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Métodos para obtener dinero espiritualmente




Los monjes se convierten en la primera fuerza econó mica de la Iglesia «bajo el pretexto de compartirlo todo con los pobres, en realidad, al objeto de convertir a todos en pobres»

Cierto es que, en un principio, el movimiento monacal surgió como
una especie de protesta mí stica contra la jerarquí a clerical. De ahí que los
eremitas y ascetas, que viví an totalmente de espaldas al mundo, no tuvie-
sen intereses econó micos ni sociales. En sus cí rculos predominaba la opi-
nió n de no dejar a la Iglesia el dinero heredado, «pues allí lo convierten
en un desayuno». Sin embargo, cuando la «libertad» de los eremiterios,
de la existencia monacal en el aislamiento o en las colonias de eremitas
(que só lo se pervivió como «ideal» hasta bien entrada la Edad Media)
dejó paso a la koinos bios, a la existencia en comú n y la Iglesia pudo in-
tegrar y someter a su vasallaje al conjunto de los monasterios, la forma
futura de la vida monacal, pronto se dio el caso de que la situació n en el
interior de estos ú ltimos en nada mejoraba a la de extramuros. 123

Cierto que el monacato de la antigü edad desplegó una considerable
actividad en el cuidado de enfermos, ancianos, hué rfanos, prisioneros de
guerra y població n reclusa, pero todo ello fue mero fenó meno concomi-
tante que, por añ adidura, se volatilizó gradualmente. 124

Los monasterios, en cambio, fomentaron la indigencia general, es má s:

se aprovecharon de ella en su mismo surgimiento. Sabemos de labios de
Doctores de la Iglesia como Juan Crisó stomo y Agustí n que los monjes
eran mayoritariamente esclavos, libertos, jornaleros del campo, antiguos
soldados, «apeados» de la vida burguesa, gente procedente de las capas
sociales má s bajas, má s depauperadas. Y cuando, en los siglos iv y v,


anuyó a los monasterios, en legió n cada vez má s numerosa, eran muy po-
cos los que allí acudí an «voluntariamente», y raras veces por motivos re-
ligiosos o ascé ticos. Les empujaba hacia ellos la depauperació n crecien-
te, la carga social cada vez má s agobiante, el incesante aumento de la
presió n fiscal del imperio. «Nada se sabí a allí de los odiosos manejos de
los recaudadores de impuestos», anuncia ya la Vita de san Antonio, el
«má s antiguo» de los monjes cristianos, de quien se supone habrí a renun-
ciado fá cilmente en Egipto a su rica herencia precisamente por la «poco
halagü eñ a situació n fiscal». En suma, no eran los cuidados por la exis-
tencia del alma, sino los de la del cuerpo, la cruda necesidad econó mica
la que solí a empujar hacia el monasterio (claustrum) a los explotados.
«Era en primer lugar esta razó n y en la mayorí a de los casos só lo ella
-subraya un moderno y experto teó logo-, la que hací a recomendable el
monacato a los campesinos coptos. »125

Los monjes má s antiguos, los eremitas, no trabajaban y sentí an má s
bien desprecio que aprecio por el trabajo. A fin de cuentas, el trabajo no
era un mandato del Señ or. La tradició n no conoce ni una sola palabra
suya acerca del trabajo. Para Jesú s, para quien «só lo una cosa es necesa-
ria», que anuncia la irrupció n del reino de Dios sobre la Tierra, que ense-
ñ a a no inquietarse por el mañ ana y a no preguntarse «¿ qué comeremos,
qué beberemos y con qué nos vestiremos? É sas son cosas por las que se
afanan los paganos». Para ese Jesú s y su mensaje escatoló gico las profe-
siones no significan nada. El trabajo no tiene en sí mismo un valor é tico
y Charles Pé guy va, como tantas otras veces, descaminado al escribir esa
frase tan agradable a los oí dos de los empresarios: «Jesú s creó para noso-
tros el modelo má s acabado de la obediencia y la sumisió n filiales y, por
cierto, al mismo tiempo que nos daba el má s perfecto ejemplo de trabajo
corporal y de paciencia». 126

