«Sobre este barro, sobre este barro [..]»: ^ Oposición al Antiguo Testamento en la Antigüedad y en la época moderna
«Sobre este barro, sobre este barro [... ]»: ^ Oposició n al Antiguo Testamento en la Antigü edad y en la é poca moderna
Habrí a que hacer alusió n a esto -pars pro foto! —, pues los Faulhabers
son legió n y con su demagogia criminal llevan su correspondiente parte
de culpa en esta cruel historia. En el siglo ü, cuando los cristianos no se
ejercitaban todaví a en la guerra como habrí an de hacer de modo perma-
nente poco má s tarde, entre ellos habí a quizá má s adversarios del Anti-
guo Testamento que defensores. Y ninguno de ellos vio má s clara su
incompatibilidad con la doctrina del Jesú s bí blico que el «hereje» Mar-
ció n, al menos ninguno sacó de ello consecuencias y con tal é xito. En sus
Antí tesis (perdidas) mostraba las contradicciones y elaboró el primer ca-
non de escritos cristianos, basá ndose en el evangelio de Lucas, el de me-
nor influencia hebrea, y en las cartas de Pablo. 55
Diecisiete, dieciocho siglos despué s, los teó logos entretejen coronas
de alabanza hacia el proscrito, desde Hamack a Nigg; el teó logo Over-
beck, amigo de Nietzsche (¡ «el Dios del cristianismo es el Dios del Anti-
guo Testamento»! ) hace constar que ha entendido correctamente este Tes-
tamento; para el teó logo cató lico Buonaiuti «es el má s denonado y pers-
picaz enemigo» de la «ortodoxia eclesiá stica». 56 ! i
Precisamente han sido los cí rculos «herejes» los que han combatido
el Antiguo Testamento. Muchos gnó sticos cristianos lo condenan de ma-
nera global. Doscientos añ os despué s, tambié n al apó stol visigodo Wulfí -
la, un arriano de sentimientos pacifistas, le escandalizaba el contraste en-
tre Yahveh y Jesú s. En su versió n de la biblia al gó tico, realizada alrede-
dor del añ o 370 y que es el monumento literario alemá n má s antiguo, el
obispo no tradujo los libros de historia del Antiguo Testamento.
Despué s del siglo de la Ilustració n, arreciaron de nuevo las crí ticas.
El perspicaz Lessing, que considera tambié n precarios los fundamen-
tos histó ricos del cristianismo, exclama a la vista del viejo libro de los ju-
dí os: «¡ Sobre este barro, sobre este barro, gran Dios! ¡ Si llevara mezcla^,
das un par de pepitas de oro [... ] Dios! ¡ Dios! ¿ En qué pueden basar los
nombres una fe con la que puedan confiar en ser felices eternamente? ». 57
Con mayor apasionamiento flagela Percy Bysshe Shelley (1792-1822)
«todo el desdé n hacia la verdad y el menosprecio de las leyes morales
elementales», la «inaudita blasfemia de afirmar que el Dios Todopo-
deroso habí a ordenado expresamente a Moisé s atacar a un pueblo inde-
fenso y debido a sus distintas creencias aniquilar por completo a todos
los seres vivos, asesinar a sangre frí a a todos los niñ os y a los hombres
desarmados, degollar a los prisioneros, despedazar a las mujeres casa-
das y respetar só lo a las muchachas jó venes para comercio camal y vio-
lació n». 58
Mark Twain (1835-1910) no podí a por menos de comentar cá ustica-
mente: «El Antiguo Testamento se ocupa esencialmente de sangre y sen-
sualidad; el Nuevo de la salvació n, de la redenció n. La redenció n me-
diante el fuego». 59
Tambié n los teó logos han rechazado el Antiguo Testamento como
fundamento de vida y de doctrina, entre ellos algunos tan renombrados
como Schieiermacher o Hamack, que se opuso vivamente a que este li-
bro «se conservara como documento canó nico en el protestantismo [... ].
Hay que hacer tabla rasa y honrar a la verdad en el culto y la enseñ anza,
este es el acto de valentí a que se exige hoy -ya casi demasiado tarde- al
protestantismo». Pero de qué servirí a: se seguirí a engañ ando a las masas
confel Nuevo Testamento y los dogmas. 60
Pero el Wó rterbuch christiicher Ethik cató lico de la Herderbü cherei
sigue encontrando en 1975 «las raí ces del ethos del Antiguo Testamento»
en «la decisiva atenció n personal» de Yahveh «al mundo y al hombre»,
encuentra en el Antiguo Testamento «fundamentalmente ya la defensa de
aquello que llamamos los derechos humanos. Detrá s de su humanum está
Yahveh con todo su peso divino» (Deissier). 61
Los cinco libros de Moisé s, que Moisé s no ha escrito
El Antiguo Testamento es una selecció n bastante aleatoria y muy
fragmentaria de lo que quedó de la transmisió n. La propia Biblia cita los
tí tulos de 19 obras que se han perdido, entre ellas El libro de los buenos,
El libro de las guerras de Yahveh, el Escrito del profeta Iddo. Sin embar-
go, los investigadores creen que hubo muchos otros textos bí blicos de los
que no nos ha quedado ni el tí tulo. ¿ Han sido tambié n santos, inspira-
dos y divinos? 62
En cualquier caso quedó suficiente, má s que suficiente.
