Desde la época de Constantino, son los ricos quienes rigen la «Iglesia de los pobres»
Para granjearse el favor del emperador cristiano y de la Iglesia, los
miembros de la clase acaudalada se convierten en nú mero cada vez ma-
yor al cristianismo, de lo cual extrae la Iglesia gran provecho. «Imposible
es enumerar las donaciones, instituciones caritativas, hospitales, objetos
de culto, altares y capillas [... ]» (el cató lico Clé venot). 167
Ya entonces, la mayorí a de los obispos provení an de familias de gran
fortuna y ello no es de admirar, pues gracias a Constantino una sede obis-
pal habí a ganado mucho en atractivo. Ahora se tributaba un extraordina-
rio respeto a los obispos, quienes, como los sacerdotes en general, fueron
distinguidos con privilegios cada vez má s numerosos, obteniendo el de-
recho de herencia y prerrogativas judiciales. Aparte de que todas las cues-
tiones relativas a la fe y la Iglesia quedaron bajo su exclusiva jurisdic-
ció n, podí an hacer de jueces en los procesos civiles, siendo sus veredictos
tan inapelables como los de los prefectos del pretorio. Constantino los de-
claró exentos -a ellos y a todo el clero, hasta los simples cilleros- de las
molestias de los cargos pú blicos. Algunos obispos tení an posiciones de
confianza en la corte y todos podí an exigir en cualquier momento acceso
a los calabozos y servirse del correo imperial, del que hicieron a veces uso
tan amplio, ya en el siglo iv, que la població n refunfuñ aba al respecto. 168
En la transició n del siglo iv al v, muchos obispos se convirtieron, gra-
cias a sus posesiones, a su peculio y al aparato organizativo de la Iglesia,
en la cabeza polí tica de su ciudad. El afá n de ingresar en las filas de aquel
clero privilegiado se hací a cada vez má s fuerte. En el añ o 439, una ley
complementaria del emperador Valentiniano III constata que el «nú mero
de ciudadanos laboralmente activos disminuye por doquier, lo cual perju-
dica al bien comú n; el nú mero de clé rigos, por el contrario, desborda
todo lí mite». Para entonces casi todos los obispos provení an de los estra-
tos superiores. Entre los cincuenta y cuatro obispos de Las Gallas, en el
siglo v, habí a só lo tres que no pertenecí an a la nobleza. Pero como dos de
ellos, Martí n y Marcelo, pertenecí an aú n a la generació n episcopal del si-
glo iv, en el v ú nicamente Babiano era plebeyo. En esa provincia se hace
ya frecuente el heredar la sede, como pasaba con los cargos pú blicos. 169
Es obvio que personas así, acostumbradas por su origen a llevar una
vida feudal, lo seguí an haciendo una vez obispos. Sinesio de Cirene, prí n-
cipe eclesiá stico, a su pesar, desde 410, se jacta ante sus diocesanos de su
antigua ascendencia noble mientras que el gobernador Andró nico «no
puede indicar el nombre de su abuelo o, segú n se dice, ni siquiera el de su
padre, pues de Andró nico se conjetura lo siguiente: es un hombre que ha
saltado desde el mercado del atú n hasta el carro de gobernador». 170
Ya en el siglo iv, cuando los obispos comienzan a titularse entre sí
«Tu santidad», «Tu beatí fica persona», y todos ellos quieren ser venera-
dos con el ó sculo en la mano y la genuflexió n -¡ a los demá s les predican
modestia! - la mayorí a de los obispos dispone de un cierto patrimonio y
lleva, al menos por lo que respecta a las grandes ciudades, una vida prin-
cipesca y desde luego esa mayorí a, dotada de sustanciosos privilegios es-
tamentales, ocupa en general esplé ndidas posiciones. Se dejan dominar
por la ambició n, el lujo y la vanidad. Jeró nimo, que escribe así de las per-
sonas de su estamento: «Todos sus cuidados se centran en sus ropas, en ir
bien perfumados y en que sus pies no se hinchen bajo una piel blanca»,
nos informa de que en su acció n pastoral prefieren asistir a mujeres, co-
diciosos de los abundantes donativos y del sonido de la recompensa en
metá lico, y de que los banquetes dados por muchos prelados eclipsan a
los de los gobernadores de provincias. 171
Tambié n los textos del historiador Amiano Marcelino dan fama, a fi-
nales del siglo iv, de la riqueza y de la vida feudal de los obispos roma-
nos y explican a partir de ahí las enconadas luchas por esa sede. «Les va
muy bien porque se enriquecen gracias a las donaciones de las damas
principales. Van en carrozas, llevan ropas escogidas. Ofrecen comidas tan
copiosas que sus banquetes pueden emular a los de los reyes». «Convié r-
teme en obispo de Roma y me hago cristiano al momento», dice con sar-
casmo el prefecto Preté xtalo a la vista de los ingresos de Dá maso (366-
384), a quien se cuenta entre los papas má s notables de su siglo. Fue é l
quien consolidó la doctrina de la Trinidad y el primado de Roma, pero
tambié n quien realizó los má s turbios negocios financieros y vivió en un
lujo proverbial. Gracias a su familiaridad con ricas cristianas, este «hala-
gador de oí dos femeninos» obtuvo tal provecho que en 370 el emperador
promulgó un rescripto que le concerní a y en el que se prohibí a la caza de
herencias por parte del clero. Pero gente como é l, reo de varios asesina-
tos, o como el obispo Ambrosio de Milá n, se comportaban como los «so-
beranos de Occidente» (el cató lico Clé venot). 172
Ya entonces, segú n escribe un Padre de la Iglesia, el pueblo veí a in-
cluso en la má s humilde de las sedes obispales una «rica prebenda». De
ahí que los obispados, ya desde la Antigü edad y tanto en Oriente como
en Occidente, se obtuvieran frecuentemente haciendo «presentes». «Los
escritores eclesiá sticos se quejan reiteradamente sobre el empleo del oro
para sobornar» (Lé xico conceptual para la Antigü edad y el cristianismo):
¡ eso sí, sobre todo, del lado de los «herejes»! Pero tambié n algunos Doc-
tores de la Iglesia como Basilio y Juan Crisó stomo testimonian de obis-
pos cató licos que compraron el cargo. A veces es una amiga rica la que lo
chalanea para ellos. Atanasio les reprocha a los arrí anos que enajenen sus
sedes vendié ndolas a precios má ximos. Algo aná logo dice Ambrosio de
su contrincante amano, el antiobispo Mercurino Ausencio. El metropoli-
tano de É feso, que malbarató tierras de la Iglesia en provecho de su bol-
sillo privado e hizo fundir toda clase de piezas valiosas procedentes de
los templos para embellecer su bañ o, vendió hacia el 400 sede tras sede al
mejor postor. 173
Ello nos lleva a un concepto que aflora una y otra vez en la historia
jurí dica de la Iglesia a lo largo de toda la Edad Media y que reviste consi-
derable importancia.
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