, en 537, y otro de burgun-
dios, en 538, ayudá ndole en la reconquista del paí s, de Liguria y tambié n
de Italia septentrional, al norte del Po. Pero cuando le pareció que los
godos se estaban haciendo demasiado fuertes cayó sobre ellos por la es-
palda, en la primavera de 539, con unos 100. 000 francos que cruzaron los
Alpes desde el sur de la Galia. Devastó con sus huestes Liguria y Emilia y
al cruzar el Po, escribe Procopio, «despedazaron a cuantos niñ os y muje-
res godos pudieron apresar, y en calidad de ofrenda echaron sus cadá veres
al rí o como primicias de la guerra». Los guerreros godos huyeron como
una exhalació n hacia Ravena para toparse con las espadas romanas. No
obstante, el hambre y las epidemias diezmaron de tal modo al ejé rcito de
Teodoberto que tuvo que abandonar Italia tras perder una buena parte del
mismo. 159
Sitiada por mar y tierra, Ravena cayó en mayo de 540 por obra de un
traidor. É ste incendió por encargo de Belisario los graneros de la ciudad
de modo que Vitiges tuvo que rendirse. Juntamente con Malasunta y Ama-
laberga, viuda del prí ncipe de los turingios (ella huyó en 535 al reino
godo) y los hijos de é sta, se desplazó a Constantinopla llevando consigo
todo el tesoro de la corona. Justiniano le otorgó allí, tras su abdicació n, el
rango de patricio. A muchos otros godos se les usó como tropas de cho-
que en el frente persa al igual que se habí a hecho con lo que quedó de
los vá ndalos. Como quiera que Uriah, el sobrino de Vitiges y destructor
de Milá n renunció a la corona en favor de Ildibaldo, é ste se convirtió en
rey. Mandó matar a Uriach, pero é l mismo murió por mano asesina. Tam-
bié n su sucesor, el rey de los rugieres, Erarico halló idé ntico final tras
unas negociaciones, que entrañ aban alta traició n, con Justiniano. Le su-
plantó el comandante de la guarnició n de Treviso, el godo Tó tila que ha-
bí a hecho de la muerte de Erarico condició n previa para hacerse cargo
del poder. 160
La guerra parecí a ahora hacerse interminable, tanto má s cuanto que la
Roma oriental habí a de atender tambié n el frente persa.
Una y otra vez, prolongando una larga tradició n romana y cristiana,
Justiniano y Bizancio guerrearon contra los sasá nidas. Desde el añ o 530
a 532, desde 539 hasta el añ o 562 y má s tarde todaví a en los intevalos en-
tre 572 y 591 y entre 604 y 628. De darse la má s mí nima posibilidad, los
persas cristianos apoyaban siempre a la Roma de Oriente. Fueron ellos,
por ejemplo, quienes alentaron la revolució n palaciega de 551 contra el
Gran Rey Cosroes I (531-579), eso si no fueron sus autores directos.