Sobre todo de los llamados cinco libros de Moisé s, presuntamente los
má s antiguos y venerables, o sea, la Tora, el Pentateuco (griego pentá teu-
chos, el libro «que contiene cinco», porque consta de cinco rollos), un
calificativo aplicado alrededor del 200 d. C. por escritores gnó sticos y
cristianos. Hasta el siglo xvi se creí a uná nimemente que estos textos eran
los má s antiguos del Antiguo Testamento y que se contarí an por tanto en-
tre los primeros. Eso es algo que no puede ya ni plantearse. Tambié n el
Gé nesis, el primer libro, se encuentra sin motivo a la cabeza de esta co-
lecció n. Y aunque todaví a en el siglo xix renombrados biblió logos creí an
poder reconstruir un «arquetipo» de la Biblia, un auté ntico texto original,
se ha abandonado ya esa opinió n. O todaví a peor, «es muy probable que
nunca haya existido tal texto original» (Comfeld/Botterweck). 63
El Antiguo Testamento se transmitió (en su mayor parte) de manera
anó nima, pero el Pentateuco se atribuye a Moisé s y las Iglesias cristia-
nas proclamaron su autorí a hasta el siglo xx. Mientras que los patriarcas
Abraham, Isaac, Jacob, los primeros padres israelitas, debieron de vivir
entre los siglos xxi y xv a. C., o entre 2000 y 1700, si es que vivieron,
Moisé s -«todo un mariscal, pero en el fondo de su ser con una rica vida
afectiva» (cardenal Faulhaber)- debió de hacerlo en el siglo xiv o xn a. C.,
si es que tambié n vivió. 64
En cualquier caso, en ninguna parte fuera de la Biblia se «documenta»
la existencia de estas venerables figuras (y otras má s recientes). No hay
ninguna prueba de su existencia. En ningú n lugar han dejado huellas his-
tó ricas; ni en piedra, bronce, rollos de papiro, ni tampoco en tablillas o
cilindros de arcilla, y eso que son má s recientes que, por ejemplo, mu-
chos de los soberanos egipcios histó ricamente documentados en forma
de las famosas sepulturas, los jeroglí ficos o los textos cuneiformes, en
suma, auté nticas fes de vida. Por lo tanto, escribe Emest Garden, «o bien
se ve uno tentado a negar la existencia de las grandes figuras de la Biblia
o, en caso de desear admitir la historicidad, aun a falta de material de-
mostrativo, supone que su vida y su tiempo transcurrieron del modo
como lo describe la Biblia, cuya redacció n ú ltima procede del material
de cuentos y leyendas orientales que circularon durante muchas genera-
ciones». 65
Para el judaismo, Moisé s es la figura má s importante del Antiguo
Testamento; le cita 750 veces como legislador, el Nuevo Testamento lo
hace 80 veces. Sucedió que poco a poco fueron manejá ndose todas las le-
yes como si Moisé s las hubiera recibido en el Sinaí. De este modo adqui-
rió para Israel una «importancia trascendental» (Brockington). Cada vez
se le glorificó má s. Se le consideraba como el autor inspirado del Penta-
teuco. Se le atribuí a a é l, el asesino (de un egipcio porque é ste habí a gol-
peado a un hebreo), incluso una preexistencia. Se le convirtió en el pre-
cursor del Mesí as y al Mesí as en un segundo Moisé s. Surgieron multitud
de leyendas acerca de é l, en el siglo i a. C. una novela de Moisé s y tam-
bié n multitud de representaciones artí sticas. Pero no se conoce la tumba
de Moisé s. Los profetas del Antiguo Testamento le citan cinco veces.
¡ Ezequiel no le menciona jamá s! Y no obstante, estos profetas evocan la
é poca de Moisé s, pero no a é l. En sus proclamas eticorreligiosas nunca se
apoyan en é l. Tampoco el papiro Salí 124 «tiene testimonio de ningú n
Moisé s» (Comelius). Tampoco la arqueologí a da ninguna señ al de Moi-
sé s. Las inscripciones siriopalestinas le citan en tan escasa medida como
los textos cuneiformes o los textos jeroglí ficos y hierá ticos. Herodoí o (si-
glo v a. C. ) no sabe nada de Moisé s. En suma, no hay ninguna prueba no
israelita sobre Moisé s, nuestra ú nica fuente sobre su existencia es -como
en el caso de Jesú s- la Biblia. 66
Pero ya hubo algunos que en la Antigü edad y en la Edad Media duda-
ron de la unidad y la autorí a de Moisé s en el Pentateuco. Difí cilmente se
creí a que el propio Moisé s hubiera podido informar sobre su propia
muerte, «una cuestió n casi tan extraordinaria», se mofa Shelley, «como
describir la creació n del mundo». Se descubrieron tambié n otros datos
«postmosaicos» (I Mos. 12, 6, y 36, 31, entre otros). Con todo, una crí ti-
ca profunda só lo procedí a de los «herejes» cristianos. Sin embargo, ya la
Iglesia primitiva no veí a ninguna contradicció n en el Antiguo Testamen-
to ni a Jesú s y los Apó stoles opuestos a é l. 67
En la é poca moderna A. (Bodenstein von) Karistadt fue uno de los
primeros en los que se despertaron ciertas dudas al leer la Biblia (1520);
algunas má s se le plantearon al holandé s A. Masius, un jurista cató lico
(1574). Pero si é stos, y poco despué s los jesuí tas B. Pereira y J. Bonfré re,
só lo declararon como postmosaicos algunas citas y continuaron conside-
rando a Moisé s como autor de la totalidad, el filó sofo inglé s Thomas
Hobbes declaró mosaicos algunos pá rrafos del Pentateuco, pero postmo-
saica la totalidad de la obra (Leviaí han, 1651). Má s allá fue algo má s tar-
de, en 1655, el escritor reformado francé s I. de Peyré re. Y en 1670, en su
Tractatus theologico-politicus, Spinoza lo negó para la totalidad. 68
En el siglo xx, algunos estudiosos de la religió n, entre ellos Eduard
Meyer («no es misió n de la investigació n histó rica inventar novelas») y
la escuela del erudito pragué s Danek, han puesto en duda la existencia
histó rica del propio Moisé s, pero sus adversarios han rechazado tal hipó -
tesis.
Es curioso que incluso las cabezas má s preclaras, los mayores escé p-
ticos, cientí ficos bajo cuya denodada intervenció n se van desgranando
las fuentes de material, que van haciendo una tras otra sustracciones crí ti-
cas de la Biblia de modo que apenas queda espacio para la figura de Moi-
sé s, ni en primer plano ni en el fondo ni entre medio, incluso estos inco-
rruptibles vuelven a presentar despué s como por arte de prestidigitació n
a Moisé s en toda su grandeza, como la figura dominante de toda la histo-
ria israelita. Aunque todo alrededor suyo sea demasiado colorista o de-
masiado oscuro, el propio hé roe no puede ser ficticio. Por mucho que la
crí tica a las fuentes haya recortado el valor histó rico de estos libros,
lo haya reducido, casi anulado, «queda un amplio campo (! ) de lo posi-
ble [... ]» (Jaspers). ¡ No es de extrañ ar, entonces, que entre los conserva-
dores Moisé s goce de mayor importancia que en la Biblia! 69
En resumidas cuentas: despué s de Auschwitz, la teologí a cristiana
vuelve a congraciarse con los judí os. «Hoy de nuevo es posible una
idea má s positiva del antiguo Israel y de su religió n. » No obstante,
Moisé s sigue siendo «un problema» para los investigadores, «no hay
ninguna luz que ilumine de pleno su figura» y las correspondientes tra-
diciones quedan «fuera de la capacidad de control histó rico» {Bibl. -Hist.
