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El fraude de la «demostración de las profecías» cristiana




Lo mismo que los milagros, tampoco las profecí as constituí an nada
nuevo sino má s bien un viejo conocido desde la Antigü edad. Con Augus-


 

to habí a ya tantos libros de profecí as, que el emperador hizo quemar dos
mil que no estaban debidamente autorizados. Las profecí as las transmi-
tieron Buda, Pitá goras, Só crates, las defendieron los estoicos, los neopi-
tagó ricos, los neoplató nicos, y hombres como Plinio el Viejo o Ciceró n,
que no creí an en los milagros. Los paganos las valoraban mucho má s que
a los milagros. 27

Con los milagros no se podí a impresionar al mundo judí o ni al greco-
rromano. Lo milagroso abundaba, era normal, casi cotidiano, la creencia
en los milagros casi infinita. Tambié n los adversarios de los cristianos
creyeron en sus milagros, aunque dando por probado que sucedieron con
ayuda de los demonios. Los hechos de Jesú s los consideraban los judí os
como magia y los atribuí an al diablo. Por ese motivo, los cristianos nece-
sitaban un criterio que por así decirlo apoyara sus milagros, los legitimi-
zara, y este criterio fue la demostració n de las profecí as, el interé s princi-
pal de sus interpretaciones escritas. Só lo en relació n con ellas los mila-
gros adquirí an un peso especial. La demostració n de las profecí as, como
demuestran los tratados del Pseudo-Bemabé, Justino, Ireneo, Orí genes y
otros, tení a má s valor que los milagros, si bien hay tambié n escritores
cristianos antiguos tales como Melito de Sardes, Hipó lito, Novaciano,
Victorino de Pettau y el propio Orí genes, para los que los milagros del
Señ or son la mejor demostració n de su divinidad. 28

Así es como vuelve a considerarse hoy, puesto que desde el desen-
mascaramiento de la demostració n de las profecí as se ha preferido insis-
tir sobre los milagros. Aunque el catolicismo sigue viendo en los mila-
gros y la profecí a la divinidad de Jesú s, en especial el primero es ahora
teoló gicamente signo de la revelació n y motivo de su credibilidad. La teo-
logí a cató lica hace recaer sobre el milagro «especial peso como criterio
objetivo» (Frí es). 29

Pablo, el autor cristiano má s antiguo, utiliza ya la muletilla «segú n las
Escrituras» (1 Cor. 15, 3). Para Pablo, la pasió n, la muerte y la resurrec-
ció n de Jesú s, la obra completa de la redenció n, el Evangelio, está n docu-
mentados en el Antiguo Testamento. Tambié n el Evangelio má s antiguo,
el de Marcos -y todaví a má s y con mayor frecuencia, el de Mateo-,
muestra insistentemente có mo se puede deducir de los libros sagrados de
los judí os todos los detalles de la vida de Jesú s, có mo todo puede verse
predicho. Los cristianos investigaron sistemá ticamente estos escritos, han
completado todos los huecos en la tradició n de la vida de Jesú s con ayu-
da del Antiguo Testamento y mucho de lo que allí habí a lo han referido a
é l. Clemente Alejandrino afirma: «Pero nosotros consultamos los libros
de los profetas que se encuentran en nuestro poder, que en parte median-
te pará bolas, en parte con adivinanzas, en parte de modo seguro y expre-
so citan a Jesucristo, y encontramos su venida y la muerte y la cruz y to-
dos los restantes tormentos que le hicieron los judí os, y la resurrecció n y


descubrimos esto, llegamos a la fe en Dios a travé s de lo que sobre é l se
ha escrito [... ]. Pues hemos descubierto que Dios realmente lo ha dis-
puesto, y no decimos nada sin escritura». 30

Pero no só lo en los Evangelios, no só lo en el Nuevo Testamento, sino
que má s allá amplí an los cristianos la demostració n de las profecí as, como
en la carta de Bernabé, que reconoce en los 318 siervos de Abraham la
muerte en la cruz de Jesú s, hasta Gregorio I Magno, que interpreta los
siete hijos de Job como los doce apó stoles. En particular con Justino, el
defensor del cristianismo má s importante de su tiempo, la demostració n a
partir de los milagros pasa a un completo segundo té rmino, sobre todo
porque las profecí as supuestamente cumplidas con Cristo son las que
sin duda mejor legitiman las reivindicaciones cristianas al Antiguo Testa-
mento.