El Gran Rey, que liberó a los campesinos del yugo de la servidumbre,
rompió violentamente con su primogé nito Anoschad, que, al parecer,
desplegaba bastante má s actividad en el haré n paterno que en las filas del
ejé rcito. Y así, cuando a raí z de una grave enfermedad se dio a Cosroes
por muerto y estalló un levantamiento, los persas cristianos, con su katho-
likos Mar Aba al frente, se alinearon con Anoschad, a quien su madre,
una de las esposas del rey, habí a ganado para el cristianismo. Pese a ello,
la rebelió n se vino abajo, aunque no sin convertir, ciertamente, el sur
del paí s en un infierno de palacios humeantes, con torturas y asesinatos a
la orden del dí a. 161
La guerra con los persas prosiguió entretanto su curso y tambié n la
del oeste con los godos. Guerra que estos ú ltimos nunca habí an deseado:
su deseo era que se les permitiese vivir en el paí s a cambio de prestar sus
Servicios al emperador y é se seguí a siendo su objetivo. Sus continuos y
amistosos intentos de avenencia, mientras aú n proseguí a la masacre, así
lo ponen de manifiesto. Por lo demá s ello respondí a a cierta tradició n
goda y a la ú ltima instrucció n de Teodorico: honrar al rey, amar a los ro-
manos y buscar la gracia del emperador inmediatamente despué s de la de
Dios. Con todo, todas sus ofertas de paz, incluso de sumisió n se estrella-
ron ante la actitud de Justiniano. Las atrocidades aumentaron, tanto por
parte de los cató licos bizantinos como por parte de los arrí anos godos. 162
Y la suerte, una vez má s, se inclinó de parte de é stos, que conquis-
tan de nuevo casi toda Italia, Cerdeñ a, Có rcega y Sicilia incluidas, fun-
damentalmente gracias a su caballerí a. En varios añ os de lucha, Tó tila
(541-552), hombre de gran sagacidad y extraordinaria energí a (Proco-
pí o), se apodera, partiendo de Paví a, de una fortaleza tras otra, de una
ciudad tras otra. Cae Benevento, cae Ñ apó les. La misma Roma, de la que
se expulsa a todo el clero amano, y en la que reina nuevamente un ham-
bre atroz, cae por dos veces en sus manos, en 546 y en 550. Derriba todos
los muros de las plazas expugnadas para que ningú n enemigo pueda en-
castillarse ya en ellas y sus habitantes se vean para siempre libres de los
suplicios del asedio. Los mismos romanos reconocen tras la caí da de la
ciudad en 546, que Tó tila vivió entre ellos como un padre con sus hijos.
Hasta los propios soldados bizantinos, a quienes se les habí a sustraí do su
paga, se pasan a é l y en mayor nú mero aú n los campesinos arrendatarios,
expulsados de sus tierras, y los esclavos famé licos. Todo ello le granjea
el odio de los grandes terratenientes, el de la Iglesia cató lica que, al igual
que hizo otrora en Á frica con los vá ndalos, propala ahora espantosas his-
torias sobre la crueldad de los godos. La Iglesia hace causa comú n con
los latifundistas tanto má s resueltamente, cuanto que ella misma es el ma-
yor de todos ellos. Nada de intervenir como abogada de los esclavos,
como nos quisiera hacer creer una y otra vez. Es la compañ era de armas
de los esclavistas. ¡ Los representa! De ahí que no deba sorprendemos en
absoluto que el papa Vigilio se afane, a travé s de su representante y suce-
sor, Pelagio, por la entrega de los esclavos fugados, que luchan ahora en
las filas godas. Cuando Pelagio vino a presentarle sus peticiones, Tó tila
le aseguró ciertamente un trato de má xima benevolencia, pero se negó a
hablar de tres cosas: «De los sicilianos, de los muros de Roma y de los es-
clavos huidos». Rechazó de antemano cualquier negociació n sobre su en-
trega pues los incorporó a sus filas bajo promesa de no entregarlos nunca
má s a sus amos. «Es difí cil pensar qué otra cosa podrí a haber atraí do a los
esclavos a las tropas godas, sino es la anhelada libertad» (Rothenhó fer). 163
Es claro que la Iglesia cató lica de Italia, y en especial el alto clero
-como el clero cató lico de Á frica durante la guerra vá ndala-, no podí a
estar del lado de los «herejes» y «bá rbaros». Y si esta afirmació n vale ya
para el papa «gó tico» Silverio, el hijo de Hormisdas, «siguiendo el con-
sejo del cual -dice el Manual de la Historia de la Iglesia- los romanos
habí an entregado sin lucha su ciudad al general bizantino Belisario», tan-
to má s pertinente resulta referida al papa «bizantino» Vigilio, su asesino.