Handwó rterbuch). Aunque estos eruditos se niegan con fuerza a «redu-
cir a Moisé s a una figura nebulosa, conocida só lo por las leyendas», deben
admitir al mismo tiempo que «el propio Moisé s queda desvaí do». Escri-
ben que «la unicidad del suceso del Sinaí no puede negarse» y añ aden
acto seguido «aunque la demostració n histó rica sea difí cil». Encuentran
en los «relatos sobre Moisé s un considerable fondo histó rico», y algu-
nos pá rrafos má s adelante afirman que este fondo «no puede demostrar-
se con hechos», que «no se puede testimoniar mediante hechos histó ri-
cos» (Comfeld/Botterweck). 70
É ste es el mé todo que siguen los que no niegan sin má s la eviden-
cia misma, pero tampoco quieren que todo se desplome con estré pito.
¡ Eso no!
Para M. A. Beek, por ejemplo, no hay duda de que los patriarcas son
«figuras histó ricas». Si bien só lo los ve «sobre un fondo semioscuro», les
considera «seres humanos de gran importancia». É l mismo admite: «Has-
ta la fecha no se ha logrado demostrar documentalmente la figura de Jo-
sué en la literatura egipcia». Añ ade que, fuera de la Biblia, no conoce «ni
un ú nico documento que contenga una referencia a Moisé s clara e histó ri-
camente fiable». Y continú a que, volviendo a prescindir de la Biblia, «no
se conoce ninguna fuente sobre la expulsió n de Egipto». «La abundante li-
teratura de los historió grafos egipcios silencia con una preocupante obs-
tinació n sucesos que debieron impresionar profundamente a los egipcios,
si el relato del É xodo se basa en hechos. »
Beek se sorprende tambié n de que el Antiguo Testamento rechace
«curiosamente todo dato que harí a posible una fijació n cronoló gica de la
partida de Egipto. No vemos el nombre del faraó n que Josué conoció, ni
el del que oprimió a Israel. Esto resulta tanto má s asombroso por cuanto
que la Biblia conserva muchos otros nombres egipcios de personas, luga-
res y cargos [... ]. Todaví a má s sospechoso que la falta de puntos de refe-
rencia cronoló gicos en el AT es el hecho de que en ninguno de los textos
egipcios conocidos se cita una catá strofe que afectara a un faraó n y a su
ejé rcito mientras perseguí an a los semitas en fuga. Puesto que los docu-
mentos histó ricos tienen abundantí simo material sobre la é poca en cues-
tió n, serí a de esperar al menos alguna alusió n. No se puede despachar el
silencio de los documentos egipcios con la observació n de que los histo-
rió grafos de la corte no suelen hablar de las derrotas, puesto que los suce-
sos descritos en la Biblia son demasiado decisivos como para que los his-
toriadores egipcios hubieran podido pasarlos por alto». «Es realmente
curioso -sigue diciendo este erudito- que no se conozca ninguna tumba
de Moisé s. » Así, «la ú nica prueba de la verdad histó rica de Moisé s» es
para é l (igual que para el Moisé s de Elias Auerbach) «la menció n de un
biznieto en una é poca posterior». Pero mala suerte tambié n con la ú nica
«prueba» pues la cita decisiva (Ri 18, 30) es «insegura y poco clara, por-
que en lugar de Moisé s se podrí a leer tambié n Manasse». Tí tulo «Moisé s
el Libertador». 71
«Y Moisé s tení a ciento veinte añ os cuando murió », relata la Biblia,
aunque sus ojos «no se habí an debilitado y sus fuerzas no habí an dismi-
nuido» y el propio Dios le enterró y «nadie sabe hasta la fecha cuá l es su
tumba».
Un fin bastante raro. Segú n Goethe, Moisé s se suicidó y segú n Freud
su propio pueblo le mató. Las disputas no eran raras, con todos, con unos
concretos, con Aaron, con Mirjam. Pero como siempre, el cierre del
quinto y ú ltimo libro recuerda significativamente «los actos de horror
que Moisé s cometió ante los ojos de todo Israel». 72
Todo personaje entra siempre en la historia gracias a las grandes haA
zanas terrorí ficas, y ello es así prescindiendo, incluso, de si vivió o no
realmente.
Pero haya sido como sea en el caso de Moisé s, acerca de su significa-
do la investigació n está dividida.
Lo ú nico que hoy está claro, como ya lo vio Spinoza, es que los cin-
co libros de Moisé s, que le atribuyen directamente la palabra infalible de
Dios, no proceden de é l; es el resultado coincidente de los investigado-
res. Naturalmente, sigue habiendo suficiente gente de la casta de Alois
Stiefvater y suficientes trataditos del tipo de su SchIag-Wó rter-Buch fü r
katholische Christen, que siguen engañ ando (así lo pretenden) a la masa
de creyentes hacié ndoles creer sobre los cinco libros de Moisé s, que
«aunque no todos (! ) han sido directamente (! ) escritos por é l, se deben a
é l». (Cuá ntos y cuá les ha escrito directamente no se atreven a decirlo
Stiefvater y sus có mplices. ) Lo que sigue estando cierto es que las leyes
que se consideraron como escritas por la propia mano de Moisé s o inclu-
so que se atribuí an al «dedo de Dios», son naturalmente igual de falsas.
