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La Iglesia de los pobres comienza a ser rica




Una de las má s tempranas promotoras de la riqueza eclesiá stica fue,
en la transició n del siglo i al u, la princesa flavia Domitila, despué s santa,
pariente del emperador Domiciano, quien la desterró a causa de su fe a la
isla Pandataria. Como legado o donativo entregó a los cristianos de Roma
una finca sita en la Via Ardeatina, el coemeterium cristiano má s antiguo
y el má s grande de la comunidad romana, designado por el nombre de la
donante. 108

La Iglesia poseí a terrenos ya mucho antes de la é poca constantiniana.
En cuanto que religio illicita (corporació n ilí cita), no tení a de hecho au-
torizació n alguna para la adquisició n de bienes inmuebles. Ahora bien,
como quiera que las persecuciones contra los cristianos fueron mucho
má s inocuas de lo que se le ha pretendido inculcar al mundo entero du-
rante casi dos milenios, la Iglesia de Roma, por ejemplo, poseí a bienes
raí ces aunque legalmente no pudiera adquirirlos y los poseí a con la tole-
rancia e incluso con la protecció n del Estado pagano. Incluso las cata-
cumbas, o justamente ellas, sí mbolo de la persecució n para toda la poste-
ridad hasta nuestros dí as, lo demuestran. De hecho «la mera existencia de
aquellas y la de su ampliació n a lo largo de los siglos n y m es en verdad
un testimonio de la generosa tolerancia de que gozó el cristianismo,
prohibido por ley, de parte de las autoridades» (Gaspar). Ya a mediados
del siglo iv hay en las inmediaciones de Roma diecisé is cementerios cris-
tianos. '09

Quien tiene bienes raí ces, tiene tambié n dinero. En todo caso, era pa-
tente que la Iglesia disponí a en Roma, ya a comienzos del siglo u, «de gi-
gantescas sumas de dinero en efectivo» (Staats). Y cien añ os má s tarde el
obispo disfrutaba allí de un poder econó mico y social que no se puede
subestimar. La Iglesia de la ciudad de Roma dispone ya en el siglo ni
de un patrimonio en dinero (pecuniae ecciesiaticae), proveniente de las
cuotas voluntarias, de las donaciones y tambié n de los rendimientos de
sus fincas. Posee casas, cementerios y otros bienes inmuebles y a media-
dos de ese siglo no só lo puede costearse un obispo, sino tambié n 46 pres-
bí teros, 7 diá conos, 7 subdiá conos, 42 acó litos y 52 exorcistas, lectores y
custodios, aparte de ayudar a 1. 500 viudas y menesterosos, «a todos los
cuales», escribe entre orgulloso y modesto el obispo Comelio, «mariscal
de Dios» y «patró n del ganado de cuernos», «alimenta la gracia y la bon-
dad del Señ or». 110

Tampoco la comunidad de Cartago conoció apenas la pobreza pues, a
la vez que subvencionaba talleres artesanales cristianos, era capaz de reu-
nir de un golpe una suma de 100. 000 sestercios para rescatar a unos cris-
tianos cautivos de unos bandidos munidas. '"

La riqueza de la Iglesia del siglo ni era algo que las autoridades cono-


cí an ya muy bien. Eso las llenaba de envidia y constituí a una tentació n a
la ingerencia abusiva. Así por ejemplo, la persecució n contra los cristia-
nos bajo el emperador Valeriano (253-260) fue primordialmente motiva-
da por el afá n de llenar las arcas estatales con la confiscació n del dinero
cristiano. Es muy significativo que la operació n no partiese del empera-
dor, sino de su ministro de finanzas, Macriano, pues el catastró fico hun-
dimiento monetario de aquella é poca «le parecí a al ministro razó n má s
que suficiente para justificar cualquier medio de obtener ingresos» (An-
dresen). El segundo edicto del verano de 285, por los dí as en que tambié n
fue decapitado Cipriano de Cartago, decretaba expresamente la confis-
cació n del patrimonio eclesiá stico controlado por el obispo, del patrimo-
nio de los cristianos revestidos de altas funciones estatales y del de las ma-
tronas cristianas acaudaladas. 112

Tambié n san Lorenzo, administrador de la Iglesia romana y uno de
sus má s famosos má rtires (patró n de los bibliotecarios, de los bomberos,
de los pasteleros, de los cocineros y eficaz auxiliador en caso de peligro de
incendio, fiebre y lumbago), parece haber sido condenado a muerte bajo
el emperador Valeriano por parte del prefecto de la ciudad a causa de su
negativa a entregar al Estado los dineros y tesoros eclesiá sticos. 113

