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El nepotismo




El nepotismo sigue desempeñ ando un decisivo papel en el siglo xx, al
menos en el papado. Al contrario que la simoní a, este vicio se remonta
hasta la primerí sima é poca. Es má s, aquí nos topamos con una auté ntica
tradició n apostó lica, pues el favoritismo respecto a los parientes comen-
zó ya en la propia familia de Jesú s. Pues aunque Jacobo, el hermano de
Jesú s, no era apó stol ni siquiera seguidor de su hermano en vida de é ste,
asumió la direcció n de la comunidad despué s de la ida de Pedro. Cuando
Jacobo murió, aqué lla fue dirigida por su primo. Simó n bar Kiopas. Má s
tarde, la «sede obispal» de Jerusalé n fue ocupada por otros miembros de
la familia de Jesú s. De ahí que el teó logo Stauffer hable sin rodeos de un
«califato de Jacobo». 179

A finales del siglo n conocemos ya otras sedes obispales hereditarias.
Policrates de É feso es el octavo obispo de su familia. A raí z de un litigio
eclesiá stico con Roma, invocó solemnemente el nombre de sus parientes
y antecesores. «A saber, siete de mis parientes fueron obispos y yo soy el
octavo. » A finales del siglo iv la iglesia de Capadocia estaba bien co-
pada, segú n todas las apariencias, por las manos de unas pocas familias.
San Gregorio de Nacianzo era hijo de un obispo del mismo nombre y
tambié n su primo, Anfiloquio, era obispo. San Basilio y san Gregorio de
Nisa eran ambos hermanos y obispos. En Alejandrí a, a finales del siglo iv,
san Atanasio fue sucedido en la sede patriarcal por su hermano Pedro y a
principios del siglo v el patriarca Teó filo fue sucedido por su sobrino
san Cirilo y é ste, a su vez, por su sobrino Dió scoro. La sede patriarcal de
Antioquí a estaba entonces ocupada por el arzobispo Juan, de quien se-
rí a sucesor su sobrino Domno. En Roma, ya en el siglo vi, el papa Silve-
rio fue hijo del papa Hormisdas y el Doctor de la Iglesia Gregorio I el
Magno descendí a de una familia que ya habí a dado dos «vicarios de
Cristo». 180

Una inscripció n de Nami, del siglo v, nos informa así: «Aquí yace el
obispo Pancracio, hijo del obispo Pancracio, hermano del obispo Hé rcu-
les» (hic quiescit Pancratius episcopus, filius Pancrati episcopi, frater
Herculi episcopi). 1^1

Entre los obispos galos del siglo v, todos y cada uno -las excepciones
son mí nimas- miembros de la nobleza del paí s, muchos está n emparen-
tados entre sí: los obispos Ruricio I y Ruricio II de Limoges con el obis-
po Eufrasio de Clermont. El obispo Hesiquio de Vienne es padre del obispo
Avito de Vienne y del obispo Apolinar de Valence. El miembro de la alta
nobleza y obispo, Sidonio Apolinar de Clermont, es padre del obispo Apo-
linar de Clermont. El obispo Euquerio de Lyon (obispo allí desde 434),
tambié n perteneciente a la alta nobleza, es padre del obispo Veranus de
Vence (obispo allí desde 442) y padre del obispo Salonio de Ginebra

á .


(obispo desde 439). El obispo Remigio de Reims (investido a los veinti-
dó s añ os pese a que un obispo debí a contar con cuarenta o cuarenta y cin-
co añ os) es hermano del obispo Principio de Soissons, cuyo sucesor, Lupo,
es sobrino de ambos. Los hermanos Petronio y Marcelo se suceden en el
obispado de Die. Los tres obispos de Tours, Eustaquio, Volusiano y Per-
petuo, descienden de la misma familia senatorial y se suceden, uno tras
otro, en la misma sede apostó lica. 182

A la cuestió n de «Cuá ndo encontramos parientes en el entorno de
cada papa como auxiliares y beneficiarios de su poder», Wolfgang Rein-
hard respondió en 1975 así de lacó nico en la Revista de Historia de la
Iglesia (Zeitschrí ft fü r Kirchengeschichte):
«¡ Desde siempre! ». Y los apo-
logetas lo justifican, todaví a en el siglo xix, con la indicació n de que en-
tre los discí pulos especialmente entrañ ables para Jesú s se hallaban sus
propios parientes. 183

El dominio episcopal por parte de determinadas familias, dominio que
todaví a florece en la Edad Moderna y que só lo con una gran dosis de ima-
ginació n lo podemos concebir como resultado de una especial vocació n
para lo sobrenatural, muestra mejor que un largo discurso cuan atractiva
era la carrera sacerdotal para la alta sociedad y có mo ganó en atractivo si-
glo tras siglo.