Pero cuando no se encontraban sentencias «convincentes» de los pro-
fetas, se las falsificaba en las tan apreciadas «revisiones» de los textos ju-
dí os. Fue necesario sobre todo en el caso del nacimiento de Jesú s a partir
de una virgen. Así, en los Hechos de Pedro falsificados aparecen las pre-
suntas palabras de un profeta: «En los ú ltimos tiempos nacerá un niñ o del
Espí ritu Santo; su madre no conoció varó n, ni hay varó n alguno que afir-
me ser su padre» y «No ha nacido de la matriz de una mujer, sino que ha
descendido de un lugar celeste». Harnack llama a estas profecí as «burdas
falsificaciones cristianas». No se las encuentra en ningú n lugar del Anti-
guo Testamento, ni tampoco en las sentencias que posteriormente se
atribuyeron, por ejemplo, a Salomó n o a Ezequiel. 31

Los milagros de Jesú s tení an por sí solos, como se ha dicho, poco po-
der demostrativo. Apenas se les discutió, pero se les atribuyó a los pode-
res má gicos del galileo. Eran cosas harto conocidas en multitud de tau-
maturgos. Só lo cuando se unen a las profecí as, esos milagros de Jesú s
adquieren importancia. Nada menos que san Ireneo los basó en ellas. La
Iglesia antigua gustaba de ver confirmada la autenticidad de los milagros
mediante los vaticinios. Así lo habí an predicho, por tanto fueron verdad.
De este modo, las presuntas profecí as se convirtieron en el medio princi-
pal del apostolado cristiano y sirvieron, segú n atestigua Orí genes, «como
la demostració n má s importante» de la verdad de su doctrina. Citaba
«miles de pasajes» en los que los profetas hablan de Cristo. Y realmente,
en el Nuevo Testamento hay cerca de doscientas cincuenta citas del Anti-
guo y má s de novecientas alusiones indirectas. Pues los evangelistas ha-
bí an tomado de allí muchos hechos hipoté ticos de la vida de Jesú s y los
habí an incorporado conscientemente a su historia; todo el mundo podí a
leerla con facilidad, percibié ndola como «cumplimiento». 31

Pero ¿ por qué hicieron estos cristianos que Jesú s muriera «segú n la


Escritura»? Porque só lo de este modo pueden disimular el fracaso de sus
obras, só lo así podí an contrarrestar la burla del mundo sobre el Mesí as
crucificado. Jesú s tení a que morir segú n la «Escritura», estaba previsto.
Y el mundo tení a que saberlo, tení a que convencerse. Ergo, se puso en
circulació n en citas, en alusiones indirectas, todo lo ignominioso, la trai-
ció n, la huida de los discí pulos, el escá ndalo de la pasió n, la muerte en la
cruz como cumplimiento de las profecí as del Antiguo Testamento. La co-
barde conducta de los discí pulos se prevé en Zacarí as 13, 7; el soborno
(«treinta monedas de plata») para la traició n de Judas segú n Zacarí as 11,
12; la restitució n de este dinero segú n Zacarí as 11, 13; la compra del
campo del alfarero segú n Jeremí as 32, 6; la palabra de Jesú s ante el gran
consejo acerca de que estará sentado a la diestra del poder y de su apari-
ció n sobre las nubes, segú n Daniel 7, 13, y el salmo 110, 1; sus palabras
«Tengo sed» segú n el salmo 22, 16; su empapamiento con vinagre segú n
el salmo 69, 22; su grito del abandono de Dios segú n el salmo 22, 2; el
eclipse de Sol -al menos en Pascua (Luna llena) astronó micamente im-
posible- segú n Amos 8, 9, etc. 33

Resultó difí cil demostrar en particular la «profecí a» de la crucifixió n en
el Antiguo Testamento, aunque allí diga: «Pues quien cuelga en la made-
ra, está maldito por Dios» (5 Mos. 21, 23). Y este «vaticinio» era muy im-
portante. Con ello, los primeros cristianos cayeron en las combinaciones
má s absurdas, como ya he mostrado en otro lugar. Pero el principal ejem-
plo para la historia de la pasió n evangé lica la proporcionó, junto a los tes-
timonios de los salmos 22 y 69, sobre todo el falso capí tulo 53 de Isaí as. 34

El elemento grotesco de estas «profecí as» es que los profetas lo escri-
bieron varios siglos antes, pero no en futuro sino en pasado. Por lo tanto
todo esto ya habí a sucedido, un fenó meno realmente maravilloso. Y las
predicciones relativas a la pasió n de Cristo las desenmascaró ya Celso
como inventadas a posteriori. Marcos, el evangelista má s antiguo, cuan-
do varias dé cadas despué s de la presunta crucifixió n de Jesú s escribió su
Evangelio, pudo profetizar su muerte con todo gé nero de detalles. En re-
sumen, con el teó logo ^Hirsch^ «La fuerza demostrativa de las profecí as
es ya un asunto zanjado para todos nosotros. Sabemos que es nula». 35

Naturalmente que, dejando a un lado las excepciones, esto lo sabemos
tambié n de los milagros, con lo que nos dedicaremos a los llamados apó -
crifos.

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