Es cierto que estos recursos sirvieron tambié n para ayudar a muchos
semejantes, y no só lo clé rigos. (Alejandrí a, a la cabeza en la atenció n a
los indigentes, aumentó el nú mero de asistencias a los pobres de 500 a 600
en el añ o 418. ) Que en la antigua Iglesia habí a una beneficencia en favor
de los pobres; que en ella se ejercí a la caridad es algo que nadie negó
nunca. Son incontables los teó logos que han dedicado a ello sus tratados:

pero ni a uno solo de entre ellos se le ocurrió escribir una historia econó -
mica (crí tica) de la Iglesia antigua, ¡ de una institució n que sin embargo
supervisó el desarrollo econó mico durante la friolera de un milenio! El
hecho, aducido en toda ocasió n oportuna, de mencionar como primeros
beneficiarios del dinero eclesiá stico a los «pobres», las «viudas» y los
«hué rfanos» se convirtió en un manoseado tó pico que quedaba muy bien,
debié ndose, con todo, puntualizar que al grupo especial de las «viudas»
eclesiá sticas, especialmente privilegiadas, tambié n pertenecí an a veces
muchachas jó venes, y que estas viudas, que debí an ser «sumisas al Se-
ñ or», son denominadas con extrañ a frecuencia «altar de Dios». 114

Por supuesto que la caridad y la filantropí a no se iniciaron justamente
con el cristianismo. «Tambié n los griegos y romanos conocieron la filan-
tropí a» (Hamack). Y por supuesto, uno só lo puede permitirse una caridad
medianamente eficaz si se es tambié n bastante acomodado. Algunas co-
munidades cristianas lo fueron al beneficiarse desde bien pronto de ubé -
rrimas donaciones. Y así, con el dinero, con los bienes en especie obteni-
dos de otras personas o procedentes de la propia prosperidad econó mica, se
estaba en situació n de ayudar tambié n algo a otras personas. 115


En ese sentido, la mencionada caridad muestra a menudo rasgos de in-
confundible egoí smo y deja ver un trasfondo de razones dogmá ticas, politi-
correligiosas. Se daba porque ello reportaba beneficios: el viejo principio
de do ut des. De ahí que la comunidad romana, que bien pronto conocerí a
un gran florecimiento material, ayudase ampliamente a otras comunidades.
Ese tono se percibe claramente en el escrito del obispo Dionisio de Ale-
jandrí a a su colega Esteban de Roma tras la recepció n de un donativo en
dinero: «¡ Has de saber, hermano, que todas las Iglesias de Oriente y las de
regiones aú n má s remotas, que se habí an separado en otro tiempo, han
vuelto a la unidad! Por doquier reina un mismo sentir entre los obispos y se
alegran sobremanera por el advenimiento, totalmente inesperado, de esta
paz [... ]. Toda Siria y Arabia, adonde siempre enviá is ayudas y acabá is de
hacerlo ahora,
Mesopotamia, el Ponto y Bitinia, en suma, todas exultan en
universal concordia y fraternidad y glorifican a Dios». «La ayuda econó -
mica -comenta Staats-, fortaleció el sentido comunitario en la Iglesia. »" 6

Comú nmente, los obispos emplearon el dinero que fluí a a sus manos
para aumentar su poder personal. Frecuentemente lo usaron, como hoy
en dí a, para hacer antes que nada polí tica eclesiá stica. Cuando bajo el
obispado de Cipriano de Cartago los dineros comunitarios cayeron en ma-
nos de sus adversarios novacianos, las instrucciones de Cipriano relativas
a la distribució n del dinero no fueron ya seguidas, de forma que todo el
que anhelaba un auxilio econó mico tení a que romper con la comunidad
eclesiá stica obediente a aqué l. " 7

Por frecuentes que fuesen las crí ticas contra el manejo del dinero por
parte de los obispos, el acuerdo adoptado en 341 por el concilio de An-
tioquí a a raí z de los numerosos abusos, acuerdo que sometí a a control la
gestió n obispal del dinero, no fue aplicado. Antes bien, los obispos si-
guieron disponiendo del patrimonio eclesiá stico a su entero arbitrio.

En el siglo in se comenzaron a distribuir los ingresos de los obispados
segú n un esquema determinado.

