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El amano Genserico persigue a los católicos




Entre todos los Estados germá nicos, el reino de los vá ndalos fue el
ú nico intolerante en lo religioso. Era enemigo acé rrimo del catolicismo,
aunque esa hostilidad tampoco se fundamentaba, en primera lí nea, en ra-
zones religiosas. Radicaba primordialmente en un punto, eso sí, el má s
sensible desde siempre para la cató lica dispensadora de salvació n en ex-
clusiva: el punto relativo a sus ingresos, a sus extensas propiedades. Las
consabidas confiscaciones hicieron del clero cató lico un enemigo irre-
conciliable del rey. Y Genserico sabí a mejor que ningú n otro prí ncipe
germano de su é poca capitalizar polí ticamente el cristianismo, aú n recien-
te, de los vá ndalos convirtiendo su lucha contra Roma en lucha del arria-
nismo contra un catolicismo perseguidor de toda disidencia. Eso le valió
el apoyo de arrí anos y donatistas y tambié n el de muchos que eran indife-
rentes frente a Roma o reacios a su dominació n. Habí a no pocas convic-
ciones antirromanas, no pocos trá nsfugas y colaboracionistas en un Im-
perio que debí a su dominació n a su cruda inhumanidad. Y como quiera
que Genserico expropió de inmediato y pese a su feroz resistencia a los
latifundistas cató licos sumié ndolos en la miseria o no dejá ndoles al pare-
cer má s alternativa que el exilio o la esclavitud, algo que no sucedió en
ningú n otro estado germá nico, se atrajo las simpatí as de numerosos es-
clavos y colonos. Tanto má s cuanto que fue destruyendo sistemá ticamen-
te los libros de registro de la propiedad de las autoridades fiscales roma-
nas, es decir, de la totalidad del sistema hasta entonces vigente. «Los se-

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ñ ores han sido expoliados y expulsados, dice en tono de lamento el obis-
po Sidonio Apolinar, yerno del emperador Avito. «El bá rbaro mantiene a
Á frica ocupada, su furia ha desheredado a la nobleza del paí s. »97

Antes que nada fueron saqueadas las iglesias y los monasterios ricos,
pues pasaban por ser «baluartes de la dominació n romana» (Diesner). Se
entiende que, en general, la població n civil cató lica no ofreció resistencia
en ninguna parte, permaneciendo indiferente o simpatizando con los in-
vasores. Una parte se convirtió, incluso, al arrianismo. Eso a despecho de
los ataques de Genserico, especialmente brutales contra clé rigos y mon-
jes, contra las monjas, que eran a menudo violadas. En todo ello jugaba
un papel nada desdeñ able el fanatismo religioso, la creencia de «estar cum-
pliendo una misió n divina como adalid del arrianismo» (Schmidt). Natu-
ralmente, Genserico hizo que las fincas confiscadas en provecho de los
guerreros, exentas de impuestos, las sortes vandalorum fuesen nuevamen-
te cultivadas por colonos. 98

Ambas Iglesias estaban subordinadas al rey vá ndalo, pero para obte-
ner la unidad religiosa de su reino querí a procurarle al arrianismo el poder
religioso en exclusiva. Para ello lo convirtió en Iglesia oficial del Estado a
la vez que perjudicaba sistemá ticamente a los cató licos, que contaban
con muchas sedes obispales. Esta Iglesia, que encarnaba propiamente la
tradició n romana se transformó por ello en cabeza e instigadora de la re-
sistencia contra los conquistadores, racialmente ajenos y «herejes». Ama-
no y adicto al rey eran para Genserico cosas tan idé nticas como lo eran
cató lico y hostil al rey. Ahora bien, el clero cató lico se valí a manifiesta-
mente de sus ví nculos con el exterior para conspirar con potencias ex-
tranjeras aunque tambié n en el plano literario hubiese una polé mica an-
tiarriana sostenida por obispos como Asclepio, Ví ctor de Cartena, Voconio
de Castellumy otros. Los sermones mismos no só lo no soslayaban, sino
que avivaban dicha polé mica, lo cual provocó que el rey publicase un
«decreto sobre el uso del pulpito». En cualquier caso fueron estos conti-
nuos enfrentamientos confesionales «los que estremecieron una y otra
vez el reino y coadyuvaron finalmente a su exterminio» (Giesecke). 99

Se inició así para los cató licos una fase de tribulaciones y pogroms
acerca de la cual hay una fuente de informació n primordial, pero muy
unilateral, la Historia persecutionis africanae provintiae, del obispo Ví c-
tor Vitensis. Obrando de ese modo, el taimado Genserico, que se consi-
deraba a sí mismo como investido por Dios para ser cabeza de la Iglesia
nacional amana, usaba prá cticamente contra los cató licos los mismos de-
cretos «antiheré ticos» de que se valí an los emperadores cató licos desde
Teodosio. Pues la persecució n de los cató licos por parte de los vá ndalos
«en nada se distingue de las persecuciones desencadenadas por Justinia-
no contra los no cató licos» (Dannenbauer). 100

