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Cómo intenta justificar la apologética las falsificaciones protocristianas




La Iglesia no cesó de bagatelizar, disculpar o suavizar la jungla proto-
cristiana de falsificaciones, siempre que llegaban a su conocimiento. Su
literatura está rebosante de trivializaciones, explicaciones equí vocas,
mentiras.

Hasta é pocas recientes se afirmaba a menudo que la conciencia de
propiedad intelecual en el á mbito judeohelenista estuvo «subdesarrollada
frente al mundo grecorromano» (Hengel). En realidad fue má s bien al
contrario y el concepto de la propiedad intelectual literaria experimentó
una «cierta agudizació n» (Speyer) a finales de la era helenista entre ju-
dí os y cristianos. 334


Hasta hace poco tiempo era casi una moda entre los teó logos tildar la
falsificació n casi de costumbre habitual de la Antigü edad, de algo poco
má s o menos que cotidiano y por lo tanto moralmente inofensivo. A la
seudoepigrafí a protocristiana tan extendida, en especial, se la consideró
como un sector de un gé nero literario, que por supuesto en la Antigü e-
dad era correcta y psicoló gicamente posible. Los defensores de la Iglesia
ponen constantemente de relieve que la seudonimidad durante los prime-
ros siglos cristianos no fue só lo una forma literaria, sino que tambié n los
lectores lo consideraban como tal. 335

¡ Sobre todo los escritos «divinos» no se podí an, o se querí an, ima-
ginar como surgidos mediante engañ o, libros que pretendí an una auto-
ridad canó nica, cará cter de inspiració n! Para salvar al menos el Nuevo
Testamento, August Bludau, obispo de Ermiand, echó un cable, en su
Schriftfá ischungen der Hretiker (Falsificaciones escritas de los herejes)
incluso a los herejes, y esto aunque ellos ya habí an acusado por ese moti-
vo a los Padres de la Iglesia en varias ocasiones. Pero prescindiendo de
Marció n, para el obispo Bludau «las falsificaciones intencionadas que
nos presentan los herejes no terminan má s que en pequeneces», sus «pre-
suntas falsificaciones [... ] no pueden hacer tambalear en lo má s mí nimo
nuestra confianza en la tradició n del texto bí blico». 336

Si no obstante se demostraba una falsa autorí a, se disculpaba el nom-
bre falso del autor con la explicació n de que en los escritos antiguos se
consideraba un uso literario reconocido lo que hoy se considera fraudu-,
lento, que era un medio auxiliar corriente. Se puede prestar cré dito a es-
tas invenciones pues esos autores no han tenido intenciones deshonestas,
no hay nada escandaloso, sino que se considera su acció n como un recur-
so vá lido. 337

Pero ¿ se puede falsificar realmente de buena fe donde no só lo se ha
falsificado tanto sino que tambié n tan a menudo se ha criticado y malde-
cido lo falsificado? «Herejes» y ortodoxos se echaban mutuamente en
cara todo tipo de engañ os, lo que constituye la mejor prueba de que é stos
tambié n en el lado cristiano, y precisamente aquí, está n muy mal vistos,
al menos de cara al exterior, pero que al mismo tiempo se encuentran en
boga. Los cristianos combatí an con falsificaciones lo mismo a gentiles
que a judí os con objeto de invalidar sus objeciones y propagar la propia
fe. Criticaron tambié n la autenticidad de la literatura judí a. Las constan-
tes acusaciones de falsificació n y el nada raro recurso a la crí tica de la
autenticidad, demuestran que la conciencia de las personas de entonces
estaba desde luego muy agudizada hacia el fenó meno de la falsificació n,
del plagio, de la seudoepigrafí a. En opinió n de Norbert Brox, sin embar-
go, hasta los falsificadores eran conscientes de la ilicitud de sus accio-
nes, pues para acusar a las primeras falsificaciones ellos mismos falsifi-
caban. 338


Es perfectamente comprensible que se haya divagado con prudencia
intentando demostrar la afirmació n de que en la Antigü edad falsificar era
un uso literario reconocido, un recurso tolerado. Pero ya como muy tarde
a principios del siglo xix se vislumbraron con bastante claridad las cir-
cunstancias. Pues en realidad, la calidad de seudó nimo, por frecuente que
fuera, constituí a siempre lo inhabitual, nunca lo corriente, siempre la ex-
cepció n, nunca la regla, incluso en la literatura «sacra», prescindiendo de
las falsificaciones de los apocalí pticos. Y si en los restantes escritos reli-
giosos no predominaron los seudó nimos no fue, como algunos pueden
creer, porque las personas religiosas tuvieran una particular aversió n ha-
cia el engañ o, puesto que, en definitiva, é ste tampoco predominó en la li-
teratura no religiosa o antirreligiosa. Pero si en la religiosa fue má s fre-
cuente de lo normal se debe precisamente a que aquí el fin justifica los
medios y la conciencia de la alta misió n, el engañ o, de modo que, presu-
miblemente, se creí a servir a la «verdad» con las falsificaciones. 339