Esas palabras habrí an cuadrado má s bien para Pablo. Es verdad que
tampoco é l tiene en principio el má s mí nimo interé s en asuntos terrena-
les, pero cuando el esperado fin de todas las cosas no se produjo, ni tam-
poco la venida del Señ or, el «má s radical de los pragmá ticos» entre «los
maestros de la religiosidad» (Buonaiuti) se orienta, a la hora de enumerar
las obligaciones inherentes a su status, por la é tica pagana (orientada a su
vez hacia el má s acá ). Tambié n los primeros cristianos se integran ya en
el orden laboral dominante y vinculan el sustento al trabajo. Y los Padres
de la Iglesia valoran con creciente estima el trabajo y de modo muy espe-
cial el corporal, hasta el punto de enseñ ar así: cada cual, sea cual sea su
trabajo, es grato a Dios (Clemente de Alejandrí a); cada cual deberí a estar
contento con cualquier trabajo (Teodoreto); los laboriosos son los mejores
filó sofos (Juan Crisó stomo). «Los duros trabajos manuales son pasos ha-
cia la vida eterna», anuncia el Doctor de la Iglesia Efré n (muerto en 373)
y demuestra así a los esclavistas la utilidad del cristianismo. «El sufri-


do... es irreprochable en el trabajo. » «Quien no siente en sí el temor de
Dios procede con desidia. » Agustí n declara que la dureza del trabajo
es un medio de perfeccionarse a sí mismo. De esa manera se justifican
como buenas y queridas por Dios hasta las peores formas de la existen-
cia: la horrorosa existencia de los prisioneros forzados a trabajar en las
minas, el miserable destino de los esclavos y todo tipo de trabajo de ser-
vidumbre que redunde en beneficio de los dominadores. 127

Los Padres de la Iglesia recomiendan de modo especial y reiterado a
cristianos y monjes el trabajo en el campo y ello hasta la Edad Media: de
ese trabajo provení a entonces el mayor capital de la Iglesia. Fue ú nica-
mente la transformació n de la vida econó mica de Occidente lo que modi-
ficó la valoració n del trabajo agrario por parte de la Iglesia. T. de Aquino,
filó sofo oficial de la Iglesia, denomina ya a los campesinos. como «clase-
subordinada» y cataloga a los jornaleros de «gente vulgar y sucia». Y es
que ahora, la artesaní a cobra una importancia cada vez mayor, ergo la
Iglesia eleva y fomenta considerablemente su prestigio. 128

Todo ello, por supuesto, nada tiene que ver con el Jesú s bí blico, que
nunca promulgó un mandamiento referido al trabajo, ni predicó que uno
reventara trabajando, y sí invocaba a los pá jaros del cielo que no siem-
bran ni cosechan... A tono con ello, los monjes má s antiguos decí an así:

«Nuestras manos no conocerá n el trabajo [... ]». «Si Dios quiere que viva,
É l sabrá có mo alimentarme [... ]. » Poco a poco, sin embargo, fueron depo-
niendo esa actitud y el trabajo se legitimó: como ejercicio ascé tico, como
garantí a de la propia independencia, como medio de ayudar a los demá s.
Finalmente el trabajo acabó por ser entendido como obligació n y como
expresió n de la voluntad divina. «Entre la noche y el alba he tejido vein-
te brazas de cuerda -manifiesta por entonces un monje-, algo que cierta-
mente no necesito. Pero para que Dios no se me muestre airado y me
haga este reproche: " ¿ Por qué tú, que puedes trabajar, no has trabajado? ",
me esfuerzo y pongo en ello todo mi empeñ o. »129

Cuando en el primer tercio del siglo iv Pacomio construyó el primer
monasterio cristiano al norte de Tebas del Nilo y poco despué s otro mo-
nasterio de monjas para su hermana, é l -que de ahí a poco serí a deno-
minado «hombre de Dios» y «santo»-, pensó bien poco en cosas como
la oració n, la ascé tica, la mí stica o los milagros, por má s que los hubie-
se construido en cumplimiento de la orden que un á ngel le transmitió
por escrito. Aquel antiguo soldado pensaba má s bien en una obediencia
estricta, en la organizació n y el trabajo. Pues mientras que Max Weber
pensaba aú n que hubo que esperar a la regla de san Benito para que, en
contraposició n al monacato oriental, e «incluso contra la casi totalidad
de las reglas monacales de todo el mundo», se implantase la «ascé tica
del trabajo», es un hecho que ya Pacomio, a tenor de esa «regla angé li-
ca», que se nos ha conservado en cinco idiomas, situaba el trabajo ma-


