En «el polvo de las ocupaciones terrenas»
En «el polvo de las ocupaciones terrenas» Se comprende que la conciencia personal de Gregorio estuviera marcada por el origen, la carrera y el estado del personaje. Siempre se hizo respetar tanto por el clero como por los laicos. En lenguaje moderno podrí a decirse que fue un Law-and-order-Typ, una persona de orden, un ex prefecto de policí a, un juez de lo criminal, que insistí a fuertemente en la obediencia y la disciplina, sobre todo por parte de monjes y
monjas, interesá ndose especialmente por su moralidad —o inmoralidad, respectivamente— así como por la observancia de su voto de pobreza. 17 A sus clé rigos y funcionarios solí a llamarles Gregorio, cuya influencia fue decisiva en la administració n municipal romana, «soldados de Pedro» y tambié n «soldados de la Iglesia romana» (milites beati Petri, milites Ecclesiae romanae). El primer monje, elevado al trono pontificio, administró Letrá n casi a la manera de un monasterio, poblá ndolo en todo caso con monjes, que eligió para los altos cargos. Pero personalmente é l, que adoptó la humilde muletilla monacal de «siervo de los siervos de Dios» —la cual pasó despué s de su muerte a ser un tí tulo oficial de los papas—, quiso naturalmente ser «el primer servidor en la Iglesia de Dios» (Altendorf). Nunca utilizó Gregorio el nombre de san Pedro sin la apostilla «prí ncipe de los apó stoles». Prohibió terminantemente a los sú bditos (subditi) que osasen emitir un juicio sobre la vida de los prelados o superiores (praepositi). Aun en el caso de que é stos fuesen indignos y mereciesen con justicia ser censurados, no se les debí a hacer reproches. Má s bien habí a que abrazar voluntariamente el yugo de la reverencia. «Pues si faltamos contra quienes han sido puestos frente a nosotros y por encima de nosotros, atentamos contra el orden de quien los ha colocado por encima de nosotros. » Y quien soporta a un mal gobernante no deberí a vituperar a aquel a quien soporta. Con ello se da algo por añ adidura. Aunque es má s fá cil decirlo que hacerlo. Gregorio ademá s lo proscribe con el propó sito alevoso de que en modo alguno quiere que gobernantes y prelados sean objeto de crí tica o reproche, y menos aú n que puedan ser depuestos por parte de los sú bditos. Y ello, porque el estar sometido al poder de malos gobernantes proporciona esa gloria que el hombre «merece sin duda, por lo cual debe reprocharse la propia maldad má s que la injusticia del gobernante». Los sú bditos deben abstenerse de cualquier crí tica, incluso a los malos superiores. Un mal gobernante no es má s que el castigo de Dios a las personas malas, y quien murmura contra la autoridad superior ofende a quien la ha conferido. Con lo cual se recoge simplemente una idea paulina y su desarrollo agustiniano, só lo que con mayor é nfasis. 18
Que para el papa, conservador y machamartillo por cará cter —y por oficio—, legalista y preocupado y orgulloso de la autoridad, la obediencia jugase un papel importante, es algo que cae por su peso. Insistentemente la predica a todos los subordinados, ganá ndose así —como sus predecesores y sucesores— las simpatí as del Estado, de los emperadores, de reyes y reinas, de los gobernantes, los altos jefes militares, la
nobleza y toda la casta dominante, con la que se trató habitualmente tanto en Bizancio como en Bretañ a, en Á frica, en el reino franco. Y cuya benevolencia necesitaba, puesto que —para decirlo con sus propias palabras— estaba «externamente elevado, pero humillado internamente», ya que estaba cubierto «con el polvo de las ocupaciones terrenas». 19
El hombre de la doble moral
A esa humillació n interna de quien se halla cubierto del polvo de las ocupaciones terrenas pertenece tambié n sin duda alguna el hecho de que Gregorio ampliase de continuo su poder y multiplicase sus necesidades. En las elecciones de los obispos, por ejemplo, tení an que decidir pueblo, clero y nobleza. Por motivos canó nicos el papa só lo podí a interponer un veto, o nombrar y consagrar un candidato, si los electores no se poní an de acuerdo. Pero de hecho su personal participació n, nueva por completo, en la elecció n y consagració n de los candidatos la presentó de vez en cuando simplemente como una costumbre antigua. En realidad intervino de todas las maneras posibles en tales procesos, sin hacer ascos a ninguna medida de influencia, ni siquiera a la intervenció n de algú n jefe militar, como el duque Arsicino, gobernador de la Penté polis. 