Ocasionalmente, como ocurrió tras la ocupació n de Cartago, el rey se

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apropió de todos los bienes, muebles e inmuebles, del clero adversario,
Ordenó asimismo que todas sus iglesias fuesen clausuradas, entregadas
al clero amano o usadas como cuarteles. Cuando los cató licos forzaron la
entrada de una de ellas para celebrar la Pascua, los amañ os los acometie-
ron al mando de Andwit, un sacerdote local. El obispo Ví ctor Vitensis nos
informa al respecto: «Desenvainan sus armas y entran espada en mano en
la casa de Dios. Otros se encaraman a los techos y lanzan sus flechas por
las ventanas de la iglesia. En el preciso momento en que el pueblo escu-
chaba entre cá nticos la palabra de Dios y un lector iniciaba el Aleluya,
é ste cayó muerto al suelo por una flecha que le atravesó el cuello. El li-
bro se desprendió de sus manos. Y por cierto que tambié n otros muchos
perecieron atravesados por venablos y flechas en el mismo centro del pe-
destal del altar. Y de aquellos que no murieron entonces al filo de la es-
pada, la mayorí a sufrió despué s suplicios por orden del rey y murieron
en ellos, especialmente los má s ancianos ¡ En otros lugares, en Tunusuda,
por ejemplo, y tambié n en Gales, Vicus Ammoniae, etc., en los que el
pueblo de Dios estaba recibiendo los santos sacramentos, entraron en las
iglesias con terrible furia, arrojaron el cuerpo y la sangre de Cristo sobre
las losas y los pisotearon con sus sucios pies! ». 101

Al igual que hizo con algunos senadores y altos funcionarios, el rey
deportó tambié n en el transcurso de los añ os a algunos clé rigos cató licos,
entre otros a los obispos de Cartago, Quodvultdeus (a instancias del cual
creó san Agustí n su catá logo de «herejí as». De Haeresibus, con 88 de las
mismas) y Posidio de Calama, bió grafo de san Agustí n. A veces los man-
daba al extranjero en barcos nada aptos para la navegació n, y si los de-
portados morí an, sus sedes solí an quedar vacantes. Otras veces quedaban
hué rfanas las sedes obispales situadas en los centros del poder vá ndalo,
una vez muertos sus titulares. Segú n Ví ctor Vitensis, el nú mero de obis-
pos de las provincias Zeugitania y Proconsularis se redujo bajo Genseri-
co ¡ de 164 a 3! Los demá s fueron asesinados o expulsados. 102

La Cathedra Carthaginensis estuvo vacante 15 añ os, desde 439 has-
ta 454. Y cuando el obispo Deogratias tomó posesió n de ella en octubre
de aquel añ o, un hombre inteligente, exento de fanatismo, la convivencia
con los no cató licos se vio libre de fricciones. Muerto Deogratias, los ca-
tó licos aprovecharon las dificultades de Genserico en la polí tica exterior
para conspirar abiertamente contra é l, quien desterró a buen nú mero de
ellos, sospechosos de alta traició n. La Cathedra Carthaginensis quedó
de nuevo vacante. Todo indica, en té rminos generales, que el rey persi-
guió al clero cató lico mucho má s en aras de la seguridad del Estado que
por razones religiosas. 103

En todo caso evitó crear má rtires para no atizar el fervor religioso del
adversario; pero má rtires los hubo pese a todo, tanto a causa de la obstina-
ció n confesional como por razones polí ticas. Los vá ndalos amañ os veí an

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probablemente a los cató licos romanos, muchas veces «a priori», como
enemigos del Estado, ó ptica que los cató licos, precisamente ellos, cono-
cí an por principio muy bien. Y al clero vá ndalo, lo mismo que al cató li-
co, no le gustaba desperdiciar ocasió n de satisfacer sus sentimientos ven-
gativos. 104

A causa del continuo peligro de traició n al Estado, Genserico exigí a
de sus funcionarios romanos en la corte que se convirtiesen al arrianis-
mo. A los renitentes les caí a encima, por lo pronto, la confiscació n de su
patrimonio, despué s el destierro, la tortura y, finalmente, la ejecució n. A
los cristianos exiliados entre los moros, que evangelizaban entre ellos y
habí an solicitado del obispo cató lico má s pró ximo el enví o de sacerdo-
tes, el rey los hizo arrastrar hasta la muerte por caballos salvajes. El obis-
po de Vita, Pampiniano, murió, segú n parece, martirizado con chapas de
hierro candente. El obispo Mansueto de Urusita fue quemado vivo. Gen-
serico castigó asimismo con la muerte toda resistencia contra la prohibi-
ció n de los oficios divinos cató licos o la transgresió n de la misma. 105