nual en el centro de la vida monacal y convirtió sus monasterios en cá -

sas-taller. 130

Este copto, que inculcaba a su gente que la vida cenobí tica rayaba
muy por encima de la eremí tica, y regentaba sus monasterios despó tica-
mente en cuanto «abad general», redujo a un mí nimo la ascé tica, rechazó
los ayunos desmedidos y acentuó tanto má s el cumplimiento de los debe-
res profesionales. La oració n, al menos la comunitaria, desempeñ aba un
papel mucho menos importante que el trabajo en los talleres, en los cam-
pos o en la tala de á rboles en la montañ a. Sus monasterios tení an incluso
lonjas propias para monjes que negociaban, compraban y vendí an. Habí a
en ellos herreros, sastres, carpinteros, bataneros, camelleros, criadores de
cerdos, carniceros, etc. Los beneficios obtenidos eran ya considerables y
tambié n los excedentes. Es incluso probable que una parte de las sumas
de soborno usadas por san Cirilo en el concilio de É feso proviniese de es-
tos monasterios. Ya Teodoro de Ferme observó ante al abad Juan que en
otro tiempo, en la Escití a, el trabajo manual era una ocupació n marginal
y el trabajo del alma era la cuestió n primordial, mientras que ahora se
habí an invertido los té rminos. 131

Originalmente, segú n la perspectiva cristiana, el valor esencial del tra-
bajo radicaba en la prevenció n de las pasiones, de los peligros del ocio y,
especialmente, de la sexualidad. El trabajo era un medio de curació n as-
cé tico ya que, como decí a Evagrio Pó ntico, «apagaba la ardiente concu-
piscencia». Má s tarde se le siguió, desde luego, atribuyendo esa funció n
pero fue en ese punto donde el antiguo ascetismo, alejado del mundo, se
transformó en ascetismo acaparador. La prá ctica econó mica venció a la
teorí a ascé tica, el cará cter jerá rquico, a la mí stica: un proceso que ya se
habí a impuesto en buena medida en el restante cristianismo. 132

San Benito decretó que el ocio, cultivado por las capas superiores del
paganismo, era un enemigo del alma y valoró de forma enteramente po-
sitiva el trabajo. La famosa regla benedictina muestra có mo la actividad
productiva desplaza gradualmente a la oració n: el tiempo de los ejercicios
espirituales depende de las labores del campo. La regla prevé de cinco a
ocho horas de trabajo para el monje, quien, no obstante, só lo excepcio-
nalmente desempeñ a los duros trabajos de la cosecha: la creciente rique-
za permite disponer de un nú mero tambié n creciente de siervos. 133

Mientras que las normas de san Benito relativas al ayuno son bastante
suaves, ordena insistentemente que impere una estricta obediencia frente
á los superiores y prohibe, bajo la amenaza de duras disciplinas en caso
de contravenció n, la má s mí nima propiedad personal. Los abades deben
perseguir concienzudamente, registrando las celdas de los monjes, cual-
quier tipo de propiedad que hubieran podido ocultar. El Doctor de la Igle-
sia Basilio amenaza a todo monje que posea algo privado con excluirlo
de la comunió n. Varios sí nodos hicieron valer el mismo punto de vista.


Tambié n san Agustí n juzga necesario que todo monje renuncie en abso-
luto a cualquier hacienda personal en favor de la comunidad. Y no só lo a
la propiedad actual, sino a todo lo que en el futuro pueda recibir como re-
galo de personas ajenas. ¡ Todo debé is tenerlo en comú n! Só lo a los supe-
riores les permite Agustí n disponer a su albedrí o sobre los bienes comu-
nes. Con todo desea que frente a los otrora ricos y ahora empobrecidos
se guarde, tambié n en el monasterio, una consideració n especial. «Pero
aquellos que nunca poseyeron nada en el mundo -se dice ya en el primer
capí tulo de su regla-, no deben buscar en el monasterio lo que no podí an
tener ni siquiera fuera de é l. »134

Ni siquiera en los monasterios cristianos reinó jamá s la igualdad, sino
má s bien una jerarquí a exactamente graduada. Ya fue é se el caso en los
primeros monasterios de Pacomio, a quien, como «abad general», le esta-
ban sometidos los abades. Estos a su vez mandaban sobre los priores de
las distintas casas. Pero las diferencias de rango se daban incluso entre los
mismos monjes y ello se advertí a, entre otras cosas, en la disposició n de
los asientos. Es má s, cuando a mediados del siglo iv Santa Paula de Roma
fundó tres monasterios para mujeres en Belé n, en uno de ellos só lo aco-
gí a a proletarias, en otro ú nicamente mujeres de clase media y el tercero
lo reservó para consagradas nobles. Só lo para rezar se agrupaban todas
aquellas monjas. Por lo demá s viví an estrictamente separadas por esta-
mentos. Durante la Edad Media, muchos monasterios só lo estaban habi-
tados por nobles que llevaban una vida de pará sitos atendidos por siervos
y esclavos. 135