Habí a al respecto diversos sistemas. El má s usual, exigido a partir de
Simplicio (468-483) por todos los papas, reservaba una cuarta parte de los
ingresos para el obispo y otro tanto para el clero restante. Otro cuarto se
destinaba al mantenimiento del templo (fabrica) y el ú ltimo a los pobres.
¡ El obispo obtení a así una cantidad igual que la de todo su clero o la de
todos sus pobres a su cargo! " 8

Esta distribució n cuatripartita fue decretada en 494 por un concilio ro-
mano y ¡ era aú n norma en el siglo xvn! La disposició n valí a en un princi-
pio tan só lo para Roma y (de ahí a poco) para las dió cesis inmediatamente
subordinadas a ella. Hasta el siglo vil no adquirió una validez má s amplia,
aunque tampoco entonces universal. Ocurrí a má s bien que en zonas muy
amplias se prescribí a un sistema tripartito por el que ¡ el obispo obtení a, é l
solo, un tercio completo! 119


La Iglesia acrecentó en gran medida su riqueza en el siglo iv, gracias,
sobre todo, a las donaciones y las herencias bajo los primeros emperado-
res cristianos.

A comienzos de 313 Constantino y Licinio dispusieron que se le de-
volvieran a la Iglesia los bienes confiscados y garantizaron a todos la li-
bertad de culto «para que todas las deidades del cielo sean propicias al
Imperio».

Con el edicto de tolerancia de Milá n todas las dió cesis se convirtieron
en corporaciones titulares de patrimonio. A partir de ahí pudieron adqui-
rir bienes raí ces, una pequeñ a parte de los cuales dieron en arrendamien-
to reservá ndose la mayor parte para explotarlos directamente en benefi-
cio propio, a travé s de colonos y esclavos. En 321 obtuvieron ademá s el
derecho de heredar (algo que los templos paganos só lo habí an obtenido
por privilegio muy excepcional), medida que repercutió tanto má s favo-
rablemente en las arcas de la Iglesia cuanto que se hizo muy usual el con-
vertirla en heredera parcial. El Estado cristiano fomentó aú n má s ese de-
sarrollo al dar validez a las donaciones informales en favor de la Iglesia y
promulgó repetidas normas que prohibí an la venta o empeñ o de sus bie-
nes. En el caso, no obstante, de que se llegasen a enajenar bienes raí ces
de la Iglesia, é sta no só lo podí a exigir su devolució n, sino que tambié n
podí a retener el precio de venta. Tambié n se veí a favorecida cuando con-
ferí a a alguien el usus fructus de una propiedad. Ese usufructo só lo era
posible si su beneficiario testaba en favor de la Iglesia dejá ndole una pro-
piedad que arrojase beneficios equivalentes a los de aqué l. Es má s, cadu-
cado el plazo del usufructo, la Iglesia volví a a recuperar sus derechos
sobre la finca traspasada ¡ y podí a retener la propiedad con que la resar-
cieron! La anulació n del derecho de propiedad en virtud de una usuca-
pió n (de usucapió, es decir, la posesió n de buena fe o su correspondiente
usufructo prolongado por parte de otras personas) fue hecha muy difí cil.
Mientras que el plazo habitual de la usucapió n era de diez o de veinte
añ os, el que afectaba a la Iglesia abarcaba al principio cien y posterior-
mente nada menos que cuarenta. 120

Ademá s de ello, la Iglesia obtuvo lo que antes afluí a a los templos pa-
ganos. Es má s, los bienes de é stos, de los que se apropió al igual que de
los de las Iglesias «heré ticas», se convirtieron en la base de su propia ri-
queza. La transformació n de los lugares de culto paganos en iglesias ad-
quirió cada vez mayores proporciones, lo cual no tuvo ú nicamente conse-
cuencias jurí dico-patrimoniales, sino tambié n misionales. Pues los fieles
de la antigua fe, una vez convertidos sus templos en lugar de culto cristia-
nos, fueron menos reacios a la nueva doctrina y ganados para ella. Segú n
Sozomenos, Constantino otorgó tambié n a la Iglesia los ingresos obteni-
dos a partir de solares urbanos. Y adicionalmente a las ingentes donacio-
nes y apropiaciones, obtuvo, ya de los primeros emperadores cristianos,


subsidios en especie para el mantenimiento de sus ví rgenes, de sus viu-
das y del clero. 121                     

Todas estas prerrogativas hicieron que las posesiones eclesiá sticas «se
acrecentasen fuertemente ya en el siglo iv» (Wieling) y la Iglesia se con-
virtió en una «gran latifundista con abundantes ingresos dinerarios» (Bo-
gaert). A partir de ahí obtuvo el señ orí o terrateniente con sus consiguien-
tes privilegios como la jurisdicció n sobre sus colonos. Quedó eximida de
los tributos urbanos, de todos los impuestos y rendimientos que tan ago-
biantes resultaban. Solamente habí a de satisfacer el consabido impuesto
fundarlo. 122

Y si las iglesias obispales adquirieron una riqueza fuera de lo comú n,
no fue menor la acumulada por los monasterios, que asumieron un papel
especial e incluso má s importante.

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