Por justa que sea la indignació n de los cronistas cató licos contra Gen-
serico, uno de ellos cuando menos, le concede algo digno de fama: el
Padre de la Iglesia Salviano de Marsella alaba su lucha contra la «impu-
reza». Pues este cristiano bien manchado de sangre era, ¡ qué significati-
vo!, tremendamente mojigato en lo sexual. Combinació n harto frecuente,
como es sabido. No só lo combatió contra la pederastí a, sino tambié n con-
tra los burdeles, obligando, incluso, a casarse a todas las prostitutas. «El
rey de los vá ndalos, que, llegado el caso, no se arredraba ante ninguna
acció n sangrienta, experimenta tal repugnancia ante la peste de la pú blica
lascivia sexual, peste propia de las grandes urbes, y considera hasta tal
punto perniciosa esta abominació n para sus compatriotas que se ha pro-
puesto erradicarla de cabo a rabo y todo indica que lo ha logrado mien-
tras é l viva. Caso ú nico en su gé nero, en toda la historia de Occidente, y
auté ntico timbre de gloria en el por lo demá s dudoso palmares del rey
vá ndalo. »106

La historia del Estado vá ndalo só lo nos ha sido legada, casi en exclu-
siva, por clé rigos cató licos -incluso los pocos testimonios histó ricos de
cará cter profano está n fuertemente influidos por ellos- y es má s que pro-
bable que esté deformada por su unilateralidad. Esto es así, evidentemente,
por lo que respecta al obispo Posidio, amigo de Agustí n, al obispo Ví ctor
Ví tense, quien escribió entre 485 y 489, probablemente en Constantino-
pí a, su Historia de las persecuciones en la provincia de Á frica. Los vá n-
dalos, en cuyo «vandalismo» en Á frica del Norte, bajo Genserico, nadie
cree ya, fueron cubiertos de calumnias por aqué llos: que arrancaban los
niñ os de los pechos de las madres para estrellarlos contra el suelo; que
convertí an a sacerdotes y ricos en animales de carga azuzá ndolos hasta la
muerte, etc. Calumnias debidas, manifiestamente, al solo «crimen capital

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de ser arrí anos» (Gautier). «El obstinado arrianismo de los vá ndalos ha
contribuido, al parecer, tanto o má s que sus excesos y correrí as de pilla-
je a que su mala fama haya perdurado tan tenazmente a lo largo de los si-
glos» (Finley). 107

Hasta qué punto los autores cató licos niegan, tergiversan o se inven-
tan con frecuencia a su albedrí o la realidad es algo que puede ilustrar un
ejemplo.

Despué s que Genserico abandonase Roma, informa Pablo Diá cono,
un clé rigo del siglo vm nacido de una ilustre familia longobarda, arrasó,
entre otras, la ciudad de Ñ ola y tambié n de allí se llevó cautivas a buen
nú mero de personas. Paulino, entonces obispo de Ñ ola (quien al igual
que su esposa, y por supuesto, al margen de toda comunidad conyugal,
llevaba una vida estrictamente monacal: Altaner/Stuiber), pudo añ adir al
respecto fama inmortal a sus ya un tanto marchitos laureles poé ticos: sa-
crificó todo su patrimonio al objeto de rescatar prisioneros. Es má s, ofre-
ció su propia y preciosa persona a cambio del hijo de una pobre viuda.
Noble gesto, sin duda, pero como tantas veces ocurre, un infundio. Pauli-
no, murió, y de ello hay constancia, en 431, casi un cuarto de siglo antes
de que los vá ndalos tomasen Roma. Evidentemente, ni con la mejor de
las voluntades, podí a pues Genserico, como afirma Pablo Diá cono, dejar
libre sin rescate al obispo Paulino llevado de su admiració n hacia é l. En
cambio, el otro conquistador de Roma, Alarico, sí que lo tuvo cierto
tiempo prisionero cuando el añ o 410 asoló tambié n la Campania. Claro
que, tambié n por razones evidentes, no podí a saber aú n nada de sus mé ri-
tos ante Genserico. 108

Pese a todas las exageraciones, falsificaciones incluso, de la historia
por parte de la tradició n cató lica, no puede abrigarse la menor duda de
que el proceder de Genserico para con el clero cató lico fue muy duro y a
veces sanguinario. Ese clero era, desde luego, no solamente un adversa-
rio enconado del arrianismo, sino que se convirtió, cada vez má s, en ene-
migo del Estado. Con todo, los pogroms anticató licos efectuados por los
vá ndalos en Á frica tuvieron grandes ventajas para el papa: ¡ con harta fre-
cuencia pasó así con la tribulació n de los demá s! Pues el clero africano,
cuya relació n con Roma fue a menudo muy tensa y a veces casi hostil
(litigio por el bautizo de los herejes, conflicto pelagiano, asunto Apiario,
asunto del obispo de Fussala), reconoció el primado del obispo de Roma
ante la presió n de los vá ndalos. Ahora esperaban de é l intercesió n y ayu-
da. Hasta el mismo Agustí n habí a tenido, nó tese bien, sus reservas frente
a ese primado. Durante las persecuciones, sin embargo, «la Iglesia africa-
na se apoyó totalmente en Roma» (Marschall). 109

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