(Por otra parte, aunque el propio Dios escribe la ley en dos tablas de pie-
dra -«preparadas por Dios y la escritura era la letra de Dios, grabada en
las tablas»-. Moisé s tuvo tan poco respeto de ellas que en su [santa] ira
las destruyó contra el becerro de oro. )73
Tambié n está claro que a la escritura de estos cinco libros les precedió
una transmisió n oral de muchos siglos, con constantes cambios. Y des-
pué s fueron los redactores, los autores, los recopiladores bí blicos quienes
participaron a lo largo de muchas generaciones en la redacció n de los es-
critos de «Moisé s», lo que se refleja en los distintos estilos. Parece así
una recopilació n de materiales distintos, como por ejemplo todo el libro
cuarto. Surgió de este modo una colecció n sumamente difusa, falta de
sistemá tica, rebosante de motivos de leyendas ampliamente difundidas,
de mitos etioló gicos y folclorí sticos, de contradicciones y duplicaciones
(que por sí solas ya excluyen la redacció n por parte de un ú nico autor).
Se añ aden a todo eso multitud de opiniones heterogé neas que han ido de-
sarrollá ndose de un modo paulatino, incluso en las cuestiones má s im-
portantes. Así la idea de la resurrecció n surge muy poco a poco en el An-
tiguo Testamento, y en los libros Eclesiá stico, Eclesiasté s y Proverbios
falta cualquier testimonio de unas creencias en la resurrecció n. Ademá s,
los escribas y recopiladores constantemente han modificado, corregido,
falseado. Los textos adquirí an cada vez nuevas ampliaciones secunda-
rias. Y estos procesos se prolongaron durante é pocas enteras. El Decá -
logo (los diez mandamientos), que Lulero consideraba la encamació n su-
prema del Antiguo Testamento, procede en su forma má s antigua quizá
de comienzos de la é poca de los reyes. Muchas partes del Pentateuco que
debió de redactar el hombre que vivió -si es que vivió - en los siglos xiv
o xiii a. C., no menos de 60 capí tulos del segundo, del tercero y del cuar-
to libros, no las produjeron o recopilaron sacerdotes judí os hasta el siglo v.
Así, la redacció n final de los libros adjudicados a Moisé s -cito al jesuí -
ta Norbert Lohfink- «se produjo unos setecientos añ os despué s». Y la
composició n de todos los libros del Antiguo Testamento -cito al cató li-
co Otto Stegmü ller- se prolongó «por un perí odo de aproximadamente
1. 200 añ os». 74
La investigació n sobre el Antiguo Testamento hace mucho que ha al-
canzado unas dimensiones enormes y no podemos contemplar aquí -aho-
rrando mucho al lector (y má s a mí )- el laberinto de mé todos e hipó tesis:
las antiguas hipó tesis documentales del siglo xvm, las hipó tesis de los
fragmentos, complementos, cristalizació n y, la má s reciente, documental,
la importante diferenciació n de un primer eiohista, un segundo eiohista,
un yahvista (H. Hupfeid, 1835), el mé todo histó rico formal (H. Gunkel,
1901), las diversas toerí as sobre las fuentes, la teorí a de dos, tres, cuatro
fuentes, las fuentes escritas del «jahvista» (J), del «eiohista» (E), del «escri-
to de los sacerdotes» (P), del «Deuteronomio» (D), del «escrito» combi-
nado, no podemos perdemos en todas los hilos del relato, las tradiciones,
la plé tora de adiciones, complementos, inclusiones, anexos, proliferacio-
nes, modificaciones en la redacció n, en el problema de las variantes, las
versiones paralelas, las duplicaciones, en suma, la ingente ampliació n
«secundaria», la historia y la crí tica de los textos. No podemos discutir
los motivos para la ampliació n del Pentateuco a un Hexateuco, Heptateu-
co o incluso Octateuco, o bien su limitació n a un Tetrateuco, por muy in-
teresante que esto sea dentro del contexto de nuestra temá tica.
Una simple visió n somera de los comentarios crí ticos, como las expli-
caciones de Martí n Noth a los libros mosaicos, mostrará al lector có mo
casi desde todos lados se trata de aditores, redactores, recopiladores, de
adiciones, ampliaciones, aportes posteriores, combinaciones, de distintos
estadios de la incorporació n, modificació n, etc., una pieza antigua, má s
antigua, una bastante reciente, como se llama a menudo de modo secun-
dario, quizá secundario, probablemente secundario, seguramente secunda-
rio. La palabra secundario aparece aquí en todas las asociaciones imagi-
nables, parece ser una palabra clave, e incluso yo quisiera afirmar aquí,
sin haber realizado un aná lisis exacto de su frecuencia: probablemente no
habrá ninguna otra palabra que aparezca con mayor asiduidad en todas
estas investigaciones de Noth. Y su obra está ahí para muchos. Reciente-
mente Hans-Joachim Kraus ha escrito Geschichte der historí sch-krí tis-
chen Erforschung des Alten Testaments. Innovador y adelantado para el
siglo xix fue en especial W. M. L. de Wette (fallecido en 1849) que perci-
bió los mú ltiples relatos y tradiciones de estos libros y consideró a «Da-
vid», «Moisé s», «Salomó n», no como «autores» sino como sí mbolos no-
minales, como «nombres colectivos». 75
Debido al inmenso trabajo de eruditos en el curso del siglo xix y de la
resultante destrucció n sistemá tica de la historia sagrada bí blica, el papa
Leó n XIII intentó entorpecer la libertad de la investigació n mediante su
encí clica Providentissimus Deus (1893). Se abrió una contraofensiva y
bajo su sucesor Pí o X, en un decreto. De mosaica authentia Pentateuchi,
del 27 de junio de 1906, se consideró a Moisé s como autor inspirado.
Aunque el 16 de enero de 1948 el secretario de la comisió n bí blica papal
declaró en una respuesta oficial al cardenal Suhard, que las decisiones de
la comisió n «no se contradicen con un verdadero aná lisis cientí fico pos-
terior de estas cuestiones [... ]», en el catolicismo romano «verdadero»
significa siempre: en el sentido del catolicismo romano. Ha de entenderse
en la misma lí nea la exhortació n final: «Por eso invitamos a los eruditos
cató licos a estudiar estos problemas desde un punto de vista imparcial, a
la luz de una crí tica sana [... ]». Y «desde un punto de vista imparcial»
significa: desde un punto de vista parcial para los intereses del papado.