É ste pasó la mayor parte de su pontificado en Constantinopla. Era una
dó cil criatura de la emperatriz, a la que debí a su papado. Y al emperador
le prestó sus servicios, durante la guerra gó tica, como intermediario entre
é l y los francos, con quienes Justiniano entabló negociaciones para una
alianza antigó tica con á nimo de coger en una tenaza y aniquilar a Tó tila
(quien por su parte respetaba cabalmente las iglesias cató licas y sus pose-
siones). El obispo de Arles, Aureliano, recibió de parte del papa Vigilio,
el 22 de mayo de 545, la orden de pronunciar durante la misa oraciones
por Justiniano, Teodora y Belisario. Su sucesor, Aureliano, se obligó
el 23 de agosto de 546 a «preservar sin cesar y con celo obispal los lazos
de purí sima amistad entre los clementí simos soberanos (Justiniano I y
Teodora) y el glorioso rey Childeberto». Es comprensible que se sepa poco
sobre la trama de esas negociaciones. Caspar comenta así este punto:
«Aquí podemos echar un vistazo en el juego diplomá tico de las negocia-
ciones por una alianza entre Bizancio y el nuevo poder franco para tender
la red en tomo al ú ltimo rey godo favorecido por la fortuna, negociacio-
nes en las que Belisario y el papa hicieron de intermediarios». 164
En el añ o 548, el papa Vigilio adquirió incluso «una singular relevan-
cia histó rica» (Giesecke).
Batido en Italia por Tó tila, Belisario regresó a Constantinopla mien-
tras el emperador casi desesperaba ya de la victoria. En ese momento, in-
forma Procopio, «el arzobispo de Roma» juntamente con otros ilustres
fugitivos de Italia, «conjuró al emperador para que arrancase una vez má s
su patria de las manos de los godos». Con toda energí a instó una y otra
vez al regente para que prosiguiese la guerra. Tras largas vacilaciones,
Justiniano nombró nuevo general a su sobrino Germá n de quien sentí a
envidioso recelo y, tras su repentina muerte, al eunuco armenio Narsé s,
en 552. Con un fuerte ejé rcito reforzado por tropas germá nicas de é lite,
Narsé s acabó con el resto de los godos, cosa que logró tanto má s fá cil-
mente cuanto que estaba «bajo la especial protecció n de la virginal
Madre de Dios», la cual vigilaba «todos sus actos» sirvié ndole ni má s ni
menos que de «asesor estraté gico» (Evagrio). 165
De esa asistencia de la casta, de la dulcí sima Madre de Dios se bene-
ficiaron por lo demá s otros muchos y grandes matarifes cristianos en el
curso de la historia. El mismo emperador Justiniano atribuyó a Marí a sus
sangrientas victorias que borraron a vá ndalos y godos de la escena de la
historia. Su sobrino Justino II la convirtió en su patrona en su guerra con-
tra los persas. Tambié n un monstruo como Clodoveo adjudicaba sus bru-
tales triunfos a Marí a. Carlos Martel y Carlomagno, los reyes españ oles,
que libraron gigantescas batallas, el sanguinario Corté s, que sembró el
Nuevo Mundo con millones de cadá veres, causando asimismo la desdi-
cha de otros millones, y Tilly, que libró sus 32 batallas victoriosas «bajo
el signo de nuestra amada Señ ora de Altotinga» hasta que en la trigé simo
tercera sucumbió vencido por el «hereje» Gustavo Adolfo: todos ellos e
innumerables otros eran tan fervientes adoradores de Marí a como bue-
nos perros sanguinarios (con perdó n de los perros), al igual que Belisario
(quien, al menos, no rezaba aú n ningú n rosario antes de la batalla como
hací a por ejemplo, y no era desde luego el ú nico, el noble caballero, el
prí ncipe Eugenio, que siempre llevaba su rosario junto a la espada -¡ am-
bas cosas se necesitan mutuamente! - y siempre que los soldados lo veí an
manosearlo por mucho rato y con especial recogimiento, decí an: «Pronto