20 Tambié n en Dalmacia procuró Gregorio hacer valer su autoridad. Los prelados de la regió n ya se habí an opuesto a su predecesor. Bajo el arzobispo Nalalis de Salona y el administrador (rector) romano anterior, el obispo Maleo, parece ser que se dilapidaron bienes eclesiá sticos y se cometieron abusos de toda í ndole. Só lo tras repetidos requerimientos se habí a presentado Maleo ante el tribunal de Roma a finales de 593 o a comienzos de 594; pero murió de repente la noche despué s de haber sido condenado. Se dijo, y no só lo en la corte de Constantinopla, que Gregorio habí a hecho envenenar al obispo, y el papa tuvo mucho trabajo en rechazar la sospecha. Poco despué s de someterse murió tambié n el arzobispo Natalis de Salona, famoso por sus opí paros banquetes y bon vivant muy popular entre los poderosos. Sus comilonas «con fines bené ficos» parece ser que las justificaba recurriendo a textos del Antiguo y del Nuevo Testamento. Gregorio, que le habí a amenazado con retirarle el palio y hasta con la excomunió n, estaba dispuesto a reconocer como sucesor de Natalis a cualquiera, con tal que no fuera un tal Má ximo, que despué s ocupó precisamente la sede episcopal, respaldado por un fuerte sentimiento antipapal del pueblo, por los obispos y por el emperador, que impuso el
reconocimento de Má ximo. Gregorio excomulgó al arzobispo, al que reprochaba soborno en la elecció n, empleo de la fuerza e infracciones del celibato. Tampoco hizo caso el arzobispo Má ximo de los repetidos requerimientos durante los añ os 595 y 596 para que se presentase a juicio en Roma. Debió de recordarse bien del repentino final del obispo Maleo. Só lo en Ravenna, donde pudo sentirse má s seguro, hizo Má ximo penitencia pú blica en julio de 599, postrado tres horas en una calle y gritando: «He pecado contra Dios y contra el bienaventurado Gregorio»; y, aunque en contra de la voluntad explí cita de Gregorio, continuó siendo el obispo de Salona. Tras siete añ os de lucha, el papa estaba vencido casi por completo. 21 Echando una ojeada a muchos obispos del entorno inmediato de Gregorio —para no hablar del episcopado galo—, las tí picas descripciones del obispo ideal en su Regula Pastoralis se leen casi como la sá tira má s despiadada; aunque en el fondo sin muchas diferencias con tantos partidos evangé licos respecto del cristianismo y la historia de la Iglesia. Así, exige Gregorio un obispo «que, muerto a todas las pasiones carnales, lleve siempre una vida espiritual; que desprecie el bienestar humano y no tema ninguna necesidad; que aspire só lo a las cosas espirituales..., que no ceda a la tentació n de desear los bienes ajenos, sino que haga grandes donaciones de los propios... ». Etcé tera. Reclama Gregorio que el obispo sea compasivo y se alegre de la felicidad de los otros, que no se enrede en asuntos tortuosos y que en todo lo que haga dé buen ejemplo. 22 El propio Gregorio estuvo muy lejos de todo eso, aunque desde el bando cató lico se afirme casi siempre lo contrario, y Seppelt, historiador de los papas, lo presente abiertamente como «el modelo ideal de un pastor de almas», y ello incluso «en toda su actividad ministerial». 23 Donde tuvo poder, Gregorio lo ejerció sin miramientos, muy ufano de su justicia frente a los subordinados. El archidiá cono Lorenzo, que por su causa fue preterido en la sucesió n papal y que no pudo ocultar su decepció n, perdió su cargo. Un añ o despué s Gregorio lo quemaba en una ceremonia solemne y en presencia de todo el clero «por su orgullo y otros crí menes». 24 Mucho má s significativo es aú n el suceso siguiente. El monje Justo, mé dico del monasterio de San André s, que cuidaba al papa cada vez má s enfermo, confesó a un hermano antes de morir, a su compañ ero Copioso, haber ocultado tres monedas de oro. Cuando Gregorio lo supo, prohibió rigurosamente que nadie tratase a Justo, que nadie del monasterio lo visitase en su lecho de muerte ni le prestase ayuda. Y despué s de su muerte su cadá ver debí a ser arrojado con las tres monedas a un estercolero, al tiempo que la asamblea gritaba: «¡ Al infierno contigo y tu dinero! ». Cuando Justo oyó contá rselo a Copioso, murió de tristeza.