Aunque la propiedad privada les estuviera vedada a los monjes parti-
culares, los monasterios podí an hacerse cada vez má s ricos como de he-
cho aconteció, gracias, sobre todo, a los patrimonios legados por seglares
ricos cuando entraban en la orden. Algunos les dejaban en herencia todas
sus posesiones. Ya un contemporá neo de Pacomio, el rico Petronio, que
habí a edificado sobre sus tierras un monasterio que é l dirigí a como abad,
hizo cesió n de la propiedad del mismo en favor de Pacomio y consiguió
que, a instancias suyas, su padre y su hermano se hicieran tambié n mon-
jes, de modo que tambié n los bienes de é stos pasaron a manos de aqué l.
Otros seglares ricos hací an grandes donativos, denominados Psychica, a
los monasterios al objeto de salvar su alma. Al padre monje Pambo, un
discí pulo de Antonio, le regaló en Nitria 300 libras de plata la piadosa
Melania de Roma. '36

Agustí n, que se queja ocasionalmente a causa de los monjes vagabun-
dos, que venden supuestas reliquias a domicilio y llevan una vida de gan-
dules, pone ciertamente sus miras en el bienestar de los monasterios, pero,
al parecer, no tan lleno de confianza hacia ellos. Antañ o, en los cí rculos
ascé ticos má s antiguos se habí a recomendado no entregar a la Iglesia el
dinero heredado, pues aqué lla lo gastaba en desayunos. Ahora los cí rcu-


los obispales parecí an conjeturar algo semejante por parte de los monjes.
En todo caso, Agustí n impartió una vez este consejo: «El dinero que en-
tregá is ahora a los monasterios se gastará muy deprisa. Si, no obstante,
queré is aseguraros un inolvidable sufragio para el cielo y la tierra, comprad
una casa a cada monasterio e invertid en ella algunos ingresos». 137

Los monjes no querí an, sin embargo, tener que esperar a semejantes
donativos. Las cartas y tratados que se nos han conservado bajo el nom-
bre de Nilo de Ancira, provenientes de principios del siglo v, testimonian
de una amplia actividad mendicante de los monjes, quienes buscaban de
paso personas que les pagasen su sustento, las cuales, al igual que el tri-
buno Sosipater, se convertí an así en «animales de carga de los monjes».
En consecuencia, los monasterios se engrandecieron, sus posesiones se
hicieron má s dilatadas, sus rebañ os cada vez má s gigantescos. Los mon-
jes se apropiaron incluso de latifundios privados, especialmente de tie-
rras de los antiguos templos, «con la afirmació n de que eran santos para
ese fulano (se. Cristo), de forma que muchos se vieron privados de la he-
redad paterna con un falso pretexto» (Libanio). En ocasiones, los latifun-
dios de los monasterios eran má s extensos que no importa qué propiedad
privada. 138

En todo caso los cenobios se convirtieron rá pidamente en la fuerza
econó mica má s importante de la Iglesia, tanto má s cuanto que tambié n
desempeñ aban un considerable papel en el comercio de la antigü edad
tardí a. Sulpicio Severo testimonia que el comercio era algo usual entre la
mayorí a de los monjes. Tanto en los monasterios como en los eremiterios
se fabricaban de continuo los má s diversos productos tales como esteras,
cribas, recipientes, mechas, velas, textiles, cuerdas, cestos, etc. Se practi-
caban todos los oficios. El monasterio de Panó polis, habitado en la prime-
ra mitad de siglo iv por 300 monjes, daba trabajo a siete herreros, doce ca-
melleros, quince sastres, quince bataneros y cuarenta albañ iles. Para el
trá fico de mercancí as se empleaban camellos y barcos. Ya el monacato
inicial carecí a de cualquier escrú pulo ante el comercio, al que tanto vitu-
peraban algunos Padres. Las almas gratas a Dios podí an hallarse en todas
partes, declaraban: «Entre bandidos, actores, campesinos, comerciantes y
personas casadas». Y en la temprana Edad Media (desde el siglo ix) los
monasterios intervení an tambié n en negocios dinerarios. 139

El historiador bizantino Zó simo, un pagano -fuente principal, junto a
Amiano, para la historia del siglo iv-, opinaba en el tardí o siglo v sobre
los monjes que «llenaban las ciudades y las aldeas con rebañ os enteros
de hombres cé libes» y que eran inú tiles tanto para la guerra como para
cualquier otro servicio al Estado. Que desde su aparició n proliferaban sin
parar y «se apoderaban de una gran parte de las tierras bajo pretexto de
compartirlo todo con los pobres; en realidad, al objeto de convertir a to-
dos en pobres». 140


Sin embargo, cuanto má s crecí a la riqueza de los monjes, má s creció
su codicia de dinero, algo, desde luego, que tambié n se podí a afirmar de
gran parte del clero y ya desde mucho tiempo ha.

