«¡Os traemos la paz y la libertad!»
En junio de 533 se hizo a la mar por orden del emperador uñ a flota
de 500 barcos de transporte y 92 navios de guerra (dromones) que lleva-
ban a bordo entre 15. 000 y 20. 000 combatientes. Formaban parte de ellos
tambié n hé rulos y hunos. El patriarca de Constantinopla, Epifanio, habí a
impetrado en el mismo puerto la bendició n del cielo para una empresa
tan grata a Dios. Bendijo é l mismo a las tropas y pronunció los «rezos
habituales» (Procopio) de estas despedidas. El general en jefe era Belisa-
rio, buen cató lico, buen soldado, «un cristiano caballeroso, en quien las
enseñ anzas de su Salvador habí an penetrado no só lo en su cabeza, sino
en su sangre» (Thiess). Dios sabe que eso debí a de ser verdad tratá ndose
de quien podí a abatir a tajos de espada a 30. 000 o 50. 000 personas, cris-
tianas, cató licas incluso (como fue el caso de la «Rebelió n Nika»), cual si
fueran figuras de cera. ¡ Y todo ello para que un hombre (bestia serí a un
eufemismo inapropiado) mantenga su corona! Gozaba de gran estima en-
tre sus tropas carniceras y era el mejor estratega del siglo. Al igual que el
emperador, era hijo de campesinos. Cuadro completo: a su lado su espo-
sa Antonina, persona intré pida pero algo malfamada y amiga de la empe-
ratriz, pues Antonina engañ aba a su general, que le era fiel con apego
casi de esclavo, con el hijo adoptivo de é ste, Teodosio. Relació n que la
pí a Teodora toleraba amistosamente. Tambié n iban a bordo el jefe del Es-
tado Mayor de Belisario, el eunuco Salomó n, severo, conocedor de su
profesió n y objeto de muchas antipatí as, y el historiador Procopio, quien
entre los añ os 524 y 540 acompañ ó a Belisario como secretario y persona
de confianza en sus campañ as persa, africana e italiana. Clá sico de la na-
rració n histó rica no só lo veí a, en má s de una ocasió n, la mano de Dios
tras las disposiciones estraté gicas del jefe, sino que imaginaba que aqué l
se las soplaba al oí do. 130
Los bizantinos hallaron el apoyo, como mí nimo indirecto, de los go-
dos: su pró xima vicuñ a. No habí an olvidado é stos aú n el asesinato de la
hermana de Teodorico y de sus 6. 000 custodios. Y Amalasunta, hija y su-
cesora de Teodorico, la primera mujer regente de un reino germá nico, no
só lo permitió manifiestamente a Belisario atracar en Sicilia, convirtiendo
la isla en punto de partida de la expedició n, sino que, segú n parece, refor-
zó sus tropas. 131
La guerra, que ya en Constantinopla fue conceptuada como guerra de
religió n contra la «herejí a vá ndala», tuvo no pocos aspectos de tal. En
Cerdeñ a y en Trí poli se produjeron levantamientos populares, pues los
cató licos intentaban ahora sacudirse el yugo amano. En Salecta, la pri-
mera ciudad que Belisario tomó, dos dí as despué s de su desembarco (el
30 o el 31 de agosto de 533), fue antes que nadie el obispo quien mandó
que le abrieran los portones. Tambié n el general buscó primero contacto
con el clero cató lico si bien, por consideració n a los aproximadamente
mil arrí anos del propio ejé rcito, foederati en su mayorí a, debí a proceder
con habilidad tá ctica. Las iglesias fueron tratadas con escrupuloso mira-
miento. Y en una proclama de Justiniano, ampliamente difundida, se afir-
maba incluso que no se combatí a a los vá ndalos, sino ú nicamente al «ti-
rano» Gelimer. Naturalmente «en el nombre de Dios». «¡ No libramos una
guerra contra vosotros, sino ú nicamente contra Gelimer, vuestro cruel tira-
no, de quien os queremos liberar! ¡ Pues os traemos la paz y la libertad! »132
Justiniano tuvo má s suerte de la que cualquier otro que no fuera é l