Con tal severidad entendí a Gregorio el voto monacal, entre otras cosas. Aunque personalmente, segú n parece, todo lo que no habí a dado a sus monasterios lo vendió, repartiendo el dinero entre los pobres, ya de monje era tan acaudalado que en 587 pudo hacer otra donació n al monasterio de San André s (al que con expresió n de propietario llamaba «mi monasterio»). Má s aú n, trece añ os al menos despué s de hacerse monje benedictino, todaví a poseí a muchos bienes rú sticos. 25 Sin duda que el papa fue tambié n un hombre de compromisos, de transigencias y de doble moral. Por duro que se mostró siempre con los monjes y monjas exclaustrados obligá ndolos a volver al monasterio, tratá ndose de nobles pudo hacer excepciones.
Cuando Venancio, patricio de Siracusa y probablemente amigo de Gregorio, abandonó su monasterio menospreciando el precepto eclesiá stico, se llevó a su casa a la bella y dominante Itá lica, que le hizo padre de dos niñ as, convirtié ndose ademá s en el epicentro de un cí rculo de literatos antimonacales, Gregorio no le impuso el retorno al monasterio. Tan só lo intentó con mucho esfuerzo convencerle para que lo hiciera voluntariamente, aunque en vano; má s aú n, socorrió a las criaturas nacidas de aquel matrimonio anticanó nico, demostrando una vez má s —como dice Jeffrey Richards, su bió grafo moderno y las má s de las veces benevolente— «que en la imagen del mundo de Gregorio habí a una ley para los ricos y otra para los pobres». 26 Como en Cerdeñ a un obispo antes de la liturgia del domingo hubiese roturado el campo de un campesino y hubiese desplazado los mojones de las lindes, Gregorio castigó simplemente al colaborador, y con bastante clemencia. Y má s generoso se mostró aú n con el arzobispo Januario de Calaris, que hizo de Cerdeñ a una «capital de la desgracia». Los laicos saquearon allí los bienes de las iglesias, los sacerdotes los bienes de los monasterios, los arrendatarios huyeron de los latifundios de la Madre Iglesia, el paganismo tomó las riendas, y se cobraron todos los arbitrios posibles en beneficio de los clé rigos. Hubo evidentemente muchas monjas que vagaban de un sitio para otro, hubo casos de violencia en el clero, de usura, homosexualidad y autocastració n. El archidiá cono se adueñ aba de las mujeres ajenas y el arzobispo, aunque «anciano y achacoso» —como dice Gregorio—, se apoderaba con violencia y contra derecho de los bienes ajenos. Ya casi al comienzo del pontificado de Gregorio el montó n de quejas (tanta moles quaerimoniarum) contra el prí ncipe de la Iglesia d<? Calaris era incalculable, llegando cada vez nuevas noticias de incidentes. Pero diez añ os despué s Gregorio no habí a acabado con é l, permaneciendo en su cargo hasta el final e incluso sobreviviendo al papa. 27 Y es que, en efecto, tratá ndose de cató licos ricos o de obispos que eran merecedores de castigo, el papa podí a ser generoso en extremo.
No obstante la enorme cantidad de prelados levantiscos y criminales, en todo su perí odo de gobierno ú nicamente depuso a seis; entre ellos se contó el obispo Demetrio de Ná poles, doctor perversus, tal vez «hereje» y merecedor de la muerte por sus delitos y crí menes. Por lo demá s, tambié n los diocesanos de ese obispado importante de Campania fueron siempre tan respondones en tiempo de Gregorio, que se decí a que habí an combatido entre sí una guerra má s larga que contra los longo-bardos. 28 Y un ú ltimo ejemplo sobre la doble moral de Gregorio. Cuando el obispo André s de Tá renlo, que tambié n maltrataba a sus clé rigos y mantení a mujeres, apaleó tan bá rbaramente a una pobre mujer que viví a de la caridad eclesiá stica que murió poco despué s, el papa prohibió simplemente al tal obispo que celebrase la misa durante dos meses —tal vez con satisfacció n del propio obispo—. Por el contrario, Gregorio hizo encerrar en las cá rceles de los monasterios «a todos los pecadores carnales», de modo que a un investigador moderno (Grupp) «le recuerdan a los antiguos esclavistas», llegando a tales amontonamientos en aquellas casas moná sticas de represió n de «los pecadores», que segú n el monje Juan Clí maco —un coetá neo de Gregorio, algo má s joven que é l— «apenas se podí a dar un paso». 29
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