Mé todos para obtener dinero espiritualmente

Ya en las primeras dé cadas del siglo u oí mos de diá conos que malver-
san el dinero de viudas y hué rfanos; de dignatarios como el prí ncipe Valen-
te de Philippi que, evidentemente, amaban má s al desfalco que al Señ or.
El autor eclesiá stico Apolonio escribe acerca de Montano, un vehemente
profeta de finales del siglo n que en un principio no pasaba por heré tico
ni cismá tico: «Es é l quien ha establecido recaudadores de impuestos,
quien supo aceptar regalos con el tí tulo de ofrendas y quien pagó un suel-
do a quienes predicaban su doctrina al objeto de que esa pré dica gana-
ra en fuerza gracias a las buenas comilonas». En Roma y bajo la potestad
del «papa» Ceferino (199-217) el confesor Natalio se hizo consagrar
obispo de los monarquianos por un estipendio mensual fijo de al parecer
150 denarios. Es significativo que aquí aparezca, se supone que por vez
primera, un prelado dotado de sueldo fijo. Eusebio habla de «la codicia
que pierde a la mayorí a (! )» de los «herejes». 14'

A mediados del siglo ffl, el obispo Cipriano acusa al novaciano Nicos-
trato de «haber malversado los fondos eclesiá sticos como un ladró n de
templos y haber negado la existencia de sumas depositadas para socorrer a
viudas y hué rfanos». Tambié n el obispo romano Comelio acusa a Nicostra-
to de «muchos crí menes», pues no só lo «ha cometido engañ o y robo contra
su señ ora terrenal, cuyos negocios gestionaba, sino que ademá s -lo cual
le será computado para su castigo eterno- ha sustraí do una considerable
suma de dinero depositado en favor de la Iglesia». En realidad, Nicostrato,
que al igual que Natalio era un «confesor», torturado por confesar a Cristo,
no se habí a embolsado en su provecho las sumas denunciadas. Lo que el
novaciano querí a es escapar, huyendo a Á frica, de las garras de los «here-
jes» cató licos mientras duraba el cisma romano que enfrentaba a los obispos
Comelio y Novaciano. Si hubiera retirado el dinero en favor de los cató li-
cos, sus obispos hubiesen juzgado el asunto bajo muy distinta luz. 142

La situació n en los cí rculos «de la gran Iglesia» no era muy otra. Mu-
chos clé rigos tení an tal afá n de hacer negocios que los sí nodos celebra-
dos a partir del siglo ni hubieron de prohibirles expresamente y cada vez
con mayor frecuencia el pré stamo de dinero y el cobro de intereses. Me-
nudearon las denuncias sobre los manejos financieros, á vidos de ganan-
cia, de los obispos. Los graves excesos de parte del episcopado se hicie-
ron patentes. Muchos obispos viven entre pompas y lujos; obran como
comerciantes, peor aú n: como usureros. 143


. El futuro papa Calixto (217-222) fundó en Roma, antes de su brillante
carrera, un banco cristiano, desfalcó un Depositum -«delito no só lo co-
mú n, sino tambié n muy cristiano» (Staats)- y continuó de banquero in-
cluso despué s de su quiebra. Y es que la laxitud de este papa parece ha-
ber dado provechosos resultados: los emperadores le son benignos, las
autoridades complacientes; los cristianos se hacen má s ricos que antes y
los bienes y el peculio aumentan al mismo ritmo que el nú mero de sacer-
dotes en Roma. 144

En ese mismo siglo, algunos «papas» de Alejandrí a descuellan como
excelentes banqueros y por cierto só lo como tales: tal es el caso del arzo-
bispo Má ximo (264-282), que regenta un banco de depó sitos, en el que
ponen sus ganancias cristianos egipcios que comercian en trigo con Roma.
Los'negocios los auspicia el «papa» Má ximo en persona. Al frente del
banco está su jefe de finanzas, Theonas, quien serí a el siguiente «papa»
alejandrino desde el añ o 282 hasta el 300. Tenemos una indicació n de las
transacciones del arzobispo Má ximo gracias a un papiro egipcio escrito
por aquel entonces en Roma, la má s antigua, quizá, entre las cartas cris-
tianas originales. 145