mismo o los obispos se hubiera atrevido a esperar. Cierto que ya durante
la travesí a murieron unos quinientos soldados (culpable fue el prefecto
Juan por escatimar los gastos) a causa del mal estado del pan, sin que el
prefecto fuese castigado por el emperador, quien, en definitiva gobernaba
gracias a sus exacciones. Y mientras que la poderosa expedició n de 468
sufrió un deplorable fracaso, el pequeñ o ejé rcito de Belisario conquistó
Á frica en una campañ a relá mpago, una de las mayores «proezas» milita-
res desde mucho tiempo atrá s. Las tropas desembarcaron a principios de
septiembre de 533 a doscientos kiló metros al sur de Cartago, junto a Qá -
bis. La temida flota vá ndala, dirigida por Zazo, el hermano del rey Geli-
mer, navegaba rumbo a Cerdeñ a y transportaba las mejores tropas al ob-
jeto de aplastar una rebelió n en la isla. El rebelde Godas, que se puso a
las ó rdenes del emperador, fue vencido y ejecutado. Otros contingentes
vá ndalos operaban en el sur contra los moros. Pese a ello, Gelimer, que
disponí a de un ejé rcito de clara superioridad numé rica aunque con mu-
cha menos experiencia de combate estuvo a punto de cercar y exterminar
al enemigo el 13 de septiembre, en Decimó n, a unos catorce kiló metros
de Cartago, si no lo hubiese impedido su indecisió n, su aflicció n a la vis-
ta de su hermano muerto. 133
Los vá ndalos contaban con una victoria segura y habí an preparado ya
un banquete festivo en la fortaleza real de Cartago. Su plan de batalla: el
hermano del rey, Ammatas, debí a atacar a los bizantinos de frente, junto
a Decimó n, mientras un contingente de 2. 000 hombres acaudillados por
Gibamundo, lo harí a por el flanco izquierdo, y el rey, con el grueso de las
tropas, por la espalda. Belisario fue cogido por sorpresa y só lo se salvó
de su ruina por la mala suerte de los vá ndalos. Ocurrió que Ammatas lle-
gó con seis horas de anticipació n, atacó con parte de su tropa a la van-
guardia bizantina y fue abatido mientras el resto de su gente era diezmada
en la fuga. Casi simultá neamente los 600 hunos de Belisario desbarataron
las lí neas de Gibamundo, gracias a una embestida por sorpresa, y los de-
gollaron en su totalidad. Gelimer mismo, impulsado por la prisa y el fer-
vor bé lico, habí a sobrepasado sin ser visto el grueso de las tropas de Be-
lisario y chocó ahora, contra lo previsto en su plan, con la cabeza del
contingente principal de los bizantinos, un tanto disperso. Ante las olea-
das de combatientes vá ndalos, muy superiores en nú mero, esas tropas de
cabeza huyeron hacia el puesto de Belisario, quien contuvo imperturba-
ble su fuga y contraatacó enseguida. 134
Procopio, que pasó aquel dí a en el entorno personal má s inmediato a
Belisario, escribe sobre aquella batalla tan decisiva que fue en el fondo la
que precipitó la ruina de los vá ndalos: «Aquí me hallo ante un enigma.
Me resulta incomprensible có mo Gelimer, que tení a ya la victoria en sus
manos, la dejó escapar para entregá rsela por decisió n propia al enemigo
[... ]. Pues si hubiera emprendido inmediatamente la persecució n del ya
maltrecho adversario, ni el mismo Belisario, en mi opinió n, hubiera po-
dido resistir y nuestra causa se habrí a perdido irremisiblemente. Tan tre-
menda parecí a la superioridad de los vá ndalos y el espanto que infundie-
ron a los romanos. Y si hubiese acudido rá pidamente a Cartago hubiera
aplastado sin esfuerzo a Juan y a sus guerreros [... ]. Pero no hizo ni lo
uno ni lo otro; descendió a pie desde la colina y cuando vio el cadá ver de
su hermano prorrumpió en gritos de dolor y se dispuso a enterrarlo, desa-
provechando así el instante decisivo, que se perdió para siempre.