Pero tampoco en los primeros tiempos del cristianismo, cuando los
seudó nimos eran frecuentes, se les consideraba justificados. A pesar de
toda la credulidad, a veces se planteaba al menos la cuestió n precisa so-
bre la autorí a y se desaprobaban de manera decisiva los seudó nimos de-
mostrados. Así por ejemplo, al presbí tero de Asia Menor que falsificó los
Acta Pauli se le privó de su cargo, y no por «herejí a» como se ha afirma-
do algunas veces; «no la hay por ningú n lado» (C. Schmidt). Y la comu-
nidad cristiana «no pudo poner mejor de manifiesto su rechazo a esas fal-
sificaciones literarias que de ese modo», pone de relieve el erudito de
Copenhague Frederik Torm, que escribe: «Los escritores religiosos con
seudó nimo deben de haber sido tambié n conscientes en los momentos se-
renos (! ) de su vida, de que sus contemporá neos no considerará n su pro-
ceder como la utilizació n de una forma literaria y que, por lo tanto, lo
juzgará n como moralmente condenable». 340

No es raro que se intente mitigar los embustes cristianos dando por
probado que los propios falsificadores no se habrí an tomado sus actos tan
en serio, y que en realidad no pretendí an el é xito de sus maniobras de en-
gañ o. Sí debieron de calcular que sus lectores les comprenderí an, aunque
el descubrimiento de toda falsificació n rompí a las intenciones del fal-
sificador. 341

En especial con la literatura apocalí ptica, falsificada en su conjunto y
de modo particular, la apologé tica, e incluso la investigació n, aduce mo-
tivos que exoneran a aquellos que publicaron sus revelaciones bajo los
nombres de Enoc, Moisé s, Elias, Esra, Baruc, Daniel y otros. Se les ad-
judica un «marco» totalmente distinto, una presunta peculiaridad ju-
deocristiana del pensamiento, motivos religiosos «auté nticos» y por eso
moralmente «legí timos», se supone la misma «situació n psicoló gica»,
una inspiració n y experiencia visionaria similar a la de los «portadores de


la revelació n» originales. Quizá esto pueda ser má s o menos cierto, pue-
de ser má s o menos plausible de un caso a otro, pero es só lo una suposi-
ció n, carece realmente de capacidad probatoria y no constituye ademá s
ninguna diferencia fundamental con respecto a la falsificació n de autores
no apocalí pticos. Por otro lado, los Apocalipsis, como otros libros, se fal-
sifican tambié n por motivos muy «corrientes», para autorizar, para atesti-
guar de un modo especial. 342

Lo cierto e importante es, sin embargo, que precisamente en los cí rcu-
los cristianos -y de modo nada casual- era notable el abotargamiento de
la sensibilidad crí tica y una cierta «manga ancha» en la tolerancia de las
falsificaciones. Es asimismo cierto e importante que para la aceptació n o
el rechazo de los textos no decidí a en modo alguno el criterio de la auten-
ticidad literaria, que para nosotros es evidente, sino el contenido con res-
pecto a la norma de «verdad» eclesiá stica, es decir, ¡ con respecto a la
norma de lo que se podí a o querí a utilizar y de lo que no! En lugar de
la autenticidad literaria, lo que interesaba a la Iglesia emergente era la
concordancia de una afirmació n con la doctrina cató lica. Ni la cuestió n
de la autorí a, ni la autenticidad eran los criterios para la incorporació n al
canon del Nuevo Testamento, sino la supuesta apostolicidad, es decir, la
verdad: la utilidad para la propia prá ctica y el propio dogma. Se convirtió
en la «autoridad apostó lica»..., ¡ sin apó stol! El origen real era secundario,
la cuestió n de la autenticidad no era decisiva. Atribuyé ndose un nombre
falso, los Evangelios, las cartas y otros tratados podí an hacerse parecer
auté nticos, es decir «apostó licos». Y así se hizo. 343

Pero no fue suficiente con eso.

Hubo muchos cristianos que no se limitaron a practicar el engañ o sino
que lo autorizaron de manera expresa, ¡ hubo algunos entre los má s im-
portantes que incluso lo alabaron! El dicho criminal de «el fin justifica
los medios» rara vez ha desempeñ ado un papel peor que en la historia de
la Iglesia cristiana. 344

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