Sobre la renombrada sede obispal antioquena se sentaba entonces Pa-
blo de Samosata, quien conjuntaba su dignidad espiritual con otra civil,
muy lucrativa, la de procurador. Por supuesto que este prí ncipe ecle-
siá stico, muy popular en Antioquí a, que habrí a permitido a las mujeres
incluso el canto en la iglesia y se permití a a sí mismo la compañ í a, en
sus viajes oficiales, de «dos lozanas y bien proporcionadas muchachas»,
estaba expuesto a toda clase de sospechas y soplonerí as. Hasta que, fi-
nalmente, fue declarado hereje y convertido en ví ctima de su principal
enemigo, Domno, hijo del difunto obispo Demetriano. Domno consiguió
despué s encaramarse de un salto a la anhelada sede, que Pablo dejó va-
cante. 146

En la é poca de las persecuciones contra los cristianos hubo muchos
clé rigos regentando grandes talleres al servicio de los emperadores paga-
nos. Tal fue el caso del presbí tero antioqueno Doroteo. El obispo Eusebio
lo ensalza como conocedor del hebreo, «de refinada educació n y familia-
rizado con las ciencias griegas», pero tambié n «celosamente ocupado en
las cosas divinas». El soberano distinguió a Doroteo con la gerencia de la
fá brica imperial de pú rpuras de Tiro. Eusebio añ ade: «En la iglesia le oí a-
mos explicar con acierto las Escrituras». ¡ Y tanto, un fabricante clerical
comoexé geta! 147

Entre esos magnates de la industria al servicio del Estado pagano no
escaseaban los obispos. El santo má rtir Cipriano habla de «muchí simos»
obispos gerentes de ese tipo y la investigació n moderna supone que en
tiempos de Cipriano y tan só lo en Á frica un nú mero «de obispos má s
pró ximo a cincuenta que a cinco» desempeñ aban paralelamente tales ac-


tividades como empresarios que, segú n el mismo Cipriano, controlaban
mucho dinero, adquirieron rapazmente fincas e incrementaron su rendi-
miento cobrando un mú ltiplo de los acostumbrados intereses. Cipriano es-
cribe: «Cada cual pensaba exclusivamente en la ampliació n de su patri-
monio [... ]; era inú til buscar el abnegado temor de Dios entre los sacerdo-
tes [... ]. Eran muchos los obispos que [... ] descuidaban su divina dignidad
[... ], abandonaban su sede, dejaban en la estacada a sus comunidades,
viajaban por provincias remotas y practicaban en los mercados sus lu-
crativos negocios. Mientras que sus hermanos se consumí an en las co-
munidades, ellos querí an tener dinero hasta la opulencia, se apoderaban
de fincas con taimados engañ os y acrecentaban su capital con intereses de
usura». 148

En la é poca siguiente estos manejos desbordaron toda mesura. Ya en
el siglo iv, cuando el clero estaba ya tan embrutecido en amplias zonas
que hubo que prohibirle expresamente que cubrieran de escarnio y mofa
a los mudos, los ciegos, los paralí ticos y los cojos -las personas a quienes
Cristo curaba- el amor fraterno clerical llegaba a tales cotas que los clé ri-
gos de rango má s alto privaban de sus sueldos a los subalternos -que a
menudo sufrí an de penuria- para gastá rselos ellos mismos. 149

Muchos sacerdotes y obispos pensaban ú nicamente en sí mismos, de-
sarrollaban un floreciente comercio, amaban los lucrativos negocios de
pré stamo y usura, ¡ y eso pese a que todos los Padres de la Iglesia los hu-
bieran prohibido estrictamente! ¡ Y tambié n muchos textos bí blicos! Pues
ya el Antiguo Testamento exhorta en muchos pasajes -como lo hicieron
por lo demá s Plató n y Aristó teles- a no «obrar como usurero», a «no exi-
gir interé s». «No debes exigir interé s usurario de tu hermano, ni por el di-
nero, ni por los alimentos; ningú n tipo de usura, sea cual sea el bien pres-
tado [... ]. » El Doctor de la Iglesia Ambrosio escribió todo un libro, De
Tobí a,
contra la usura (a la que é l, al igual que otros prí ncipes de la Igle-
sia, denomina robo) y el interé s. Tambié n é l remite para ello al Antiguo
Testamento: «Cristo no ha venido para abolir esa ley, sino para cumplirla.
Por lo tanto, la prohibició n del cobro de interé s sigue vigente». Incluso
teó logos marcadamente conservadores en lo social, tales como Clemente
de Alejandrí a y hasta el mismo Agustí n, se manifiestan en el mismo sen-
tido. El ú ltimo censura severamente el cobro de intereses como inmoral,
como inhumano, como arte maligna, como codicia vergonzosa, como ex-
plotació n inmisericorde de los pobres. En una palabra, los Padres de la
Iglesia vetaron el cobro de intereses a todos los cristianos sin excep-
ció n. A este respecto no hací an la menor distinció n entre clé rigos y se-
glares. ¡ Y no só lo reprueban los intereses usurarios, sino toda clase de
intereses! 150

