Los demonios y los monjes. También Agustín enseñó toda clase de bobadas sobre los «espíritus malignos» y se convirtió en el «teólogo de la locura de las brujas
Los demonios y los monjes
Objeto predilecto de los ataques de los «espí ritus malignos» lo consti-
tuyen los monjes. Por otra parte, sin embargo, los monjes arrojan el
guante de desafí o a los servidores de Satá n. Ya el simple hecho de aden-
trarse lo má s lejos posible en el desierto, que segú n creencias populares es
sede de los demonios, equivale a una declaració n de guerra. Los diablos
del desierto atacan a esos piadosos con pensamientos pecaminosos, pa-
siones y toda clase de tentaciones. Se aparecen en figura humana, ofrecen
opí paros alimentos, incitan a los ascetas a volver a la civilizació n. Los
monjes, a su vez, combaten a los malignos con ayunos y oraciones, te-
niendo estas ú ltimas un efecto casi cauterizador sobre aqué llos. Por su-
puesto que sin el soporte de los á ngeles custodios todos los actos de fuer-
za de los «atletas de Cristo» serí an vanos. 171
La canalla infernal gusta especialmente de aproximarse a monjes y
enclaustrados en figura de mujer, a veces horrible, pero otras de aspecto
muy atractivo y seductor. En la Vita del papa Onofre, un copto, el demo-
nio se aparece como en figura de monja y lleva una lasciva vida amorosa
con el eremita. Se creí a firmemente que estos «espí ritus», al igual que los
dioses, podí an relacionarse sexualmente con los humanos, idea delirante
que jugó un papel devastador en el tema de la brujerí a occidental. 172
Por lo demá s, los demonios raramente se presentan como son, a saber,
feos y negros, con ojos centelleantes. Continuamente insuflan, eso sí, pen-
samientos malvados, pecaminosos, en la mente de los ascetas, a los que, de
una u otra manera, acosan, asedian, atribulan y atormentan de continuo.
En la tristemente famosa Vita Antonii de Atanasio, quien ostensiblemen-
te creí a firmemente en la existencia de estos espectros, el hé roe del libro
vence una y otra vez en los terribles combates librados con la estirpe in-
fernal. Tambié n libera a algunos hombres de esta ú ltima, cura a una mu-
chacha endemoniada y a otras doncellas. Los «perros» de Satá n, que asu-
men figuras muy diversas y especialmente la de alimañ as que atacan a
Antonio, son concebidos como criaturas enteramente reales. En má s de un
aspecto son superiores a las personas. Penetran por puertas cerradas, son
má s rá pidos que los monjes viajeros, que las crecidas de las aguas del Nilo.
Al ser má s rá pidos, tambié n son capaces de hacer predicciones. 173
Naturalmente Satá n tienta tambié n a Antonio «en figura de una mu-
jer», que se le insinú a en distintas posturas. ¡ En vano! El santo piensa fi-
jamente en Cristo y el infierno... y resiste. El maligno enemigo lo apalea
hasta dejarlo inconsciente junto a una tumba, pero Antonio -que, segú n
conjetura el profesor de medicina Steingiesser, era epilé ptico- canta sal-
mos y supera tambié n é sta y otras aflicciones, como luchas contra el de-
monio y las visiones diabó licas. El mismo Agustí n ensalza como «gran
hombre» al eterno luchador contra los espí ritus y exulta al ver que en la
Iglesia del Señ or «han sucedido cosas tan incontrovertiblemente mila-
grosas». Es má s, ¡ confiesa que tambié n debe su conversió n a la aparició n
de Antonio y al entusiasmo que por é l reina! '74
Tambié n Agustí n enseñ ó toda clase de bobadas sobre los «espí ritus malignos» y se convirtió en el «teó logo de la locura de las brujas
Segú n Agustí n, uno de los á ngeles, el prí ncipe de entre ellos, incurrió
en pecado, se convirtió en demonio y arrastró a otros en su caí da. ¿ Cuá n-
do? La Escritura calla al respecto. Agustí n sabe, sin embargo, que los
«espí ritus malignos» nada sabí an acerca de su caí da antes de que é sta se
produjese. Y en cuanto a su comercio sexual con las hijas de los hom-
bres, dice Agustí n, serí a vergonzoso negarlo considerando cuá ntos cris-
tianos dignos de confianza lo aseguran. La culpa de aquella apostasí a co-
lectiva residí a desde luego en la voluntad falsa y perversa de los caí dos,
sin que é l nos indique, ni mucho menos, cuá l fue la razó n de la misma;
Só lo al final de su vida afirma Agustí n que la parte mejor de los á ngeles
permaneció fiel en virtud de un acto de la divina gracia. ¿ Por qué ese
acto de gracia no alcanzó a los demá s? Agustí n no se devanó los sesos
sobre ese punto. Las cosas fueron así. Son así, ¡ y basta! '75
Segú n el obispo de Hipona, los demonios se hacen pasar por dioses,
se aposentan en las imá genes de los dioses y reciben los sacrificios. Son,