Y con la «crí tica sana» no se pretende decir otra cosa que una crí tica a
favor de Roma. 16
El aná lisis histó rico-cientí fico de los escritos del Antiguo Testamento
no proporcionó ciertamente un veredicto seguro sobre cuá ndo surgieron
los textos, si bien en algunas partes, como por ejemplo en la literatura
profé tica, la seguridad acerca de su antigü edad es mayor que en otras,
como la lí rica religiosa, o cuando se trata de la edad de las leyes, en las
que existe una menor certeza. Pero la investigació n histó rico-religiosa
con respecto al Tetrateuco (Moisé s 1-4) y la obra histó rica deuteronó mi-
ca (Moisé s 5, Josuá, Jueces, libros de Samuel y de los Reyes) habla con
toda razó n de «obras é picas», «relatos mitoló gicos», «leyendas», «mitos»
(Nielsen). 77
La confusió n que reina lo demuestra, por aludir só lo a este aspecto,
la abundancia de repeticiones: un doble relato de la creació n, una doble
genealogí a de Adá n, un doble diluvio universal (respecto al cual en una
versió n la crecida amaina despué s de 150 dí as, segú n otra, dura un añ o
y diez dí as y segú n otra, despué s de llover cuarenta dí as a los que se
suman otras tres semanas), en el que Noé -contaba entonces 600 añ os-,
segú n el Gé nesis 7, 2, se llevó en el Arca siete parejas de animales pu-
ros y una de impuros y segú n el Gé nesis 6, 19, y 7, 16, fueron una pa-
reja de animales puros e impuros; pero nos ocuparí a mucho contar to-
das las contradicciones, inexactitudes, desviaciones con respecto a un
libro inspirado por Dios, en el que hay un total de 250. 000 variantes de
texto. Ademá s, los cinco libros de Moisé s conocen un doble Decá logo,
una legislació n que se repite sobre los esclavos, el Passah, el empré sti-
to, una doble sobre el Sabbat, dos veces se relata la entrada de Noé en
el Arca, dos veces la expulsió n de Hagar por Abraham, dos veces el
milagro del maná y de las codornices, la elecció n de Moisé s; tres ve-
ces se trata de los pecados contra el cuerpo y la vida, cinco veces del
catá logo de fiestas, hay al menos cinco legislaciones sobre los dé ci-
mos, etc. 78
Otras falsificaciones en el Antiguo Testamento^
(y en su entorno) '
Sucede algo aná logo a lo del Pentateuco con lo que las Sagradas Es-
crituras endosan a David y su hijo Salomó n. Ambos debieron vivir, rei-
nar y componer alrededor del añ o 1000, pero sus presuntas obras son por^
lo general varios siglos má s recientes. ,
La tradició n judaica y cristiana de la Biblia atribuye al rey David todo
el Salterio, el libro de los salmos, en total 150 salmos. Con toda probabi-
lidad ni uno solo procede de é l. Sin embargo, segú n la Biblia David los
ha escrito. ^
Pero hay mé todos para hacer la cuestió n má s comprensible. De este^
modo, una Sachkunde zur Biblischen Geschichte, y bajo el lema de «Da-
vid como cantor», describe de manera relativamente prolija al «tañ edor
de arpa» de aquel tiempo. Esto implica la autorí a real en igual medida
que la afirmació n de M. A. Beek de que la tradició n, que introduce a Da-
vid en la historia como poeta de salmos, tiene «seguramente un fondor
histó rico», sobre todo si consideramos la aseveració n de Beek pocas lí -.
neas antes, de «que fuera de la Biblia no conocemos ningú n texto que;;
arroje luz sobre el reinado de David o só lo que cite su nombre». ¡ Lo
que recuerda mucho al Moisé s histó rico de Beek! De David sabe: «Da-
vid tocaba un instrumento de cuerda que podrí a denominarse má s una,
lira que un arpa. La ilustració n de tal lira se encuentra en un recipiente
fabricado alrededor del añ o 1000 a. C. [... ]». 79
Pues bien, si alrededor del añ o 1000 habí a una lira, si hasta se la pudo •
representar, ¿ por qué no pudo David tenerí a, tocarí a y -entre sus incur-
siones, degollamientos y acciones relativas al corte de los prepucios y a
la calcinació n en hornos- haber redactado el libro bí blico? ¡ La conclu-
sió n parece casi obligada! Sobre todo porque David aparece realmente en
el Antiguo Testamento como poeta y mú sico, en concreto en los dos li-
bros de su contemporá neo, el profeta y juez Samuel, un testigo ocular y a
al mismo tiempo auricular. De todos modos, como señ ala la investiga-,
ció n, los libros «de Samuel» aparecieron como muy pronto cien añ os, y
como muy tarde cuatrocientos, despué s de la muerte de Samuel, lo mis-
mo que muchos de los salmos de «David» no lo hicieron a menudo hasta a
la é poca del segundo templo (despué s de 516 a. C. ), má s de medio mile-
nio despué s de la muerte de David. Los salmos recopilados se fueron
completando constantemente, redactando, falseando (todos los tí tulos, en-
tre otros). La selecció n de recopilaciones puede haber durado hasta el si-
glo II a. C. No se excluye que todaví a se hicieran incorporaciones en el
siglo i despué s de Cristo. 80
Se pretende en cambio que aquella interpretació n, radicalmente dis-
tinta, de los acordes celestiales de la corte real en tomo al añ o 1000, la
que dan tres mil añ os despué s -y no sin só lida base en el texto bí blico-
algunos poetas alemanes como Rilke, colegas, pues, de David, no es otra
cosa sino puro sexismo. Pues uno de estos poetas afirma sin ambages
que fue el «trasero» de David, má s que su mú sica, lo que «alivió » al rey
Saú l. 81
Lo mismo que de David, el «perro sanguinario», se hizo el «amable
salmista», lo mismo de su hijo (engendrado por Betsabé, a cuyo marido
hizo David matar) el «sabio rey Salomó n», por lo que se ha vuelto famo-