Pronto se dio el caso, sin embargo, de que la usura de los cristianos
superase a la de los paganos. En efecto. É stos exigí an habitualmente un


doce por ciento en los ú ltimos tiempos de la Repú blica romana, mientras
que Crisó stomo se queja ya de aquellos acreedores que, no contentos con
el usual doce por ciento, extorsionaban con un cincuenta por ciento. Y a
pesar de las vehementes y reiteradas prohibiciones, los extorsionadores
contaban entre sus filas a no pocos clé rigos. Es má s, hasta el siglo xn, é s-
tos constituí an un importante grupo en el cí rculo de prestamistas. «Todas
las clases y formas de la usura -encarece el teó logo cató lico Kober refi-
rié ndose al clero medieval- florecieron del modo má s pró spero. » Como
quiera, sin embargo, que persistí a la prohibició n eclesiá stica de cobrar
intereses, habí a que disimular el negocio. O bien el deudor reconocí a
una suma superior a la obtenida, o bien se cobraban de antemano los in-
tereses. Tambié n se los disimulaba como multa por retraso en la devolu-
ció n. «Ello no impedí a que los papas confiasen la recaudació n y adminis-
tració n de su dinero a los financieros que se serví an de tales prá cticas»
(Pirenne). 151

Una y otra vez, los antiguos concilios amenazaron las distintas prá cticas
econó micas del clero con severos castigos, pero todo ello, ostensiblemen-
te, era en vano.

En Españ a, donde la Iglesia posee grandes riquezas ya en el siglo iv,
el Concilio de Elvira (hacia el 300) prestó por cierto atenció n preferente
a un tema especial de la teologí a moral, la sexualidad, a la que se dedicaron
31 cá nones. Con todo, algunos cá nones afectan tambié n al á mbito eco-
nó mico. Por ejemplo, a los pré stamos con interé s (que algunos clé rigos
practicaban valié ndose de los bienes de la Iglesia confiados a su custo-
dia). O al comercio internacional al por mayor. El concilio prohibe, cierta-
mente, a los diá conos, sacerdotes y obispos abandonar sus sedes por ra-
zones de «negocios comerciales» (negotiandi causa), pero se muestra ge-
neroso al respecto: dentro de su provincia está n legitimados para hacer
tales negocios ¡ e incluso fuera de ella por persona interpuesta!

Tambié n las «ofrendas» {oblata) de los seglares desempeñ aron un pa-
pel en Elvira, quedando prohibidas sin má s en los bautizos. En la co-
munió n fueron permitidas tan só lo a los que participaban realmente en
ella. Es, no obstante, interesante que el «derecho de estola», el pago por
servicios de culto siga floreciendo hoy en dí a en el á mbito de la Iglesia
cató lica. De la prá ctica de la «ofrenda» en la comunió n, aunque ni siquie-
ra se participe en ella, derivó má s tarde el «estipendio de la misa», que
tambié n sigue existiendo. En relació n con lo cual hay que evitar, por su-
puesto, cualquier apariencia de negocio o comercio, atenié ndose a tasas
localmente fijadas y permitiendo, eso sí, honorarios má s elevados a quien
los entregue voluntariamente. Tambié n se permite, incluso, pagar con di-
nero misas a otros sacerdotes «de confianza», aunque sean de otra dió ce-
sis, salvo si son orientales. Hasta 1935, los estipendios manuales, aque-
llos que el sacerdote percibe, por así decir, en mano (aparte está n los «es-


tipendios» impropiamente denominados manuales) y los stí pendia fun-
data
estaban ademá s, en Alemania, libres de impuestos. 152

El gran Concilio de Nicea (325) constata que «muchos clé rigos, lle-
vados de su codicia y afanes usureros, olvidan las divinas palabras: " El,
que no da a usura sus dineros" (Salmo 14, 5) y exigen un interé s usurario
del uno por ciento (mensual)». El concilio menciona asimismo que los
sacerdotes no limitan sus negocios a la percepció n de intereses legí timos,
sino que exigen vez y media lo prestado y que se sirven, en general, de
toda clase de artimañ as para obtener «ganancias vergonzosas». El sí nodo
de Agde (506) habla de sacerdotes que se alejan semanas enteras de sus
iglesias y que incluso en las grandes festividades de Navidad, Pascuas y
Pentecosté s, prefieren ir a la caza de las ganancias mundanas (seculari-
bus lucris)
en vez de oficiar sus misas. 153