Esa circunstancia entrañ a ventajas y desventajas para la Iglesia. Por
una parte, la riqueza privada de muchos de estos clé rigos acrecienta aú n
má s la de la Iglesia, en parte por decisió n personal, en parte por imposi-
ció n jurí dica. Por otra parte, esa riqueza se ve amenazada justamente por
ese nepotismo que dura ya dos mil añ os.

En un principio, la praxis general determinaba que los dignatarios cle-
ricales, sacerdotales y monacales, hubiesen de legar su patrimonio a la
Iglesia si no tení an familiares pró ximos, lo cual era tanto má s determi-
nante cuanto que justamente los obispos solí an provenir de familias ri-
cas. Pero allá donde el clero no acordaba voluntariamente convertir a la
Iglesia en su heredera, é sta intervení a rá pidamente de forma coactiva.
Ahí radica desde el primer momento su interé s «en una reconfiguració n
de todo el derecho relativo a las herencias y en especial a la disolució n de
los antiguos lazos jurí dico-familiares». 184

Ya en la é poca má s temprana de la Iglesia intentó é sta proteger las po-
sesiones eclesiá sticas de despilfarres en favor de los parientes. Desde
aproximadamente la mitad del siglo u, todo cuanto el sacerdote obtuviese
despué s de ser ordenado debí a pertenecer a la Iglesia, salvo la herencia
paterna. Ahora bien, mientras que todos los clé rigos que hubiesen sido
ordenados sin patrimonio pero hubiesen adquirido despué s fincas en nom-
bre propio tení an que escriturarlas a nombre de la Iglesia, los obispos es-
taban legitimados para disponer testamentariamente del patrimonio pri-
vado, tanto si fue adquirido antes, como si lo fue despué s de asumir su


cargo. En cambio, si un obispo alienaba bienes de la Iglesia por ví a de
herencia, su sucesor tení a que exigir su devolució n o exigir una indemni-
zació n. La prohibició n de traspasar bienes eclesiá sticos en favor de los
parientes del obispo, promulgada entre otros por el X Concilio de Toledo
(656) y el II Concilio de Nicea (787), entró a formar parte del derecho ca-
nó nico. 185

Vale la pena observar que la introducció n del celibato como prescrip-
ció n obligatoria está en dependencia, como subraya W. Reinhard en su
investigació n acerca del nepotismo, «y de forma bien documentada con
el temor a perder patrimonio eclesiá stico». El celibato de sacerdotes y
obispos sirve, y no en ú ltimo té rmino, para evitar difí ciles cuestiones he-
reditarias, como se reconoce de forma franca y frecuente. De ahí que un
papa como Pelagio I (556-561) só lo ordenase como obispo a un padre de
familia bajo la expresa condició n de que redactase una lista detallada y
completa de su patrimonio y de que no dejase en herencia a sus hijos nada
que sobrepasase lo allí consignado. 186

La cuestió n de si los eclesiá sticos podí an enajenar patrimonio ecle-
siá stico o rentas provenientes del mismo fue repetidamente sometida a
discusió n. El IV Concilio de Cartago (398) prohibió que los obispos rea-
lizaran venta alguna sin la anuencia de sus clé rigos o que é stos la hicie-
ran sin permiso de su obispo. En casos especiales, sin embargo, los obis-
pos estaban autorizados para desprenderse de edificios, aparatos, vasos o
esclavos eclesiá sticos. En cualquier caso, la prohibició n de enajenar pa-
trimonio eclesiá stico -que siguiendo el modelo romano era considerado
propiedad de la deidad- se fue imponiendo desde comienzos del siglo v y
en 470 fue elevada por los emperadores orientales a principio jurí dico. 187

Pero si la Iglesia era codiciosa del patrimonio de su clero, má s lo era
aú n del de su grey. Apenas podemos caer en exageració n si consideramos
que la caza subrepticia de herencias ha sido uno de los empeñ os má s im-
portantes, y con seguridad uno de los má s rentables de todos los tiempos,
en el marco de la acció n pastoral eclesiá stica.

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