so: el creador de cantos religiosos. Pero si alguna vez Salomó n desarrolló
actividad literaria es algo totalmente indemostrable. Lo que es seguro,
por el contrario, es que mediante un golpe de estado, aliado con su ma-
dre, con el sacerdote Sadok, el profeta Natá n y el general Benaí as se apo-
deró del trono, que a una parte de sus adversarios los ejecutó, a otros los
desterró, que exigió a sus subditos impuestos muy altos y prestació n for-
zada de trabajos, lo que condujo a una insatisfacció n creciente y una de-
cadencia general mientras que, segú n la Biblia, debí a satisfacer a 700 es-
posas principales y 300 concubinas («y sus mujeres extraviaron su cora-
zó n»: I Reyes 2, 3), lo que en el mejor de los casos no permite deducir
precisamente una gran producció n literaria. *2
Pero las Sagradas Escrituras le adjudican tres libros: las Predicacio-
nes de Salomó n, los Juicios de Salomó n, la Sabidurí a de Salomó n. «Creo
que en su mayor parte esto es un engañ o premeditado y que tambié n lo
fue en su dí a» (S. B. Frost). 83
El libro Predicaciones de Salomó n o Eclesiasté s (en hebreo Kohelet)
afirma expresamente, repetir «las palabras del predicador, del hijo de Da-
vid, del rey de Jerusalé n», y antes se consideró a Salomó n en general
como su autor. Só lo por eso, la obra tanto tiempo discutida entró a formar
parte de la Biblia. Pero al auté ntico autor no se le conoce, ni su nombre,
ni cuá ndo vivió. Lo cierto es só lo que -como lo puso por primera vez en
claro H. Grotius en 1644- Salomó n no lo ha escrito, a quien lo pretende
atribuir el primer verso. Por el lenguaje, el espí ritu y las reticencias pare-
ce má s bien una obra surgida en el siglo m a. C. de la filosofí a estoica y
epicú rea, de las influencias del entorno y la é poca helenista. Y no hay
ningú n otro libro de la Biblia que sea tan inconformista, tan fatalista, que
evoque con tanta insistencia la vanidad de lo terreno: «vanidad de vani-
dades y todo es vanidad», riqueza, sabidurí a, todo «bajo el Sol». Un libro
que no cesa de lamentarse de la brevedad de la vida, sus desengañ os, en
el que el propio Dios se alza nebuloso en su trono en la lejaní a. No resul-
ta por lo tanto extrañ o que varias veces se le haya falseado, se le haya
modificado, que su canonicidad no quedara afianzada de modo definitivo
hasta el 96 d. C. Una impresionante falsificació n judí a en todo caso, el
Cantar de los cantares de los escé pticos, que no conoce ninguna resu-
rrecció n y en cuyos ú ltimos versos siempre me siento (inú tilmente) alu-
dido: «Y sobre todo, hijo mí o, cuidado, pues en el hacer libros no hay fi-
nal y mucho estudiar agota el cuerpo». Ergo: «Disfruta de la vida con tu
mujer, a la que amas [... ], pues con los muertos hacia los que vas no hay
hacer ni pensar, ni conocimiento ni sabidurí a». (Que nadie diga que en la
Biblia no hay nada que valga la pena leer. )84
Tras la redacció n de los libros de los reyes. Salomó n redactó tambié n
tres mil sentencias y mil cinco -segú n otras fuentes cinco mil- cancio-
nes: «[... ] de los á rboles, desde el cedro del Lí bano hasta el hisopo que
crece del muro. Escribió tambié n de los animales de la tierra, de las aves,
de los gusanos y de los peces». Por eso, el libro de las Proverbios se le
atribuyó durante mucho tiempo a Salomó n. Los capí tulos 1 a 9 se englo-
ban hoy bajo el tí tulo de Sentencias de Salomó n en la Biblia, y tambié n
los capí tulos 25 a 29 se consideran «sentencias de Salomó n». Pero en
realidad, la estructura del libro delata diversos autores que lo han redac-
tado en é pocas diferentes, los capí tulos 1 a 9 despué s del siglo v. En to-
tal, la aparició n de las sentencias se extiende durante toda la é poca del
Antiguo Testamento, pudié ndose haber producido la recopilació n defini-
tiva alrededor del 200 a. C. 85
Tambié n la Sabidurí a de Salomó n, no só lo admirada por los primeros
cristianos, se consideró obra suya, sobre todo porque el autor se nombra
expresamente Salomó n y rey elegido del pueblo de Dios, y se consideró
un libro profetice e inspirado. Clemente de Alejandrí a, Orí genes, Tertu-
liano, san Hipó lito atestiguan su canonicidad, lo mismo que san Cipria-
no, que lo cita repetidas veces como Santa Escritura. La mayorí a de los
exé getas antiguos así lo creen. Y aunque un hombre como Jeró nimo fue
má s crí tico, siguió admitiendo la lectura oficial. A fin de cuentas, el libro
sigue marcando la Biblia de la Iglesia papal.
Pero en realidad la Sabidurí a de Salomó n es (casi) un milenio má s re-
ciente que Salomó n, la lengua original de la falsificació n fue el griego
clá sico, el autor (muchos crí ticos admiten dos) vivió en Egipto, probable-
mente en la ciudad helenista de los sabios, Alejandrí a, y escribió su obra,
que pone en labios de los (presuntamente) má s sabios de los israelitas, en
el siglo i antes o despué s de Cristo. La influencia de esta falsificació n fue
muy grande. 86
A Salomó n se le añ aden dos «apó crifos» má s recientes. Uno los Sal-
mos de Salomó n, redescubiertos en el siglo xvn. Aunque no se le men-
ciona por su nombre en ninguno de los 18 salmos, se le atribuyen al fa-
moso rey por cuestió n de prestigio, para llamar la atenció n y conseguir la
conservació n de la obra, un punto de contacto con el salterio canó nico
atribuido a David, cuya forma tambié n se imita (mal). Redactados por de
pronto en hebreo, los salmos proceden de uno o varios judí os ortodoxos
y con toda seguridad de mediados del siglo i a. C.