Muchos sí nodos celebrados entre los siglos iv y vil hubieron, pues, de
ocuparse repetidamente de las transacciones comerciales del clero, sin
que llegaran a una regulació n unitaria. A veces se amenazó con la exco-
munió n a los clé rigos que participaban en negocios. Otros sí nodos, sin
embargo, prohibí an ú nicamente la ganancia usuraria o el abandono de la
propia provincia eclesiá stica por razones mercantiles. La excomunió n,
desde luego, era obligada para quien vendiese a cristianos como esclavos
a judí os o a paganos. 154

Con la creciente riqueza de los monasterios, los mismos monjes busca-
ron codiciosamente el dinero, algo que alcanzó proporciones monstruosas
en la Edad Media.

Má s de un monje, se queja san Jeró nimo, se ha hecho de oro desen-
volviendo sus manejos entre mujeres ricas. Otros negociaban con pin-
gü es beneficios. El cargo de monje predicador en las ciudades debió de
ser, en especial, una auté ntica mina. Al igual que ocurrirí a despué s con
frecuencia en la Edad Media, ya en la Antigua se hallaban, con ocasió n
de la muerte de má s de un monje, dineros atesorados a lo largo de la vida.
Tambié n Jacobo de Sarug, el obispo de Batnai, muerto en 521, opina que
la fiebre del oro habí a contagiado por igual a seglares y a sacerdotes cau-
sando la perdició n de eremitas y cenobios. Cuando los monjes destruyen
las estatuas de los dioses, confiesa, recogen cuidadosamente el oro y lo
ocultan en una bolsa cosida a su cinturó n. Nilo Sinaí ta, prior de un mo-
nasterio en Ancira, y el papa Gregorio I nos relatan tambié n có mo mu-
chos monjes está n poseí dos por el amor al dinero. Tambié n el abad Ca-
siano de Marsella, uno de los autores má s importantes de Las Galias en
el siglo v, podí a contar muchas cosas de ese asunto. Ya es bien significa-
tivo que todo el capí tulo VII de su obra «De institutis coenobiorum» esté
dedicado a la Philargyria, al amor al oro. 155

Los sacerdotes tení an a su disposició n toda una serie de mé todos para en-
riquecerse privada u oficialmente. De su codicia hay abundantes testimonios.


Sulpicio Severo nos informa hacia el 400 de un clé rigo que criaba ca-
ballos, compraba esclavos extranjeros y bellas muchachas. Otro, llamado
Amancio, adquirió, con el dinero de un pré stamo, importantes partidas de
mercancí as de unos barcos atracados en Marsella y las vendió a precio
má s alto en su patria. El obispo Cautino de Clermont, en cambio, se pilló,
al parecer, los dedos negociando con un judí o. El obispo Desiderato de
Verdun (535-554) agenció al comercio urbano 7. 000 solidi cobrando los
intereses legales. Comerciantes de siniestra fama fueron los obispos Fé -
lix de Nantes y Badegisilo de Mans. La sede obispal de Parí s estuvo ocu-
pada por un comerciante sirio. Bajo el papa Gelasio I, muchos sacerdotes
se vieron envueltos en turbios negocios en la ciudad de Piceno. 156

Teodorico el Grande (473-526) censura al obispo Antonio de Pola por
arrogarse ilegalmente la propiedad de una finca. Tambié n reprende por un
caso aná logo al obispo Pedro. El obispo Jenaro de Salona intenta engañ ar
a un comerciante en grasas regateá ndole el precio del aceite para la «luz
eterna». El sacerdote Lorenzo se enriquece profanando cadá veres. En
Oriente, el Concilio denominado «Latrocinio de É feso», del añ o 449, acu-
sa al obispo Ibas de Edessa de haber robado objetos á ureos de la iglesia;

de haber fundido 200 libras de plata de los vasos de culto y tambié n de
haber retenido para sí una parte del dinero reunido por su comunidad
para el rescate de prisioneros. En el Concilio de Calcedonia, el empera-
dor Marciano informa de clé rigos que arriendan fincas o las administran
por cuenta de otros llevados de su avidez de dinero. 157

Pero por variadas e inagotables que fuesen las fuentes de financiació n
privada del clero, el dinero ganado por la Iglesia de forma, digamos, legal
prepondera con mucho sobre el resto. Ello es algo que se puede mostrar
ejemplarmente a raí z de lo que pasaba en las tres dió cesis má s poderosas
y famosas de la Antigü edad: Alejandrí a, Constantinopla y Roma.

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