»Belisario, en cambio, salió al encuentro de sus soldados en fuga, les
gritó " ¡ Alto! " con voz estentó rea, reorganizó sus filas y los increpó durf-
simamente. Cuando despué s oyó lo de la muerte de Ammatas, de la per-
secució n de los vá ndalos por parte de Juan y se enteró de cuanto necesi-
taba saber acerca del terreno y de los enemigos, se lanzó al ataque contra
Gelimer y los vá ndalos. Los bá rbaros, por su parte, cuyas filas estaban ya
desordenadas y no preveí an un ataque, ni siquiera esperaron a los atacan-
tes y huyeron a escape perdiendo a mucha gente. La carnicerí a duró has-
ta bien entrada la noche». 135
Belisario entró en Cartago el 15 de septiembre. «Comimos los manja-
res de Gelimer, y bebimos su vino, atendidos por su servidumbre. El ban-
quete habí a sido preparado por é l la ví spera. ¡ Ejemplo contundente de
có mo el destino juega con los hombres y de cuan importante es la volun-
tad de é stos cuando aqué l se le enfrenta! »136
A cuatro jomadas de Cartago el rey reunió a sus maltrechas tropas,
recibió nada despreciables refuerzos de los moros y tropas de refresco de
parte de Zazo, que regresó apresuradamente de Cerdeñ a. En cambio no
obtuvo ningú n apoyo militar de los godos quienes, ya antes de que llega-
se el legado de Gelimer, se enteraron de la derrota vá ndala por una nave
mercante. Junto a Tricamaro, població n no perfectamente localizada, pero
situada a unos treinta kiló metros al oeste de Cartago, los vá ndalos libra-
ron, en diciembre del añ o 533, una ú ltima y desesperada batalla. Al ter-
cer ataque bizantino murió Zazo, el hermano de Gelimer, y los vá ndalos
huyeron tras luchar como leones. Todos los fugitivos fueron abatidos uno
tras otro hasta bien entrada la noche. Al final «no quedaban ya vá ndalos
por capturar salvo los que habí an implorado protecció n en los santuarios».
Todo, escribe Procopio «fue puesto bellamente en orden [... ]». Gelimer
mismo se salvó con algunos compañ eros de armas hallando cobijo entre
moros amigos en las inaccesibles serraní as, en los confines de Numidia,
donde finalmente se rindió meses má s tarde tras ser cercado. Los vence-
dores cató licos, por su parte, no só lo se apoderaron en Tricamaro de los
inmensos tesoros, acumulados mediante el pillaje practicado en todo el
mediterrá neo, sino tambié n de los «cuerpos rozagantes y esplé ndidamente
bellos» de las mujeres y muchachitas vá ndalas, que enloquecí an su las-
civia. 137
«Pues los soldados romanos -informa el cronista y tesü go ocular bi-
zantino-, gente al borde de la indigencia, se vieron ahora en posesió n de
inmensos tesoros y de mujeres increí blemente bellas. Perdieron el domi-
nio de sus sentidos y parecí an insaciables en la satisfacció n de sus apeti-
tos: henchidos de la insospechada dicha, iban dando tumbos como borra-
chos como si cada cual no pensase ya en otra cosa que en poner a buen
recaudo sus tesoros aprovechando el camino má s pró ximo hacia Cartago.
Toda formació n de tropas se disolvió. De uno en uno o de dos en dos, se-
gú n los impulsaba la esperanza de botí n, lo registraban todo en derredor,
en hoces, cuevas y otros lugares peligrosos. Ya no habí a miedo ante el
enemigo ni recato ante Belisario. La codicia de botí n los dominaba por
completo, y esclavizados por ella no se ocupaban de nada má s. »138
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