Las Odas de Salomó n, una colecció n de 42 canciones, legadas en sir
rio (menos la oda 2), aunque escritas originalmente en griego, proceden
de cí rculos cristianos del siglo u, sin que se haya averiguado el lugar
donde se redactaron. Es evidente que para dar tintes de verosimilitud a su
obra, el autor ha recurrido al parallelismus membrorum de la poesí a he-
brea. Curiosamente, esta falsificació n es la colecció n de himnos cristia-
nos má s antigua que conocemos. «Las canciones, que finalizan siempre
con " Aleluya", sirven de exultante alabanza a Dios» (Nauck). 87
Ademá s de los libros del Antiguo Testamento injustamente atribuidos
a Moisé s, David y Salomó n, otras partes anteriores -Jueces, Reyes, Cró -
nica, etc. - son tambié n productos de é poca muy posterior y anó nimos y
se les ha recopilado de modo definitivo mucho despué s de los sucesos
que relatan.
Al libro de Josué, que el Talmud, muchos Padres de la Iglesia y auto-
res má s recientes adscriben al propio Josué, muchos investigadores de la
Biblia le niegan cualquier verosimilitud histó rica. Pero incluso para quie-
nes lo contemplan con benevolencia «debe utilizarse só lo con pruden-
cia [... ]» como fuente histó rica (Hentschke). Con evidencia excesiva se
compone de multitud de leyendas, mitos y transmisiones locales que
se completan en distintas é pocas, se ligan arbitrariamente y se relacionan
con Josué, del que ya Calvino dedujo que no podí a haber escrito el libro.
La redacció n definitiva procede del siglo vi a. C., de la é poca del exilio
en Babilonia (que segú n la Biblia duró unas veces 67, otras 73 y otras
49 añ os). De manera aná loga, los libros de Salomó n deben su aparició n
a una transmisió n dispersa, a muy diversas tradiciones y cí rculos, a re-
dactores o editores muy diversos, a é pocas muy diversas. 88
Incluso gran parte de la literatura profé tica aparece, de modo cons-
ciente o por azar, bajo seudó nimo, aunque otras partes procedan de los
profetas bajo cuyos nombres surgen y que las visiones y audiciones, sub-
jetivamente verdaderas, podrí an haber sido «auté nticas» (prescindiendo
de la posterior elaboració n literaria). Esto no se puede demostrar ni dis-
cutir con certeza. Pero muchas cosas, incluso en los libros profetices que
llevan con justicia el nombre de su autor, resultan difí cilmente delimita-
bles, se han alterado en perí odos posteriores, o sea, que se han añ adido
pasajes, se ha modificado, se ha sacado de contexto, mucho se ha falsea-
do, sin que se sepa generalmente cuá ndo y a quié n.
Esto es vá lido en especial para el libro de Isaí as, uno de los libros má s
largos y conocidos de la Biblia, del que ya Lulero señ aló que no lo habí a
producido Isaí as ben Amos. El llamado gran Apocalipsis de Isaí as (capí -
tulos 24-27), una colecció n de profecí as, canciones, himnos, se añ adió
relativamente despué s (su ú ltima forma la recibió en el siglo ffl o comienzos
del u a. C. ), evidentemente intentando imitar el estilo de Isaí as. Y preci-
samente el capí tulo 53, el má s conocido y de mayores consecuencias, no
procede, como todo lo otro de los capí tulos 40-55, de Isaí as, al que du-
rante mucho tiempo se consideró como autor (hasta Eichhom, 1783). Es
má s probable que lo escibiera un autor desconocido dos siglos despué s,
procedente de la é poca del exilio de Babilonia, un hombre que probable-
mente apareció en las fiestas de las lamentaciones de los judí os desterra-
dos, entre 546 y 538, llamado generalmente Deuteroisaí as (segundo Isaí as)
y que en muchos aspectos es má s importante que el propio Isaí as.
Pero precisamente este texto añ adido -en el que los cuestionadores
de la historicidad de Jesú s (junto a la figura del «Justo» de la, igualmente
falsificada Sabidurí a de Salomó n) ven ya embrionariamente todo el de-
corado de la figura del Jesú s evangé lico y del cristianismo- fue de forma
amplia y uní voca el ejemplo para la pasió n de Jesú s. El capí tulo 53 relata
có mo el siervo de Dios, el «Ebed-Yahveh», fue despreciado y martirizado
y que para el perdó n de los pecados vertió su sangre. El Nuevo Testa-
mento contiene má s de ciento cincuenta alusiones e indicaciones al res-
pecto. Y muchos escritores paleocristianos citan el capí tulo 53 completo
o en extractos. Tambié n Lulero interpretó todaví a como referida a Jesú s
esta «profecí a», la pasió n inmerecida del siervo de Dios en Isaí as (¡ pues
realmente se habí a cumplido! ). Y naturalmente, la comisió n bí blica papal
confirmó asimismo el 29 de junio de 1908 este punto de vista tradicional.
Sin embargo, tambié n (casi) todos los exé getas cató licos admiten la data-
ció n babiló nica. Y los ú ltimos capí tulos del Isaí as (56 a 66) son de é poca
mucho má s reciente. Se habla de modo un tanto confuso (desde Duhm,
1892) de un Tritoisaí as (tercer Isaí as), que la investigació n saluda con un
iró nico vivat sequens; es probable que estos capí tulos procedan de varios
autores posteriores al exilio. En cualquier caso, Is. 56, 2-8, y 66, 16-24,
tampoco son de Tritoisaí as, sino que se añ adieron despué s. Hasta 180 a. C.