sobre todo, peligrosos porque dominan sobre «muchos, que no son dignos
de participar en la verdadera religió n, como sobre vasallos y prisioneros
y saben presentarse convincentemente como dioses ante la mayorí a de
ellos por medio de señ ales embaucadoras, bien sean hechos, bien adivina-
ciones». Agustí n concede, incluso, que las estatuas de los dioses pueden
hablar, como es el caso de la diosa Fortuna, algo explicable, segú n é l, por
la «astucia y perfidia» de los «malignos demonios». 176
Pero aunque se hagan pasar por dioses, dice Agustí n, asumen en reali-
dad una «posició n intermedia entre los dioses y los hombres», «condicio-
nados en ese sentido por su cuerpo aé reo», «por su morada situada en lo
alto», «su morada residente en un elemento má s elevado», en una pala-
bra, «en el aire». No hay, pues, razó n para venerarlos. No veneramos á
los pá jaros ergo tampoco «a los demonios, má s vaporosos aú n». Agustí n
sabe que é stos no está n constituidos, de seguro, por carne humana (caro),
sino que tienen má s bien un cuerpo sobremanera sutil, similar al aire, si
bien «no especialmente valioso». Ello resulta de una degradació n, ya que
los espí ritus, antes de su caí da, se ornaban con un cuerpo de resplande-
ciente é ter. Por otra parte, Agustí n no desecha el imaginá rselos tambié n
completamente incorpó reos, lo que ciertamente contradice su idea de que
debí an tener forzosamente cuerpo, puesto que, segú n Mat. 25, 41 «el fuego
eterno» está expresamente «dispuesto para el diablo y sus á ngeles». Es-
tos, en efecto, son ciertamente «racionales», pero «por ello mismo (! ) des-
dichados» y seguramente «por toda la eternidad», y ello tan só lo «para
que su desdicha no pueda tener fin». Y así, aunque, segú n é l, só lo Dios
conoce los secretos pensamientos de los hombres, en otro pasaje afirma
asimismo que los demonios, en virtud de su larga vida, tienen conoci-
mientos mucho má s amplios que los hombres, cuyos pensamientos cono-
cen tambié n. 177
Para las frecuentes contradicciones del gran santo en relació n con los
«espí ritus malignos» se ha dado la explicació n de que la Biblia, a la que
se remite de continuo, «se muestra al respecto extraordinariamente par-
ca» (Van der Nat), pero de ello no se sigue concluyentemente que Agus-
tí n haya de entrar en contradicció n consigo mismo. É ste niega, afirma,
declara finalmente que el problema no tiene tanta importancia, pero opi-
na que «el espí ritu no deja de extraer cierto provecho ejercitá ndose en
cuestiones de esta í ndole [... ]». Donosa afirmació n a la vista de una es-
peculació n tan fantasmagó rica. 178
En un capitulillo de su obra principal, que dedica expresamente a la
cuestió n, Agustí n expone que es absurdo reverenciar a los viciosos de-
monios y contar con su intercesió n. En otro afirma que é stos son amantes
de las artes má gicas. Agustí n es capaz de llenar decenas de pá ginas con
absurda seudoerudició n acerca de la naturaleza de estos demonios. El san-
to Doctor de la Iglesia sabe que son espí ritus que se regodean en el mal
ajeno, privados en absoluto de espí ritu de justicia, henchidos de soberbia,
pá lidos de envidia, trapaceros en el engañ o, etc. Con todo, en otro lugar
aventura la afirmació n de que el cá ncer de pecho de una cristiana de Car-
tago fue sanado simplemente haciendo la señ al de la cruz. 179
El má s grande de los Padres de la Iglesia creí a en innumerables absurdos
de esta í ndole, apoyaba y defendí a ademá s tales creencias. Es má s, é l fue
el autor de un escrito explí cito de Arte adivinatoria de los demonios, cria-
turas peligrosas, como é l bien sabe: dotados de una sobresaliente capaci-
dad perceptiva, de enorme velocidad -má s rá pidos que los pá jaros- pero,
sobre todo, de una «experiencia longeva». Agustí n no só lo pretende haber
visto un demonio con sus propios ojos, sino que estaba asimismo con-
vencido de la existencia de faunos al acecho de las mujeres. Creí a en la
posibilidad de consultar a los espí ritus solicitando su consejo, de con-
cluir pactos con el diablo y de mantener relaciones sexuales con é l. Fue
sobre todo la autoridad de Agustí n la que mantuvo viva durante siglos esa
creencia en los demonios y en el diablo y é l mismo se convirtió, gracias a
ello, en el «teó logo de la locura de las brujas». Apenas es posible evaluar
exageradamente la importancia de Agustí n. Su doctrina no es só lo la «fi-
losofí a de la Iglesia cató lica», sino que é l mismo fue el «auté ntico maes-
tro de la Edad Media» (Windelband/Heimsoeth) y aú n siguió contami-
nando las cabezas cristianas de la Edad Moderna. 180
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