tendremos una nueva batalla, el viejo está rezando mucho»). 166
Como en el caso de los vá ndalos, la Catholica estaba tambié n ahora
contra los godos y al lado del emperador. Y al igual que lo espoleó en
otro tiempo a la lucha contra los «herejes» norteafricanos, ahora lo apre-
miaba a proseguir la guerra contra los vá ndalos. Tó tila, que parecí a pre-
sagiar su destino, y que hizo repetidas ofertas de paz a Bizancio, se vio
pronto atacado por todos los flancos. Primero pierde Sicilia, en 551, a
manos del general Arlá banos. Despué s, la flota goda es destruida en Sini-
gaglia. Y en ese momento aparece en el norte el eunuco Narsé s, tan ver-
sado en la milicia como en la diplomacia, rival de Belisario y favorito de
Teodora, un hombre frí o, dú ctil como una serpiente. Otro hombre de pí o
talante que atribuye todas sus victorias a la oració n -al menos así lo afir-
ma elogiosa la clericalla de la posteridad- y que se convierte ahora, a
sus 65 añ os y acaudillando, desde luego, un nú mero apropiado de matari-
fes, en «vencedor y exterminador de la totalidad del pueblo godo» a la
par que en «beneficiario de una ingente riqueza en oro, plata y otros ob-
jetos valiosos» (Paulus Diaconus). El añ o 552, en una batalla decisiva
junto a Busta Gallorum o en las proximidades de Taginae, Ví a Flaminia,
al norte de Spoleto, destruye por completo el ejé rcito godo, apoyado tam-
bié n por 3. 000 hé rulos y 5. 500 longobardos. Tó tila resulta muerto en la
huida y los vencedores exhiben su cabeza agitá ndola en la punta de una
lanza. Y en octubre de 553 el ú ltimo rey godo, Teya, cae tambié n con el
nú cleo del ejé rcito tras una lucha desesperada de sesenta dí as al pie del
Vesubio. Y en 554, en Voltumo, junto a Capua, Narsé s liquida en una san-
guinaria batalla a otras huestes considerables de francos y alamanes que,
acaudillados por el alamá n Bucelin, querí an a su manera sacar provecho
de la debacle goda, conquistando Italia para é l y para su hermano Lota-
rio. Fueron acuchillados como el ganado. El resto debió de morir en las
aguas del rí o. Se supone que só lo volvieron vivos cinco hombres de entre
setenta mil. El castrado Narsé s, recibido por el clero con cá nticos de glo-
ria en las gradas de San Pedro, se hincó de rodillas a rezar sobre la su-
puesta tumba de san Pedro y exhortó a su desenfrenada soldadesca a cul-
tivar la piedad y el continuo ejercicio de las armas. Una ú ltima fortaleza
goda resistió en los Apeninos hasta el añ o 555. En el norte no fue posible
tomar Verona y Brescia hasta el añ o 562 (con ayuda merovingia). A par-
tir de ahora en Ravena residirí a un gobernador imperial, el exarca. Tam-
bié n los ostrogodos desaparecerí an de la historia. 167
En la fase final de su exterminio, Justiniano aprovechó una querella
diná stica en el reino visigodo para iniciar una nueva invasió n con tropas
acaudilladas por el patricio Liberio, militarmente inexperto y má s que
octogenario. En Españ a, donde los poderosos y ricos obispos cató licos
admití an só lo a regañ adientes su subordinació n a los «herejes» arrí anos,
el noble Atanagildo se habí a levantado contra el rey Agila. Y al igual que
en Á frica e Italia los cató licos saludaron ahora nuevamente la interven-
ció n del soberano cató lico, con lo cual dio comienzo una guerra entre Bi-
zancio y los visigodos, guerra que durarí a má s de setenta añ os. En todo
caso, Justiniano no consiguió aquí un exterminio total, pero su dé bil con-
tingente logró conquistar las Baleares y las principales ciudades portua-
rias y plazas fuertes en el sudeste del paí s. 168
La gran beneficiarí a de todo aquel infierno:
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