no apareció el libro de Isaí as «esencialmente en su forma actual» {Biblisch-
Historisches Handwó rterbuch)89
Al profeta Isaí as se le han asignado tambié n algunos «apó crifos»: el
Martirio de Isaí as, obra judí a, probablemente del siglo i a. C. y retocado
má s tarde por los cristianos; la Ascensió n de Isaí as, probablemente del
siglo n a. C., una obra falsificada por el lado cristiano con empaque judí o,
donde «Isaí as» relata có mo viaja al sé ptimo cielo y ve todo el drama de
Jesú s; finalmente, la Visió n de Isaí as, una falsificació n cristiana adicio-
nal al Martirio de Isaí as, la falsificació n judí a. 90
No es muy diferente al libro de Isaí as lo que sucede con el libro del
profeta Zacarí as, en el que se promulga en el añ o 521 «la voz del Señ or». ^
Este escrito, recogido asimismo en el Antiguo Testamento, contiene 14 ca—
pí tulos. Pero só lo los ocho primeros son suyos. Todo el resto, del capí tu-
lo 9 al 14, fue añ adido, como se deduce por muchos motivos; segú n di-"
versos estudiosos de la Biblia se hizo durante las campañ as de Alejandro
Magno (336-323 a. C. ). 91 ;
Lo mismo que la obra de Isaí as, el libro de Ezequiel, escrito casi todo
en primera persona, une profecí as de desgracias y bienaventuranzas, re-
primendas y amenazas con himnos y augurios tentadores. Durante mu-
cho tiempo se le consideró como escrito indiscutible del profeta judí o
má s simbó lico, del hombre que en el añ o 597 a. C. partió de Jerusalé n
con el rey Joaquí n hacia el exilio en Babilonia. En efecto, hasta comien-
zos del siglo xx se veí a en el libro de Ezequiel casi de manera general
una obra del propio profeta y de verdadera autenticidad. Desde las inves-
tigaciones de crí tica literaria de R. Kraetzschmars (1900) y má s aú n de
J. Herrmann (1908, 1924), fue imponié ndose sin embargo la opinió n
de que este libro presuntamente unitario surgió por etapas y que una
mano posterior lo reelaboró. Algunos investigadores, incluso, atribuyen a
Ezequiel ú nicamente las partes poé ticas, asignando al recopilador los
textos en prosa. Segú n ello, este ú ltimo habrí a pergeñ ado, al menos por
lo que a extensió n se refiere, el grueso de la obra, nada menos que cinco
sextas partes. Segú n W. A. Irwin, del total de 1. 273 versos só lo 251 pro-
ceden de Ezequiel y segú n G. Holscher, 170. Aunque otros autores acep-
tan la autenticidad del escrito, admiten varias redacciones y redactores,
que intercalaron pasajes falsificados entre los tenidos por auté nticos y
manipularon asimismo el resto a discreció n. Es significativo que la tradi-
ció n judí a no atribuya la obra al profeta Ezequiel, sino a los «hombres de
la gran sinagoga». 92
De manera clara y completa se falsificó el libro de Daniel, lo que sor-
prendentemente ya afirma Porfirio, el gran adversario de los cristianos.
Aunque sus propios quince libros Contra los cristianos cayeron ví ctima
de las ó rdenes de aniquilació n del primer emperador cristiano, algo se ha
conservado en extractos y citas, entre ellas las siguientes frases de Jeró ni-
mo en el pró logo de sus comentarios sobre Daniel: «Porfirio ha destinado
contra el profeta Daniel el libro XII (de su obra); no quiere admitir que el
libro ha sido redactado por Daniel, cuyo nombre aparece en el tí tulo, sino
por alguien que vivió en la é poca de Antiochos Epiphanes (es decir, unos
cuatrocientos añ os despué s) en Judea y mantiene que Daniel no predijo
nada futuro, sino que simplemente relató algo del pasado. Lo que ha di-
cho hasta la é poca de Antiochos es la verdad; pero cuando ha considera-
do lo que se sale de allí, ha proporcionado datos falsos puesto que desco-
nocerí a el futuro». 93
El libro de Daniel procederí a del profeta Daniel, que al parecer vivió
en el siglo vi a. C. en la corte real de Babilonia y cuya autorí a tambié n ha
puesto en tela de juicio en é poca moderna Thomas Hobbes. La investiga-
ció n crí tica hace ya mucho tiempo que ha dejado de considerarlo. Pero
en 1931, el Lexikonfü r Theologie und Kirche cató lico escribe: «El nú -
cleo de los distintos episodios puede llegar a é pocas muy antiguas, inclu-
so a la de Daniel [... ]. La mayor parte de los exé getas cató licos conside-
ran esencialmente a Daniel como el autor del libro». En particular la for-
ma en primera persona de las visiones de los capí tulos 7-12 (y natural-
mente su lugar en las Sagradas Escrituras) hizo creer durante mucho
tiempo a la tradició n cristiana en la autorí a del libro de Daniel, sobre
cuya vida y actos só lo saben por su propia obra. Es probable que fuera el
ú ltimo en llegar al canon del Antiguo Testamento y hay que defenderlo
en consecuencia como auté ntico. En realidad procede de las Revelacio-
nes de la é poca del rey sirio Antioco IV Epifanio, probablemente del añ o
de la revuelta de los Macabeos, el 164 a. C. Ergo el autor vivió mucho
despué s de los acontecimientos que en la parte histó rica de su libro des-
cribe en tercera persona (caps. 1-6). De este modo, el «profeta Daniel»,
que cuatro siglos antes es servidor del rey Nabucodonosor en «Babel» y
que entiende de «historias y sueñ os de todo tipo», puede profetizar fá cil-
mente; esto ya lo descubrió Porfirio. Por el contrario, en la é poca histó ri-
ca del libro en la que presuntamente vivió y describe, el «profeta» mez-
cla de manera comprensible todo. Así, Baltasar, el organizador del famo-
so banquete, aunque era regente no fue «rey». Baltasar no fue hijo de
Nabucodonosor sino de Nabonides, el ú ltimo rey babiló nico (555-539).
Artajerjes no vino antes de Jerjes sino despué s de é l. «Darí o, el Meda»
no es en absoluto una figura histó rica. En resumen, «Daniel» sabí a má s
de visiones que del tiempo en que vivió. Falsificaciones especiales en la
falsificació n, por así decirlo, son algunas piezas muy conocidas (que
los cató licos llaman deuterocanó nicas y los protestantes apó crifas) de la
Septuaginta, como la historia de los tres muchachos en el homo, la de
Susana, los relatos de Bel y el dragó n. Todas estas falsificaciones espe-
ciales aparecen hoy en la Biblia cató lica. 94
El libro de Daniel es el Apocalipsis má s antiguo y entre todos los res-
tantes el ú nico que llega al Antiguo Testamento y que, por consiguiente,
se vuelve canó nico. En la Biblia cató lica aparece otra falsificació n, el li-
bro «deuterocanó nico» de Baruc, con lo cual ponemos nuestra atenció n
en un gé nero literario especial, formado por falsificaciones evidentes,
que despué s pasa de modo orgá nico e í ntegro al cristianismo.
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